Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo tercero. Apartado 4 - Oposición a CarranzaCapítulo vigésimo cuarto. Apartado 1 - Firma de la Constitución Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 23 - LA LEY

EL PARTIDO CONSTITUCIONALISTA




Después de triunfar en la guerra, el carrancismo, como se ha dicho, inició la organización administrativa de la República; pero dejó en coma lo conexivo al régimen político; y esto no por desidia o ignorancia, antes debido a que estando muy recientes las lesiones producidas en el cuerpo nacional por la lucha intestina, el Primer Jefe consideró que era necesario restañar las heridas partidistas, para en seguida volver la vista y acción hacia las medidas de carácter político.

De esta suerte, cuando Carranza expidió la convocatoria para las elecciones de diputados al Congreso Constituyente, se advirtió que en el país no existía, como era de orden dentro de un medio que aspiraba a constitucionalizarse, ni un solo partido político; que ni siquiera había promoción cívica en ese sentido, ya que el espacio del mando y gobierno de la República se llenaba, casi por entero, con el poder de las armas.

No existían, pues, partidos; y Carranza no ignoraba esa anomalía conexiva a los cánones democráticos; mas no procuró remediarla. Y no intentó remedio alguno, porque tenía el propósito, dado que la República vivía un período preconstitucional, de que las elecciones tuviesen el carácter de nominales a fin de que la Primera Jefatura pudiese hacer la más atinada selección de candidatos a diputados, toda vez que la convocatoria, como se ha dicho, excluía de los comicios a todas aquellas parcialidades no correspondientes al carrancismo o, más propiamente, al Constitucionalismo; voz esta última siempre empleada en el vocabulario oficial a manera de dar más tono a los partidarios de Carranza, y mayor categoría al gobierno del carrancismo.

Pero, realizadas las elecciones, ya no hubo motivo por el cual México no quedara reintegrado a la vida política; y con esto fueron iniciados los primeros trabajos de reivindicación partidista.

Era necesario, en primer lugar, organizar el Partido Constitucionalista; y al caso. Carranza sugirió la conveniencia de que los adalides de tal partido saliesen de las filas superiores de los ciudadanos armados, para de esa manera desterrar la idea de que estos últimos estaban condenados a ser excluidos de las lides políticas, contrariándose así el principio general de la Revolución de incorporar a los negocios públicos de México a los individuos originarios de la masa rural. Los ciudadanos armados, pues, deberían trocar los símbolos del generalato: las águilas y espadas, por los del Sufragio y la Democracia.

Ahora bien: como para dar base y columnas a un partido, se requería un conjunto de ideas, y éstas no únicamente de carácter jurídico y administrativo, como las que hasta esos días servían de programa al carrancismo, no pocas ocurrencias, contradicciones y proposiciones se presentaron a la vista de los nuevos adalides políticos, que deberían ser en lo futuro la nueva clase gobernante de México; clase inherente a los regímenes políticos, y electorales, así como á la organización y movimiento del Estado.

Era efectivo, que fuera de lo administrativo y jurídico, la Revolución no poseía un programa científico de porvenir nacional; y esa falta se acrecentaba frente a la necesidad de nuevos y positivos valores gobernantes de México.

La realidad indicaba, sobre todo desde las horas en que fue instalado el Congreso Constituyente que, de no acercarse el mundo carrancista a las preocupaciones ideológicas y a la formación de su propio ideario, tal mundo quedaría dividido en las banderías menos convenientes para la paz y salud nacionales, puesto que llevando el país al juego de parcialidades vulgares, equivaldría a ponerle nuevamente en las cercanías de la violencia.

Los bandos hacia los cuales parecía marchar inevitablemente el Partido de la Revolución, eran los que se significaban con los apellidos de civilista y militarista, y aunque tan impropio el uno como el otro, no parecían tener sinónimos capaces de representar la verdadera índole de esos agrupamientos.

