Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo cuarto. Apartado 1 - Firma de la Constitución | Capítulo vigésimo cuarto. Apartado 3 - Oposición en el Congreso | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 24 - CÓDIGO FUNDAMENTAL
LA GOBERNACIÓN DEL PAÍS
Cuatro años hace que Venustiano Carranza, con la autoridad de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista encargado
del Poder Ejecutivo ejerce la autoridad principal de la
República Mexicana; ahora que durante ese cuatrienio, sus
funciones jurisdiccionales no fueron totales.
Desde los estados de Sonora y Sinaloa, en donde de hecho
hincó su primera autoridad, en 1913, Carranza fue acrecentando
el poder de su persona individual, de su mando y de su influjo; y
hacia agosto de 1914, en seguida de la entrada triunfal del Constitucionalismo
a la ciudad de México, Carranza inició su segundo
período de autoridad, que en semanas parecía abarcar todo
el país; que en días daba el aspecto de vacilante; que en horas
hacía temer que se perdiese en medio de los aleteos de las tantas
y tantas ambiciones que dentro de individuos y comunidades
había despertado el amanecer de nuevas auroras políticas y
guerreras.
En medio de aquella oscilante situación, llegaron los primeros días de 1915; y el Primer Jefe resintió la merma de su autoridad política y militar. Las disidencias revolucionarias crecientes e irremediables no sólo hacían sombrío el horizonte, sino que quebrantaban la unidad de gobierno, de manera que los mandos parecían extraviados y teníase a la autoridad central como una
quimera.
De esa suerte, fue hacia mediados de 1916, cuando Carranza
sintió en sus manos la responsabilidad completa del gobierno
nacional. La jurisdicción del Constitucionalismo dejó de ser discutible. La categoría de Carranza, aunque no reconocida por todas las facciones guerreras, tenía, sin dudas, el asentimiento del país, ya por el triunfo de las armas carrancistas, ya por el
hartazgo de la guerra, ya por la poca o ninguna confianza que se
tenía hacia los capitanes de revueltas o de la Contrarevolución.
Cuando hacia los días indicados arriba Carranza tuvo bajo su
mando y gobierno la jurisdicción política, administrativa, militar
y civil de la República, ciertamente existían partidas de
alzados, descontentos y bandoleros; pero esas manifestaciones
de rebeldía, incluyendo a los grupos zapatistas que tenían una
significación propia y por lo mismo definida, no restaban
fuerzas al carrancismo o poder de autoridad a la rectoría ejercida
por el Primer Jefe en el territorio nacional y en las relaciones que, con los países extranjeros, iban normalizándose poco a poco.
La autoridad, ya parcial, ya total, la ejercía Carranza, como
se ha dicho, en uso de facultades que le otorgaban el Plan de Guadalupe y los triunfos guerreros de su ejército; y aunque a su gobierno se le daba el apellido de preconstitucional, en la realidad era un gobierno personal, lo cual se explicaba en medio de
una guerra, que requería un mando unificado y una autoridad
central con abundancia de facultades. Así; durante la lucha
contra el villismo, la gobernación del Primer Jefe se llevó a cabo sin más ley que la responsabilidad que exigía el patriotismo, el decoro y la jerarquía.
Acostumbrado, pues, estaba Carranza al mando supremo en
las regiones que sus tropas ocupaban, primero; al norte del país,
desde el momento en que quedó dominado el villismo, después
la costumbre incluía la resolución, sin consulta ni contemplaciones,
de todos los problemas y conflictos que se presentaban.
De esta manera. Carranza no conoció, al través de sus funciones
de Primer Jefe cómo y cuáles eran o podían ser los asuntos públicos que, para el gobierno nacional, se suscitaban o podían suscitarse dentro de un régimen constitucional.
Verdad es que Carranza tenía la experiencia de su gobierno
civil en el estado de Coahuila; mas si de un lado tal período
gubernamental fue corto; de otro lado, grande era la diferencia
entre una autoridad local y una autoridad nacional, sobre todo
estando ésta obligada a confrontar los asuntos que en abundancia
y gravedad se dilataban en una posguerra.
