Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo segundo. Apartado 4 - Asalto a Columbus | Capítulo vigésimo tercero. Apartado 2 - Las angustias nacionales | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 23 - LA LEY
INTRUSIÓN EXTRANJERA
Después de su asalto a Columbus, el general Francisco Villa no sólo no consideró el efecto de su venganza personal -de la venganza de su partido, también-, sino que dentro de su inflamada ingenuidad, tan rústica como sincera, llegó a creer que el
acontecimiento levantaría el ánimo del pueblo mexicano en su
favor, de manera que tal ánimo le encumbrase a la categoría de
caudillo del patriotismo y con lo mismo, la guerra que él ambicionaba
seguir tomase otro rumbo. En efecto, bien comprendía
que el villismo, ya sin victorias de armas, era una facción carente
de bandera; porque ¿qué quedaba a los hombres para unirse a
las filas del general Villa, si no el deseo de la aventura? Ningún
incentivo ofrecía ya el villismo; y ello, admitido seguramente
por el genio intuitivo de Villa, debió llevar a éste a continuos
desbordamientos del ánimo, que le empujaron a sucesos de
tanta irresponsabilidad como el de Columbus, puesto que el
hecho, dejando a su parte lo desgaritado desde el punto de vista
militar y político, no causó el efecto que la imaginación
guerrera había concebido.
En cambio, el mundo oficial que circundaba al Primer Jefe Venustiano Carranza vio en el acontecimiento -y así lo era en la realidad— una amenaza para la tranquilidad nacional y un peligro en las relaciones de México y Estados Unidos. El mundo
popular, por su lado, tuvo la acción del general Villa como
evidencia del yerro de la ignorancia, y a manera de prueba
palpable de la desesperación que atosigaba a un caudillo total y definitivamente derrotado.
Con esto último, y sin que Villa pudiera prever el resultado,
la manifestación de la República se inclinó en favor de Carranza,
reconociéndose la superioridad en orden, gravedad y responsabilidad
del carrancismo, que al través de su historia, con ser a
veces conjunto de violencias, no cometió un error de tanta
magnitud.
Así, en seguida del escándalo que causa cualquier acción
delictiva, el país volvió a la normalidad -a la normalidad de una
posguerra; y si no acompañó al Primer Jefe en los apuros diplomáticos que se suscitaron con el asalto villista, tampoco hizo demostración alguna que pudiese favorecer los inocentes
designios de Villa. Esto no obstante, el capítulo de Columbus
no dejó de alterar la mentalidad de paz que trataba de embarnecer
Carranza y que tan necesaria era al bienestar de la República.
Para el pueblo norteamericano, en cambio, el asalto de Villa a Columbus tuvo los caracteres de una agresión mexicana a
Estados Unidos, puesto que la población de este país no tenía
por qué hacer distinciones y clasificaciones de los partidos de
México; porque ciertamente, después de la desilusión que
produjo el desastre de Villa y del villismo, para el pueblo de
Estados Unidos, tan ajustado en aquellos días a la idea de la
Constitucionalidad propia, e igualmente de la ajena, las disensiones
domésticas mexicanas carecían de importancia, y empezaban a considerarse los problemas, ya negativos, ya positivos de México, como problemas que sólo atañían a los mexicanos y por lo tanto, volvía a verse a éstos como una sola y
única entidad. Así, el asalto villista tuvo, para la población norteamericana,
las exteriorizaciones de un agravio mexicano.
Además, como muy fresco estaba el reconocimiento de la
Casa Blanca al gobierno de Venustiano Carranza, los norteamericanos no hallaban explicación capaz de presentar una sola prueba que justificase tal acontecimiento. El espíritu del
despecho villista, no correspondía a aquellos argumentos
propios a dar validez histórica o política a una acción bélica
ejercida sobre una población pacífica. Sólo una mentalidad tan
rústica como la de Villa estaba en aptitud de comprender el
porqué del asalto. Tal mentalidad, pues, no podía exigírsele a la
gente de Estados Unidos.
