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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 23 - LA LEY
LAS ANGUSTIAS NACIONALES
Todo lo que el gobierno de Carranza ganó en lo que respecta a autoridad política nacional y extranjera al final de la Guerra Civil, fue descenso, dentro de la República, en los asuntos económicos. Y no tanto en lo conexivo a las rentas del Estado,
que conforme avanzaba la paz iban restableciéndose y aumentándose,
cuanto en lo referente a las condiciones del pueblo. Estas, si ciertamente sobresalieron a las angustias, no por ello pudieron dejar la capa de las pobrezas insondables. Si las escaseces de alimentos iban solucionándose poco a poco, no sucedía lo mismo con los salarios. La clase jornalera del campo
sufría las consecuencias de las tantas renovaciones que produce
una guerra. Además, la República no podía ser ajena, en lo
relacionado con su manera económica de vivir, a los efectos que
en el mundo causaba la Guerra Europea.
No exageraba la prensa periódica presentando un panorama
amargo del país en lo referente a las necesidades cotidianas de
las clases pobres. En este orden, el caos y la incertidumbre
continuaban asomándose en todas las direcciones de la nación.
Para remediar tal suerte, el gobierno no tenía un solo plan
de rehabilitación destinado a las fuentes sociales. Sobre el
problema monetario, como ya se ha leído, se seguía una política
de ensayos, que en lugar de servir al bien general, sólo era útil a
la especulación, a la desconfianza y al engaño. Tampoco existía
una política a fin de lograr la normalidad del trabajo industrial y mercantil.
De los catorce mil quinientos fundos mineros en los estados
de Sonora, Chihuahua, Sinaloa y Durango, explotados, ya en
grande, ya en pequeño, al final de 1910, en 1916 estaban
paralizados, de acuerdo con los informes de las administraciones
del timbre, un noventa y cinco por ciento.
Tan aflictiva era la condición de la minería, y esto en
detrimento de propietarios y trabajadores, que el general
Plutarco Elias Calles, gobernador de Sonora, estimulado por la
idea de servir a su pueblo, mandó reanudar las explotaciones en
el mineral de la Soledad, bajo la tutela del Estado; pero lo que
fue entusiasmo al comienzo se convirtió en desesperanza en el
primer semestre del ensayo; pues escaseó el dinero para el pago
de salarios; faltaron las comunicaciones a fin de movilizar el
mineral; la plata no tuvo mercado para su venta, y las minas
quedaron nuevamente abandonadas.
En Sinaloa, a donde la minería floreció durante la primera
década del siglo, sobre todo con las bonanzas de San José y Pánuco, la industria estaba paralizada al terminar el año de
1915. Los pobladores de los minerales, o se habían dado de alta
en las filas revolucionarias o habían abandonado tales lugares
para marchar hacia los cuatro rumbos en busca de pan y vestido.
El estado de Tamaulipas presentaba una desastrosa contabilidad de su economía. Durante los años de 1914 y 1915, había
entregado su ganadería y su agricultura a la Revolución.
Durante la campaña contra las huestes villistas, los soldados de Carranza que operaron en el noreste, se abastecieron del suelo
tamaulipeco, de manera que al empezar el año de 1916, el hambre
se dejó sentir en Tampico y otros lugares de Tamaulipas. De
nada sirvió a aquel puerto tener a su frente los poderosos
yacimientos de petróleo que suministraban aceite, como fuente
mundial número dos, a los Aliados.
Ciertamente, la clase trabajadora de Tampico no podía
quejarse de los salarios. El promedio de sueldo diario en el
puerto y la región petrolera era de un dólar, para los peones; de
tres para los marineros y obreros de primera. Tampico representaba
el punto más próspero de la República. Mensualmente
entraba en el puerto un promedio de treinta y seis barcos. El
recién perforado pozo de Cerro Azul, producía doscientos
sesenta mil barriles por día. En el correr de 1916, Tampico vio
salir, con destino al extranjero, sesenta millones de barriles de
aceite. No faltaba, pues, ni dinero ni petróleo. Lo que escaseaba
era el alimento. Tamaulipas antes tan floreciente en su agricultura,
sobre todo la que se desenvolvía en el valle de Matamoros,
ahora sólo daba el espectáculo de las tierras yermas.
Grande, en efecto, era la pena que sufría el pueblo tamaulipeco sin tener qué comer. Tanta así, que la Huasteca Petroleum
Company, compelida por sus trabajadores, se vió en el caso de
importar víveres de Estados Unidos, con lo cual se alivió la
situación de la gente pobre.
