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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 23 - LA LEY
OPOSICIÓN A CARRANZA
Mucho de hermoso, aparte de compatible y consecuente con el ideario de la Revolución tenía el proyecto de Constitución presentado por Venustiano Carranza al Congreso Constituyente. Así y todo, el documento del Primer Jefe pareció a los jóvenes diputados conservador y por lo mismo anacrónico.
Requerían éstos, aunque sin trazar ni conocer el camino
para alcanzar sus propósitos, no la ratificación de las ideas
democráticas y representativas, federalistas y libertarias. Requerían
una transformación del país, aunque en medio de sus
explicables inquietudes no alcanzaban a presentar conclusión
alguna. Creían también entrever un porvenir de México con
disposiciones jurídicas que no saliesen del cerebro de los
colaboradores de Carranza a quienes consideraban abogados del
antiguo régimen; porque atribuían el proyecto de Constitución
a los porfiristas que circundaban al Primer Jefe, pero sobre todo a los licenciados José Natividad Macías y Luis
Manuel Rojas.
Sin embargo, en el fondo de la contrariedad que suscitaba el
proyecto constitucional de Carranza, se advertía la existencia de
una dirección política anticarrancista; y esa dirección no podía
ser otra que la del obregonismo; porque desde la instalación de
la junta previa del Congreso, la juventud revolucionaria congregada
en la asamblea, sentíase inspirada indirectamente por las
irradiaciones de la magnética personalidad del general Alvaro
Obregón.
De esta suerte, Carranza, no obstante hallarse en el pináculo
de su carrera política, resultaba conservador y atrasado frente a
la nueva pléyade y, por lo mismo, el proyecto carrancista de
Constitución parecía detestable. El Congreso, pues, más que la
manifestación legislativa y jurídica de la Revolución, podía estar
considerado como el preliminar de un nuevo acontecer mexicano.
A pesar de ello, no era de negarse que Carranza presentaba
un proyecto de Constitución equilibrado, de ambiciones iluminativas
y provisto de las libertades factibles para el progreso de
una política democrática de México.
Por de pronto, no era posible creer en una derrota no tanto
de Carranza, cuanto del carransismo. Sin embargo, el fenómeno
estaba por hacerse público. La oposición al proyecto de Constitución, significaba oposición a Carranza, puesto que, sin manifestaciones
externas ni intencionalidad política, desde la
expedición de la convocatoria a elecciones nacionales, se habían
preparado al caso los amigos de Carranza y los simpatizadores
de Obregón, de manera que al ser instalada la asamblea, una
minoría de los diputados era la que respondía al carrancismo,
mientras la mayoría era obregonista sin declaración expresa.
De los diputados carrancistas, puede decirse que fueron
preparados previamente. Los gobernadores nombrados por el
Primer Jefe, organizaron el grupo de representantes de su propia filiación; ahora que esto se llevó a cabo sin alardes de poder ni de partidismo. Los diputados obregonistas hicieron su propia fuerza; y sí las elecciones de octubre carecieron de espontaneidad
popular, de todas maneras fueron incuestionables las
rivalidades, como también irreprochable la efectividad de los
comicios, aunque en algunos lugares de la República no faltaron
los abusos de autoridad ni los muñidores electorales.
Sin embargo, el obregonismo, disfrazado bajo el nombre de
radical no se hizo visible en las primeras reuniones del Congreso.
Surgió, casi inesperadamente, aunque sin tomar el apellido del
caudillo de la guerra, como oposición al proyecto de Constitución
presentado por Carranza, al momento que fue puesto a
discusión el artículo tercero constitucional.
Establecía la planta ideada por la Primera Jefatura, por lo que hacía a la enseñanza pública, que para el ejercicio de ésta quedaba fija una plena libertad, pero debiendo ser laica la que se diese en los establecimientos oficiales; de lo cual se comprendía que los planteles particulares quedaban autorizados
para poner en práctica la enseñanza religiosa, sin que para ello se
requiriese la autorización del Gobierno.
El proyecto carrancista pareció a los diputados de la
oposición un instrumento de la reacción. El Clero, ya no el
Estado, sino el Clero, surgía, para la nueva pléyade, como una
amenaza amparada por la propia Constitución. Y otro, muy
distinto, era el espíritu de los oposicionistas.
Para éstos, la Revolución consistía en una restauración plena
y patente del viejo liberalismo mexicano. El alma de la Contrarrevolución
volvía a ser caracterizada por aquella juventud
revolucionaria, en el Clero. Allí a donde estaba éste, allí estaba el
enemigo de los revolucionarios; y la libertad para el Catecismo
significaba la regresión de México: la negación Revolucionaria.
Fue el general Francisco J. Múgica el campeón de lo que en
ocasiones se llamó nuevo liberalismo, aunque luego se le
apellidó liberalismo puro y más adelante, aunque con tibieza, se
dejó entrever que se trataba de la representación del Socialismo.
Múgica mismo no se atrevió a una definición sincera y franca; y
esto que era individuo osado e inteligente. No poseía una
ilustración universal; tampoco conocía las características esenciales
de México; mas dentro de él había un extraordinario
candor rural. Educado en la Iglesia, renegó de su primera instrucción,
entregándose con pasión inigualable a la clerofobia, al
populismo y a la libertad; ahora que la libertad amada por
Múgica no correspondía a la codificable. Había en el concepto
de Múgica, a propósito de la libertad, una pasión salvaje; de
independencia natural. Movíanse, en tal hombre, ya hombre, ya
un principio de antiautoridad, ya un dogmatismo autoritario.