Origináronse tales nombres, no tanto en las realidades de la guerra o de la política, cuanto en los recelos que entre los adalides del carrancismo despertaron los triunfos guerreros del general Alvaro Obregón; y los colaboradores directos del Primer Jefe, quienes desde los acontecimientos de Celaya, trataron de estigmatizar a Obregón y sus lugartenientes llamándoles militaristas, a pesar de que tanto aquél como éstos se hallaban lejos de constituir una profesionalidad castrense. Bastaba, en efecto, recurrir a las exteriorizaciones del soldado de Obregón y a las órdenes guerreras de éste, para convencerse de que los ejércitos combatientes llamábanse así, por no hallarse una voz más propia para denominar a las masas armadas, que se enfrentaban en los campos de batalla.

Y así como los colaboradores de Carranza llamaban militaristas a los jefes de los ciudadanos armados, de esa suerte se decían a sí mismos civilistas, lo cual era más que todo para connotar que ellos querían, para la República, un régimen político precisamente constitucional del cual esperaban ser los gobernantes. Llamar militaristas a los lugartenientes de Obregón encerraba, por otra parte, una proposición maliciosa e intencionada, como era la de hacer suponer al país que tales individuos entrañaban una amenaza de gobierno despótico y violento para México.

A partir de los días que se siguieron a los sucesos de Celaya, mucho había avanzado esa lucha sorda, pero efectiva entre tales bandos; y como los llamados militaristas tenían muy cerca el triunfo, y esto no a fuerza de armas, sino gracias a que correspondían a la clase rural que trataba de hacer efectiva su incorporación a los filamentos civiles, administrativos y políticos, los civilistas, presintiendo su derrota, acudieron al campo de la difamación.

Fue, en efecto, el ingeniero Félix F. Palavicini, encargado del despacho de Instrucción Pública, quien movió la ofensiva contra los jefes revolucionarios armados; mas éstos, prontamente, tuvieron las armas para hacerle renunciar al ministerio, y sin quedar satisfechos con haber mermado la figura política de Palavicini, acusaron a éste de supuesto peculado. Sin embargo, como Palavicini era individuo muy inteligente, agresivo y rencoroso, se volvió contra los generales, y unido al periodista Gonzalo de la Parra, lanzó una andanada de injurias contra los militaristas. El acontecimiento sirvió para hilar el camino de los agravios. Además, este suceso lesionó el prestigio de la Revolución y de los revolucionarios; y los resentimientos políticos que empezaban a producir grande daño en la unidad del Partido Constitucionalista, parecieron querer decir que el origen del ejército de la Revolución era el de una banda de asaltantes o de violentadores políticos. Así, la ausencia de ideas fue sustituida por las agresiones literiarias de bajo nivel; y el Primer Jefe, siempre atento a los acontecimientos, sobre todo cuando éstos advertían las amenazas de una división que adelante podía ser insondable, se propuso liquidar el problema, considerando que, al caso, era necesaria la unidad revolucionaria a través de un partido que no sólo fuese el estímulo a las ambiciones administrativas y políticas, sino también la escuela práctica para servir a la formación de los nuevos cuerpos de mando y gobierno de la República.

Como en tales horas, mucho era el poder de Carranza, pues había llevado su influjo a todos los medios nacionales pero principalmente al seno de las filas del Ejército Constitucionalista, la organización de un partido político no presentaba dificultades invencibles; pero no acontecía lo mismo en lo que respecta a las ideas.

De éstas, la única que estaba en marcha era la concerniente al problema agrario; aunque no a la manera suscitada por el zapatismo ni conforme a los humanos, pero antigobiernistas proyectos de Flores Magón. Este, al efecto, presentaba un oscurecido panorama de la República, y creía que Carranza estaba incapacitado para estabilizar su poder y hacer frente a nuevas insurrecciones agrarias y populares.

El problema agrario, pues, visto por el carrancismo, surgía en medio de un desconcertante proyectismo. Considerábase, aunque sin precisiones, el lado económico de los repartimientos de tierras; y aunque el gobierno de Carranza no evadía la responsabilidad del problema, tampoco daba señas de intentar llevarlo a una solución, puesto que muy negras eran la economía oficial como la popular.

Carranza, sin titubeos, aceptaba la necesidad de proceder a repartir y restituir los ejidos; pero en medio de las aflicciones de la hacienda pública y destrozado como estaba el país, consideraba el peligro de provocar una guerra social, puesto que para dar cumplimiento a la legislación agraria, se hacía indispensable proceder a confiscar los terrenos de las haciendas; y esto no correspondía a los deseos vehementes de Carranza de consolidar la paz y la ley antes de poner la mano sobre los intereses, bien arraigados y organizados, de los hacendados. El Primer Jefe, pues, deseaba erradicar la peste de las violencias.

