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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 24 - CÓDIGO FUNDAMENTAL

EL DERECHO DE PROPIEDAD




Mientras en la guerra y la política.de los años mexicanos comprendidos de 1910 al 1916, las armas, ambiciones y rivalidades produjeron sus efectos entre los jefes revolucionarios y las masas combatientes, en el seno de la población inerme de la República, se presentaron y realizaron importantes fenómenos. Uno de estos, fue el crecimiento demográfico dentro de los casos de aquellas poblaciones que a los finales del porfirismo empezaban a tener las características de ciudades.

El campo mexicano vio mermado el número de sus habitantes desde los principios de 1911, como consecuencia, ya de las bajas que las guerras causan en la población, ya por la emigración encaminada hacia Estados Unidos, ya por la concentración de los no combatientes en las urbes o preurbes nacionales.

A propósito de esta transformación que se operó en el seno de la población rural hay, pocas noticias confirmables. Las estadísticas, reanudadas en los comienzos de la constitucionalidad, corresponden más al optimismo y al capricho que a la realidad. Esto no obstante, señalan en trece millones el número de habitantes de la República, incluyendo —advierten tales noticias- a los mexicanos emigrados a Estados Unidos.

La suma no podrá ser verificada; ahora que sí existen probaciones de que durante el período de la guerra, la población aumentó en las ciudades de Veracruz, Guadalajara, Puebla, León, Monterrey, Toluca, Orizaba, Tampico y capital de la República.

Acrecentáronse igualmente los pueblos rurales, en los estados de Jalisco, Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Veracruz, regiones que sin haber quedado al margen de las luchas intestinas, puesto que fueron las abastecedoras de soldados para filas de todos los ejércitos, no sufrieron las pestes y hambres padecidas por otros estados.

Ahora bien: el aumento de población en ciudades; el ir y venir de soldados y paisanos; las alteraciones sufridas por los bilimbiques; el cierre de centros semiindustriales y mercantiles; la quiebra o clausura de bancos; las pérdidas sufridas por los ahorradores; la suspensión de créditos; los requerimientos de la guerra, en fin, todo aquello que sirvió para cambiar la rutina de la vida mexicana —rutina que prevaleció durante largos años- despertó en los hombres el ser ambicioso e inició una edad de lenta, pero manifiesta inventiva.

De esto último se originó el alma de nuevas empresas; y como la que estaba a la mano de todos era la guerrera, en el curso de una década, fue ésta la más favorecida, sin que ello significase atraso, ignorancia, impotencia o inmoralidad del pueblo mexicano. Por el contrario, la dilatación de aquel período de lucha armada señaló, de manera incontrovertible, la vitalidad de México y de la nacionalidad mexicana. No en vano un país es guerrero y dicta probaciones guerreras. Lo que parecía, pues, una vergüenza de México, constituía la fuerza de México; ahora que no a todas las naciones les es dable tal fuerza ni es la única manera de representarla.

Otras empresas, aparte de las guerreras, algunas de ellas fortuitas y engañosas, o estables y prósperas se hincaron en el país, gracias a lo cual, hacia el final de 1917, fue posible prever una futura vida económica; también la formación de un espíritu de propiedad, como difícilmente lo había sentido y practicado el mexicano en días anteriores.

La necesidad nacional, en efecto, empezó a empujar a los hombres hacia la conquista, en ocasiones con malas artes, en ocasiones dentro del derecho mercantil, del mundo de los negocios económicos.

Una nueva clase de comerciantes —nueva por ser exclusivamente mexicana e independiente de la clase colonialista que prevalecía desde la Reforma— surgió en México. Empezó, durante los días aciagos de 1913, con la llamada fayuca, que sustituyó la categoría vendedora del varillero. Nació la fayuca en la especulación de artículos del vestido y alimenticios. Era propiamente un mercado negro nacional, aunque nunca tuvo tal nombre en México. Creció con el contrabando proveniente de Estados Unidos y en torno a los abastecimientos de los ejércitos combatientes; y se hizo más importante con los negocios que efectuaban los paisanos aprovechándose de la amistad o parentesco con los capitanes guerreros, para obtener privilegios en los transportes, ó las confiscaciones, o los canjes de emisiones de bilimbiques.

Al calor de tal situación, se organizó también, como clase superior a la fayuquera, una minoría, a la que concurrían subditos españoles, que se enriqueció gracias a sus audacias en las compraventas de pánico, así como en las hipotecas o remates de propiedad urbana, cuyo precio en la ciudad de México decreció hasta en un sesenta y dos por ciento durante los turbulentos días del 1915.

