Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo cuarto. Apartado 2 - La gobernación del paísCapítulo vigésimo cuarto. Apartado 4 - Guerra de guerrillas Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 24 - CÓDIGO FUNDAMENTAL

OPOSICIÓN EN EL CONGRESO




Reunido cuando todavía la República mexicana vivía bajo un régimen de guerra, el Congreso Constituyente de Querétaro no pudo ser la expresión franca y reflexiva de la Revolución. Las ideas eran errantes; los pensamientos inconexos. No existía una pauta cierta capaz de servir a manera de faro de luz. Bullían en los constituyentes innúmeras opiniones y propósitos; pero no había un cauce señalado para hacerlos efectivos. Tampoco se podía dar una definición precisa sobre lo que era y quería la Revolución. Los diputados —hechos, en su mayoría, ocasionalmente por Carranza- no conocían el verdadero significado de la legislación. Carecían, por otro lado, de experiencia para definir la jurisdicción y valor de los poderes de la Unión; de la jurisdicción y función del Estado en el orden social.

Esas explicables deficiencias, que no por ser deficiencias frustraban un fenómeno de tanta magnitud como la Revolución, no podían prolongarse hacia los días del régimen constitucional. Los líderes de la nueva pléyade cobraban confianza y conocimientos. Por otra parte, las elecciones nacionales de marzo (1917) ya no se presentaron con las taxativas de 1916. Ahora, en el marzo de 1917, si no en pleno ejercicio de una democracia electoral, de la cual estaba muy distante un pueblo rural como México, los comicios constituían un ensayo grande y grave. Los grupos revolucionarios iban a luchar entre sí, sin temor de que la Contrarrevolución se aprovechara de las circunstancias, para preparar nuevos y violentos asaltos al Poder.

No existían partidos políticos, exceptuando el agrupamiento ideal y casual al que llamaban Partido Liberal Constitucionalista y que, originalmente, como ya se ha dicho, fundaron y capitanearon los generales Alvaro Obregón y Pablo González. Sin embargo; acercándose la hora electoral, empezaron a surgir parcialidades, todas improvisadas y ayunas de programas; y esto en medio de un tropel de ambiciones y apetitos, de manera que daban la idea de que México se había transformado mágicamente; que las urbes, acrecentadas y embarnecidas, ejercían un influjo decisivo en los asuntos políticos y que por tanto, el ciudadano ténía palabra e imperio en la carne y sangre de la República.

Asociado a esa ebullición que producía aleteos inimaginables, aunque ficticios, se presentaba el interés nacional; y éste, en medio de tantas fórmulas, que a pesar de estar improvisadas, daban el aspecto de que la voluntad del pueblo, como fundamento inequívoco en la Democracia, era una realidad.

Así dentro de tal ambiente fue como nació la XXVII legislatura del Congreso de la Unión; y fue también como tal legislatura pareció ser la caracterización plena y vigorosa de un nacimiento político —del nacimiento político de la Revolución; del nacimiento de la Democracia mexicana.

Era incuestionable que los diputados y senadores elegidos a tal legislatura eran nativos, en casi abrumadora mayoría, de sentimientos y principios democráticos y revolucionarios de México originados en el Partido Antirreeleccionista, primero; en el Constitucionalista, después.

No faltaron, por supuesto, dentro de tal legislatura, senadores y diputados procedentes de grupos sociales que, sin ser específicamente revolucionarios o constitucionalistas, correspondían al deseo nacional de que se desarrollara un vivir político desemejante al que había sido causa de las guerras civiles, esto es, disímil a los sistemas autoritarios de los generales Porfirio Díaz y Victoriano Huerta, quienes sin ser de igual naturaleza ni estar identificados en sus procedimientos no habían dejado de ser opuestos a la función de una democracia política y electoral. Ahora, pues, dentro de la naciente legislatura unos políticos llegarían al encuentro de otros políticos, con lo cual empezaría a organizarse un nuevo teatro político mexicano.

