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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 24 - CÓDIGO FUNDAMENTAL
RENTAS DEL ESTADO
Si en todo el orden político, el tránsito del período de guerra llamado por Carranza preconstitucional al período constitucional fue grave y arriesgado, puesto que existían muchas inmadureces e imprevisiones, el paso de la independencia económica de los caudillos guerreros al orden administrativo,
se presentó, como ya se ha dicho, entre muchos azogamientos y
teniendo que caminar sobre un campo cubierto con grandes
obstáculos.
Durante los días de guerra, las exacciones, las exportaciones
ilícitas e ilimitadas, y sobre todo las inmedidas emisiones de
bilimbiques, fueron causa de que la población civil viviese en
zozobras y apuros. No ocurrió lo mismo a las facciones. Estas
gozaron de cuantos privilegios vinieron al capricho o necesidades
de caudillos y cabecillas. La gente de paz nunca fue
consultada ni considerada, puesto que sobre todas las situaciones
sobresalía el derecho de armas.
Tal disposición de vida, sobre todo de vida económica, no
podía prolongarse al volver la República al sistema constitucional.
Ahora, el gobierno de Carranza iba a sentir considerablemente
la penuria que no había conocido durante el régimen del papel. Comenzaba la nueva situación por el reconocimiento a un sistema monetario que estaba en vigor, no tanto por los deseos o necesidades del gobierno, cuanto debido a las exigencias populares. La moneda, pues, ya no dependería
de circunstancias guerreras, sino de obligaciones pacíficas.
En efecto, el proyecto del presidente Carranza -siempre
originado en la idea de que el país estaba obligado a seguir
tolerando los decretos oficiales de la guerra- conforme al cual
una enésima emisión de bilimbiques sustituiría a las anteriores,
de manera que la abundancia de papel no dejara de favorecer los
intereses del carrancismo, había caído definitivamente por
tierra; pues vuelta la República al orden constitucional, no era
posible seguir colocando la fuerza de las armas sobre la cimentación
y dilatación de las leyes económicas y monetarias.
Así la caída, casi desastrosa, del papel llamado Infalsificable produjo en Carranza hondas preocupaciones, y lo que había sido esperanza y optimismo, se convirtió en quiebra y azoro. La
derrota del Infalsificable tuvo los alcances de una derrota
política del Gobierno, que no fácilmente se podía enderezar. El
único remedio que se presentó a la vista y que correspondió a la
demanda pública fue el regreso a la moneda metálica. Y esto
tuvo que hacerse efectivo a partir del 1° de diciembre (1916).
El acontecimiento, que en la apariencia representó la salvación del país y sobre todo el alivio pronto y definitivo de las clases
pobres, produjo una serie de anomalías, puesto que sacudió
intensamente los intereses de toda la población nacional. En
poder del público y sin posibilidad de ser redimidos, quedaron
cuatrocientos millones de pesos en papel Infalsificable, amén de
otros quinientos millones correspondientes a emisiones autorizadas
o no, hechas por jefes de guerrilla o gobernadores o comandantes de estado.
Estas últimas sumas significaban la contribución obligada de
la gente pobre a los gastos de guerra; correspondían, pues, a una
contabilidad popular sin cuenta de reintegro.
Estas pérdidas, a pesar de ser cuantiosas, no tenían comparación con las pérdidas y embarazos en los ramos presupuestales
y hacendarios del Gobierno; porque si ciertamente, la tesorería
de la Nación pudo atender la demanda de la moneda contante y
sonante acudiendo, como ya se ha dicho, a los depósitos de los
bancos particulares, el hecho no sirvió substancialmente al
futuro administrativo del país.
Por de pronto, y dada la escasez de moneda metálica, la
secretaría de Hacienda ordenó que los sueldos de los empleados
públicos fuesen reducidos a un cincuenta por ciento; que todas
las deudas administrativas quedasen bajo una moratoria y que,
dejando en estudio los gastos oficiales, sólo estuviesen al
corriente aquellos destinados a atenciones de carácter militar,
conservándose por tanto el pago íntegro de haberes a los miembros
del ejército. Así, los soldados continuaron recibiendo
cincuenta centavos diarios; un peso setenta y cinco centavos, los
tenientes; seis pesos, los generales.
Tales disposiciones, sin embargo, sólo tuvieron el alcance de
un alivio. El mal de la pobreza oficial siguió perforando el
organismo administrativo y presupuestal de la República; y esto,
precisamente a la hora en que era restaurado el régimen constitucional,
y en la cual, el Presidente estaba obligado a poner a
la consideración del Congreso los proyectos para presuponer los
egresos e ingresos federales durante el año fiscal 1917-1918. Así,
la autoridad de Carranza en el ramo de hacienda, estaba ahora
sujeta al poder de los diputados, quienes en su mayoría, no
correspondían a los pareceres y necesidades del Ejecutivo.
