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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 24 - CÓDIGO FUNDAMENTAL
LA IDEA DE DIOS
Al estupor e incertidumbre que produjeron dentro de la gran masa popular de México los acontecimientos de febrero de 1913, se siguió el desprecio a lo humano. La vida del hombre se convirtió en hecho secundario o accesorio. Mucha profundidad anímica tuvieron, en efecto, las lesiones sufridas por el cuerpo
nacional.
Dentro de ese estado síquico, que prácticamente paralizó las
funciones de la vida moral del país, quizás la única idea latente
y perseverante para la gran población nacional, fue la idea de
Dios.
La gente, entre las zozobras que acarrearon las murmuraciones
y temores, las hambres y pestes, los atropellos y violencias,
las incertidumbres y escepticismos, no tuvo más que
buscar, dentro de las obscuridades e ignorancias, el amparo y
consuelo de lo providencial. Las madres que veían marchar a sus
hijos a la guerra; los pequeños que acompañaban con el corazón
la desaparición de sus padres: los hermanos que en ocasiones
tenían que enfrentarse como enemigos de guerrilla a guerrilla;
las viudas y huérfanos que buscaban afanosamente el pan
cotidiano, los hombres, en fin, desamparados por los tantos
dramas que trae consigo cada conflagración humana, no tenían
más alivio a sus penas ni más descanso a sus aflicciones que la
idea de Dios.
La imploración a un ser divino, en un país que por horas y
días creyó que iba a desaparecer, pues sus tragedias parecían
llamadas a exterminar a su gente y borrar sus fronteras, fue la
diaria limpieza del alma -del auxilio también-; y aunque tal
imploración no era manifestación específica de religiosidad, sí
correspondía a una pureza de la idea de Dios.
Tal idea la liaban dentro de sí, soldados y paisanos; y ello
a pesar de que los ciudadanos armados, ya de una facción, ya de
otra facción, irrumpían en los templos dedicados al culto, y cometían actos sacrilegos; ahora que esos hechos no correspondían
a una mente de irreligiosidad de jefes o soldados, sino que
eran parte de la guerra; de la inextinguible e indominable brutalidad
de la guerra.
En tales actos, en ocasiones excesivamente desmandados, los
ejecutores dejaban a su parte el principio de irreverencia, puesto
que se entregaban a la gracia de Dios. De esta suerte, parecía
—pero sólo parecía, por no ser tal la realidad— incompatible la
invasión y atropello de templos, con los oficiales y soldados que
llevaban sobre el pecho, unidos, amuletos y estampas o medallas
religiosos. Por esto mismo, cuando los sacerdotes marchaban
presos entre filas de gente armada, no era extraño que ésta
besase las manos de sus prisioneros a par de solicitarles bendiciones.
Con la ocupación de templos, la persecución a los clérigos,
los préstamos a la Iglesia y los desenfados heréticos, hechos más
al calor de las venganzas que al compás de una doctrina, los
servicios evangélicos quedaron abandonados: pues los sacerdotes
huyeron y los feligreses se ocultaron. Mas todo esto, no tanto
por temores o prohibiciones, cuanto por esa condición de
estupor e incertidumbre en que vivía el pueblo de México, que
así como vitoreaba a sus caudillos de la guerra y les acompañaba
en la invasión o clausura de templos, así también imploraba la
protección del Cielo.
Este tipo de manifestaciones, tenía todos los aspectos de lo
paradójico que siempre, aunque inconsistentemente, se ha atribuido
al pueblo de México, se acrecentaba en el país conforme
la Guerra Civil tomaba las proporciones y espíritu de una
Revolución. Era, pues, el alma rural mexicana, la entregada a la
idea de Dios, aunque sin abandonar los signos de sus antiguas
idolatrías.
De aquí, que así como algunos templos en las ciudades
fueron invadidos, o destruidos, o profanados, las iglesias en las
comunidades rurales merecieron el respeto popular; y ello a
pesar de que en ocasiones sirvieron de recintos fortificados.