Ni siquiera tuvo Carranza, en los días anteriores a 1916, el
trato de los problemas inherentes a las pasiones e intereses políticos,
puesto que dentro de su partido, del Partido Constitucionalista, dejando a un lado los chismes de grupos tan comunes en el seno de los agrupamientos humanos, principalmente cuando estos son administrativos, no tuvo conflictos trascendentales; y
lo sucedido con los generales Francisco Villa y Emiliano Zapata,
fueron cuestiones meramente conexivas al mando de la guerra, y
de ninguna manera entrañó opiniones e ideas de antagonismo
irreconciliable.
Así, al llegar el final del período preconstitucional, no dejaba de observarse dentro de las filas políticas del Constitucionalismo,
el temor de que Carranza, hecho ya presidente legal, pretendiese continuar ejerciendo la función de mando y gobierno con
todas las facultades que le habían correspondido como Primer
Jefe. El temor lo acrecentaban las impaciencias de los partidarios de los generales Alvaro Obregón y Pablo González,
quienes no creían en la sinceridad política de Carranza.
Este, no debió dejar de advertir las amenazas que se cernían
sobre su partido y la nación, de prolongar un período preelectoral;
y como estaba seguro de que todo se unía en torno a su
personalidad, apenas clausurado el Congreso Constituyente, expidió (11 de marzo, 1917), la convocatoria para elecciones generales, de manera que la cámara de diputados y el senado se reuniesen el 1° de abril, y el presidente constitucional se juramentase el 1° de mayo (1917).
No ignoraba Carranza, puesto que siendo el único candidato
presidencial era innegable que sólo a él le correspondería el
gobierno de la República, que en sus funciones de gobernante
constitucional tendría numerosas circunscripciones legales,
administrativas y morales; y aunque no era persona que veía o
se atrevía a ver muy adelante los asuntos mexicanos, sobre todo
tratándose de asuntos políticos, en cambio sí poseía la virtud de
comprender los suyos propios, principalmente los concernientes
a su autoridad, a propósito de la que era extremadamente
celoso, por lo cual, antes de que sus tareas, facultades y proyectos
de mando pudiesen tener los obstáculos que siempre ponen,
ora por vanidad oratoria, ora por malicia pública, ora por servir
a apetitos privados, las asambleas deliberantes; antes de ver, se
dice, entorpecidos sus propósitos, propios a su experiencia,
responsabilidad y patriotismo. Carranza, aprovechando las
facultades de la preconstitucionalidad, expidió (9 de abril) una
ley de imprenta, de acuerdo con la cual, el gobierno nacional
podía hacer variar los ímpetus informativos o editoriales de las
publicaciones periódicas.
El decreto de Carranza, aunque aparentemente contrario a
las ideas de libertad, tenía como fin evitar la repetición de los
sucesos de 1913, en los cuales grande y principal responsabilidad
había tenido el privilegio y fuero de los periódicos, puesto
que éstos, dirigidos por una literatura subversiva e irresponsable,
se creyeron asidos a un poder que, sin emanar de la voluntad del
pueblo ni de los preceptos constitucionales, se llamaba a sí
propio un cuarto poder con más imperio público y civil que el
imperio político de las naciones.
Carranza, pues, como medida precautoria para la seguridad
de Estado procuró, antes de que las figuras y tropos de la
oratoria política pudieran ver en las reglamentaciones decretadas
un supuesto atentado contra la libertad de imprenta, y no
una medida preventoria para evitar el desarrollo de un Contraestado
literario correlativo a la subversión; Carranza procuró, se
repite, aprovechar la preconstitucionalidad para firmar tal
decreto.
En seguida, y también en el goce de las facultades extraordinarias, el Primer Jefe reglamentó (13 de abril) la función de las secretarías de Estado. Hizo de éstas meros instrumentos de colaboración presidencial, con el fin de evitar que los titulares de las carteras se sirviesen de su posición, ora para competir con las tareas del presidente de la República, como se había observado durante el gobierno de Madero, ora para preparar un
futuro político, ora para que el poder Ejecutivo fuese una verdadera
síntesis y no las proposiciones encontradas a las que con facilidad
pueden conducir los códigos nacionales si éstos no están
debidamente reglamentados.