También en Guanajuato, a donde paralizadas las minas;
arrasada la agricultura por la guerra; clausurados los talleres;
emigrados los jornaleros a Estados Unidos; dañados los giros
mercantiles y los bancos bajo el signo de la incautación, los días
no podían ser más sombríos. La población, dicen las crónicas,
gemía bajo el peso del agio.
Eran tan numerosas las deudas civicas, puesto que un alto
porcentaje de la propiedad urbana y rural se hallaba hipotecada;
tan escasos los recursos pecuniarios y tan ruinosa la economía
popular que el gobierno guanajuatense estuvo obligado a
expedir (14 de diciembre, 1915) una moratoria de pagos.
Aunque en Sonora la guerra no fue tan destructora, y esto a
pesar de que los sonorenses estuvieron entre los primeros
soldados de la Revolución, no por ello dejó de escasear el
dinero, y más que el dinero el trabajo, por lo cual los jornaleros
sonorenses se enganchaban para Arizona. De la ganadería y la
agricultura, sólo quedaron vestigios en las haciendas; y como en
Guaymas y Hermosillo aumentó el número de sus habitantes, y
éstos sufrían las consecuencias del inesperado crecimiento de la
población, el gobierno del estado mandó que los alquileres de
casas no excedieran del medio por ciento sobre el monto de los
avalúos.
Las fábricas de Monterrey, incluyendo a la Fundidora de
fierro, que anunciaron la prosperidad de los regiomontanos
hacia la primera década del siglo XX, tienen suspendidos sus
trabajos desde abril de 1914; ahora que, en la realidad, solo
constituye un problema supremo. Monterrey está semidesbaratado.
Ha dado la mitad de su población a la guerra y a la emigración y la ciudad resiente este desgaste. De todas maneras, es de las urbes que presenta los aspectos de una cercana normalidad, sin que para ello se requiera la intervención del Gobierno nacional.
Puebla, en cambio, tiene el gran conflicto de la desocupación. Los agrupamientos sindicales hacen saber a las autoridades
locales que hay seis mil hilanderos que aguardan la
reanudación del trabajo a las puertas de las fábricas textiles.
Además, de los cuatrocientos ochenta y dos talleres poblanos,
dedicados en su mayoría a la fabricación de puros y cigarrillos,
sólo dieciocho continúan en movimiento.
Para el país no es ocultable la queja nacional que produce el
desempleo; también la cortedad de los salarios a la que no ha
puesto remedio el Gobierno ni es posible que la mejoren los
sindicatos, dado que de hecho no está permitida la huelga y los
patrones, por su parte, se niegan a entrar en tratos con los
sindicatos.
Respecto a los salarios, es notoria la incompatibilidad entre
lo que se obtiene por la prestación de servicios y lo que se paga
por la mercadería. El gobierno -tan desnivelada así era la
situación económica— decretó (14 octubre, 1915) un aumento
de sesenta por ciento sobre los sueldos y salarios de 1910; mas
esto no logró aliviar la situación, puesto que los pesos bilimbiques,
que nunca pudieron ofrecer una garantía, tenían un valor
a la fecha del mismo decreto, de dos a cuatro centavos en
relación al peso fuerte de 1910. Tampoco era posible un equilibrio
entre los salarios y los precios, mientras que aquéllos
fuesen pagados en papel moneda y éstos estuviesen basados
sobre el talón oro. Así, ninguna medida dictada por el gobierno
de Carranza fue capaz de hacer modificación alguna en los
precios de la carne, azúcar, leche, papas, café y arroz.
Complicó más la situación y llegó a aumentar el desasosiego
en que vivía la gente del pueblo, el hecho de que la Comisión
Reguladora de Precios, establecida por el gobierno con la
esperanza de que con mano protectora a par de pulso firme,
obligara a los comerciantes a minorar el valor de los artículos
alimenticios, se declarase vencida (21 noviembre, 1915), admitiendo
su impotencia para equilibrar el mercado y opinando que
el gobierno, en vez de hacerse amenazante, estableciera todas las
libertades mercantiles, con la seguridad de que tal medida
bastaría para mejorar precios y volumen de víveres.
Por su parte, la Caja de Préstamos, que había sido banco de crédito irrestrictivo para los hacendados de México hacia 1913,
ahora, dirigida por Carlos Basave y del Castillo Negrete y destinada
a refaccionar la pequeña propiedad agrícola, creyó hallar
un remedio más efectivo que el de una mera libertad de comercio,
proponiendo utilizar los fondos que restaban en sus cajas,
para establecer diez mil granjas agrícolas, en las cuales dar
trabajo a cuarenta o cincuenta mil hombres, y con ello
decuplicar la producción alimenticia, en el curso de dos años.
