Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo cuarto. Apartado 8 - Retorno a la vida mundial | Capítulo vigésimo quinto. Apartado 2 - El partido obrero | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 25 - EL CAUDILLO
DESMEMBRACIÓN DEL CARRANCISMO
Desde que Venustiano Carranza, después de haber sido la inspiración incuestionable del triunfo Constitucionalista, se hizo
cargo de la presidencia legal y efectiva de la República (1° de
mayo, 1917), todos los augurios le fueron desfavorables. No
existían amenazas de carácter militar; tampoco reinaba un
descontento popular. La gente, eso sí, exigía qué comer y vestir.
Exigía asimismo la reconstrucción del país: pero no culpaba a
Carranza de la situación reinante, aunque ésta era bien amarga y
sombría.
Hablábase mal, entre la gente de paz, de la Revolución; mas no debido a males producidos por la guerra, sino por creerse que ésta sería impotente para rehacer la vida nacional. Carranza
tenía, ciertamente, numerosos enemigos. No era para menos:
había vencido a muchos miles de hombres, y cada uno de ellos
sentía el despecho y deseo de vengarse. Así y todo, tampoco
esta gente que se creía humillada, acusaba a Carranza como
responsable de las penalidades que atrofiaban al país.
Otros, pues, eran los motivos por los cuales se hacían desfavorables augurios a Carranza. Uno de estos, quizás el principal,
se debía a que empezaba a entenderse la fuerza de una grande y
verdadera pléyade de gente nueva que se preparaba, por malas o
buenas artes, pero de todas maneras se preparaba, a gobernar al
país con o sin Carranza.
Este llegó al Poder con las experiencias propias; también con
las observadas en los caudillos guerreros. Tales experiencias
constituían una inigualable escuela útil a la paz nacional y al
desenvolvimiento de México.
Por otra parte. Carranza se creía cierto de que su autoridad
tendría dilatación y durabilidad en el trato y dirección de los
asuntos del país -y esto con la acostumbrada sencillez de su
alma- que los triunfos de partido en los campos de batalla, se
debían más que a jefes guerreros, a él, a Carranza. Una vez más,
la imágen y pensamiento de Benito Juárez le hacían considerar
que una vida hazañosa, patriótica y victoriosa como la de 1860,
se repetiría, sin dificultades en 1917, y que, al igual de
Juárez, podía estar seguro de su fuerza política personal, y que
por todo eso, ninguno de los jefes revolucionarios, aunque sobre
sus hombros brillasen las insignias del triunfo o del generalato,
podría obtener, aunque la procurase, la supremacía política en
la República, como no la habían conquistado sobre Juárez ni
Jesús González Ortega ni Porfirio Díaz.
Inspirado, pues, en la invicta y conmovedora personalidad
de Juárez, cuyas lecciones patrióticas había tratado de seguir
tanto en días de guerra como en horas de paz, y siempre con
resultados favorables, el presidente Carranza desdeñó las
determinaciones de quienes habían conducido al triunfo a los
soldados del Ejército Constitucionalista.
Entre esos hombres a quienes el Presidente menospreciaba,
estaba el general Alvaro Obregón. A éste, le había visto con
admiración y respeto organizando tropas, movilizándose
audazmente al frente de un ejército y derrotando a las poderosas
fuerzas de Villa. Carranza no pudo escapar a la diligente,
eficaz e imantadora personalidad guerrera de Obregón. Inclusive,
llegó a tenerla por muy respetable; pero después, habiéndole
nombrado ministro de guerra y teniéndole de cerca, le pareció
un subordinado más. La idea de que los grandes hombres han de
ser siempre deslumbrantes hasta en nimiedades administrativas o
sociales, y que en sus conversaciones han de ser doctos y prosopopéyicos, era tan latente en Carranza, que éste, observando
de cerca a Obregón, viéndole modesto colaborador, de
frivolo y vivo ingenio, le creyó individuo de Segunda fila. Confundió
la modestia democrática del caudillo con la sensibilidad
veleidosa y juguetona, y consideró que la leal subordinación de
Obregón, significaba pequeñez del hombre.
Como por otro lado, el general Obregón hacía omisión de la
gente que con aires de sabiduría circundaba a Carranza, éste
pensó que el caudillo tenía un carácter agrio, inquieto y revertióle
y por lo mismo impropio al gobierno de una nación. El
general, visto al través de tal cristal, quedó en la categoría de
persona exagerada por las contingencias de la guerra y por tanto
no peligrosa dentro de los asuntos políticos nacionales.
Así, aquel hombre que guardaba su talento y disposiciones
políticas, porque todavía no hallaba el camino de su verdadera
vocación, al renunciar (30 de abril) a la cartera de Guerra no
escuchó una palabra franca y abierta de Carranza, con la cual
éste intentara retenerle a su lado. El Presidente creyó que la
retirada de Obregón obedecía a la previa aceptación de una
derrota política.