Pero la preocupación principal de Carranza, ya elegido
presidente constitucional por la unanimidad de quienes
acudieron a los comicios de marzo, fue la de organizar, antes de
protestar como gobernante constitucional, la hacienda pública.
Ahora, Carranza, hombre metódico y ordenado, tenía la
intención de sanear la economía oficial; y para esto, aunque con
las virtudes propias del organizador austero y sensato, y del
hombre de incuestionable honradez personal y administrativa,
quiso seguir las opiniones del secretario de Hacienda Luis
Cabrera.
Este, más estadista que político, analizando el futuro de
México, advirtió la necesidad de que, como coronamiento de la
Revolución, Carranza construyera los cimientos, no de un
Estado imperioso, sino de un estado poderoso. Cabrera se
acercaba con sus ideas personales a un Socialismo de Estado;
aunque el roce de tal idea personal con la idea principal del
Socialismo no era tanto así como para determinar en Cabrera una
disciplina socialista, por lo cual, los proyectos del secretario de
Hacienda en ocasiones daban el aspecto de ser melifluos e
insubstanciales, más propios del desenfado sarcástico del ministro,
que de las realidades administrativas del Estado.
Sin embargo, dentro de sus pareceres. Cabrera llevaba en sí,
como puede observarse al través de sus informes, los principios
formativos de un Estado fiscal. Un Estado fiscal podía ser, no
tanto como administrador cuanto como promotor, el preliminar
de un Estado Socialista; ahora que Cabrera no se acercaba a esta
última ventana; pues amaba demasiado la individuación y la
libertad. Quería, eso sí, un Estado fuerte; porque ¿de qué otra
manera iba a quedar sentada la nacionalidad, sobre todo si se
reconocían, como los reconocía el propio Cabrera, los males que
habían hecho a la nación tanto el inversionismo extranjero
como el monopolio mercantil de los españoles?
Mas para preparar ese Estado vigoroso, en el cual, por naturaleza creía también Carranza, era indispensable seguir utilizando
el período de las facultades extraordinarias; es decir, la
preconstitucionalidad, y al objeto, el 29 de marzo (1917)
Carranza firmó disposiciones conforme a las cuales se otorgaban
ventajas a las rentas públicas y se disminuía el monto de papel
moneda en circulación.
Después, todavía como Primer Jefe, Carranza decretó (13 de abril) que todas la cuentas nacionales anteriores al 30 de abril (1917), deberían ser revisadas únicamente por él, por Carranza; pues un capítulo histórico recordaba a Carranza lo sucedido a
Madero en 1912, cuando queriendo éste, por razón moral y de
derecho, saldar las deudas de la Revolución, y con lo mismo
devolver el préstamo hecho a los revolucionarios por Gustavo A.
Madero había dado motivo a las más extravagantes, irrespetuosas
y subversivas manifestaciones; y esto que, gracias a aquel
empréstito privado de Gustavo Madero, se había salvado a la
República de una deuda exterior o interior.
Previsoramente, Carranza pensó en los males que la repetición
de aquel infausto suceso de 1912 podía causar al país; y
como durante cuatro años de incesante guerra había librado a su
patria de los compromisos económicos con el extranjero y tanto
él, como sus colaboradores, llegaban al final del preconstitucionalismo
con manos limpias de oro, no había porque exponer al
Estado a murmuraciones públicas, o a inquisición para los
caudillos revolucionarios, o a desafectos de partido haciendo
públicos los errores que en el manejo del bilimbique se hubiesen
registrado al través de la guerra. Esta sensibilidad extraordinaria
de Carranza, lejos de ser reprochable servía para revalorizar
moral y políticamente a su persona.