Mas, en medio de tales trances, la autoridad nacional tenía
perdida la iniciativa. La idea de que la voluntad popular estaba
sobre las necesidades de la pobretería, hacía que el Estado
desdeñara las prácticas encaminadas a buscar solución a los
problemas económicos que estaban a la vista. Además, los
caudillos de la Revolución ignoraban las verdaderas condiciones
de México. Desconocían el origen y composición de la vida
nacional. Preocupábales el remozamiento de un Estado administrativo
apoyado en un Estado policía; pretendían, en todo
caso, hacer compatible la primera proposición del Estado con la
segunda. No desdeñaban la comunidad doliente; pero creían, sin
discusión, que la misión esencial del ser revolucionario y del
gobernante revolucionario mexicano consistía en manumitir la
voluntad popular; después, entregar al ciudadano a la ambición
creadora.
Era necesario admitir, por otra parte, que el legado recogido
por la Revolución triunfante no era de riquezas, sino que correspondía
a una rutina desaprensiva, que había desconocido siempre
los recursos físicos del país y las fuerzas del trabajo humano.
Quizás, en el fondo de los revolucionarios, existía intuitivamente un credo de bienestar popular; pero éste, aparte de ser
imperfecto, no sabía cómo iniciar la marcha. Todavía no se
ocurría a la gente poner en vigor las leyes del conocimiento y
apoyo de la comunidad. Otra era la moda de la época: manifestada
ésta, ya por las personas, ya por la sociedad. No existía en
el país —ni la Revolución hizo proyecto alguno a este respecto—
un régimen específicamente individualista; tampoco un régimen
socialista. Había, eso sí, un sistema mexicano de las cosas, de
donde venía el fundamento para la doctrina de nacionalidad que
afloraba en la República.
Conexivo precisamente a los asuntos económicos, el que
pareció más preciado en los días que recorremos, fue el de una
moneda sana. Con ésta, se creía que el país estaría en aptitud de
resolver los principales aspectos de su población general. Y, en
efecto, el mal notorio se presentaba como el de una impropiedad
en las medidas monetarias, por lo cual, éstas habían
acrecentado súbitamente las miserias de la pobreza.
La existencia del bilimbique, que tantos servicios dio a los
ejércitos significaba, al final de 1916, un caos monetario y un
comienzo de caos social. Y no solamente social, antes también
político, porque la gran masa popular en la República se presentaba
ahora francamente antagónica al gobierno y caudillos
revolucionarios. Con esto, la Revolución estaba a punto de
fracasar. No hallar un remedio a los negocios monetarios,
advertía una incapacidad del gobierno, para ir al encuentro de
otro remedios a males iguales o mayores que los referentes al
papel moneda.
Los propios comandantes de las zonas militares del país,
eran quienes demandaban un arreglo a aquella amenazante
situación. La emisión del billete llamado Infalsificable, que las
autoridades de hacienda calcularon en quinientos millones de
pesos, sólo complicó la crisis. El papel no tenía ya aceptación
alguna. La idea, que alcanzaba a las clases populares, de que la
fortaleza del Gobierno requería, a manera de probación, una
reserva metálica y una moneda metálica, no podía correr de
acuerdo con la circulación de una cantidad de papel, aunque
éste tuviese una fuente diferente a las emisiones locales y faccionales. Además, la orden oficial a fin de que los bilimbiques
de origen carrancista fuesen canjeados por el Infalsificable
al diez por uno, hizo extensiva la creencia de que tal disposición
obedecía a un negocio del gobierno, lo cual estaba lejos de serlo;
ahora que la versión popular traía consigo numerosos peligros.
Como la desconfianza hacia el Infalsificable continuaba creciendo al final de 1916, hubo días con fuertes ventas de
papel que se originaban en rumores de pánico, con lo cual sólo
salían con ganancias los especuladores llamados coyotes. De
éstos, según los informes del cuartel general, había en la ciudad
de México, en agosto de 1916, mil ochocientos. Sólo en las
calles Isabel la Católica y Bolívar traficaban con la moneda
novecientos veinticinco. No se contaban entre los coyotes, las
casas de cambio establecidas en su mayoría por los propietarios
de las antiguas casas de empeño, cerradas éstas por orden del
cuartel general, al final de enero (1916).
