Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo tercero. Apartado 5 - El Partido ConstitucionalistaCapítulo vigésimo cuarto. Apartado 2 - La gobernación del país Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 24 - CÓDIGO FUNDAMENTAL

FIRMA DE LA CONSTITUCIÓN




El Congreso Constituyente estaba virtualmente unido a la elección presidencial que debería efectuarse al entrar el país en el régimen constitucional; y aunqqe tal elección se presentaba unánime en favor del Primer Jefe Venustiano Carranza, mucho influía la preparación del suceso electoral en el orden y pensamiento de la asamblea; porque si era incuestionable el respeto y subordinación del mundo político mexicano que se llamaba a sí mismo Constitucionalista hacia Carranza, en cambio mucho aliento tenía la idea de que el futuro presidente gobernara, no con sus colaboradores de Veracruz a quienes, ya en broma, ya en gravedad, se llamaba civilistas, sino que pusiera la parte principal de la administración y gobierno de la República en manos de los adalides que a sí propios se decían ciudadanos armados y que, sin duda, representaban la parte más emprendedora de la Revolución. Además, este grupo tenía una poderosa significación: la del triunfo revolucionario. Los caudillos de la guerra no eran un mero adorno de la Guerra y la Revolución, sino que constituían el espíritu laborioso, inquieto y creador de una era mexicana, que todavía estaba por esplender y por lo tanto llenaba el país con sus promesas: promesas de hombres, leyes e instituciones; también de populismo, porque ahora, la gente de paz que tan incierta e indiferente se había manifestado durante la guerra, ahora se presentaba espontánea y casi unánime al lado de los capitanes guerreros; pero principalmente a la vera del general Alvaro Obregón.

Así, dentro del Constituyente, los diputados que correspondían a la mayoría de la izquierda que se llamaba radical, correspondían, como se ha dicho, al grupo obregonista del Partido Constitucionalista: aunque si de tal mayoría no surgía una legislación precisa, en cambio se manifestaban, como hervidero, aparte de la clerofobia, un sin número de ideas, todas llevadas al objeto de hacer la felicidad de México. Además, tres hombres trabajaban silenciosa e infatigablemente, para dar a la Constitución una propiedad nacional. Ninguno de los tres poseía una ilustración Universal, y sólo tenían nociones acerca de las previsiones constitucionales. Había en ellos, eso sí, una substancia revolucionaria: una captación del pensamiento fundamental que movió a los mexicanos hacia una Revolución. Esta, ciertamente, no se había caracterizado doctrinalmente, a excepción de lo concerniente al derecho de la voluntad popular; y por lo mismo era necesario darla forma y genio. Tal tarea la habían emprendido Pastor Rouaix, Andrés Molina Enríquez y José Inocente Lugo.

De éstos, Molina Enríquez era el mentor de una filosofía de lo popular. Amaba intensamente todos los signos de la naturaleza del pueblo; había perseguido tales signos gracias a sus dones de observador. Nada parecía pasar inadvertido para tan singular individuo, de posible ascendencia hebrea. Veía con claridad los problemas capitales de México, pero principalmente aquel que lidiaba con el fundamento y organización de la nacionalidad. Creía, sin embargo, que ésta se realizaba más que por las culturas, por las razas, de tal suerte que esperaba el embarnecimiento de la Revolución y la seguridad nacional, no tanto en el regreso y las culturas originales de México, cuanto en el ascenso al poder público de una clase a la cual él clasificaba como mestiza.

Molina Enríquez padecía una hispanofobia, emanada de juicios superficiales así como de una ansiada y casi mesiánica nacionalidad, que creía inadaptable y ajena al país mientras los españoles o descendientes de españoles estuviesen en el mando y gobierno de la República. Sin embargo, sobre esa idea tan falsa e ingenua como ahistórica, vibraba en él el propósito de hacer tangible el principio que estaba latente en el país y que había sido uno de los grandes agentes revolucionarios.

Aguijoneado, pues; por la factibilidad de tal derecho, Molina Enríquez, aunque sin ser diputado trabajaba cerca de éstos a fin de que en el texto constitucional quedasen incluidos los primeros principios de la nacionalidad mexicana —de las cosas y pensamiento de la nacionalidad—; quería que se suprimiesen, de una vez para siempre, los abusos que el gobierno de México había cometido durante las últimas dos décadas del siglo XIX otorgando inumerables y ruinosos privilegios a individuos y empresas extranjeros, de manera que en los años anteriores a la Revolución, el país, si no de derecho, sí de hecho tenía hipotecadas sus riquezas físicas a súbditos de otras naciones; riquezas que, si estaban catalogadas abultadamente, no por ello dejaban de ser propiedad de México.

Así, siendo tales privilegios uno de los males más conocidos de la República, quienes formaban en aquel gabinete de trabajo y pensamiento apendicular del Congreso, consideraron la necesidad de constitucionalizar los títulos nacionales sobre la riqueza del subsuelo, y de esa manera nació el proyecto para dar forma a un artículo constitucional —el Artículo 27— fijando el derecho de propiedad de la Nación sobre los recursos del subsuelo de México.

El artículo, sin que los proponentes hubiesen advertido el alcance que iba a tener, dio a la propiedad de México una nueva modalidad, no tanto en sus efectos retroactivos, cuanto en los motivos del futuro; pues la hizo parte de un dominio que no poseía la Nación y de un poder que no determinaba la Ley. El Estado, conforme a tal artículo, se convirtió en un regulador de la propiedad, que ya no sólo fue del subsuelo, sino también del suelo.

Ninguna objeción, dejando a su parte las impugnanciones de los diputados carrancistas que veían acrecentar las fuerzas de la oposición al Primer Jefe fue lo bastante considerada al Artículo 27, no obstante que éste, restando valores al individuo, establecía la superioridad del Estado.