Guiado por este espíritu, el Gobierno carrancista durante los días paralelos al Congreso Constituyente, condujo las prácticas agrarias con las medidas propias a la técnica, sin apartarse del espíritu de un ejido tradicional, originado en la real cédula del 1° de diciembre de 1573; técnica seguida, aunque siempre con moderación administrativa, desde los días del virreinato hasta los gobiernos nacionales modernos, incluyendo el porfirista.

Al efecto, después de la Ley del 6 de Enero (1915), que mandó las dotaciones y reconstrucciones ejidales, Carranza decretó (19 de enero, 1916), la organización de la Comisión Nacional Agraria; pero estableciendo (3 junio) que tanto ésta como las Comisiones Agrarias Locales, no podían tener dependencias ni correspondencias con los gobiernos de los estados, si no era para los fines precisos señalados por la ley de 1915.

Entrañó esta última disposición una sabia previsión del Primer Jefe, con el objeto de que las cuestiones ejidales no se convirtiesen en instrumentos políticos, de manera que el problema agrario lo redujo a un asunto específicamente de división de tierras; ahora que no por ello desligó el agro del Estado, puesto que daba a éste la misión de reglamentarlo, señalando los perímetros ejidales, prohibiendo las invasiones de tierras (30 de junio) y negando a las ciudades el derecho ejidal.

Esta última disposición revolucionó profundamente la real cédula de 1573; pues no sólo restó al ejido el alma de servidumbre que dio a la ley la corona de España y que fue el origen de las ciudades mexicanas, sino que armó el cuerpo de la urbe moderna de México, apartando la política ejidal de una política de urbanización.

Dentro de esos sistemas técnicos conexivos a la cuestión agraria, el Primer Jefe, sin faltar al principio de la Ley del 6 de enero, con toda la prudencia de un gobernante, trataba de demorar la aplicación total de los repartimientos y restituciones ejidales. De un lado, no era posible que la búsqueda y estudio de los expedientes probatorios de los derechos sobre tierras se llevase a cabo apresuradamente, ya que ni siquiera había experiencia para tan ímproba labor. De otro lado, no consideraba conveniente sembrar la alarma y predisponer a destiempo a los propietarios de tierras, máxime que éstos, apoyándose en la vuelta al orden civil, empezaban a servirse del amparo judicial, ya para entorpecer la ejecución de la Ley de 1915, ya a fin de preparar su defensa, inclusive su defensa violenta.

Para un hombre de la perspicacia y conocimientos de Carranza, no podían pasar inadvertidos los peligros que amenazarían al país, de aplicar la Ley de ejidos súbita y atropelladamente, ya que a la anemia que sufría el cuerpo nacional, se unía la sensibilidad del pueblo rural que parecía buscar el menor pretexto a fin de continuar en el ejercicio de las ventajas de fuerza de armas. Después de los inumerables padecimientos de la República, el Primer Jefe buscaba una recomposición armónica que a la vez sirviese a la formación de una mentalidad de paz tan necesaria para iniciar el progreso del país.

Tan debilitada, en efecto, estaba la Nación, que no hubo oposición a las demoras agrarias determinadas por Carranza; pero como por otra parte no se quería el desfallecimiento de las ideas prácticas de la Revolución, el gobierno eligió como válvulas de escape, para hacer creer que no se apartaba de los principios revolucionarios, los temas sobre instrucción pública, moral pública, organización administrativa y judicial y preparación cívica. Empleóse asimismo el tema de la irreligiosidad, colocándose este motivo a manera de depuración social, sin faltar, principalmente acerca de este capítulo la amenaza; pues el general Alvaro Obregón, decía que si los pueblos se pacificaban con las leyes; también las leyes se defendían con los rifles.