Esto no obstante, el gobierno de Wáshigton manejó el
primer capítulo del asunto, si no con cordialidad, cuando menos
a través de la cordura. Al efecto, en una nota del secretario de
Estado (9 de marzo), comunicada al Primer Jefe por el agente norteamericano John R. Silliman, el gobierno de Estados Unidos, después de advertir cuán seria era la situación creada como
consecuencia del asalto para las relaciones méxicoamericanas,
con señalado comedimiento expresó la confianza en que el
gobierno de México estuviese en la posibilidad para perseguir,
capturar y exterminar a los asaltantes de Columbus.
Tan prudente y moderada fue la actitud del gobierno de
Estados Unidos, que el Primer Jefe, queriendo corresponder a tal disposición, contestó (10 de marzo) con una nota, dictada por el propio Carranza a bordo del tren presidencial en que
viajaba de Guadalajara a Querétaro, en la cual campeó no sólo el
propósito de conducir el negocio prudencial y amistosamente,
sino también hacer patente la correspondencia espontánea a la
aplicación del derecho que el gobierno de la Casa Blanca había otorgado en meses anteriores al Constitucionalista de México,
para movilizar tropas mexicanas al través de suelo norteamericano
de Ciudad Juárez a Agua Prieta, en horas durante las cuales esta
plaza se hallaba amenazada por las huestes del general Villa.
Con toda naturalidad, aunque sin ausentarse de la gravedad
del caso, pues Carranza era de aquellos gobernantes que sabían
dominar los más explicables odios de partido; con toda naturalidad,
se dice, el Primer Jefe en tal nota, señaló la semejanza entre el asalto a Columbus y las irrupciones violentas y cruentas llevadas a cabo por los indios de las reservaciones del Gobierno
de los Estados Unidos en Chihuahua y Sonora al final del siglo
XIX. Mencionó también Carranza en dicho comunicado, el
acuerdo mexicoamericano, conforme al cual se convino en que
(las) fuerzas armadas de uno y otro país ... (podían) pasar
de uno a otro territorio para perseguir y castigar a aquellos
bandidos.
Esta nota, poniendo en fuerza de obligación correspondiente,
el convenio sobre la persecución a los llamados indios
bárbaros, cambió súbitamente la forma y modo del trance
internacional; porque teniendo con tal motivo el gobierno norteamericano
un instrumento que le servía al objeto de calmar la
indignación popular en Estados Unidos y de complacer a los
políticos conservadores de su país, resolvió mandar tropas a
territorio mexicano, sin esperar a que el gobierno de México
comprobase la posibilidad y efectividad de perseguir, capturar y
exterminar por sí mismo, a la banda villista que había concurrido
al asalto de Columbus.
No esperaba el Primer Jefe tan pronta como unilateral resolución de la Casa Blanca, puesto que la nota del 10 de
Marzo, aunque rehaciendo la vigencia del convenio contra los
indios bárbaros, no constituía da aceptación virtual de la
penetración de fuerzas armadas extranjeras a suelo nacional.
Indicaba, ciertamente, un procedimiento; mas no lo determinaba ni tampoco establecia el método de ejecutarlo. Los gobernantes
norteamericanos, pues, se aprovecharon de la buena fe del
Primer Jefe para realizar un acto que, sin ser agresivo ni atentatorio, de todas maneras era contrario al sistema de consulta y aprobación mutuas al cual obligaba, de hecho, el convenio
referido.