De poco, sin embargo, servirían a Carranza, esos prudentes
procedimientos. En las horas que iban a seguir, si los hombres
del Partido Constitucionalista no resbalaban sobre las mismas piedras que habían producido la caída de otros partidos, no por ello dejarían de abrir nuevos caminos a dislates oposicionistas, a ambiciones políticas y al desenvolvimiento de innovadas
opiniones y doctrinas.
En efecto, no serían la paz ni los decretos previsores los
capaces de detener el desarrollo de la Revolución, puesto que un
acontecimiento de sangre había sido la Guerra Civil, como un
suceso de pensamientos era la Revolución.
La gente, las ideas, el medio habían abierto un cauce a la
hora de la conflagración; y dentro de ese cauce corría, impetuoso,
el caudal de una mágica ley que determina la ambición
humana. La vida civil, esquilmada por la vida de las armas
resurgía con alientos inesperados, como estallido sin par. El
alma de la postergación se presentaba agresiva y vengadora. El
fenómeno innegable e incontenible de la trasguerra estaba a la
vista del país.
Los hombres que se sentían capaces para ejercer las funciones
políticas y administrativas de la Nación mexicana no sumaban
dos, ni diez, ni cien. Las vocaciones de mando y gobierno
eran incontables; también indeclinables. El fenómeno, sin
embargo, no interesó por de pronto a Carranza; parecióle obra
momentánea y circunstancial; y ello, porque era tan vasta
aquella forma que no permitía penetrar a su fondo.
Para el vulgo, incapaz de comprender el desarrollo de las
cosas, tal fenómeno sólo tenía el aspecto de una expresión de
gozo. La basura se levantó con el remolino, se decía; y se
decía, porque, en efecto, era de la masa anónima de donde
salían los nuevos adalides exigentes y determinantes; pero ¿de
qué otra parte podían brotar los hombres, si no de lo que había
estando sumergido hasta el cuello en la prerrevolución?
Carranza, pues, pasó por alto ese suceso extraordinario. El
15 de abril (1917) se presentó al Congreso General reunido en la
ciudad de México y dio lectura a su informe sobre su obra
preconstitucional. Fue un informe discreto, agradable, pero
rutinario. No hizo alusión alguna a lo porvenir; omitió el estímulo
a la nueva pléyade. Con extremada precaución menoscabó
el creciente prestigio de los caudillos revolucionarios. Temió
seguramente, incitarles. Guardó para sí, la natural ambición de
aquellos.
Sin embargo, el retorno a la vida civil y constitucional,
iniciada el 1° de mayo, obligaría a cambiar el escenario de la
vida política y administrativa. México, a partir de esa fecha, no
podría caminar como en años anteriores. El país tenía una ley
fija y pragmática; un gobierno legal y manifiesto de la voluntad
revolucionaria.
Dos grandes publicaciones periódicas: El Universal y Excélsior, anunciaban tanto el despertar del interés público como la idea formativa de los bienes nacionales. El primero significaba, en tales horas, la representación de una nueva política; el segundo, la percusión de un pretérito; y México no podía desentenderse de lo primero y de lo segundo, puesto que la Revolución no desligaba un período social de otro período
social; sólo había desenredado un régimen político de otro
régimen político. Así, las dos publicaciones surgían a manera de
equilibrio, sólo que concentrada en una de ellas la literatura
contraria a la Revolución, pronto serviría, en nombre de la
independencia y libertad de prensa y con resabios del llamado
cuarto poder, para ridiculizar la incorporación y ascenso de la
clase rural mexicana a las gradas del mando y gobierno nacionales.
Mas el suceso fue una torpeza inocente frente al error que
cometió Carranza apenas presidente constitucional; porque
aquel hombre tan digno y vigilante, perdió de vista la acusación
que su propio partido había hecho a Madero para caer en el
mismo equívoco de 1911. En efecto, señalado entre las causas
para la caída de Madero, el hecho de que éste había excluido de
las altas funciones oficiales a los líderes del maderismo —aunque
la imputación tenía un dejo de timación política— Carranza
repetía el acontecimiento.
