Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo segundo. Apartado 1 - La política de Carranza | Capítulo vigésimo segundo. Apartado 3 - La oposición obrera | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 22 - EL ORDEN CIVIL
LA JURISDICCIÓN MILITAR
Los días que se siguieron a los triunfos guerreros del carrancismo —y se dice carrancismo cuando, de acuerdo con la idea de 1915, tal nombre era sinónimo de Constitucionalismo-
inspiraron un noviazgo político de Carranza y Obregón; ahora
que este acontecimiento —redondeado con una visita de
Carranza al norte del país, primero; con la función otorgada al
general Obregón, después- no hacía más que despertar los
recelos de otros jefes revolucionarios, quienes a pesar de que
carecían de los méritos que los triunfos en los campos de batalla
correspondían a Obregón, no por ello habían dejado de sufrir
las vicisitudes de la guerra y de servir con lealtad casi insuperable
al Primer Jefe y al Constitucionalismo.
Carranza no comprendía, o fingía no comprender, la
situación de temor y desconfianza existente entre los líderes del
Partido Constitucionalista por el nombramiento en favor de Obregón; y éste, hecho por la intuición política vigoroso político con propias y singulares virtudes, se servía de aquel
trance para acrecentar su aureola de guerrero invicto, dejándose
dar todos los títulos adulatorios o de simpatía sincera; pues
aparte de que muchos eran los que merecía, tanta era su sencillez
y tanto el espíritu de camaradería que llevaba consigo; tanto y
desbordante su ingenio y tanto, por último, el conocimiento que
tenía de las ambiciones o angustias del prójimo, que fácilmente
atraía hacia él al mundo que se le acercaba a veces por mera
curiosidad.
Pero no sólo se valía el general Obregón de su imán personal
para acrecentar su figura, sus disposiciones y sobre todo su
futuro. Valíase también de la posición sobresaliente que como
funcionario público le había dado Carranza, puesto que estando
a su mano los generales, jefes y oficiales del ejército de la
Revolución, podía distribuir a su gusto y conveniencia, los
empleos militares principales, con lo cual, iba organizando silenciosa,
pero eficazmente, su propio elenco político; pues si
llevaba con mucho orgullo las huellas de la pólvora y lucía
vanidosamente su jerarquía militar, más que amante del mando
de tropas era partidario del gobierno de los hombres.
Obregón se hallaba, pues, en el vestíbulo del gran teatro
político de México; y no sólo de México, sino también de la
Revolución. Esto, para un gobernante de la experiencia y saber
de Carranza no pasaba inadvertido; mas sin atormentarse, y
fingiéndose ajeno a lo que bullía en la mente de su secretario de
Guerra y Marina, procedió a seguir la táctica de preparar un rival
de Obregón; y, al efecto, mandó que el general Pablo González
se hiciera cargo de las operaciones militares contra las huestes
del general Emiliano Zapata. Carranza entregaba a González la
oportunidad de adquirir triunfos en el campo de batalla;
triunfos que le hicieran capaz de rivalizar, dentro del mismo
terreno, con el general Obregón.
Verdad es que el mando otorgado a González no dejaba de
tener su lado peligroso, pues no fácilmente podía conquistar la
gloria que se obtienen en las batallas en una guerra de guerrillas,
como era la que se presentaba frente al zapatismo. González,
pues, estaba expuesto a sufrir reveses que le podían llevar al
ridiculo, máxime que el Primer Jefe ponía a disposición del propio González todos los pertrechos e instrumentos convenientes y necesarios para una persecución y liquidación del
zapatismo.
El general González no dejó de comprender cuán delicada
era su misión, y qué de cálculos se presentarían a cada uno de
sus movimientos. Así y todo, se dispuso no sólo a probar una
vez más su lealtad hacia Carranza, antes también sus grandes
dotes de organizador.
