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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 22 - EL ORDEN CIVIL
LA OPOSICIÓN OBRERA
Dentro del proyecto y propósito de restablecer, si no el imperio absoluto de la Constitución, sí el orden civil de la República, y esto no tanto para servir a los intereses de la población pacífica, cuanto a fin de dominar a los capitanes de
los ciudadanos armados a quienes mucho desconfiaba, pues las
intrigas de los nuevos políticos eran incansables y contagiosas;
dentro del proyecto, se repite, de restablecer el orden civil. Carranza
sin atreverse a licenciar las fuerzas revolucionarias, con lo
cual habría provocado nuevas ocurrencias en el país, ordenó (31
de enero, 1916) que quedasen disueltos los Batallones Rojos, organizados en febrero de 1915 con los trabajadores de las fábricas y talleres del distrito Federal, en razón de un convenio
firmado con la Casa del Obrero Mundial. Tal licénciamiento, que de ninguna manera podía acarrear
los conflictos a los que temía el Primer Jefe de proceder en igual forma con los veteranos de la Guerra Civil, se llevó a cabo sin mucho rubor y sin las más pequeñas muestras de gratitud o compromiso hacia aquellos hombres, que tan espontánea e
ilusivamente acudieron al llamado de guerra hecho por el
general Obregón.
La autoridad de Carranza bastó, de acuerdo con el carácter
imperioso del Primer Jefe y las facultades de que estaba investido gracias al período preconstitucional, para desarmar a los soldados de los Batallones Rojos, reintegrarlos a la ciudad de
México y obsequiarles con dos meses de haberes. Ninguna otra
recompensa otorgó Carranza a los hombres que, en medio de la
vehemencia infantil e incalculada de sus líderes, habían
marchado a la guerra.
El suceso fue tan grosero y tan escaso de sentido político y humano, que si fácil fue el desarme de tales batallones, no tendrían
la misma ventaja las consecuencias de aquella indecorosa
manera de despedir a quienes habían concurrido a la ofrenda de
sus vidas; porque, en efecto, vuelto los obreros al Distrito
Federal, se hallaron sin recursos, sin trabajo, sin viviendas y en
medio de un aumento de precios lo mismo de ropa que de
comestibles, de manera que los males de los que habían huido
en 1915, y que les empujaron fácilmente a aceptar los designios
de sus líderes, se les presentaban de nuevo y con mayor intensidad.
Sin protección alguna, buscando acomodo en las fábricas
que iban abriendo sus puertas poco a poco, desalentados por los
resultados de la aventura, sin creer en el Constitucionalismo y
poniendo en duda las virtudes de la Revolución, los trabajadores
licenciados del ejército buscaron a donde desahogar sus rencores,
y hallaron abiertas una vez más las puertas de la Casa del
Obrero Mundial; pues ésta se reorganizaba con mucha prontitud, mas no solamente para agrupar sindicalmente a los obreros,
sino principalmente para combatir al gobierno de Carranza, al
que ahora acusaban como enemigo de la clase trabajadora de
México.
Y no eran los ex soldados de los Batallones Rojos los únicos obreros defraudados por el gobierno de Carranza; pues en noviembre de 1915, angustiados por las escaseces de salario, los altos precios de los artículos de primera necesidad, de las telas
para la ropa de vestir y de los alquileres de viviendas, así como
por la falta de seguridades para la vida, los trabajadores ferrocarrileros
de la división de Veracruz se declararon en huelga: en
huelga agresiva, que no sólo hacía conflicto de la empresa ferroviaria,
antes ponía en apuros al Gobierno interrumpiéndole las
comunicaciones con la costa del Golfo de México y sembraba
dudas acerca de la veracidad revolucionaria del Primer Jefe.