Desarrollóse igualmente una pequeña e incipiente clase industrial, originada en las escaseces producidas por la guerra, y que, aprovechándose de las experiencias y conocimientos del artesanado, empezó a producir artículos domésticos, ya de medio lujo, ya de utilidad práctica, para los servicios familiares. El taller se hizo domiciliario; el consumo se llevó a cabo por zonas; el crédito fue familiar. Numerosos fracasos hubo en tales empresas, pero también no pocos triunfos. El pie veterano de una industria mexicana se debió a esos días de aparente oscuridad y retroceso nacionales. Los ensayos, seguidos de la organización de cortos capitales, sirvieron a una manufactura en la cual no intervino más la inversión del exterior. Aunque no pudo escapar al poder del capitalismo español establecido colonialmente en el país, y cuya trascendencia merece un estudio específico.

Así, el viejo régimen de conservación de riquezas personales o asociados, que parecía inconmovible, entró en una edad de agotamiento. Unas fortunas se extinguían; otras surgían, aunque sin velocidad ni capacidad momentáneas, para sustituir automática y eficazmente a las primeras. El estado de Morelos estaba exhausto de riqueza azucarera que había constituido su poder. Los viejos ingenios habían sido arrasados, pero los especuladores de azúcares, peninsulares en su mayoría, empezaba a formar una poderosa casta mercantil. El ramo de curtir pieles reemplazó las importaciones de estos productos procedentes de Alemania y Estados Unidos. Pequeños e improvisados molinos de trigo, nacidos como exigencias de la guerra, en torno a las ciudades, fueron la cuna de una industria harinera. Las casas de cambio y los coyotes, sustituyendo a los bancos en días que estos quedaron clausurados, suspendidos o confiscados, se convirtieron en prósperos negocios de los cuales salieron numerosos propietarios de inmuebles del Distrito Federal. Del nuevo comerciante al menudeo se originó un cambio en la vida del mercado público. Las antiguas casas de empeño, señaladas por los revolucionarios como cuna y causa del empobrecimiento en México, se convirtieron en mueblerías y joyerías, aumentándose con tal hecho los recursos mercantiles del país. Los capitales muertos que no pudieron emigrar tuvieron que hacerse activos en busca de recuperación. La venta de granos anteriormente monopolizada por un grupo de extranjeros, fue negocio común y corriente al alcance de todos, pero principalmente de la gente rural concentrada en las ciudades y que mucha experiencia tenía en el conocimiento y trato de semillas alimenticias. Los restoranes y fondas se hicieron accesibles a todas las clases sociales, pues los jefes revolucionarios, vestidos a la usanza de la campaña militar, los invadieron, popularizándoles y restándoles el continente de gente rica que poseían.

Despertóse, por último, la idea de poseer una vivienda propia; y hacia el final de 1919, los barrios al sur de la ciudad de México, que habían estado destinados hasta la pre-Revolución para inmuebles, ya de gente rica, ya de viviendas departamentales, empezaron a contemplar un nuevo tipo de construcción: el de una casa habitación familiar de modestos recursos, de manera que los grandes solares fueron divididos y se estableció un promedio de ocho metros de frente para las nuevas construcciones particulares.

Pero un acontecimiento, que ya no correspondía al desarrollo de las urbes, sino de la vida rural, surgió a la vista del país al amparo de los primeros síntomas formales de paz. Tal suceso, como queda dicho, se manifestó en los campos agrícolas, a donde los peones y labriegos iniciaron la ocupación de tierras pertenecientes a las haciendas. Lo que no había ocurrido durante la guerra, se presentaba al comenzar la era civil y constitucional de México.

En efecto, la población rural, empobrecida en los salarios y cultivos como consecuencia de las luchas armadas, buscando un desahogo a sus precarias condiciones económicas; pero principalmente a su desempleo inició, sin ley ni dirección, la invasión de tierras.

Lleváronse a cabo las primeras ocupaciones sin violencias; aunque en algunos lugares, los invasores se posesionaron de tierra y cultivos, sin dar explicación alguna y sin que las autoridades militares o civiles interviniesen. Los hacendados, ajenos al alcance que podían tener tales actos, puesto que todo aquello se consideró como apéndice de la guerra, no tomaron providencia alguna, con lo cual, los ánimos de labriegos y peones se sintieron estimulados. Además, los mayordomos de las fincas agrícolas vieron el acontecimiento como favorable a sus intereses, suponiendo que de esa manera tendrían mayor afluencia y competencia de jornaleros.

Pronto, sin embargo, observaron su error; porque lo que se presentó esporádicamente como si se tratara de pequeñas bandas de asilados, en seguida tuvo las características de un movimiento que, no obstante carecer de bandera, se dilataba por las mejores zonas agrícolas.