Aunque el general Zapata, desde la derrota del villismo en
Aguascalientes y el avance del general Obregón hacia el norte
del país, se había encerrado en su cuartel general de Tlaltizapán
y dejado a sus lugartenientes los puestos avanzados en la sierra
del Ajusco, para que desde tales puestos hostilizaran las guarniciones carrancistas en los aledaños del Distrito Federal, en el
valle de Cuautla y en el sur y oriente del estado de México;
aunque el general Zapata, se repite, estaba retirado en Tlaltizapán,
al tener informes de la ofensiva que proyectaba el
gobierno de Carranza, expidió un decreto ordenando que todos
los hombres aptos para tomar las armas en el estado de Morelos,
y principalmente quienes eran soldados del Ejército Libertador, se aprestasen para resistir el avance de las fuerzas del general González.
La tregua dada por el general Zapata a su gente desde el
otoño de 1915, no disminuyó el amor que los zapatistas profesaban
a su caudillo ni la confianza que tenían a su causa; de
aquí que al llamamiento de febrero (1916), el Ejército
Libertador resurgiera dispuesto a la lucha. El número de
soldados de tal ejército —y llamábasele ejército porque la
Revolución no halló otro vocablo para los grandes agrupamientos
de individuos armados— ascendía a veinticinco mil hombres
a los primeros días de marzo (1916); ahora que de estos,
solamente el sesenta por ciento se hallaba medio armado y un
quince por ciento con armas de alcance, pero cortas en municiones.
Faltaban también al zapatismo dinero y alimentos para
la guerra. Durante la tregua, y cuando se creía que la lucha
armada estaba tocando a su fin, los zapatistas se dedicaron, en
su mayoría, a preparar las tierras para los cultivos de marzo; y
estos, al llamamiento de Zapata, se veían una vez más paralizados,
de manera que fácil era comprender la cercanía de una
enésima escasez de víveres dentro del estado de Morelos, que era
el baluarte de los zapatistas.
Frente a aquel llamado ejército de Zapata, se presentaba
ahora el general Pablo González, deseoso de gloria, bien armado
y pertrechado y con un cuadro de doscientos ochenta oficiales y
cerca de siete mil soldados. Y no era ese el único acompañamiento
de González. A los flancos de éste marchaban los signos
de la prudencia y la previsión; pues si el avance lo inició con
siete mil hombres, tras de éstos quedaban por movilizar otros
diez mil, ya que tenía armas y municiones para un cuerpo de
ejército de veinte mil plazas.
Tan imponente era el número y preparación de las fuerzas
de González; tan decisivos los planes del general en jefe y tan
débiles las defensas de los zapatistas, que el 9 de marzo, esto es,
apenas cuatro días después de iniciada la ofensiva, el general
González había hecho avanzar sus tropas hasta ponerlas a la
mitad del camino a Cuernavaca, con lo cual, algunos lugartenientes
de Zapata se acercaron a éste tratando de persuadirle para
que entrara en tratos de paz con el gobierno Constitucionalista;
mas esto, en vez de convencer al jefe del Ejército Libertador sobre la inutilidad de defender sus posiciones en Morelos, le enardeció, y mandó una movilización general, y con ésta, el
fusilamiento de quienes dudaran del triunfo o entraran en tratos
con los carrancistas; y como pronto se le informó que existían
pruebas de que el general Francisco B. Pacheco, quien había
sido ministro de la Guerra en el gobierno de la Convención,
estaba en pláticas con agentes del general González, ordenó que
se le aprehendiera y se le pasara por las armas.
Por su parte, el general González, para penetrar a Morelos y
destruir más fácilmente al enemigo, dividió sus fuerzas en tres
grandes columnas. Una, con cinco mil hombres, que debería
avanzar desde Xochimilco hacia Huitzilac, con instrucciones de
dirigirse sobre Cuernavaca, tomar la plaza, y limpiar de zapatistas
la sierra del Ajusco. La segunda, con cuatro mil soldados,
debería movilizarse hacia Chalco y Amecameca, para ocupar las
estribaciones de los Volcanes y descender por el oriente al valle
de Cuautla. La tercera columna, avanzando desde San Martín
Texmelucan, tendría que desalojar al enemigo de las posiciones
que ocupaba en el estado de Puebla. Una reserva de cinco mil
hombres dejó González en las goteras del Distrito Federal, de
manera que las guerrillas zapatistas que escaparan de los frentes
pudiesen ser batidas con prontitud y eficacia.