El qué hacer constituía, pues, la preocupación principal del Gobierno y, en lo general, del pensamiento mexicano; porque ahora, al acercarse el año de 1917, el egocentrismo intelectual nacional, que tan ajeno se había mostrado al populismo revolucionario, y cuyas inclinaciones culturales parecían reservadas exclusivamente a un grupo selecto, siguiendo con esto la idea central del antiguo porfirismo; el egocentrismo intelectual empezó a creer en los problemas de México y de la Revolución, y si Antonio Caso, consideró que ésta había sido la justa reacción moral contra el asesinato del Presidente Madero, Manuel Gamio la definía como el advenimiento de una nacionalidad coherente. Y Gamio, sin dudas, fue hacia la posguerra civil, uno de los más portentosos clarividentes mexicanos; asimismo uno de los hombres que con mayor profundidad examinaron los problemas del país. A Gamio se debió, desde tales días, el fundamento de una antropología social.

La idea de nacionalidad expresada y valorizada por Gamio, fue manifiesta dentro del alma popular de México durante la época que examinamos; ahora que tal idea, dejando a su parte la teorización gamista, se hizo patente en formas violentas y vulgares. Así, en el estado de Sonora, el principio de nacionalidad se entendió y practicó en la persecución a los chinos e intereses de chinos; y esto, no con significado racista, sino de manera que advirtió el deseo general de instaurar, como consecuencia de la Revolución, un régimen mercantil mexicano, del cual quedasen excluidos los extranjeros; y siendo chinos los principales comerciantes en Sonora, se hizo explicable, aquel acontecimiento persecutorio, que fue punto de partida para crear una clase mercantil nativa, llamada a liquidar más adelante, el monopolio comercial que ejercían los españoles en el centro de la República.

Casi asociado a este movimiento antichino, nació en Sonora, bajo la batuta del gobernador Adolfo de la Huerta, la política sobre legislación obrera; después, la del obrerismo, como coadyuvante a la organización y estabilidad del Estado. De la Huerta, en efecto, al tiempo que inició una legislación favorable a los trabajadores, sirviéndose al caso de los apuntamientos del programa del Partido Liberal floresmagonista, estableció el principio de que la clase obrera constituía, por excelencia, un partido político, y que éste, por naturaleza, no podía estar desligado de la Revolución mexicana.

La idea de De la Huerta, sin embargo, no conmovió ni prosperó. Muy frescos estaban los laureles de las victorias guerreras, para que los campeones de los ciudadanos armados desistiesen o compartiesen sus vocaciones de mando y gobierno de la República; porque los hombres de la guerra, en tales días, sólo trataban de cumplir el compromiso de llevar a la presidencia constitucional de la República a Venustiano Carranza, para en seguida abrir el camino necesario a sus propias y justas ambiciones. Denotaba todo eso que existía en el país un partido politico en ciernes; y como era indispensable darle asiento, método y supremacía, vino al objeto la necesidad de organizarlo, y por insinuación de Carranza, como ya se ha dicho, los generales Alvaro Obregón y Pablo González iniciaron (1° de diciembre, 1916), una nueva era política mexicana: la era que debería ser dirigida por la pléyade nacida de la Revolución al través del Partido Constitucionalista, congregada en un partido.

Llamóse a éste Liberal Constitucionalista, nombre que servía para diferenciarlo del Partido demócrata liberal y que por lo mismo hacía más notorio el apellido de Constitucional, suponiéndose que el Liberal Constitucional tendría como principal misión liquidar total y definitivamente al viejo partido Conservador, que, en la realidad, no existía en el país desde hacía medio siglo; pero como era necesario crear, aunque fuese artificialmente, un enemigo político, nada más oportuno que otorgar este lugar al extinto conservadurismo.

Con la organización del Partido Liberal Constitucionalista, Carranza resolvió uno de los grandes problemas políticos que le atormentaban, puesto que acercándose el día para que la República volviese a la plenitud del régimen constitucional; acercándose asimismo la fecha para la elección de presidente constitucional de la República; acercándose, en fin, la hora dentro de la cual México estuviese totalmente bajo el imperio de la ley y por lo mismo del ejercicio de una democracia política, no era posible que ésta fuese función sin la existencia de un órgano político que no sólo agrupase a los ex ciudadanos armados, sino que también representara y aplicara las ideas democráticas.

Así, todos los acontecimientos políticos que ocurrían al iniciarse el año de 1917, eran partes incuestionables de un programa que Carranza había concebido en medio de la guerra, y que realizaba en los comienzos de la paz.
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