Tal teatro, sin embargo, no sería el ideado por Carranza ni por los colaboradores de éste; porque los diputados, más que los senadores, llegaron al Congreso, para disponer las cosas de manera que en el discurso de dos años desapareciera el carrancismo, al que consideraban manifestación anacrónica de la Revolución. Una nueva perspectiva política surgió en México desde la hora que fueron iniciadas las sesiones de la XXVII legislatura. Los miembros de la misma no volverían la mirada atrás en apoyo del Presidente; mirarían al frente en busca del sucesor. Tratarían de acercar y ganar lo futuro con mucha prisa y sin miramientos hacia las ligas de ayer.

El anticarrancismo había dejado el embozo a las puertas del Congreso de la Unión. Era así una realidad incuestionable. Y no sólo realidad, antes también un poder político, que desde luego planteó una situación de oposición resuelta y agresiva al Presidente; pues sin mucho recato, los diputados rechazaron la credencial del ingeniero Félix F. Palavicini a pesar de su legalidad notoria, debido a que éste formaba en el círculo de los partidarios incondicionales de Carranza.

Pero no sólo se propuso la mayoría oposicionista excluir a los líderes carrarícistas, antes también quiso dar a la XXVII legislatura el carácter de manifestación precisa de una Alta Revolución; es decir, del capítulo legislativo y constructivo de la Revolución.

Por esto mismo, los ideales hervían en cabezas y corazones de aquellos diputados, que no medían las consecuencias de su oposición. En la independencia de criterio; en la limpieza de bolsillos; en la correspondencia a principios revolucionarios; en el propósito de servir al pueblo; en el patriotismo purísimo: en todo eso creían los miembros de la XXVII legislatura. La consigna, la ostentación, el laberinto, el silencio y la antesala constituían la impropiedad de un representante que se decía en todos los tonos y a una hora y otra hora, representante popular.

Ser diputado, para aquellos políticos, en su mayoría noveles, significó un privilegio; pero no un privilegio de lucro, o de fuero, o de nómina, o de partido o de Estado. Significó un privilegio democrático, liberal y revolucionario. Parecían tales diputados los elegidos a hacer patente la inspiración creadora de un México al que llamaban no por retórica, sino por amor, México Nuevo.

Crear, en efecto, era la voz que incitaba a los legisladores mexicanos del 1917. Y no únicamente crear; también debatir. Así, los diputados creyeron que correspondía a su primer deber penetrar a los problemas de la Nación mexicana. No conocían los problemas, pero trataban de averiguarlos y acercarse a ellos: y de esa manera, a los deseos de conocimiento, unían las iniciativas y resoluciones, y si aquéllas se prestaban a motivos infantiles o excéntricos, no podía negarse que a todos les alimentaba el propósito de alcanzar una idea nacional.

En el orden político, los diputados constituían dos bandos.

En efecto, siguiendo la costumbre parlamentaria francesa, la oposición, dirigida por Basilio Vadillo, Luis Sánchez Pontón, Rafael Martínez de Escobar, Aarón Sáenz y Eduardo Hay, estaba en la sillas curules situadas a la izquierda del hemiciclo de la cámara. A la derecha se hallaba la minoría gobiernista a la cual apellidaban ministerial.

Dirigía esta última el licenciado Luis Cabrera, quien al objeto, dejó la secretaría de Hacienda; y esto por haberlo resuelto él mismo, considerando que era de su deber defender y garantizar la política del presidente Carranza en el seno del Congreso, ya que desde el día de las elecciones, todo hacía creer que el gobierno tendría vigorosos contradictores políticos.