Tomada la palabra a Carranza y puesto en movimiento el
ejército de Estados Unidos -y esto todo llevado al cabo con el
propósito de levantar una oleada de jingoísmo; el gobierno de
Carranza, sin haber dejado puente para una retirada, como
siempre se requiere en los negocios políticos y diplomáticos,
no tuvo otro camino que el de poner al país en estado de
alarma, tratando de explicar que la República estaba a poca
distancia de una guerra con Estados Unidos; y al caso, mandó
(10 de marzo) que los jefes del Ejército Constitucionalista estuviesen sobre las armas para la hora en que ocurriese tal desgracia, dando órdenes asimismo (11 de marzo) a fin de que, si la guerra con el extranjero se hacía inevitable, fuesen destruidas
las vías férreas. Disponiendo también, que el general
Manuel M. Diéguez procediese a la fabricación de bombas de
dinamita, de mano, para detener el avance del ejército de
Estados Unidos, si es que esto se efectuaba.
Bien ajena la Casa Blanca al propósito de declarar la guerra a México, ya que la movilización del ejército norteamericano hacia suelo mexicano obedecía a la necesidad de producir lo inesperado para el consumo doméstico de Estados Unidos, con lo cual el presidente Wilson creyó aliviar la situación
de su partido fuertemente hostilizado por el republicano; bien ajena la Casa Blanca, se repite, a cualquier proyecto de guerra con México, el alto mando del ejército de Estados
Unidos organizó, con señalada prisa, la columna expedicionaria
que se internase en suelo mexicano, con el único objeto de
perseguir al general Francisco Villa.
Y mientras que los jefes militares de Estados Unidos
trazaban grandes planes para la campaña de exterminio del
bandolerismo villista, no sin que su diplomacia confirmara que
el gobierno de México concedía a Estados Unidos el permiso
para que fuerzas americanas pasaran a territorio mexicano
... con el objeto de perseguir a la partida de bandoleros
de Villa o a cualquiera otra que invadiera a Estados
Unidos, el general Villa, llevando consigo a sus heridos, y entre
éstos al general Pablo López, se retiró despacio y en orden hacia
el sur de Chihuahua; y, al efecto, cruzó el camino de hierro del
ferrocarril de Noroeste el 10 de marzo, para seguir a lo largo del
río Santa María.
Antes de tomar curso del Santa María, Villa desprendió dos
columnas volantes; una, hacia Fernández Leal (Chihuahua);
otra, con rumbo a la vía del ferrocarril de Chihuahua a Ciudad
Juárez; y quedando él con ciento veinticinco hombres, tomó el
camino de Galeana (Chihuahua); mas como tuvo conocimiento
de que hacia tal punto se movilizaban los carrancistas, optó por
dirigirse al valle de San Buenaventura, que había sido testigo de
los más singulares episodios revolucionarios; y sin detenerse
aquí, siguió a Las Cruces, en cuyas cercanías escaramuceó con el
enemigo, realizando a continuación una marcha violenta, para
llegar el día 18 (marzo) a las goteras de Namiquipa a donde.
después de tirotearse con los soldados del Ejército Constitucionalista, siguió a Santa Ana, lugar elegido para acampar.
Aquí, el general Villa dio una pequeña escolta al general
Pablo López a fin de que le llevara prontamente a un punto en
la Sierra de la Silla, para que le atendiesen médicamente, ya que
las heridas recibidas en Columbus se agravaban: mas la determinación
de Villa fue fatal para López, porque a poco caminar,
el lugarteniente de Villa cayó en manos de los carrancistas y
luego fusilado. López murió con extraordinario valor.
También de Santa Ana, el general Villa mandó propios a
todos los jefes de partidas villistas que operaban en el distrito de
Guerrero, ordenándoles se concentraran en Bachininira: pues
tenía trazado planes con el objeto de iniciar una ofensiva hacia
el suroeste de Chihuahua.