La primera parte de este movimiento se llevó a cabo en los estados de Puebla, Tlaxcala y México; pero sobre todo en el primero; y aunque, como se ha dicho, no tenía jefes, no demoró mucho la aparición de los caudillos. Estos se inspiraron en la petición del lema agrario del zapatismo; en la tenacidad y sinceridad de los generales zapatistas Domingo y Cirilo Arenas, quienes desde 1913, entraban a pueblos y haciendas al grito de ¡Viva Tierra y Liertad!; ahora que tal exclamación, más que pretender los repartimientos de tierra o reformar el derecho de propiedad, tenía por objeto ganar voluntarios para la guerra; porque muy reacios se motraban los peones y jornaleros de Puebla y del estado de México a tomar las armas en los comienzos de las luchas intestinas nacionales. Era una realidad que, originalmente, el pueblo rural de tales regiones no quería cambiar su vida por la posesión de las tierras; pues prefería disfrutar la paz y caminar bajo la tutela de los hacendados, quienes daban a la vida interna de sus fincas un régimen patriarcal ajeno a cualquiera innovación. De tal rutina se originó un profundo misoneísmo que sólo el zapatismo, pero en primer lugar los hermanos Arenas, lograron quebrantar.

No se opusieron los trabajadores de haciendas a los revolucionarios; pues no sólo sirvieron éstos de informantes, sino que se rehusaron a corresponder a la organización de guardias armadas de los amos y numerosos fueron los forzados a formar en las filas del huertismo. No se opusieron a los revolucionarios, pero sin ser gente armada no escaparon al influjo de la Revolución.

Así, las ocupaciones de tierras no constituyeron la práctica de una doctrina agraria ni la consecuencia de una prédica política. Fueron resultado de la necesidad; de una necesidad determinada en gran parte por los tantos cambios operados en el país como consecuencia de la guerra —uno de esos cambios, el concerniente a los sistemas de trabajo y salario; pues desde 1915 se hizo general el régimen del asalariado rural, que sustituyó al viejo sistema de tienda de raya y del peonaje acasillado.

Tampoco provino tal movimiento de ocupación agraria, de insinuaciones o táctica del mundo oficial; pues Carranza, tan pronto como tuvo noticias y quejas sobre los actos de posesionamiento, mandó que fuerzas del ejército procedieran a proteger haciendas y pueblos, desalojando a quienes aparecieran o fuesen invasores.

Sin embargo, esas órdenes del Gobierno no podían achacarse a una política antiagraria de Carranza. Eran consecuencia de una preocupación constante y profunda que mantuvo Carranza al través de la guerra Civil acerca del estricto cumplimiento del principio de autoridad; y sobre todo, de una autoridad nacional.

El criterio de Carranza respecto a cuestiones de tierras fue invariable desde que, como Primer Jefe, expidió la Ley de 1915. Mas entendió Carranza -y así puede advertirse en el contexto de tal Ley— que tanto los repartimientos como las reconstrucciones ejidales deberían llevarse a cabo únicamente dentro de preceptos establecidos por la propia Ley. Así ni una sola disposición de Carranza como Primer Jefe contradijo el espíritu y función de las restituciones y repartos ejidales.

Carranza, por otra parte, anticipándose a la madurez de las cosas, mandó que las cuestiones agrarias no se hiciesen motivo de trasteos políticos ni de alteraciones del orden público; pues mucho temió que lo primero y lo segundo sólo sirviesen a mantener dislocada tanto la economía como la política nacionales. Cualquier acto de amenaza al orden y progreso de la patria, le tenía Carranza como acción monstruosa. De aquí el odio que tomó al villismo; de aquí también su antipatía hacia el gobierno norteamericano de Wilson a quien consideraba como protector de una subversión mexicana permanente.

Tanto quiso Carranza que el plan de restituciones y repartos ejidales se llevara a cabo como acto jurídico y administrativo, que excluyó, como ya se ha señalado, a los gobiernos locales de concurrir a los repartos y restituciones provisionales, ampliando, en cambio, la autoridad de los comisionados agrarios regionales, para que éstos estuviesen más expeditos y facultados en el cumplimiento de la ley. Por otra parte, temió que la intervención de los gobiernos locales en las modificaciones aplicables al derecho de propiedad rural, sirviese para que los asuntos concernientes a terrenos, como había acontecido durante el porfirismo con los baldíos, se convirtiese en negocio político o bien en simulaciones de propiedad.

Con mucho comedimiento, y casi al compás de las primeras ocupaciones realizadas en Puebla y México, y tratando de evitar que la aplicación de la Ley de 1915 lesionara violenta y bruscamente el espíritu original del derecho de propiedad privada, el Gobierno decretó (25 de marzo) el respeto a los terrenos particulares comprendidos dentro de las zonas de repartimientos y restituciones.