Así, el Presidente empezó su presidenciado dejando al margen
de una colaboración directa a los caudillos principales de la
guerra y política; y organizó un gobierno de penosa pobreza de
individuos; y aquel colmenar maravilloso que constituía el
primer fruto de la Revolución, puesto que no hay mayor premio
a las Repúblicas que darles hombres preparados a la gobernación,
fue destinado a dar cera para pabilo.
No serían, pues, los grandes hombres de la Revolución, los
colaboradores del presidente constitucional. Este, temeroso de
que la ley reglamentaria de las secretarías de Estado no fuese
suficiente para señalar los límites de la jerarquía ministerial,
creyó que su gobierno caminaría sin tropiezos domésticos si
excluía a las personalidades. Había en Carranza no un temor,
sino una repugnancia a la ambición, olvidando que tal vocación
era fundamento revolucionario.
Con esta idea rústica, el gabinete de Carranza, en vez de
arrestos de grandeza, lucimiento y audacia, pecó de pequeñez.
Después de que la guerra había sido audacia, lucimiento y grandeza, aplicar a tal desarrollo un freno de alto poder hidraúlico,
ello tenía que ser funesto para el Presidente y la Nación. Y
tal freno no era consecuencia de la ingratitud, puesto que en
una razón política no existe la contabilidad de virtudes generosas.
Era consecuencia de medir los hechos con la historia y no
por la historia. El historicismo, llevado al gobierno de las
naciones, no siempre ha sido olímpico. Suelen los sucesos de
ayer, de no estar tamizados científicamente, conducir a los
engaños más deplorables. Y deplorable fue el temor que
Carranza tuvo para organizar su gabinete al través de un mirar
retrospectivo, en el que, por otra parte, no faltó el deseo de
salvar a su patria de nuevos infortunios. Tanto, en la realidad,
amaba Carranza la paz, que los solos recelos que experimentaba
por lo guerrero, le hizo huir de quienes creía hombres indefectibles
de la guerra.
Organizó Carranza su primer gabinete de presidente constitucional con Ernesto Garza Pérez, en la secretaría de Relaciones;
Manuel Aguirre Berlanga, en Gobernación; Rafael Nieto, en
Hacienda; Jesús Agustín Castro, en Guerra y Marina; Manuel
Rodríguez Gutiérrez, en Comunicaciones; Pastor Rouaix, en
Fomento y Alberto J. Pañi, en Industria.
De los elegidos, solamente Nieto era hombre de pensamiento.
Con tintes de Fabiano, iba más adelante de Cabrera, quien
dejó la secretaría de Hacienda a fin de ser miembro de la cámara
de diputados. Nieto, en efecto, no sólo creía en un Estado
fiscal, capaz de obtener recursos económicos para embarnecer y
dilatar una obra de promoción estatal, sino que consideraba la
necesidad de un Estado convertido en director de bienestar
social.
Mucho era el talento de Pani; quizás el más audaz talento
del gabinete de Carranza, pero personaje sin simpatías ajeno al
populismo; individuo de circunstancias, escaso de ilustración
universal y muy engreído, no estaba llamado a abonar la tierra
para las tareas de renovación y consolidación que exigía la
trasguerra, máxime que no existía plan alguno para reconstruir
la industria nacional, ya endeble en los días anteriores a la
guerra y casi destruida como consecuencia de la conflagración
nacional.
Para los caudillos revolucionarios, por otra parte, pareció
ridículo que el Presidente pusiese la organización de un
ejército nacional bajo la dirección del general Castro. Era éste,
hombre laborioso, revolucionario convencido, legislador infatigable.
Tenía aptitudes de gobierno, pero era escaso en las
virtudes de mando; y como faltaba en él lo heroico, y México
marchaba en la edad de los héroes, sus tareas se presentaban
inútiles de antemano.
Grande influjo tuvo como es natural, la composición ministerial en el ánimo de los caudillos geixeros y líderes políticos,
principalmente en días que, ya instalada la XXVII Legislatura
nacional, empezaban las primeras escaramuzas de un futuro
presidencial; porque lo cierto es que la presidencia de Carranza
fue siempre considerada como hecho enevitable, y por lo mismo
secundario para el porvenir de la grey revolucionaria.