Por otra parte, en la realidad, el Gobierno no tenía -tal era
la condición económica en la que se encontraba el país y de
paso el mundo oficial- sobre qué basarse para presuponer sus
erogaciones y entradas. El primer trimestre de 1917, había sido
solventado, por lo que respecta a las cuentas militares, gracias a
los impuestos y préstamos de las empresas petroleras norteamericanas
e inglesas. El promedio mensual de ingresos recibidos
por el Gobierno a cuenta de explotaciones del petróleo en
Veracruz y Tamaulipas, fue de dos millones de pesos contantes
y sonantes. No se incluyó en tal ingreso, el monto de los
préstamos o adelantos que las mismas compañías hicieron al
Gobierno en ese trimestre. Estas cifras no se dieron a conocer,
no por falta de probidad administrativa, sino debido a que en
los meses siguientes, las cantidades entregadas como adelantos
fueron descontadas de los ingresos mensuales normales, de
manera que la nación quedó trimestralmente limpia de deudas,
sobre todo con las empresas petroleras.
Después del primer trimestre, normalizándose más y más las
condiciones del Estado, se acrecentaron los compromisos
oficiales, y como los pagos de impuestos de las empresas
petroleras estaban en un nivel inferior a las necesidades del
Gobierno, éste echó mano del ingreso de los ferrocarriles
Nacional, Central e Interoceánico, que estaban incautados;
ahora que no por ello dejó el Estado de contraer una deuda,
que al 1° de julio de 1917, ascendió a setenta y un millones de
pesos.
Así, en medio de una y muchas escaseces del erario público,
fue la inauguración del período constitucional presidido por
Carranza; y aunque éste, en su informe al Congreso (15 de
abril) consignó con mucha desenvoltura las dificultades hacendarias
del Gobierno, se abstuvo de exponer con franqueza, para
evitar así la desconfianza pública y la desunidad del mundo
oficial, la verdadera condición de las rentas del Estado.
De todas maneras, el presidente de la República no dejó de
insinuar la necesidad de emprender importantes reformas administrativas
y fiscales; y al objeto, el 2 de mayo (1917), envió al
Congreso un proyecto de decreto, conforme al cual se daban
facultades extraordinarias al Ejecutivo en el ramo de hacienda.
Con singular valor, pues, el presidente Carranza, no obstante
la amenazante oposición que se le presentaba en el Congreso,
puso de manifiesto la crisis hacendaria; y ésta, ciertamente, era
deplorable: estaban suspendidos los pagos de la deuda exterior;
se acrecentaba la interior; los impuestos del timbre vivían semiparalíticos;
los bienes intervenidos no producían beneficio
alguno; la acuñación de moneda metálica no bastaba a las necesidades
públicas. Para el inicio, en diciembre (1916), de la
circulación del oro, la plata y el cobre, el Gobierno sólo pudo
acuñar doscientos sesenta mil pesos mensuales; y este promedio
continuó hasta terminar el primer trimestre de 1917.
Tan tristes eran los antecedentes como negras las perspectivas hacendarias, que los diputados, haciendo un alto en sus
tareas anticarranciastas, resolvieron otorgar a Carranza las
facultades extraordinarias pedidas; ahora que el Presidente,
haciendo justa gala de su probidad y patriotismo, renunció, por
sí solo al exceso de tales facultades y las limitó (8 de mayo) a
las concernientes a presupuestos, impuestos, administración de
rentas, empréstitos locales y bienes nacionales y confiscados.
La desinteresada empresa de Carranza, auxiliada por el
talento del secretario de Hacienda Rafael Nieto, no bastarían en
tales días para vencer los tantos males que aquejaban al erario y
a la nación; pues solamente los gastos de guerra requirieron, en
noventa días a partir del 15 de julio, treinta y cuatro millones
de pesos oro; y eso que la tesorería federal, sólo tenía en existencia
el 1° del propio mes de julio, siete millones ochocientos
mil pesos.
Para corresponder, pues, a las exigencias públicas, el Estado
necesitaba acrecentar su reserva metálica, haciendo que la
acuñación fuese mayor, toda vez que los antiguos pesos fuertes
así como la moneda de oro habían desaparecido de la
circulación desde los días anteriores al 1915. Y no se hallaba a
la vista medio alguno para satisfacer la demanda nacional y
oficial; porque habiendo alcanzado la plata, como consecuencia
de la Guerra Europea, un alto precio, toda la producción mexicana
era vendida al extranjero, lo cual no podía evitar el
Gobierno. Y esto, primero, debido a los ingresos que le proporcionaba
tal exportación y que, aparte de los que proporcionaba
el petróleo, constituía uno de los beneficios más seguros y
provechosos para la tesorería; después, por resultarle incosteable
el acrecentamiento de la acuñación. De esta suerte, existiendo
plata en abundancia y faltando moneda contante y sonante, el
Gobierno no estaba en aptitud de tomar el camino cierto y
eficaz para resolver tamaño problema.
Vivía, pues, el Estado, por lo que respecta al orden monetario, entregado a las exigencias y modalidades del mercado
mundial de metales preciosos, sin contar el hecho de que, si de
una parte, el gobierno de Estados Unidos tenía el monopolio de
la plata; de otro lado, Inglaterra requería fuertes cantidades de
ésta, para atender sus obligaciones monetarias en India, hacia
donde era llevada la mayor parte de la producción mexicana, al
través de empresas mineras y financieras norteamericanas.