No descuidó González uno solo de los aspectos militares de
la campaña que iniciaba, advirtiendo que durante la guerra no
daría cuartel al enemigo, con lo cual estimuló grandemente a sus
soldados, que conforme hacían progresos en su avance principalmente
sobre Cuernavaca, entraban a saco los pueblos,
prendían fuego a las chozas de los aldeanos y perseguían con
saña a quienes creían que eran o simpatizaban con el zapatismo.
Pero, para el general González, más que el problema de la
resistencia zaptista, que de hecho fue nula desde que comenzó
el avance del Ejército Constitucionalista, se presentó amenazante el problema de las miserias económicas de la población civil en el estado de Morelos. Esta, conforme avanzaban los carrancistas, huía en masa, temerosa de las represalias, abandonando en su
fuga lo poco que poseía, de manera que la retirada civil llamaba
a compasión humana. Grandes grupos de gente, ajena a la guerra,
y dentro de los cuales en ocasiones formaban los mismos soldados de Zapata que dejaban abandonado rifle y morral, hambrientos y cubiertos con andrajos, iban de un lugar a otro lugar, sin saber cuál sería su suerte final.
Y, en efecto, ninguna esperanza se presentaba a la vista de
aquella población dolida por la guerra, las venganzas de la guerra
y las inseguridades de lo porvenir. El estado de Morelos estaba
convertido en ruinas. Ruina era la habitación, el campo
labrantío, el mercado, las comunicaciones. Las familias se
habían desintegrado; las pestes hundían sus garras en los
cuerpos de los morelenses. No se hallaba un solo médico ni
medicamentos para atender aquella masa rural entregada al
hambre, la fatiga y el temor.
El cuadro que pintan los cronistas de tales días, hace saber
que en la fuga, no pocos eran los morelenses que morían de
inanición; pues el comercio había desaparecido y las haciendas,
si no estaban quemadas, mostraban las huellas de dramáticos
acontecimientos; con todo lo cual, no sólo el zapatismo estaba
destruido de antemano, sino vencida también la población de
Morelos.
Sin desanimarse en medio de ese teatro, en el cual todo le era adverso, el general Zapata abandonó su cuartel general de
Tlaltizapán y resolvió ponerse al frente de sus soldados; y comprendiendo
que no le sería posible resistir toda la carga del
cuerpo de ejército de González en una línea principal que se
extendía desde Xochimilco hasta el pie de los Volcanes, ordenó
la organización de una columna que debería marchar hacia el
estado de Oaxaca, con el propósito de abrir un segundo frente y
distraer así al enemigo. Después destacó una segunda columna
de tres mil hombres hacia Huejotzingo y Tlaxcala, para atacar la
retaguardia de las fuerzas de González que operaban en Puebla,
y envió todo el material de guerra que encontró a la mano para
que se destinara a la defensa de la plaza de Cuautla.
Sin embargo, ninguna de tales disposiciones minoró los
ímpetus del general González. Los soldados de éste continuaban
avanzando, sin respetar rendiciones, ni amparos, ni habitaciones,
ni templos. González había prometido exterminar el zapatismo,
y sin tomar descanso para él ni para sus soldados, cada hora le
era más favorable, pues el enemigo retrocedía y esto daba más
alas a los atacantes. Sin embargo, el retroceso no era más allá del
hecho en los primeros días de la ofensiva de Gonzáléz. Así, este
se vio obligado a hacer alto en el descenso de la serranía del
Ajusco hacia el valle de Cuernavaca. El zapatismo no se presentaba
para dar una batalla campal; pero sus guerrillas atacaban de
frente, a retaguardia, o por los flancos, incesantemente. No eran
grandes las ventajas que los guerrilleros lograban; pero, por lo
menos, el avance general del cuerpo de ejército carrancista no se
podía llevar adelante conforme a los planes de González.