Los preparativos, pues, para lo porvenir político, eran manejados por los agrupamientos en torno de los dos primeros
caudillos de la guerra: Obregón y González; y se manifestaban
tales preparativos en el seno del Congreso.
Aquí, en efecto, apenas aceptada (30 de abril) la renuncia
del general Obregón como secretario de Guerra y Marina, y
marchado que hubo éste al estado de Sonora con propósitos de
dedicarse al comercio y agricultura, se sintieron los primeros
síntomas del disgusto y oposición. Tan portentosa cabeza como
la de Obregón, abandonando el teatro político, cuando más se
requería la colaboración de adalides, no sólo pareció un dislocamiento
de la Revolución, sino que dio la idea de que
Carranza, asegurado de la presidencia, se desligaba de quienes
con su acción guerrera le habían abierto el camino del triunfo
político y popular.
Para el país, resultaba inexplicable que el Presidente
desaprovechara aquel hombre tan brillante como atrayente, a
pesar de que no faltaba en él un alma violenta y vengativa; pues en
la realidad, México sentía admiración por Obregón, en quien no
sabía qué más tener como singular y sobresaliente: si su sentido
de político práctico y popular, o su audacia de improvisado y
valiente general.
La retirada de Obregón, en vez de favorecer la tranquilidad
doméstica del gobierno de Carranza, no hizo sino crear la malicia
y el desasosiego; pues el país estaba seguro de que el
caudillo, no obstante su aparente modestia de abandonar la
gloria y los aplausos, al marchar a Sonora como cualquier anónimo
soldado, llevaba dentro de él el despecho y el desdén hacia
quien le colocaba al margen de las responsabilidades reconstructivas
que exigían la Sociedad y la Nación Mexicanas.
Bien se advertía, por otra parte, que Carranza, al deshacerse
de la colaboración de Obregón, sólo había idealizado la política
democrática, según la cual la prestación de servicios a una causa
tan noble como la revolucionaria no exigía recompensa pagada
con funciones oficiales. Mas esto, realmente idealizado, estaba
más allá de la mentalidad humana y política, ya que los jefes
guerreros estaban comprometidos tanto o más que Carranza con
sus soldados y con el pueblo de México, y por lo mismo era de
su obligación continuar en el gobierno de la República.
Sin embargo, los recelos que produce el historicismo en los
gobernantes dio al traste con esperanzas que animaban a
la nueva pléyade de política mexicana, cuya mira era la ambición justa
y comprensiva de constituir, desde el primer período constitucional,
una clase gobernadora de la Nación. De aquí que Carranza, siempre iluminado por el deseo de paz y por la creencia de que estaba obligado a prever las rivalidades dentro del Partido Constitucionalista y guiado por el ejemplo de Juárez, excluyera a quienes, como Obregón y González, pudieran ser jefes de discordias intestinas. Carranza, pues, no pagaba con ingratitud; pagaba con el patriotismo de salvar al
país de muchos males, sin considerar que tan hermoso pensar no
sería comprendido ni por unos ni por otros, y que por lo mismo
su pureza de propósitos iba a abrir un abismo en los amores por
lo futuro, y a levantar una tumba en la obediencia a lo pasado.
Los extremos, pues, en las reflexiones y resoluciones de los
hombres de Estado han de ser siempre funestos para indiviuos y
naciones.
A pesar de todas aquellas contingencias, Obregón supo
ocultar con mucha valentía y habilidad su malquerencia, de
manera que el Presidente creyó, no obstante las censuras que de
ingrato le hacía la voz pública, que su disposición mediatizadora
había sido efectiva y con ella librado al país de consecuencias
trágicas. Mas esto pronto se borró de las consideraciones de
Carranza; porque si de un lado observó el desarrollo que
adquiría la oposición, francamente obregonista, en el seno del
Congreso de la Unión; de otro lado, vio cómo la política de
apartamiento dictada para el general Obregón, lejos de opacar a
éste, le realzaba. Y, en efecto, realizado que hubo el caudillo un
viaje a Estados Unidos (octubre, 1917), la prensa periódica norteamericana
lo acogió como a una ilustre personalidad de México
y a poco, el presidente Woodrow Wilson, quedaría cautivado
por aquel hombre, tan ingenioso y sutil en su conversación,
como franco y magnífico en sus opiniones.