Y esto no acontecía únicamente en la capital nacional. En
Yucatán, la Reguladora de Henequén, teniendo en sus arcas un
millón de dólares, provenientes de la exportación de fibra,
durante el año de 1916, estableció un fondo de un millón de
pesos oro, para garantía de una igual suma de sus propios
bilimbiques. La medida, parecía estar ajustada a todos los
preceptos de la economía política, por lo cual el gobierno confiaba
en que, aparte de la aceptación pública de su moneda de
papel, el hecho sería ejemplar en el país. No fue así, puesto que
tan pronto una persona tenía en sus manos un billete de la
Reguladora, acudía a ésta demandando que se le entregase a
cambio de tal billete una moneda contante y sonante, y como
para ello estaba la reserva metálica, treinta días bastaron para
que la reserva quedase agotada y por lo mismo nulificada la
circulación del bilimbique.
Grande era, en vista de todos estos sucesos que dañaban la
vida de la República, el atolandramieqto de las autoridades
hacendarías. Ninguna medida era eficaz, dentro de la política
sobre el papel moneda, para rehacer la normalidad monetaria.
Acudió así la secretaría de Hacienda a la incineración de
quinientos ochenta y cuatro millones de pesos bilimbiques. En
seguida, a la moratoria de créditos hipotecarios; de créditos
mercantiles, después (31 de diciembre). Poco más adelante
(enero 21 de 1916), el Gobierno hizo saber que la Comisión
Reguladora estaba autorizada para poner en circulación un
nuevo billete nacional hasta por la cantidad de cuarenta millones
de pesos con garantía de oro; ahora que a continuación y al
saberse lo acontecido en Yucatán con el bilimbique local, la
secretaría de Hacienda retiró su acuerdo.
En estas condiciones, las autoridades del ramo, dirigieron
sus pasos hacia otros rumbos. Al efecto, el 17 de febrero (1916)
fue decretada la congelación de las rentas de casas y viviendas en
el Distrito Federal; en seguida, (3 de marzo), la supresión total
de las alcabalas a los artículos de primera necesidad.
Otras muchas disposiciones oficiales, siempre secundarias y
por lo mismo de corto alcance, fueron dictadas por el Gobierno,
con el propósito de vencer los obstáculos que se presentaban
para remediar las condiciones de crisis económicas del país; mas
como todo resultaba estéril o cuando menos era insensible a las
cada día mayores necesidades de la gente pobre, el Gobierno
resolvió llevar a cabo la incautación de los bancos, que desde
1913 funcionaban irregularmente, máxime que la mayoría de
tales instituciones o estaban en suspenso, o habían recibido
orden de clausura al serles canceladas sus concesiones.
La orden de incautación (15 de septiembre y 14 de
diciembre, 1916), no se originó de una doctrina, económica o
social, sino de una necesidad de Estado. El Gobierno requería
fondos, tanto para rehabilitar su régimen administrativo como a
fin de tener disponibilidades, y poder así regularizar una moneda.
Como consecuencia de las incautaciones, reunió el Gobierno
setenta y cinco millones de pesos provenientes de fondos bancarios;
aunque sin disponer desde luego de tal suma, de cuya
custodia quedaron encargados los Consejos de Incautación,
hechos responsables de la vigilancia y manejo de las instituciones
bancarias.
Momentáneamente, tal medida no produjo bienestar público
alguno. Sirvió, en cambio, para que la murmuración pública
hiciera creer que aquellos fondos iban a terminar en las manos
de los funcionarios del Estado; y esto, a pesar de que tradicionalmente
se aceptaban como muy honorables los manejos del
secretario de Hacienda Luis Cabrera y de su principal colaborador
Rafael Nieto.
Pero si a las horas que se siguieron a aquel acontecimiento,
éste, dentro del mundo popular tuvo los visos de lo indiferente
y malicioso, no siempre seguiría tan empañado el horizonte del
acuerdo oficial; porque, en efecto, el dinero incautado iba a
servir de base para preparar el regreso de la moneda metálica al
país.
No obstante la atmósfera de pesimismo que reinaba en
México como consecuencia de las dificultades y zozobras que
traía consigo el vaivén de la moneda. Carranza hizo pública su fe
(15 mayo, 1916) en el arreglo de los problemas e intereses
domésticos; pero sin mencionar precisamente, las cuestiones
monetarias que parecían constituir el meollo de las preocupaciones
populares y oficiales.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo tercero. Apartado 1 - Intrusión extranjera Capítulo vigésimo tercero. Apartado 3 - Un nuevo código
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