Los zapatistas, en esos días tan penosos, vieron caer al
general Amador Salazar (16 de abril), quien era uno de sus
caudillos más valientes y resueltos. Al lado de Salazar sucumbieron
tres generales más; y en ese mismo día, tan funesto para
el zapatismo, cerca de mil soldados de Zapata cayeron en una
emboscada, perdiendo mucha gente y dejando casi abiertas las
puertas de la plaza de Cuernavaca; pues a partir de tal día, el
avance de González, aunque siempre cauteloso, ya no halló el
enemigo que venadeaba a los soldados carrancistas en los amaneceres y a las puestas del sol.
Cuernavaca cayó en poder de González el 2 de mayo; y
aunque con tal acontecimiento pareció terminado el primero y
gran capítulo de la ofensiva carrancista, el general Zapata, con
una perseverancia extraordinaria, en lugar de retroceder o de
pedir un trato con el carrancismo, trato al que posiblemente
habría accedido el Primer Jefe, expidió un manifiesto (Tlaltizapán, 29 de mayo, 1916), anunciando su determinación de
continuar la guerra hasta no acabar con Carranza, a quien acusó
de servir a los intereses de Estados Unidos a cambio de ayuda
militar y ecónomica; de proteger a los terratenientes de Morelos y
de la República, así como de tratar de organizar una nueva casta
de terratenientes con los generales carrancistas. La lucha
armada, advirtió Zapata en el manifiesto, no cesaría mientras
cada mexicano no estuviese en posesión de un pedazo de tierra,
y con lo mismo,quedase extinguida la hacienda para siempre.
Esta perseverancia de Zapata daba mucho ánimo a los
labriegos que, careciendo de trabajo, pues no era posible cultivar
las tierras, ni había instrumentos, ni dinero, ni hombres para las
labores del campo, eran soldados del zapatismo o de alguna otra
facción, ya que poseyendo armas, cuando menos estaba asegurado
el pan que se obtenía en los botines.
Esa misma decisión del general Zapata y de los zapatistas,
sirvió para entorpecer los planes de González. La idea de que la
toma de Cuernavaca y de Cuautla producirían la desmoralización
y rendición del Ejército Libertador, —idea que guió a González para hacer sus planes- no parecía tener realización
alguna; pues las guerrillas volvían a surgir a la retaguardia de las
fuerzas carrancistas. González hizo nuevos planes, y mandó
avanzar una poderosa columna hacia el cuartel general de
Zapata; y Tlaltizapán, el que se creía invulnerable Tlaltizapán,
cayó en poder del carrancismo. Así y todo. Zapata no se declaró
vencido. Retiróse al sur. Desafió una vez más al general
González. Nuevas fuerzas carrancistas fueron movilizadas en
busca del caudillo suriano.
Muy heroica era la lucha del zapatismo; muy inocentes las
correrías de sus hombres; y esto se prestaba a la burla que los
políticos obregonistas hacían del general González; también a la
burla del zapatismo, porque frente a los grandes aprestos militares
de aquél, éstos, sin vencer, hacían incesantes estragos, de
lo cual se desprendía que más valía la astucia de la gente de
Zapata que el aparato guerrero del cuerpo de ejército de
González.
Todos estos sucesos servían, como es natural, para que el
mundo oficial y el mundo popular de México, no pusieran en
duda la superioridad militar del general Obregón sobre
cualquiera otro jefe revolucionario.
De lo mismo valíase Zapata, para continuar alimentando las
esperanzas de su gente; también para plantear frente al carrancismo
un problema de índole política; porque ahora el general
Zapata, por insinuación de los intelectuales que le circundaban,
que no eran muchos, pero los pocos poseían talento y audacia,
se iba a convertir en un rústico, pero sensato y sincero expositor
político. Así, el zapatismo no sería una mera fórmula de
solución agraria, sino un programa político; pues no era
posible entender las cuestiones de la Nación mexicana a través
de los repartimientos y restituciones ejidales, como en esencia lo
proclamaba el Plan de Ayala.
De esta suerte, dejando a su parte el agro original de su
movimiento armado, Zapata aceptó y firmó una proclama el 10
de octubre (1916), conforme a la cual, era indispensable instaurar
un régimen político democrático en el país, en el que sólo la
voluntad popular, expresada libremente, contituyese el meollo
de la vida mexicana, y por lo mismo la única capaz de dar a
México un gobierno nacional digno y respetable.