De esta suerte, lo que en un principio había sido humillación
para Obregón, se convirtió en crédito del caudillo; y con
esto último llegaron los perdones de todas las parcialidades.
Obregón se manifestó tan llano y comprensivo en su excursión
por las ciudades norteamericanas que despertó la ilusión, en
propios y extraños, de ver en él, al hombre ecuánime y al
político gobernador. Y, ciertamente, en Obregón nacía el verdadero
ser político. Había dirigido la guerra como político, y
ahora hacía política como guerrero. Reunía en él, las glorias y
responsabilidades; ahora que con todo esto no podría escapar a
los vientos que hinchaban las velas de la vanidad y la venganza.
A ese tiempo. Carranza descubrió el error de no haber amalgamado a su gobierno a aquella pléyade revolucionaria de la cual
Obregón era cabeza tan principal. Si la Revolución había
producido numerosos y extraordinarios individuos, todos entregados
a la ambición de mandar y gobernar, ¿por qué intentar
eliminarles en vez de encauzarles?
Mas para aplicar esta realidad ya era tarde, los asuntos políticos, en los períodos revolucionarios, caminan con tanta velocidad,
que el Presidente se vio precisado a lidiar pronto y ya
irremediablemente con los problemas electorales; pues los
estados, vueltos al régimen constitucional, se disponían a elegir
sus gobernadores.
La tarea era ímproba e impreparada. Ningún estatuto
electoral estaba previsto; ningún partido organizado; ni una
defensa del Estado constuída; ni el conocimiento de las ambiciones
y apetitos contabilizado. Ni siquiera podía decirse que la
paz nacional fuese firme y por lo mismo, las elecciones locales
incapaces de perturbar el orden y los ánimos. El Presidente, con
todo esto, tenía a su frente el tema de un drama democrático
—el mayor que se presentaba a la República desde los días que se
siguieron a la paz de Ciudad Juárez.
De tal situación se dio cuenta Carranza cuando ya el conflicto estaba en puerta, y las exigencias políticas aparecían amenazadoras;
tan amenazadoras, que comprendiendo la necesidad de
evitar nuevos y mayores males a la nación. Carranza detuvo
momentáneamente las elecciones en algunos estados. La medida,
sin embargo, aparte de tardía resultó tan improcedente, que
de ella se aprovecharon los diputados oposicionistas, quienes en
pocos días habían ganado la mayoría antes de que el propio Senado
designara a las autoridades locales, menos en aquellos
estados donde continuaba una condición de preconstitucionalidad,
es decir, que estaban bajo un régimen de guerra.
La exigencia, provista de argumentos legales imposibilitó al
Presidente a seguir demorando tales elecciones, no obstante los
impedimentos de orden político y moral que existían; y de esta
suerte, los estados de Jalisco (1° de junio), Guanajuato (15 de
Junio) y Veracruz (24 de junio), fueron los primeros en volver a
la vida constitucional.
Mas, tal como lo había observado el Presidente después de
las precipitadas convocatorias electorales, y en seguida de las
demandas del Congreso, las elecciones locales, en vez de ser
útiles al espíritu público, sirvieron para encender las pasiones
personales, para el ejercicio de venganzas pueblerinas, para
sembrar la desconfianza e inquietud y para agrietar el edificio
todavía muy endeble del Estado nacional
A acrecentar tal condición de desconfianzas y alarmas, vino
al caso la mentalidad todavía incivil y atropellada que había
dejado no la Revolución, sino la guerra intestina. Una chispa,
una pequeña chispa era suficiente para encender el fuego social.
El olor de la pólvora seguía siendo el opio del vulgo. La violencia
continuaba como arma de la naturaleza humana. México no
podía hacer el milagro de transformar los valores de su pueblo.