Nada, por aquellos días, pudo detener las ocupaciones de terrenos. En unos cuantos meses de 1917, la cuestión de tierras se hizo un problema trascendental del país. En octubre de tal año, el Gobierno tenía en tramitación cuatro mil cuatrocientas veintiuna solicitudes de tierras, y ochocientos setenta y seis pueblos se habían acogido a la Ley; y los actos de posesión violenta, al margen de las reglas legales, pasaban de dos mil. Solamente en las regiones de San Martín Texmelucan y Huejotzingo, estaban invadidas tierras de sesenta y tres haciendas; y sus ocupantes sumaban, entre hombres y mujeres, cuatro mil.

Una nueva guerra, ya no de pólvora, sino de necesidades, se presentaba en el horizonte. Sin alarma, pero con firmeza, el Presidente quiso evitarla; y al objeto envió órdenes a las autoridades militares, para que procedieran a dar garantías de paz y antidespojo a los hacendados, aunque esto, no para negar el derecho agrario al pueblo rural, sino a fin de evitar los alborotos y atropellos que desarrollaban en Puebla, Tlaxcala, Hidalgo, México y Michoacán; pues las peticiones y ocupaciones de tierras seguían cundiendo e internándose en otros estados.

Estableció así el Gobierno que todo lo concerniente al problema agrario se desenvolviera conforme a un plan organizado de autoridad, trabajo y producción, puesto que las restituciones y repartimientos no tenían como único objeto dividir las tierras, sino proporcionar una mejoría de vida a la clase rural. Al efecto, y funcionando ya la Comisión Nacional Agraria, con un programa definido (27 de abril, 1917), mandó Carranza que los pueblos dotados ya de ejidos, o a los que se habían entregado tierras con carácter provisional, procedieran a elegir, por mayoría de votos, los Comités Particulares Ejecutivos, que deberían encargarse de dictar las medidas para lograr el mayor cultivo de las tierras.

Con excepcional prudencia, pues, quería el Presidente tratar tan delicado asunto como el que se presentaba a la vista de la República, con nuevas modalidades para el agro. Sin embargo, de poco servían aquellas cuidadosas, meditadas y autoritarias disposiciones de Carranza. La política estaba ya colada en el seno agrario, de manera que mientras los comandantes de zona, de acuerdo con las instruciones del Presidente, daban garantías a los hacendados, no para perpetuarles sus posesiones, antes a fin de dar oportunidad al cumplimiento de las disposiciones legales, puesto que sólo dentro del orden era realizable un plan que atañía a la vida y quehaceres de un setenta y cinco por ciento de la población mexicana; de manera, se dice, que en tanto las autoridades militares trataban de legalizar una situación, algunos gobernadores estimulaban y animaban a peones, jornaleros y rancheros para que se apoderaran de terrenos y cultivos, al tiempo que quienes se posesionaban de tierras acusaban a las autoridades militares de proteger a los hacendados y de atentar contra los derechos campesinos.

Con este agrarismo político se inauguró un sistema de demagogia agraria, que si no hizo progresos se debió a la autoridad moral que Carranza ejercía sobre los gobernadores y líderes políticos; y gracias a esa política, que aparentemente demoraba el ejercicio de la Ley de 1915, se logró que el país reiniciara su economía rural. Si en aquellos días de trasguerra Carranza flaquea en aras de los apetitos electorales que empezaban a mover individuos y parcialidades, la República se habría entregado a las desesperanzas ocurridas durante la guerra.

Así y todo, el excepcional fenómeno por medio del cual la propiedad de México tuvo un reajuste, surgiendo nuevas modalidades y estableciendo otras relaciones entre el principio de propiedad privada y el Estado, empezó, incuestionablemente, con el regreso del país a la constitucionalidad. La paz, el orden y sobre todo la doctrina de la voluntad popular, eje del gobierno de Carranza, asociados a la inspiración creadora de la Revolución, iban a producir en México novedosos filamentos rurales que más adelante influirían en el desarrollo de las urbes.

Entre tales filamentos, la organización de millares de comunidades, que serían causa de una vida política y administrativa muy complicada, y por lo mismo contraria a un desenvolvimiento provechoso para el labriego pobre.

El fenómeno, pues, sin dejar de ser decretado como programa y previsión, no dejó de tener mucho de circunstancial; ahora que de una u otra forma, no únicamente llenó una temporada mexicana, sino que hizo creer que la Revolución no había tenido más fin que el de modificar el derecho de propiedad, cuando lo cierto es que sólo lo dilató bajo la dirección y organización que le dio el Estado.
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