Mas este grito democrático del zapatismo se perdía entre los
estertores de la lucha intestina; pues no era el zapatismo, como
ya se ha dicho, la única facción armada que operaba en el país.
En el estado de Oaxaca, aunque el general Jesús Agustín Castro
había llegado triunfante hasta la ciudad capital, los Soberanos volvían a cobrar bríos, hallándose ya bajo el mando del general Félix Díaz.
Este, después de su infeliz desembarco en la costa nororiental de México, de su prisión y del consejo de guerra del cual
escapó como cualquier desconocido, ya en libertad de recorrer
la República, y sin que las autoridades civiles y militares del
carrancismo sospecharan que el líder contrarrevolucionario era
viajero, sin tropiezos, pudo llegar a Tlaxiaco (Oaxaca) al principio
de mayo de 1916; y allí, en seguida de unírsele las fuerzas
de los generales Juan Andreu Almazán, Higinio Aguilar, Rafael
Melgar, Mario Ferrer, Alberto Córdoba y Guillermo Meixueiro,
así como las guardias del gobernador soberanista José Inés Dávila, quedó al frente de una columna de tres mil hombres; y con éstos se dispuso a iniciar la guerra con el propósito de
restaurar el gobierno del orden y de la paz, que se suponía
privilegio absoluto de los parientes y admiradores del general
Porfirio Diaz.
Muchos eran los ímpetus guerreros del general Díaz, por lo
cual, como jefe de la columna expedicionaria,mandó que ésta
avanzara sobre la plaza de Oaxaca, con la idea de repetir la
hazaña muy celebrada en su tío don Porfirio hacía medio siglo,
de establecer en tal plaza, la capital restauradora de la Constitución
y de la Paz.
Sin embargo, la suerte del pasado, fiel compañero de don
Porfirio, no se repetiría en el siglo XX. El general Félix Díaz,
valiente y osado, no llevaba en su ser el alma del caudillo que
poseía Porfirio Díaz; pues éste, al asociar dentro de sí mismo lo
soldado a lo político, se hacía admirable y con ello abría fácilmente
las puertas de sus ambiciones y destino.
Lejos, pues, de poder emular al vencido Presidente, el
general Félix Díaz fue desafortunado desde el comienzo de su
campaña militar en Oaxaca. Avanzó hacia la capital del estado
con mucha decisión, y encontrando la primera resistencia en
Tlacolula inició el ataque (6 de agosto); mas sin lograr ni un solo
triunfo parcial, faltándole el genio militar para la empresa y
siendo grande la ineptitud de sus lugartenientes, tres horas después
de empezar el fuego empezó a retirarse; y esto, en medio
de tanto desorden sembrado por las guardias de la Soberanía, que pronto se produjo la desbandada de la columna felicista.
Díaz se retiró hacia Tehuantepec, con poca gente y en
medio de tantas disenciones entre sus capitanes, que si de un
lado, estos mismos mandaron fusilar a los generales Rafael y Joaquín Eguía Lis; de otro lado, fue también llevado al paredón
el general Alfonso Santibañez, (18 de septiembre), el mismo
individuo que había traicionado y ejecutado al general Jesús
Carranza, el hermano del Primer Jefe.
Todo esto, unido a la falta de recursos, hizo que Félix Díaz
resolviera abandonar el estado de Oaxaca, y como las partidas
armadas que merodeaban en el estado de Chiapas le ofrecían
apoyo y adhesión, Díaz resolvió marchar a tal estado, en donde,
por ser punto fronterizo, pensó que le podría servir de puente
para allegarse los suministros de armas y municiones procedentes
de Estados Unidos.
En Chiapas, esperaban a Félix Díaz sus viejos partidarios
Jesús López y Antonio Ruiz, quienes le comunicaron tener bajo
sus órdenes dos mil hombres armados, lo cual era inexacto; pues
tanto López como Ruiz andaban a salto de mata al frente de
algunas gavillas. Mas esto no lo supo Díaz, y ya encaminado al
sur, tomó la valerosa resolución de cruzar la selva chiapaneca,
con el propósito de evitar un encuentro con las fuerzas carrancistas
antes de unirse a la gente de López y Ruiz.