Al llamamiento acudieron unos quinientos hombres, y ya
reunido tal número, Villa sin mucho aguardar, atacó y tomó (27
de marzo) Ciudad Guerrero, a donde fue herido en una pierna; y
en tal condición se hallaba, esperando aliviarse para reemprender
la guerra más meridional, cuando recibió noticias de que dos
columnas, una de carrancistas y la segunda de soldados norteamericanos,
se acercaban a la plaza de Guerrero; en vista de lo cual,
mandó dividir sus cortas fuerzas en varias guerrillas, dando
órdenes para que marchasen en diferentes direcciones a fin de
distraer y desorientar al enemigo, mientras que él, acompañado
de un pequeño grupo de gente armada partió hacia la Sierra del
Coscomate, a donde se ocultó en una abra, pasando dentro de la
misma siete semanas, en medio de escaseces de agua y alimentos,
y circundado por soldados extranjeros, primero; por nacionales,
después.
Pudo sin embargo, el general Villa, en aquella que fue una
de sus mayores aventuras de hombre más aguerrido que valiente,
salir del encierro a que le había obligado su condición física y la
persecución de que era objeto; y salió, para convocar una vez
más a sus huestes y excitarlas a la lucha contra el carrancismo y
los norteamericanos, pues según su rudo entendimiento, que en
otros tiempos había tenido felices relampagueos, los soldados
nacionales y extranjeros pertenecían a una misma facción a la
que Villa suponía y acusaba como la correspondiente a un
repugnante antipatriotismo.
A la persecución de Villa concurrían, como se ha dicho,
fuerzas armadas de Estados Unidos. El gobierno de la Casa
Blanca, en una declaración de aparente ingenuidad, pero en el fondo de mucho desplante, había hecho saber que Estados
Unidos con espíritu de cordial amistad, ejercitaba, con el
envío de sus tropas a suelo mexicano el privilegio acordado por
el gobierno de facto de México.
Muy hábil, oportuna y arteramente se había aprovechado el
gobierno de Wáshington de la amistosa nota del 10 de marzo
firmada por el gobierno de Carranza, de manera que cuando éste
quiso cambiar su posición de buena fe por la de precisa realidad,
ya fue tarde. Los soldados norteamericanos, al mando del general
John J. Pershing, avanzaban sobre suelo nacional, mientras el
Primer Jefe protestaba (17 de marzo), diciendo al departamento de Estado norteamericano que la reciprocidad del paso de tropas de uno y otro país, indicada por México, debería ser convencional
y por lo mismo el envío de soldados extranjeros a
territorio mexicano constituía un atentado a la soberanía nacional.
Mas, como queda dicho, para la fecha de la protesta de
Carranza, las columnas de soldados norteamericanos, a las cuales,
en conjunto, se les dio el apellido jurídico de Expedición Punitiva, no obstante que tal nombre no cabía en los términos de las leyes internacionales, se hallaban cuarenta kilómetros dentro de territorio mexicano. El día 14 (marzo), había cruzado la frontera el general John J. Pershing, quien era considerado
como el jefe militar de mayor prestigio en el ejército de Estados
Unidos, lo cual equivalía a conceder una alta categoría guerrera
al general Villa.
Pershing, dando vuelo a los propósitos del jingoísmo norteamericano, antes de emprender su marcha sobre el suelo extranjero,
mandó una concentración de ciento cincuenta mil soldados
a lo largo de la línea divisoria, y como si su misión consistiese en
combatir un ejército debidamente organizado y pertrechado y
no a las pobres y desesperadas partidas del villismo, dispuso que
cinco cuerpos de caballería, con seis mil seiscientas plazas,
avanzaran hacia el estado de Chihuahua, divididos én tres
columnas principales y tres volantes.
Tales aprestos hicieron comprender desde luego, que el
general Pershing era extraño a la guerra de guerrillas, en la que
tanto lucimiento había ganado Villa, quien, en la realidad, logró
darle un gran desenvolvimiento y poder; pues para modernizarla
y hacerla más efectiva le incorporó la ametralladora y la dinamita,
y la hizo brillante y aparatosa con la caballería.