Deuda también tenía Carranza con los ferrocarrileros en
huelga; pues si éstos no tomaron las armas para defender al
Constitucionalismo, sí se enfrentaron a todos los peligros movilizando los trenes en servicio de la causa carrancista. Esto no obstante, apenas declarada la huelga, el Primer Jefe expidió un decreto (20 de noviembre) estableciendo que el personal de los ferrocarriles quedaba asimilado al ejército y por lo mismo sujeto al castigo de las leyes militares. Esto, llevado a cabo por el gobierno de una Revolución que tenía por principio la Constitucionalidad y había condenado el autoritarismo militar de
Huerta, era para los obreros incompatible con la razón y las
promesas del carrancismo, máxime que el Primer Jefe no intentó la menor fórmula conciliatoria para entenderse con los huelguistas, que sometidos a fuerza de armas, se vieron
obligados a obtener una sola de las prestaciones económicas que
solicitaban de las empresas.
El suceso, en vez de apaciguar los ánimos de los obreros
ferrocarrileros y de los trabajadores de las fábricas textiles de la
región de Orizaba, quienes mucho apoyaban a los huelguistas,
sirvió de incentivo para que la organización sindical se convirtiera
en una fuerza de política obrera francamente hostil al
Gobierno y a Carranza, sobre todo sintiéndose amenazada por
las palabras despectivas enderezadas por el propio Primer Jefe contra el obrerismo y el Socialismo.
Así, queriendo dar cuerpo a una política obrera independiente, la Federación de sindicatos del Distrito Federal invitó a las organizaciones sindicales de la República a una reunión en el puerto de Veracruz. Y, en efecto, los delegados obreros se juntaron (5 de marzo) en Veracruz, y para hacer públicos sus
propósitos, declararon que la clase trabajadora mexicana era
ajena a los partidos políticos e independiente del Poder Público;
y en seguida, empezaron una campaña para demostrar la ineficacia
de la acción política y los peligros que ésta entrañaba
para la clase trabajadora. Así, el divorcio entre el Gobierno de
Carranza y los sindicatos, fue franco y abierto. El Primer Jefe, sin embargo, no dio importancia al acontecimiento. En un país a donde el número de trabajadores fabriles no alcanzaba al
número de cien mil, el Estado podía dormir despreocupadamente.
Mas lo resuelto en la reunión efectuada en Veracruz no sólo
significó la organización de una Confederación del Trabajo, situada al margen de los futuros proyectos del Gobierno y de la Revolución. Significó que tal organiación estaba dispuesta a
enfrentarse al Gobierno; y al efecto, comenzó sus tareas de
lucha contra el poder público, riñendo con el gobernador de
Veracruz Heriberto Jara, debido a que éste desaprobó la actitud
anticarrancista de los delegados obreros, con lo cual tal acontecimiento,
lejos de desalentar a los líderes de la Confederación les sirvió de estímulo para dar una batalla formal al carrancismo; y como Carranza continuaba dentro de sus limitaciones
políticas y era ajeno a las previsiones sociales, no tomó ninguna
disposición para remediar los males que la guerra había
producido en los bajos estamentos de la comunidad nacional y
con lo mismo, dejó abandonado al proletariado, y acrecentó el
disgusto de la clase obrera, principalmente en los centros a
donde existían fábricas y talleres.
Así fue tan súbito el desarrollo del movimiento obrero, que
los sindicatos surgieron inesperadamente allí a donde existía el
más pequeño centro de trabajo; y para los últimos días de
abril (1916), en las reuniones que se efectuaban en los establecimientos
sindicales del Distrito Federal, sólo se hablaba de
exigencias al Gobierno; pues se hacía responsable a éste
de una situación económica que mucho lesionaba las
condiciones de la clase obrera, y como existía el antecedente de
lo sucedido a los soldados de los Batallones Rojos, y por otra parte, los nuevos líderes sindicales hacían de la Revolución una causa desunida de la clase trabajadora, sin que esto modificara el desdén con que el Primer Jefe miraba las actividades sindicalistas, el antigobiernismo obrero iba en aumento, hasta constituir una oposición que se sentía apoyada por la gran masa popular
que, sin estar sindicalizada, sufría las consecuencias de la desocupación,
de los precios, de la moneda, de los salarios y sobre
todo, de la indolencia oficial para dictar medidas encaminadas a
mejorar las condiciones de la pobretería.