Tiempo y cordura exigía el regreso a la normalidad.
En cada estado de la República, los grupos personales de la
guerra eran ahora grupos personales de la política. En Tabasco,
los amigos y subordinados del general Domínguez y los del
general Greene, acrecentaron sus sentimientos de rivalidad
política con los instintos de una rivalidad guerrera, de manera
que al encontrarse frente a frente en el campo electoral, produjeron
las más violentas escenas, mientras que en Coahuila, al
llegar la hora para la elección de gobernador, intervinieron
grupos armados como si se tratara de un albazo. También
Michoacán y Campeche se convirtieron en campos de lucha
armada al acercarse los comicios.
Tan ajeno vivía el país a las empresas electorales, que éstas
en la realidad, constituyeron una primera experiencia, puesto
que la elección de Madero y de la XXVI Legislatura nacional,
habían sido más propiamente actos plebiscitarios que electorales.
Tan ajeno vivía el país a esa manifestación de derecho
cívico, que en los comicios locales de 1917, más que la suma de
sufragios fue la simpatía y poder en torno a los caudillos
guerreros la que determinó los triunfos electorales.
Así y todo, una clase gobernadora, disímil en su origen y
propósitos a la de días anteriores a la Revolución, surgía en la
República. Los nuevos gobernadores quizás no representaban
técnicamente la voluntad popular; mas sí eran manifestación
innegable de horas que no tenían semejanza con horas pretéritas.
Entre la lista de los nacientes políticos no aparecían
apellidos de personas conocidas en las lides políticas o sociales
anteriores a 1913. Los en boga durante tres décadas se habían
diluido. Una nómina extraordinaria, de raíz eminentemente
popular, quedaba formada en 1917, como la inicial de una
nueva jerarquía política mexicana.
Atraían así los nombres de Plutarco Elias Galles, como
gobernador de Sonora; de J. Felipe Valle, de Colima; Enrique
Estrada, de Zacatecas; Ramón F. Iturbe, de Sinaloa; Pascual
Ortiz Rubio, de Michoacán; Joaquín Mucel, de Campeche; pero
por ser todos esos individuos desconocidos entre los familiares
de la política nacional, se sentía como si tal categoría
de gobernantes desluciera o mermara la reputación de la
República. Sin embargo, con esos hombres, se iniciaba la
nueva serie de apellidos conocidos o distinguidos de México, a
manera de que los de viejas castas momentáneamente se extinguieron
o quedaron condenadas al olvido. A partir, pues, de los
días remirados, el número de apellidos políticos se acrecentaría
extraordinariamente. Este fue, aunque aparentemente accesorio,
otro de los efectos producidos por la Revolución.
Pero volviendo a los resultados electorales en los estados, es posible decir, documentalmente, que fueron muy poco satisfactorios
a la autoridad de Carranza, por estar ésta acostumbrada al
ejercicio total y sin condición de su poder político, debieron ser
los resultados del Sufragio Universal; pues si la mayoría de los
gobernadores elegidos correspondía a los intereses del partido
gobiernista, no por ello el Presidente podía confiar en un
porvenir político y electoral.
Además, Carranza tenía sobre sus hombros un nuevo conflicto,
como era el derivado de las elecciones municipales;
especialmente el concerniente al municipio de la ciudad de
México. Al efecto, habiéndose decretado (13 de abril) que tales
elecciones deberían llevarse a cabo en el país a partir del 1° de
diciembre (1917), los diputados y políticos partidarios del
general Obregón iniciaron los trabajos convenientes para
concurrir y triunfar en los comicios, y con lo mismo echar
raíces para una dominación política en la República.
Con este acontecimiento, Carranza pudo estar seguro de que
a su frente se extendía una línea de oposición política y electoral con muchos arrestos y sin medir las consecuencias que tal suceso fuese capaz de producir en el seno del partido revolucionario o Constitucionalista.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo cuarto. Apartado 1 - Firma de la Constitución Capítulo vigésimo cuarto. Apartado 3 - Oposición en el Congreso
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