Mas vistos todos esos acontecimientos superficialmente,
parecía como si aquellos sucesos tan ligados a los problemas de
la guerra, correspondiesen a un principio preciso de la Revolución,
dentro de la cual si existía una clerofobia, ésta no podía
ser clasificada como norma general de la Revolución.
Tales sucesos, examinados documentalmente, eran consecuencia
del espíritu de venganza que se había apoderado de los
caudillos revolucionarios. Estos, sobre todas las cosas, quisieron
vengar, durante la Segunda Guerra Civil, la muerte de Madero y
Pino Suárez; y como el alto clero de México había permitido y
estimulado la existencia de un Partido político católico, que primero formó en la oposición al gobierno constitucional de Madero y en seguida sirvió al régimen violento y autoritario del general Victoriano Huerta, tal hecho trajo como resultado que
se creyese en la complicidad de obispos e Iglesia con el huertismo;
y como algunos líderes del Partido Católico gozaron de posiciones políticas, prebendas y complacencias de Huerta y del huertismo, y jamás condenaron los crímenes políticos de
aquella época, y subrayaron su desdén hacia el Constitucionalismo, esto todo sirvió a aumentar la creencia en una asociación de culpas del Clero, la Iglesia, el Partido Católico y el general
Huerta.
De las complacencias que tales adalides políticos del
catolicismo tuvieron con los negocios y funciones de Huerta, no
podía acusarse a toda la grey católica de México. Sin embargo,
como la Revolución no constituía un tribunal, sino un ejercicio
de guerra, los revolucionarios no podían ser llamados a impartir
justicia.
No entendieron ni podían entender los obispos, en medio de
sus sentimientos piadosos, aquella tumultuaria interpretación de
la justicia fortuita y vaporosa de un estado revolucionario, y en
vez de buscar la explicación y conciliación cristianas acerca de
los tiempos, gente e ideas, siguieron el camino del agravio rencoroso
y también vengativo, y con ello, el de una enojosa controversia
en la cual, como era natural, los revolucionarios tuvieron
la ventaja sobresaliente, por ser dueños de numerosas fuerzas
civiles y armadas.
No pocos fueron los sacerdotes que soportaron aquel
sacudimiento de miembros y alturas nacionales. Quienes vivían
cerca de la masa rural, parecieron entender cómo y por qué se
realizaba una convulsión de tanta magnitud en el país. Algunos
tomaron parte en la Revolución. En los estados dominados por
Zapata, los templos continuaron abiertos al culto; el pueblo oró
al lado de los sacerdotes, y en ocasiones estos mismos entregaron
los templos para que desde ellos se hiciera resistencia al
carrancismo.
La vuelta al orden constitucional hizo considerar que llegaba
el final de aquel estado de cosas. Los eclesiásticos, que muchos
sufrimientos pasaron con la clausura o confiscación de los
templos y la persecución o expulsión de sus obispos, creyeron
llegado el día del regreso a sus oficios. Una orden del gobierno
(14 de octubre, 1917) a fin de que las iglesias ocupadas por
fuerzas armadas quedasen desalojadas y reintegradas al culto
estuvo llamada a conciliar los ánimos. Además, numerosos
sacerdotes regresaron a sus feligresías; aunque la mayoría de los
obispos continuaban expulsos en Estados Unidos.
Todo, pues, daba idea de estar dispuesto a manera de que
quedaría normalizado el culto, cuando los obispos, instigados por
la Contrarrevolución, que no ignoraba el poder de la idea de
Dios en México, advirtieron que existían obstáculos, ahora
presentados por el contexto de la Constitución firmada en
Querétaro, para una reanudación completa y satisfactoria de sus
tareas evangelizadoras.
En efecto, constitucionalmente existían reformas que
modificaban algunos aspectos sobre el ejercicio del culto.