Así las cosas, los sindicatos obreros, sin considerar la
opinión de sus directores, presentaron (20 de mayo) una demanda
pública, exigiendo al gobierno el restablecimiento de la
moneda contante y sonante, poniendo a menosprecio el bilimbique,
y anunciando que, a partir de tal llamamiento, exigirían a
los patronos el pago de los salarios precisamente en moneda
metálica.
Y no era esa la única demanda obrera. También se pedía
con señalado imperio, que el Gobierno procediera a regularizar
las fuentes de trabajo; pues principalmente los ex
soldados de los Batallones Rojos, al intentar regresar a los empleos que tenían antes de marchar a la guerra, eran ahora los que carecían de trabajo, ya que sus plazas habían sido cubiertas
con los emigrantes de los pueblos.
Para llegar a presentar estas demandas que denotaban un
estado de ánimo resuelto y agresivo, previamente los obreros
llevaron sus voces de disgusto y desafío a los barrios populares
de la ciudad de México, de suerte que tenían la seguridad de
que, llegado el momento de exigir la respuesta oficial, contarían
con el auxilio y simpatía de quienes, sin pertenecer a un lado o
a otro lado, habían padecido los infortunios que producen las
guerras intestinas.
El Gobierno, sin embargo, continuó mostrándose ajeno a las
demandas obreras, creyendo que los sindicalistas no se atreverían
a realizar otra demostración ofensiva después del
documento de petición. Mas no fue así; pues frente al silencio
oficial, los sindicatos del Distrito decretaron (22 de mayo) una
huelga general, que desde luego pusieron en práctica no sólo con
la simpatía de la gente del pueblo, sino también de los patronos,
que vieron en tal movimiento una manera de abrir nuevos
cauces a su producción, pero sobre todo al precio de su
producción, que era fluctuante por causa de la inestabilidad del
bilimbique.
La decisión de los trabajadores y el apoyo popular a éstos,
hizo desagradable la situación del gobierno, que con aquello
pareció quedar aislado y como ignorante de las condiciones de
vida en que se hallaba el país. Además, las demandas obreras
daban la idea de que el Gobierno, en sus procedimientos, no iba
acorde con los principios de la Revolución; pues se suponía que
esta se hallaba obligada de proteger a las clases pobres y desincorporadas de la vida civil, económica y política del país. No podía, pues, el Gobierno desoír tales demandas; ahora que tampoco le era posible, a menos de minorar su autoridad, aceptarlas. Por esto. Carranza optó por conservarse en el centro
de la situación; y, al efecto pidió a los sindicalistas que se
abstuvieran de holgar, ofreciendo que el Gobierno pondría en
circulación una nueva moneda de papel de mayor valuación, con
la mira de que con tal moneda de garantía se restableciera el
equilibrio entre los precios y los salarios.
Accedieron los trabajadores a la solicitud de Carranza, y con
ello, la secretaría de Hacienda se apresuró a poner en circulación
una nueva emisión de papel, aunque sin procurar el remedio de
los males principales denunciados por los líderes obreros; pues si
el novedoso bilimbique tenía un valor de veinte centavos en
relación al antiguo peso fuerte mexicano, esto equivalía a que el
canje del antiguo papel por el naciente se llevara a cabo a razón
de cinco viejos bilimbiques por un nuevo billete.
Con tal disposición los trabajadores se creyeron defraudados.
Defraudados también se sintieron las masas populares y lo
que se consideró como un remedio eficaz se convirtió en una
enésima arma contra Carranza. La gente, en efecto, empezó a
sentirse víctima del engaño oficial y con lo mismo, a despreciar el
nuevo papel, al cual el Gobierno dio el nombre de Infalsificable.
A tan temprana impopularidad del Infalsificable se agregó bien pronto la versión oficial de que tal papel no sería perdurable
y que, en la realidad, entrañaba un empréstito interior
forzoso; y como era, en el fondo, el proyecto del licenciado
Cabrera, quien manejaba la hacienda pública, el Infalsificable
perdió con mucha brevedad su garantía moral y por lo mismo su
grantía monetaria, lo cual sirvió para acrecentar la crisis iniciada
por los sindicalistas.