Lo cierto o lo incierto en él era lo incierto y lo cierto en el país. Nada parecía estable. El hombre se presentaba como el reflejo
de una naturaleza caprichosa, aunque de extraordinaria belleza,
Múgica simbolizó, en lo errático como en lo creador, a una
República que lo ambicionaba todo, pero sin saber qué era ese
todo y sin tener capacidad para determinar cómo alcanzarlo. La
cabeza de Múgica era intrépida, inteligente y fulgurante, por lo
cual, sus destellos fueron siempre imprácticos y ajenos a la
realidad manifiesta de México.
Múgica, pues, acaudilló un liberalismo que, sin ser el clásico, tampoco era el nuevo; y por no ser ni lo uno ni lo otro, siempre
sembró las disensiones e inquietudes. Creía que el revolucionario
era aquel que negaba la tolerancia. Reaccionario, el
tolerante.
Múgica atrajo hacia su bando a la juventud; porque aparte
de su audacia intelectual y de su condena al pasado, poseía una
gran limpieza personal, con lo cual ganó un prestigio diamantino.
Y como mucha era su vocación política, marcó la línea
divisoria entre una izquierda radical y revolucionaria y una
derecha oscura y retardatoria a la que todos señalaban como de
filiación carrancista.
Y tan amenazante surgió la división en el seno del Congreso,
que Carranza creyó necesario hacer acto de presencia en la
Asamblea. Sus partidarios y colaboradores se,sentían derrotados.
El solo hecho de que se les señalase como parte de la
Reacción o de la Contrarrevolución, aunque ello no fuese la
realidad, les colocaba en el ala de la debilidad. El Primer Jefe, pues, con su asistencia (13 de diciembre) a la sala de discusiones, les estimuló; ahora que tal estímulo fue pasajero.
Muchos y negros debieron ser los presentimientos del gobernante de la Revolución desde esos días. El, que había hecho un
proyecto de reformas a la Constitución en el que fijaba la
esencia de la libertad, estaba atónito. El Congreso se había convertido
en un club radical, dentro del que parecían estar
perdidas la solidez y respetabilidad del Estado; la responsabilidad
y realidad de los hombres de Gobierno. Los radicales,
daban la idea de estar jugando a la política, y esto debió
preocupar a aquel Primer Jefe tan austero como probo en el orden administrativo.
Así, las discusiones sobre el proyecto de Constitución
presentado por Carranza, cambiaron el rumbo del Congreso. Lo
que el Primer Jefe tuvo por seguro que sería aprobado no sólo por ser sustancia de la Revolución, del Estado y de la Política, sino también por ser obra de él, del propio Primer Jefe, puesto que se consideraba con el derecho de que los diputados le reiteraran su confianza a cada renglón de las discusiones; lo que
Carranza, se repite, creyó seguro de aprobación, quedó entregado
a los vaivenes y amenazas de la oratoria; pues lo que se
habló en torno al artículo tercero, si ciertamente fue expresión
inefable de lo que ambicionaba una incipiente clase selecta
revolucionaria, no por ello constituyó una fuente preparatoria
del futuro nacional. Los signos de las luces y progreso irradiaban
de las voces de los oradores; pero pocas de ellas se acercaban a
lo tangible. De todas maneras, los diputados establecieron la
prohibición constitucional de que los ministros de un culto
pudieran dirigir o impartir enseñanza en los planteles particulares
u oficiales.
Con esto, se creyó que el Congreso estaba a punto de naufragar, o que la Constitución quedaría al margen de las verdaderas
necesidades de la Nación mexicana.
En medio de esta azogante situación. Carranza, en seguida
de advertir cuán ingenuamente había creído en su poder
político cerca de la naciente pléyade de México, tomó el camino
de la prudencia. No se le ocultaba que allí, en el Congreso,
estaba la oposición a su Gobierno y a su persona. Así y todo se
mantuvo conciliador e inalterable; y sólo defendió, a pesar de
que con ello contrariaba al general Obregón, a sus partidarios y
colaboradores que se hallaban en el seno del Constituyente.
Y esto último, porque así como no se escuchaba una sola
palabra en contra del Primer Jefe, en cambio, todos los efectos de la oratoria oposicionista era descargada sobre los colaboradores directos de Carranza, de manera que si éste parecía
intocable en su jerarquía, no por ello el partido carrancista
dejaba de ser debilitado.
Sin embargo, más mal que los oposicionistas era el que
hacían a Carranza sus propios partidarios. Estos, poniendo al
servicio de la intriga su talento y experiencia, atizaban el fuego
de la discordia, ridiculizando en la prensa periódica la oratoria y
pareceres, generalmente ingenuos, de los diputados radicales,
debido a lo cual exacerbaban los ánimos, y lo que era representación
genuina de cualquiera asamblea deliberante tomaba las
proporciones de la enemistad y la conspiración.
A todo lo que ocurría en el Congreso daba un lugar secundario
la gran población mexicana, preocupada en la rehabilitación
del país; pues más que los problemas jurídicos México
tenía a su frente y a sus flancos el problema de las necesidades y
escaseces populares.
Así y todo, no era posible desconocer que la reunión de
Querétaro, si no para los días que corrían, trabajaba para lo
futuro. Los asuntos cotidianos merecían la capacidad y eficacia
de la Revolución; pero el porvenir de la República requería el
guión indispensable para consolidar sus instituciones; y tal era,
en la realidad, lo que intuitivamente advertían los diputados constituyentes en medio de los febricitantes temores de que la Revolución se perdiese de no darle nuevos y radicales senderos. No dejaban, pues, las buenas esperanzas y los generosos designios de alimentar la planta matriz del Congreso de Querétaro.
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