Cabrera, sin ser elegante en su dicción, poseía un poder de persuasión racional, fundada en su extraordinaria virtud de analista. Conocía profundamente los problemas mrales, aunque no la mentalidad de la población rural. Ignoraba asimismo los recursos físicos útiles de suelo mexicano. Gustaba demasiado de la advertencia, lo cual enfadaba y le hacía aparecer pedante. Carecía del sentido político, de manera que no estaba en aptitud de estimar el valimiento de los individuos. Por todo esto, le parecía que de los caudillos revolucionarios no había uno solo capaz de sobresalir a Carranza; tampoco creía que la cámara llegase más allá de los límites de una oposición considerada y tal vez leal a Carranza. Y esto, a pesar de que la oposición en la cámara, entre sus primeras demostraciones contrarias al Presidente, fue, como queda dicho, el rechazo de la credencial de Palavicini; a pesar también de las burlas de que se hizo objeto, desde los comienzos del período legislativo, al subsecretario de gobernación licenciado Aguirre Berlanga, quien pretendía asesorar al grupo gobiernista y al propio Cabrera; ahora que éste, con su talento asido a la cultura, y mediante su táctica de ir del todo a las partes, era un muro de hormigón armado que resistía, impávidamente, los ataques y ofensas del contrario.

No valía, sin embargo, la habilidad e inteligencia de Cabrera para evitar el decrecimiento de la personalidad de Carranza; y esto no obstante de que la cámara, en su propósito oposicionista asociaba la ventaja de ser un desahogo para las quejas contra los abusos de la autoridad en la República. Y, en efecto, esas quejas eran numerosas; porque después de los excesos de la guerra, proclamado México a los cuatro vientos como reino de la constitucionalidad, los hombres, al menor roce con la autoridad civil, se sentían ofendidos y amenazados. Creían que la constitucionalidad significaba la realización precisa de las ambiciones, la práctica de una libertad borrascosa, el derecho de infalibilidad electoral, la inhibición, en fin, del poder público.

Por otra parte, a la sombra de la Constitución, la población inerme durante la guerra, trataba ahora de vengarse de las violencias cometidas por los ciudadanos armados. Así, cuando el general Joaquín Mucel quiso ganar una batalla electoral, el gobierno de Campeche y la población campechana se indignaron. Mucel —dijeron— mató a muchos; y con ello la cámara de diputados, en plena corajina y sin esperar razones, apoyó a los enemigos de Mucel y resolvió consignar a éste al gran jurado.

Pero, ¿quién de los jefes revolucionarios estaba exento de la misma imputación? Cabrera haciendo frente a los diputados, interrogó: ¿Qué sabemos los que no hemos tomado las armas, los que hemos sido civiles, lo que se necesita de valor, de decisión para sacrificar la vida de los demás? ¿Qué sabemos si aquello se hacía contra la voluntad del corazón, pero cumpliendo con el deber de la necesidad? Al revolucionario hay que juzgarle en el momento revolucionario.

La palabra de Cabrera detuvo la continuación del ejercicio de la vengaza amalgamado a los intereses de partido; porque en seguida del juicio a Mucel, otros más estaban siendo preparados, no tanto para concurrir a los efectos de la justicia, cuanto a fin de hostilizar todo cuanto proviniese del carrancismo, sin advertir el peligro de que con tales desplantes se suscitaran nuevos actos de violencia y crueldad.

Así, desviados los impulsos de venganza y partido, los diputados Cabrera, Martínez de Escobar, Jesús Urueta e Hilario Medina llevaron a sus colegas a consideraciones sobre el derecho constitucional, y con lo mismo, una racha de ideas despertó el interés en el seno de la Cámara; y si el diputado Vadillo llamó inevitable el triunfo universal del Socialismo de Estado, el diputado Sánchez Pontón afirmó que el Estado, como empresario, era fatal.

El Socialismo, al caso, fue para los diputados una mera alegoría. Vadillo mismo lo enseñó como una cuestión de erudición política personal. No lo propuso ni lo discutió: lo expuso. Pasó así casi inadvertido, pues no se le estimó como idea principal ni importante para México.