Estos, que no se apartaban de la idea de obligar al Gobierno
a retirar totalmente el bilimbique y poner en circulación la
moneda metálica, conforme iba aumentando el descontento
popular, acariciaban más y más sus proyectos de lograr sus
propósitos mediante una huelga general a la que llamaban
revolucionaria; mas esto, no tanto por tratar de desquiciar al
Estado, puesto que estaban inermes, cuanto por poner de moda
una palabra que llegaba de Europa, pero principalmente de las
filas sindicales de Cataluña.
Pero si el vocablo fue usado ingenuamente, no por ello dejó
de alarmar a Carranza, quien creyó ver en los preparativos
huelguísticos que hacían los sindicatos, una amenaza para las
instituciones públicas de la Nación; y aunque sin externarlo
abiertamente, mandó que las fuerzas del general Pablo
González, que operaban en Morelos, estuviesen prevenidas para
acudir en auxilio del gobierno en la ciudad de México.
No esperaba sin embargo el Primer Jefe, que la huelga, iniciada el 31 de julio (1916), fuese general no sólo en el orden de los obreros, sino también en el orden de la población civil que, aprovechándose de la coyuntura, creyó ver en la huelga una
arma para vengarse de los males padecidos durante la guerra,
con lo cual, los huelguistas se sintieron muy halagados, máxime
que la paralización de las actividades en el Distrito Federal fue
total.
Carranza, atolondrado e indignado, creyendo inconsiderablemente que la clase obrera le debía una obediencia absoluta,
y sin mandar investigar los orígenes del acontecimiento ni tratar
de buscar la manera de hacer menos desfavorables para el proletariado
las condiciones económicas que prevalecían en el país,
ordenó la ocupación militar de los centros obreros y la aprehensión
de los líderes del movimiento. Después, entregado a la ira
nunca justificada en los jefes de Estado, puesto que desmerece
su jerarquía y deja en los pueblos el deseo de vengarse de las
fuerzas y abusos del Poder, puso en vigor la Ley del 25 de enero
de 1862, expedida por Benito Juárez para castigar a los traidores
a la patria ; y no contento con la confirmación de una Ley
que no podía ser aplicable al caso, decretó (1° de agosto) la
pena de muerte para quienes incitaran a la suspensión del
trabajo en las puertas de las fábricas o empresas, o presidieran,
o defendieran, o aprobaran la huelga, o destruyeran o deterioraran
las propiedades, o quienes se opusieran a la reanudación del
trabajo.
Ese deseo incontenible del Primer Jefe de abusar sobre la debilidad de uha clase social que carecía de recursos ecónomicos o bélicos para poner en peligro la estabilidad de las intituciones públicas; ese deseo incontenible del Primer Jefe manifestado también con palabras amenazantes dirigidas a los obreros que estaban atónitos ante aquella tan excesiva reacción de Carranza; ese deseo, se dice, de exterminar lo que era una mera manifestación de descontento por una situación que existía plena y
debidamente comprobada, no lo había empleado el Primer Jefe ni contra los más obcecados y peligrosos enemigos de la Revolución.
Frente a aquella rebelión abierta y franca, que había sido la
Convención de Aguascalientes contra el poder legal que representaba la Primera Jefatura, si Carranza no fue obsecuente ni derrotado, tampoco empleó los métodos de violencia que ahora usaba contra el obrerismo víctima de la desocupación y del hambre. Tal pareció -tan incomprensible así estuvo la violencia del Primer Jefe— que en aquellas horas, la Revolución estaba siendo empujada hacia otras tierras por una perturbación ciclónica de la naturaleza, y no de los hombres que llevaban en sus manos la bandera de la Constitución.
Tan injustificado fue aquel aparato de fuerza, que unas
cuantas horas bastaron para que la huelga terminara, para que se
reanudaran los servicios públicos, para que la gente volviera al
trabajo, sin que estos hechos constituyeran una victoria del
Gobierno frente a los desahogos de las pobrezas y ansiedades
económicas.