Así, en seguida de tales aprestos, los invasores dirigieron sus pasos hacia la sierra de Guerrero, con instrucciones de no hacer
fuego sobre las tropas del gobierno mexicano, así como de convencer
a la población civil, de que el único fin de la Expedición era cooperar a la captura de Villa y sus bandidos.
El convencimiento nacional, sin embargo, no fue alcanzado.
Los soldados norteamericanos sentían la hostilidad de los
habitantes de los pueblos que iban ocupando, al grado de que
en algunos lugares se vieron obligados a vivaquear a extramuros
de las poblaciones.
Con esto, la Expedición sólo fue espejo de la impopularidad; y las simpatías que existían, principalmente en los estados mexicanos fronterizos, para la democracia de Estados Unidos, se tornaron en sentimientos de odio hacia la República del Norte. Tanta animosidad advirtió Pershing; tanta la repulsa pública de
la gente de paz para sus soldados; tanta la negativa formal y
verificada de los chihuahuenses de dar informes sobre el
paradero de Villa o de los grupos armados del villismo, que fue
posible anticipar el fracaso de la Punitiva.
Por otro lado, como mucho amaba el pueblo de Chihuahua
al general Villa, lo sucedido en Columbus que en un principio
causó estupor y luego desdén hacia los asaltantes, se convirtió,
en razón de la presencia de los soldados norteamericanos, en un
alzamiento moral en favor de Villa y del villismo. Ahora, Villa
volvía a crecer, en detrimento de la paz doméstica y del entendimiento
de México y Estados Unidós. La Casa Blanca, por aplicar una medida correspondiente a la aritmética elemental, provocó una reacción mexicana, que pocos meses después
serviría para dar bandera a los agentes de las Potencias Centrales, que no desperdiciaban las ocasiones para sembrar el veneno contra el pueblo de Estados Unidos.
En medio, pues, de un ambiente hostil a los soldados norteamericanos, los planes persecutorios de Pershing se deshacían
uno tras de otro; ahora que la Punitiva era, políticamente, un pretexto del gobierno de la Casa Blanca, tanto para acrecentar su ejército y prepararlo para la guerra en Europa, como a fin de someter moralmente a los inquietos líderes republicanos, que conducían una política muy adversa a los designios del presidente Woodrow Wilson.
Sin darse por enterado de la creciente enemistad de los
mexicanos hacia los invasores, el general Pershing no se detuvo
para seguir penetrando con su gente en territorio ajeno, de
manera que cuando los expedicionarios llegaron a Parral (12 de
abril), provocaron -y esto a pesar de las comedidas disposiciones
de los jefes extranjeros— una explosión patriótica nacional
de tanto volumen, que los parralenses obligaron a la gente de
Pershing a salir de la plaza.
Tan desagradable para la jerarquía de la tropa extranjera fue
el acontecimiento; tan ridicula y contraria a los principios
democráticos, pacifistas y de soberanías nacionales, fue la
condición de la Punitiva; tan notoria la ineficiencia de sus marchas en busca de Villa y la animosidad creciente de México, que el gobierno de Estados Unidos mandó concentrar las fuerzas
expedicionarias.
Y esto fue lo mejor que pudo ocurrir en tal situación; pues
qué de complicaciones hubiesen sobrevenido si los norteamericanos
persisten en tal desventurada correría, o si el general Villa,
en lugar de permanecer oculto en la Sierra del Coscomate, se
enfrenta a los extranjeros y con su osadía e irresponsabilidad da
vuelos al disgusto popular que cimbraba a Chihuahua por
aquella intrusión pesquisidora y persecutoria ejercida en
jurisdicción ajena, en la cual, conforme a la ley positiva, sólo
tenía ejercicio y derecho la autoridad establecida y reconocida.