Ahora, de acuerdo con la Constitución, los templos eran de
propiedad nacional; y esto determinaba una obligación de
sacerdote: inventariar cuanto existía dentro de las iglesias;
firmar tal inventario y entregarlo al Gobierno, de manera que el
clero quedaba considerado como vigilante responsable de un
inmueble nacional.
Para las autoridades eclesiásticas ese precepto constitucional, aparte de encerrar una humillación para la clase sacerdotal,
significó una intervención del Estado en los negocios
internos de la Iglesia. Consideraron, al efecto, que ninguna
autoridad podía tener el Estado exigiendo una administración
conjunta de bienes eclesiásticos El templo era una propiedad
privada y no pública.
Acusóse así al Estado no sólo de intervencionista, sino de
pretender destruir la Religión. Las cicatrices de tiempos guerreros,
volvieron a rozamientos que produjeron sensibilidades de
una y de otra parte. Así, un anticlericalismo furioso, que
parecía justo y explicable ante una manifestación contraria a la
Constitución, de un lado; a una lucha de fe acongojada y arrobadora, de otro lado, volvieron a ocasionar profundos males y resentimientos en el país.
En días durante los cuales Carranza hacía supremos esfuerzos
para reconstruir el principio de autoridad y dar a la Constitución
la categoría y respeto que merecen y requieren las Cartas
orgánicas de la naciones, la determinación del clero fue amenazante
para un progreso constitucional que tan necesario era a
México después de tanto desorden e inquietud sembrada por las
luchas intestinas.
El clero católico mexicano y extranjero oficiante en México,
no representaba un poder material, porque después de cuatro
años de controversias y persecuciones, tal poder estaba muy
mermado. Lo que producía amenaza e intranquilidad, era el
comienzo de una labor sistemática contra la Constitución, de
manera que la Ley Suprema desmereciera para el pueblo y con
ello se dificultase la reconstrucción del Estado. Además, como
viejo y pertinaz político. Carranza estaba temeroso de que el
clero, insistiendo en una tarea de censura constitucional, cayese
en redes o aventuras políticas, con grandes perjuicios para la
Nación y la Iglesia, puesto que podía quedar confirmada la voz
clerófoba, de que los obispos se prestaban al juego contrarrevolucionario; cuando lo cierto era, que sólo el candor obispal
llevaba a los prelados a quella lucha defensiva y bien intencionada,
pero al margen de un orden conciliatorio reclamado por
un país harto de luchas y dispuesto a realizar todo género de
empresas, con tal de que éstas fuesen capaces de conducirle a la
paz.
Esa pureza prelaticia que defendía los edificios destinados al culto, como si el precepto constitucional estuviese dictado con
intención de apoderarse de los templos, era hábilmente aprovechada
no sólo por la Contrarrevolución, como se ha dicho,
antes también por los radicales mexicanos que señalaban la
prudencia de Carranza en esta cuestión, como prueba de una
complicidad del Estado y la Iglesia para liquidar el liberalismo
nacional.
Aunque la reclamación obispal, aparte de ser accesoria,
tenía mucho de inocencia, bien pronto, debido a exigencias
pertinaces, se pasó de lo intrascendente al agravio. En efecto, en
algunas regiones, los púlpitos fueron tribunas para anatematizar
la Ley Suprema de México. Ahora, los sacerdotes llamaban
almodrote a la Constitución, apellido dado a la Ley Suprema
por los contrarrevolucionarios mexicanos acuartelados en San
Antonio (Texas); y esto, dicho y repetido con acento de lucha,
no hacía más que envenenar al mundo rural que todavía no
conocía su acomodo y porvenir, después de haber peleado una y
otra cosa. Además, dentro de aquella mentalidad febricitante
que había dejado la guerra, el mundo nacional empezó a crear la
fantasía de una guerra religiosa cercana a estallar; y con todo
esto, recomenzaron las denuncias y persecuciones contra el
clero que, careciendo de medios de defensa, no poseía más arma
que acusar a Carranza de ser obediente servidor de la masonería,
y ello a pesar de que aquél se había rehusado a inscribirse en las
logias, que de reiteradas invitaciones le hicieron objeto.