La derrota de los huelguistas, el encarcelamiento de líderes
y obreros y la ocupación de los centros sindicales, lejos de servir
al exterminio de los sindicatos, como se proponía el gobierno,
acicateó a los trabajadores entusiasmándoles la idea de llevar a
cabo una organización formal de sus propósitos y agrupamientos,
máxime que complementaba aquel cuadro de públicas
manifestaciones sociales, primero, la fundación (2 de junio) del
Partido Socialista de Yucatán; y después, una reunión (11 de junio) efectuada en Eagle Pass (Texas), a la que acudieron representantes obreros de México y Estados Unidos, para iniciar
un entendimiento común que debería consistir en la colaboración
unida de los sindicatos mexicanos y norteamericanos.
Además, tanto en Guadalajara como en Tampico surgía un
movimiento obrero, que no obstante estar en la infancia, pronto
procedió al desafío de las autoridades civiles, declarando que los
sindicatos desconocerían cualquiera intrusión de aquéllas en los
negocios meramente sindicales.
Esto último, como es natural, sólo sirvió para que el
gobierno de Carranza acudiese a preparativos francamente
hostiles a la organización obrera, de manera que habiéndose
declarado en huelga (5 de junio) los trabajadores ferrocarrileros
correspondientes a la división del centro, las autoridades militares
acudieron a deshacer la huelga por medios violentos,
siguiéndose a estos acontecimientos la aprehensión de quienes
pretendían organizar sindicalmente a los maestros de escuela en
el Distrito Federal y en el estado de Puebla.
Otros dos dramas sufrió el movimiento obrero y socialista
de México en tales días, con la muerte del adalid del Socialismo
Eugenio Alzalde, ocurrida en una prisión de Texas, y con el
fusilamiento de Lázaro Gutiérrez de Lara.
Este, acompañado de un ruso y cinco mexicanos armados
todos de carabinas, entro (7 agosto, 1916) a suelo nacional,
procedente de Estados Unidos, a donde desde 1908 había sido
uno de lo más activos propagandistas del Socialismo, por un
punto llamado Sásabe (Sonora), trayendo en cabeza la idea de
iniciar en territorio sonorense la Revolución Social.
Carecía Gutiérrez de Lara de armas y dinero para llevar a
cabo sus planes; pero como era muy aguerrido, audaz e ilusivo,
creyó que le sería fácil, valiéndose del engaño, sorprender a
alguna pequeña guarnición carrancista, desarmarla y con esto
organizar el primer grupo de asalto. Con tal intención, Gutiérrez
de Lara y sus acompañantes se acercaron a Soria (Sonora); pero
advertido el jefe de la pequeña guarnición carrancista, teniente
coronel Angel Cárdenas, de la presencia del grupo armado,
fingió ignorancia e hizo creer a Gutiérrez de Lara que no había
peligro; y entregado así a la confianza, el líder Socialista entró a
la población, poniéndose por sí mismo al alcance de Cárdenas,
quien luego de aprehenderlo, y sin más examen, mandó pasarlo
por las armas.
Hombre de despejada inteligencia, de una laboriosidad sin
igual era Gutiérrez de Lara. Amaba las ideas socialistas; había
estimulado con su vehemencia, la huelga obrera en el mineral de
Cananea llevada a cabo en junio de 1906. Después, levantado en
armas al iniciarse la lucha del maderismo quiso unirse a Madero,
pero excluido de las filas de éste buscó asilo en Estados Unidos
a donde, durante cuatro años trabajó incansablemente para
reunir fondos destinados a la compra de armas y municiones,
con las cuales creía poder hacer la Revolución Social.
Murió Gutiérrez de Lara con extremado valor, envuelto en
la ilusión de establecer en México una República Socialista; y
como sus planes eran tan confusos como quiméricos, no
merecía ser víctima de la pena de muerte. Sólo la ansiedad
oficial de restablecer la paz en el país y principalmente en el
norte, pudo ser la causa de tan trágico acontecimiento.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo segundo. Apartado 2 - La jurisdicción militar Capítulo vigésimo segundo. Apartado 4 - Asalto a Columbus
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