Ahora bien: como la concentración de los soldados en
Colonia Dublán, desvirtuaba el motivo de la presencia del
general John J. Pershing en territorio mexicano, puesto que
tales fuerzas permanecían inmóviles, la Casa Blanca, buscando un puente para retirarse decorosamente de aquella aventura, más por necesidad de política interna que de derecho convenido;
porque aparte de la impopularidad de la Expedición, era incuestionable el fracaso de los militares norteamericanos en el campo de la guerrilla, que es el campo defensivo de los pueblos
rurales, invitó al gobierno de Carranza para que concurriese a
una reunión en El Paso, a fin de discutir entre los representantes
de México y Estados Unidos, las reglas que en lo futuro deberían
seguirse tanto para la persecución conjunta de bandoleros
al través de las fronteras, como para el paso de tropas de
un país a otro país en función de acontecimientos punibles.
Carranza, en derecho de soberanía y en trato exento de
fuerza de armas, así como en derecho de igualdad de naciones
no invadidas, exigió, para que México asistiese a tal reunión, la
salida previa de la tropa extranjera del suelo mexicano.
Sin embargo, como la junta sólo tenía el carácter de preliminar y por lo mismo no correspondía a un compromiso que
pudiesen ejercer las armas extranjeras acantonadas en México,
Carranza, con un criterio que mucho le honra, mandó que el
general Alvaro Obregón, en función de secretario de Guerra y
Marina concurriese a la reunión.
Esta dio comienzo el 29 de abril (1916), representando al
gobierno norteamericano los generales Hugh L. Scott y Frederick
Funston; y como desde la primera hora de aquella junta surgió
la cuestión de la Punitiva, el general Obregón aprovechó las circunstancias para demandar en nombre de México la salida de las fuerzas extranjeras de suelo mexicano.
A esto, no se opusieron, en principio, los generales Scott y
Funston; ahora que a su vez exigieron la firma de un convenio
previo, conforme al cual México se comprometería a capturar al
general Villa dentro de un plazo determinado por el gobierno de
Estados Unidos. Tal exigencia la consideró Carranza, con justa y
patriótica razón, como una orden extranjera contraria y denigratoria
a los derechos de México, y por lo mismo la rechazó
con señalada dignidad.
Tan resuelta e incambiable fue la actitud de Carranza, que
Scott y Funston, ofuscados por sus propias demandas y sin
querer desistir de lo que notoriamente era una intrusión en la
jurisdicción civil y militar mexicanas, amenazaron, en nombre
de su Gobierno, con enviar más tropas a suelo de México;
aunque no por esto dejó de variar el tono en la voz de Obregón
exigiendo la evacuación incondicional; y así, sin poder entenderse
las partes, la conferencia terminó el 11 de mayo.
La conducta de Estados Unidos era incomprensible a la luz
del derecho de naciones. Mas no brillaba tal luz a esas horas. El
gobierno norteamericano dejando a un lado la razón, buscaba,
aprovechando la Expedición Punitiva, los adornos y aplausos para su política doméstica. Los gobernantes de tal país querían, por una parte, justificar la invasión militar hecha a suelo de una
nación independiente; por otra parte, pretendían dar al retiro
de sus fuerzas armadas un carácter espectacular. Un ejército
invasor no podía regresar a su patria de origen sin las fanfarrias
de la victoria. La vuelta de las tropas norteamericanas, sin la
cabeza de Villa, tenía todos los aspectos del ridículo; ridículo
para el Gobierno y ridículo para los ciento cincuenta mil
hombres movilizados con el fin de perseguir, capturar y castigar
a una banda de quinientos guerrilleros.
Para realizar sus pretensiones y poder dar lucimiento a su
ejército y a su política, los gobernantes norteamericanos no
consideraron la tozudez personal y patriótica de Carranza; y
como mucho apremio tenían para dar fin a aquel episodio
semipolítico y semimilitar, que sólo servía para acrecentar en el
alma popular de México una antipatía hacia Estados Unidos,
poco a poco empezaron a ceder en sus pretensiones originales.