Uniendo los desequilibrios presupuéstales a las deficienciencias administrativas, a las críticas condiciones de la
trasguerra y a las escaseces monetarias, el gobierno de Carranza
confesó tener un déficit promedio mensual de cinco millones de
pesos oro, sin hallar otra explicación al caso, que repetir el
recuerdo histórico, de que tal suma había sido precisamente la
que por varios años correspondió al déficit del régimen porfirista.
La única esperanza que se presentaba en el horizonte oficial
era la de que se produjera en el país un aumento en la producción
de oro, puesto que hacia el comienzo de 1917, las minas de
Durango, Guanajuato e Hidalgo tuvieron un acrecentamento
en sus explotaciones. La Casa de Moneda, por su parte, informó
que hasta el 31 de agosto (1917) había acuñado catorce millones
de pesos en monedas de oro y siete millones, setecientos mil
pesos, de plata. Además, en los bancos que habían reanudado
sus operaciones, durante el segundo trimestre de 1917, los
depositantes tenían entregados trece millones en pesos fuertes y
poco más de dos millones en oro nacional. Todo esto indicaba
que la confianza pública podía servir al mejoramiento de las
condiciones económicas del país.
Carranza, atolondrado por los males de la hacienda pública
y olvidando sus preocupaciones nacionalistas, siguió el camino
del porfirismo: poner los problemas mexicanos a la consideración
de los extranjeros y optó por llamar a la consulta del
gobierno mexicano a los economistas norteamericanos Kemmerer
y Chandler; aquél, de la universidad de Princeton; éste, de la
Columbia.
Kemmerer y Chandler, al efecto, iniciaron (octubre, 1917),
una revisión de los sistemas administrativos y contables de la
secretaría de Hacienda; también de los regímenes fiscal y monetario, y concluyeron sus estudios recomendando nuevas y mayores
acuñaciones de oro y plata, lo que empezó a poner en
práctica el gobierno a las últimas semanas de 1917.
Mas, conforme aumentaba la acuñación se acrecentaban las
demandas de gastos. El ejército, solamente el ejército, en el
segundo semestre de 1917 requirió noventa millones de pesos,
mientras que los depósitos de bilimbiques cambiados por certificados
de oro negociables, ascedieron a cincuenta millones de
pesos de manera que el Estado se vio en grandes apremios y se
hizo indispensable acudir a nuevos empréstitos interiores.
No era fácil tarea obtener tales préstamos; y como el caso
era urgente, el gobierno se vio precisado a presentar nuevas
demandas de dinero a los bancos y ferrocarriles. De unos y
otros, obtuvo por enésima vez doce millones seiscientos mil
pesos.
Muy heroico debió ser, sin embargo, el presidente Carranza
para enderezar aquella situación que parecía poner en peligro lo
ganado en los campos de batalla; porque ahora, substanciadas
las deudas interiores, se presentaba la exigencia imperiosa de los
acreedores extranjeros. Estos, en efecto, pedían que México
procediera a reanudar los pagos de su deuda exterior que
llegaba a la cifra de trescientos treinta y tres millones de pesos
oro, sin incluir los débitos de los ferrocarriles. De la suma dicha,
cuarenta y seis millones correspondían a créditos vencidos al 30
de junio de 1917.
De esta suerte, nada halagüeño para el país ni para el Estado
era el panorama fiscal al terminar el primer año de constitucionalidad nacional. Mas si el hecho preocupaba a los mexicanos
y al gobierno, tal preocupación no sobresalía a la del mantenimiento
de una paz nacional. La gente se dolía en sus penas
materiales, pero estaba dispuesta a excluir de sus necesidades los
instrumentos y objetos capaces de promover la subversión. Esto
confirmaba que la Revolución no había sido producida por
insatisfacciones de carácter económico, sino por agentes de la
inspiración creadora.
Tampoco advertía tal situación una incapacidad pública de
Carranza ni una ineptitud del pueblo de México para darse
gobierno y administración. Advertía, eso sí, que no era posible
reconstruir mágicamente los desperfectos y males causado por la
guerra. Después de una catástrofe, la República tenía que erigir
mayores y mejores edificios; pero para esto, sería indispensable
no solamente hacer trazas, sino también apilar material de
construcción, levantar andamiajes y preparar peones y oficiales.
La tarea, por otro lado, no podría ser la de un solo hombre.
Requeriríase toda una clase selecta debidamente organizada;
también la evolución de las épocas, porque aquella que representaba
el Constitucionalismo, y que se caracterizó como la época de la voluntad popular, no sería capaz para contemplar y dominar medio siglo o un siglo adelante de la misma. Pronto, la
República tendría que abandonar la época del proyectismo para
dar comienzo a la época de la necesidades, que biológicamente
señala la marcha de hombres y pueblos.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo cuarto. Apartado 4 - Guerra de guerrillas Capítulo vigésimo cuarto. Apartado 6 - El derecho de propiedad
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