Al final de abril (1917) estaban encarcelados el obispo de
Zacatecas Miguel de la Mora y cuarenta y dos sacerdotes,
recayendo sobre aquél tan grande número de cargos, que no
obstante ser éstos escasos de fundamento como pobres de
exposición, el Gobierno resolvió llevarle a un consejo de guerra,
más con el proposito de quebrantarle que de causarle daño. El
prelado, sin embargo, admitió impávida y cristianamente las
vejaciones de que fue motivo, y como con notoriedad desdeñara
de antemano el fallo del consejo, el gobernador del estado
general Enrique Estrada, lo puso bajo su protección, y pidiendo
instrucciones a Carranza, éste mandó que se le hiciera expulso, a
pesar de que tal pena no estaba prescrita en código alguno.
Dentro de aquella situación que se agravalía día a día, no
sólo se originó la creencia de que la Iglesia era atropellada por la
mera obligación de hacer inventario de bienes muebles, sino se
movió una tercera fuerza solapada e intrigante. Esta fue la que
tuvo por misión envenenar el alma de los curas contra el
Gobierno.
Constituyeron esa tercera fuerza, los llamados beatos de
pueblo, quienes tomaron como lucro alimentar la hoguera del
descontento entre sacerdotes y feligreses, de manera que
aquéllos, ya catalogados como enemigos del Gobierno, fuesen
encarcelados o expulsos: y ya en este tren en acto de confianza
les nombrasen apoderados o depositarios de bienes de la Iglesia
o del propio clero. Del producto de esa maquinación pueblerina, que se
encargaba de denunciar supuestas actividades subversivas del
clero, para que el Gobierno llevara a cabo represalias y los
sacerdotes se viesen obligados a salvar bienes al través de
terceras manos; del producto de esa maquinación, se originó un
bien. Tan artero fue ese procedimiento de intriga y enviscamiento,
que al final de 1917 volvió a presentarse en México un
panorama sombrío respecto a la Iglesia, no obstante que al
iniciarse el año, todos los males y agravios conexivos a la
religión y sus pastores habían terminado.
En efecto, el 1.° de abril (1917) estaban abiertos al culto
seis mil ochocientos templos; oficiaban cuatrocientos cincuenta
sacerdotes; se hallaban en sus repectivas diócesis nueve obispos,
y el Gobierno había autorizado el regreso al país del obispo
Francisco Orozco y Jiménez, a pesar de que los caudillos
revolucionarios le señalaban como autor de sediciones; pues
era, realmente, además de la personalidad que le daban su talento
y cultura, individuo de señalada hombradía.
Mas aquel enjambre de intereses e intrigas que soliviantó el
alma pura e ingenua de prelados y sacerdotes, continuó su
antipatriótica tarea, no solamente formando un estado de
alarma, sino haciendo que el Papa Benedicto XV firmara una
Bula condenando la Constitución mexicana.
Una desgracia grandísima fueron para México tales acontecimientos, no porque quebrantaran el orden constitucional
interno, no porque mermaran la reiteración popular en la idea
de Dios, no porque se convirtiesen en instrumentos fáciles para
intereses partidistas, sino porque en el exterior, el nombre de
México perdía una virtud moral que requería un país acusado
de inorgánico, cruento e incivilizado. Además, se daba oportunidad
a los especuladores de la política y la guerra, para que a
la sombra de una Iglesia supuestamente aborrecida y perseguida
se recaudaran fondos con el objeto de prolongar las guerras
intestinas, no obstante que ya estaban liquidadas las causas
principales que las habían producido.
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