Sucedió también que como la propaganda de las Potencias
Centrales se servía de aquel episodio bélico para echar leña al
fuego antiyanki, tanto en Centro como en Sudamérica empezó a
acrecentarse el odio hacia Estados Unidos, y las voces de
intervencionismo e imperialismo, aplicadas a la política de
Estados Unidos, movió al departamento de Estado norteamericano
a grandes preocupaciones; y como parecía imposible que éste
hiciese una cesión en sus pretensiones cerca del gobierno de
México, los jefes de la Punitiva, llevando la situación a la medida de sus consideraciones militares y olvidando que la estrategia guerrera nunca debe estar separada de las prácticas políticas y diplomáticas, dictaron una orden inconsecuente a par de
peligrosa.
Al efecto, mandó la comandancia de la Expedición, que una
columna avanzara hacia la zona del estado de Chihuahua
ocupada por fuerzas del Ejército Constitucionalista, creyendo que de esta suerte Carranza se vería constreñido a firmar un convenio para el retiro de la Punitiva, lo cual equivalía al reconocimiento del derecho de invasión.
No calcularon los jefes militares norteamericanos, cuáles
podían ser los resultados de su orden, a pesar de que el
Gobierno de México tenía advertido que una marcha de los
norteamericanos hacia zonas ocupadas por soldados nacionales
sería detenida y, en caso necesario, combatida. Y así como lo
había anunciado el Gobierno de México, sucedió; pues habiendo
llegado la columna de invasores a las cercanías de Carrizal, los
soldados mexicanos le salieron al encuentro, atacándola (21 de
junio) con tanto valor y denuedo que derrotaron al enemigo
extranjero, haciéndole retroceder en desorden.
Mandó a los soldados mexicanos en esta acción de guerra, el
teniente coronel Genovevo Rivas Guillén; pues el general Félix
Gómez, jefe del sector militar dentro del cual ocurrió el encuentro,
cayó muerto al iniciarse el tiroteo.
Muy dañadas quedaron las relaciones de México y Estados
Unidos como consecuencia de lo ocurrido en Carrizal; pero
Carranza, tratando de aliviar esa condición que perjudicaba la
paz y estabilidad del país y colocaba a México en categoría de
beligerante frente a la Expedición Punitiva, con extraordinaria habilidad insinuó al gobierno de Estados Unidos, la posibilidad de que los dos países llegaran a un feliz entendimiento a propósito de los asuntos y conflictos fronterizos, mediante
pláticas preliminares.
El gobierno de la Casa Blanca no desperdició la coyuntura que se le ofrecía para entrar en arreglos que tenía como necesarios; pues ahora la opinión pública en Estados Unidos, comprendiendo el fracaso e inutilidad de la Punitiva, empezaba a pedir el pronto regreso a suelo norteamericano de los soldados de Pershing, y al efecto, aceptó la sugestión de Carranza y a continuación invitó a éste para que representantes de los dos países se reunieran en New London el 6 de septiembre (1916).
La conferencia se prolongó hasta el 24 de noviembre, sin
llegar a un acuerdo completo sobre la incondicional salida de la Punitiva de suelo mexicano. Sin embargo, fue tan poderosa y terminante la reiteración de Carranza en defensa de los derechos absolutos de soberanía mexicana, que el gobierno de Estados
Unidos, comprendiendo el ridículo de la expedición, la contradicción de ésta a la independencia de los pueblos y advirtiendo el descenso de la popularidad del presidente Woodrow
Wilson, mandó la salida de los invasores el 5 de febrero (1917).
Una doctrina de nacionalidad y soberanía, puesta en
función sin violencias ni amenazas, sino solamente apoyándose
en principios inalienables, dio a Carranza una victoria patriótica
y política, con la cual llevó a la República al más elevado
estadio de independencia y dignidad de las naciones.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo segundo. Apartado 4 - Asalto a Columbus Capítulo vigésimo tercero. Apartado 2 - Las angustias nacionales
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