Para tan osado movimiento, organizó lo mejor que pudo su
columna, y abasteciéndose de víveres para una marcha de diez
días, se internó en la selva; mas a poco no sólo perdió la ruta,
sino que agotados los víveres, despedazada la indumentaria de
sus soldados, víctimas éstos de las fieras, las enfermedades, las
fatigas, el clima y de toda la corte de males que guardaban los
misteriosos e interminables bosques chiapanecos, la columna fue
mermándose día a día, hasta quedar casi aniquilada.
Los pocos hombres que se salvaron de tan desventurada
marcha, y perdidas las esperanzas de hallar a los generales Ruiz
y López, iban de un pueblo a otro pueblo, sin hallar noticias de
los grupos armados contrarrevolucionarios ni poder hacer planes
para salir de aquella situación, en la que se agrupaban todos los
géneros de la miseria humana.
Mientras tanto, en Nueva York, la Junta de la restaruración,
teniendo noticias de la singular aventura del general Díaz, creía
haber hallado la manera de hacer llegar recursos bélicos al
caudillo; y para el caso procuraba reunir un fondo mayor de
quinientos mil dólares.
Eran socios principales de tal Junta los generales Manuel
Mondragón y Aureliano Blanquet, coautores del asesinato del
presidente y vicepresidente consitucionales de la República, y los
antiguos y ricos porfiristas Enrique C. Creel, Ignacio de la Torre
y Mier, Joaquín Amor, Luis Terrazas, Vicente Sánchez Gavito y
Salvador Turanzas del Valle. Servíales de guía espiritual el
obispo noramericano Francis C. Kelly.
Díaz, sin embargo, después de fracasada su expedición a
Chiapas, pareció dispuesto a abandonar el suelo mexicano y
desistir de su empresa contrarrevolucionaria; pero los nuevos
ímpetus guerreros del general Guillermo Meixueiro en Oaxaca, a
donde éste había quedado capitaneando los restos de la Soberanía, le hicieron proyectar un regreso a suelo oaxaqueño; ahora que esto pronto se convirtió en un enésimo fracaso.
En efecto, Meixueiro creyó posible rehacer el gobierno y el
ejército Soberanos; pues habiendo llegado a Oaxaca al frente de ochecientos hombres los generales José Isabel Robles y Canuto Reyes, veteranos del villismo, pero ahora asociados al carrancismo, para cooperar con el general Jesús Agustín Castro en la
campaña contra los felicistas, en vez de seguir la línea de la
lealtad a la Primer Jefatura a la cual habían reconocido, apenas en suelo oaxaqueño, al que entraron el 22 de agosto (1915), y con el pretexto de un disgusto con el general Castro, iniciaron
tratos con Meixueiro, hasta declararse nuevamente rebeldes a
Carranza; aunque con tan mala suerte que, perseguidos, derrotados
y prisioneros por los carrancistas, fueron fusilados.
Después de estos acontecimientos, el general Díaz perdió las
esperanzas de triunfar y el estado de Oaxaca volvió a la tranquilidad;
y con ello, el poder civil y müitar de Carranza quedó
dilatado de la frontera norte con Estados Unidos hasta la del sur
con Guatemala. En el país sólo quedaban los grupos armados de
Zapata, en Morelos, Puebla y México; de Villa, en Durango y
Chihuahua; de Luis Vizcaíno Gutiérrez apellidado El Chivo
Encantado, José Inés Chávez García y Jesús Cíntora, en
Michoacán; mas ahora, a los levantados en armas, el gobierno de
Carranza sólo les daba el nombre de bandidos, salteadores, incendiarios
y plagiarios. Contra ellos, sentenciados previamente a la
pena de muerte, expidió Carranza un decreto (9 de octubre).
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo segundo. Apartado 1 - La política de Carranza Capítulo vigésimo segundo. Apartado 3 - La oposición obrera
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