La aprobación dada por la asamblea (enero 7), a tal artículo constitucional, determinó que la propiedad de las tierras y aguas correspondía originariamente a la Nación, la cual había tenido y tenía el derecho de trasmitir el dominio de ellas a los particulares, y por lo mismo, el Estado poseía en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que el interés público exigiera.

Ajenos, pues, a lo que significaba la constitucionalización del derecho del Estado sobre el dominio y distribución de la propiedad, los constituyentes no advirtieron la transferencia de los derechos del individuo al Estado. Así un nuevo imperio iba a tener el Poder Público mexicano; pero, al mismo tiempo, de una sola vez quedaban incorporados todos los filamentos sociales de México a la vida interna de las instituciones políticas y administrativas, económicas y culturales, porque si anterior al artículo 27, no existía ley que prohibiera tal acontecimiento, tampoco una sola que lo determinara. Ahora, el Estado, disponiendo del dictado de la propiedad, estaba en aptitud de examinar y resolver equitativa y eficazmente los problemas de la propiedad rural que representaban el meollo de un aglutinamiento nacional de todas las clases sociales.

Pero como no pareció bastante aquella composición sobre los derechos que la nueva Constitución otorgaba al Estado, ya que los constituyentes no midieron el alcance que podía tener el texto constitucional, los diputados comprendiendo que era indispensable dictar otra claúsula favorable a la clase urbana como se había hecho con la rural, incorporaron a la Carta Nacional los Derechos del Trabajo Humano, como no lo había hecho Nación alguna; y de esta manera aprobaron (13 de enero), dentro del título sexto de la Constitución un proyecto sobre trabajo y previsión social, fijando la jornada de trabajo en ocho horas, establecido el descanso semanal, el salario mínimo, el derecho de huelga y otras ventajas para el proletariado de la ciudad.

Un inigualable valor, sin paralelo en las legislaciones universales, fue la constitucionalización del derecho de huelga, de manera que este derecho quedó considerado como un agente regulador frente a cualquier abuso del Poder Público sobre la clase trabajadora. Fue ésta, la garantía suprema que dio el Estado mexicano, para evitar cualquier intento dictatorial dentro del propio Estado. Era un nuevo modo de vivir nacional; y una fórmula de conciliación y tolerancia que a par de contrariar una tiranía de clase, se anteponía a un imperio personal de mando y gobierno. Así, si las fórmulas políticas constitucionales continuaban inalterables, en cambio se atemperaba el uso de la fuerza pública.

Sin embargo, los constituyentes, ajenos a las realidades del gobierno de la nación, no alcanzaron en aquellos días a otear las disimilitudes que ofrecían el ayuntamiento del derecho de autoridad y del derecho de huelga; pero es que la constitución que poco a poco iba saliendo del Constituyente, estaba inspirada en los más sabios y generosos consejos y dictámenes del espíritu de justicia popular; también de una vocación creadora, puesto que los diputados con la sencillez y sinceridad de sus ideales, iban sembrando una semilla tras otra semilla tratando de hacer de la Constitución, un principio expreso en el mundo del Derecho, de la Justicia y del Progreso.

No fueron extrañas las prisas al Congreso Constituyente. No todas las condiciones del país quedaron debidamente examinadas. No se dio la medida legislativa necesaria, para poder determinar los efectos de la ley. Las realidades continuaron en poder de la intuición. Lo popular sustituyó a lo clásico. Olvidáronse u omitiéronse los articulados de la Constitución del 1857. Descuidáronse las formas literarias, el vocabulario jurídico, las normas romanistas. Dominó el entusiasmo que produce la victoria. Sobresalió el alma del pueblo rural. Túvose la certeza, de que quedaban impresas en el contexto constitucional, las palabras de orden de una fundamentada y esplendente nacionalidad mexicana.

Todo eso, hecho en el hervor de la pasión revolucionaria y en las prisas del tiempo señalado para dar fin a la asamblea; todo eso, expresado rudimentariamente y escrito sin el pulimento del lenguaje que en ocasiones sirve para dar más encantamiento que realidad a las leyes, hizo que la nueva Constitución pareciese inconexa; mas esto, tratándose de una pieza de derecho y no de gramática, fue secundario.

Los diputados trabajaron infatigablemente; tuvieron una libertad absoluta para manifestar su pensamiento; cerraron ojos y oídos a los textos constitucionales extranjeros, y el 24 de enero (1917), en seguida de aprobar el artículo que determinó la libertad municipal, se acercaron al fin de la asamblea. Esto ocurrió el última día del mes (enero), en medio de la alegría y entusiasmo de aquel singular concurso de ideas y hombres.

El 31 de enero, pues, al poner el punto final al Congreso, los diputados firmaron el documento. México tenía una nueva Constitución. El acontecimiento sirvió para reunir a los caudillos de la Revolución. Allí, en Querétaro, estaban los generales Manuel M. Diéguez, Pablo González, Cesáreo Castro, Enrique Estrada, Alvaro Obregón, Benjamín Hill, Eduardo Hay; y tal junta, presidida por Carranza, pareció anunciar la unidad de la naciente pléyade mexicana, ya que al lado de cada uno de aquellos generales formaba una juventud que si no se distinguía por su talento literario, sí advertía la presencia de un talento político; porque era el talento -la Revolución del talento- lo que producía la Revolución como acontecimiento primero y magno.

Si la Revolución no podía transformar las rocosas montañas de México y convertirlas en las fuentes de la riqueza física del país, sí tenía capacidad para procrear los bienes y cosas preciosas del género humano; y uno de tales bienes, aunque sin la desenvoltura de las artes bellas y útiles, fue la Constitución, que Carranza promulgó el 5 de Febrero (1917).
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