Fue la Universidad nacional, más que el Socialismo, lo que preocupó a los diputados. La Universidad, para los revolucionarios, era una idea negativa e impopular. No correspondía a la idiosincrasia rural. Parecía ajena a la Revolución. Era muy común la creencia de que lo universitario significaba una mera elegancia; tal vez un cuadro para los hijos de la gente acomodada. Pero, ¿por qué no aprovecharla e incorporarla a la obra revolucionaria? Hizo defensa de la Universidad el diputado Aurelio Manrique, erudito profesor de botánica a par de humanista. Defendióla asimismo el grupo universitario al que se apellidó —y el apellido provenía de la poca luz que se proyectó en aquellos días de oscuridad y populismo— de los Siete Sabios de Grecia; y aunque el vulgo ingnoró quienes eran los sabios y en qué consistía el ser sabio, de todas maneras el nombre del grupo ganó respeto entre los líderes revolucionarios. De los Siete Sabios, meros estudiantes de tipo académico, sobresalían Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Alfonso Caso y Antonio Castro Leal.

Estos, sin embargo, correspondían a un mundo pequeño de la gente de paz y por tanto ajeno a la Revolución; ahora que entre los diputados no faltó apoyo a la demanda hecha por los Siete Sabios, en favor de una Universidad de México autónoma, es decir, libre de la tutela del Estado, que en aquellas horas representaba la idea del reformismo nacional. La autonomía universitaria era, pues, un proyecto antirevolucionario. Los autonomistas pretendían huir del influjo de la Revolución. Pero, ¿podía ser realmente autonóma la Universidad? La pregunta inquietó a loS diputados; y si el diputado Alfonso Cravioto contestó afirmativamente, en cambio Luis Cabrera observó que la Universidad dependería siempre de quien le diese el dinero para vivir.

Esa época de debates en el Congreso, no sólo exornó a la Revolución con ideas. No sólo hizo creer en la función práctica de la democracia política. No sólo fue la base formativa de una clase gobernante de México. Esa época sirvió también al acrecentamiento de la prensa periódica independiente y oficial; dio cuerpo a una opinión popular; rehizo la vida civil nacional y abrió camino a las libertades públicas, de manera que quienes sirvieron, para desdoro de ellos mismos, al general Victoriano Huerta, ahora, perdidos el miedo a represalias y la vergüenza de su actuación deshonesta, tomaron carta de naturalización en las discusiones; mas como los hechos pasados estaban todavía muy frescos, para el mundo mexicano los antiguos huertistas carecieron de juicio y responsabilidad. Los revolucionarios, fueron candorosos y generosos en exceso; y es que eran originarios de la sencillez rusticana, en donde los hombres se mataban con la misma prontitud con que se perdonaban; ahora que esa bondad rural, sería pagada más adelante con mucha sangre mexicana.

Tan poderosa fue la contribución y valimiento de la XXVII legislatura nacional a la continuidad y coronamientos de las creencias y propósitos revolucionarios, que a partir de 1918, la fuerza política de Carranza empezó su formal declinación, con lo cual, tanto los senadores como los diputados se convirtieron en el eje principal de un futuro del Estado mexicano; pero principalmente en los agentes primeros de la vida popular de la República.

Desde esos días, empezó a considerarse que Carranza no podría prolongar su autoridad política, sobre todo acercándose, como se acercaba, el final de su período presidencial. Sin embargo, habituado al mando y gobierno de la nación, y siempre bajo la gracia de las rigurosas ideas de autoridad y ley de Benito Juárez, Carranza debió alimentar la creencia de que si no él personalmente, sí su sucesor, alcanzaría a sembrar el país con la paz y la Constitución.
Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo cuarto. Apartado 2 - La gobernación del paísCapítulo vigésimo cuarto. Apartado 4 - Guerra de guerrillas Biblioteca Virtual Antorcha