No era así, por supuesto; porque si ciertamente Obregón no
proyectaba en esos días contrariar la política de Carranza, el
despecho de verse desasido con facilidad de un Gobierno a
cuya formación había contribuido tan eficaz, leal y valientemente,
le empujó hacia otros horizontes.
Obregón, al separarse de la secretaría de Guerra, y en una
finta de extraordinaria sencillez democrática, hizo público que
se retiraba al estado de Sonora, con el objeto de dedicarse a
trabajos y negocios agrícolas. Esto, llevando sobre la cabeza una
corona de encina justamente ganada, y grandemente admirada
no sólo por un partido, sino por la República, era increíble. La
resignación no podía vivir dentro de un hombre vigoroso de
cuerpo y talento. Sólo la vanidad superior de Carranza, que
excluía el análisis para la fundamentación de un pasado y un
futuro, pudo creer en la veracidad y sinceridad de aquel
apartamiento infrahumano, sin paralelo en las historias políticas
y militares.
No es de dudarse que Obregón había obrado mecánicamente.
No existe una prueba documental bastante para creer que su
retirada encerraba un plan a fin de perturbar el orden, o cuando
menos, con el propósito de enfrentarse a Carranza. Ni siquiera
comprendió el alcance político de su determinación. Los actos
de los jefes revolucionarios encerraban ingenuidad y pureza. Las
tramposerías y sutilezas no correspondieron a tal época. Muy
gallardos eran los hombres; muy rectos sus procederes. El prestigio
político se fundaba en la prioridad y limpieza revolucionaria
y en el desinterés individual. La aurora requirió siempre una luz
sonrosada; y en aquellas horas eran la aurora de la Revolución.
Esto no obstante, en la realidad, la separación voluntaria de
Obregón del gabinete de Carranza, anunciaba la llegada de otros
días. Y tales, tenían que ser, si no adversos, cuando menos
titulares de lo adverso a la unidad carrancista. El carrancismo no
sería más integridad de filas y soldados. Llevado a la condición
de partido, con el nombre propio de Constitucionalista, ahora no podría negar, una predivisión; porque al retiro de Obregón se siguió la separación de otros generales. Y, ¿a qué se iban a
dedicar esos hombres que habían echado a pique sus trabajos de
origen, para tomar las armas? ¿Qué porvenir se les esperaba
acostumbrados como estaban al mando y brillo del guerrero?
Ademas, ¿qué recursos económicos poseían para abrir un nuevo
capítulo de su vida al margen del Estado? El propio general
Obregón, era hombre pobre. Abandonaba el ejército sin llevar
consigo propiedades, ni ahorros, ni gratificaciones. Ibase a
dedicar a la venta de garbanzo; a la rehabilitación de una
pequeña finca de campo en Huatabampo.
Aparentemente, por ir siempre con un séquito de oficiales y
asitentes, daba el aspecto de hombre enriquecido. Pero, ¿quién,
de los jefes revolucionarios, con muy contadas excepciones,
había tenido tiempo, y a pesar de que no faltaron oportunidades,
para hacer cálculos de provecho personal? ¿No era, pues,
presumible que tales generales, retirados voluntariamente del
servicio, tendrían que sufrir dentro de ellos mismos una
reacción que sólo les condujese a la lucha por el Poder?
Nada de esto pareció pasar por la mente de Carranza. La
tibieza e indiferencia con que vio alejarse de su lado a los
caudillos, hizo considerar que aquel hombre tan eucrático,
carecía del don virtuoso de penetrar en la naturaleza del
prójimo y con lo mismo incapaz de llevar lo secundario aparente
a lo principal real.
No calculó Carranza que en seguida de la guerra, comenzaría
el desarrollo del capítulo central de la Revolución: la incorporación
del mundo popular mexicano a la vida civil, jurídica,
administrativa y política de la República. Ahora, después de una
Constitución juramentada, ya no era un mero Gobierno lo que
el país necesitaba. Ahora, era indispensable dar cimientos al
Estado; y a un Estado con capacidad de abarcar todos los
filamentos sociales, pero en primer lugar los correspondientes a
la clase rural, generalmente pobre y desasosegada por las
incertidumbres y vicisitudes de una vida recia e irrecompensada.
Los mexicanos que durante varias generaciones no habían
tenido oportunidad de figurar, ya por su pobreza, ya por aislamiento, ya por su ignorancia, ya por sus debilidades, en la aurora de la Revolución, reconfortados por el valor adquirido con un rifle al hombro y por su carácter templado en los fragores de la lucha armada, reclamaban un puesto en el
Gobierno. Además, teniendo probadas las tentaciones del
mando, siempre tan agradables al género humano, no podían
retroceder en el designio de mandar. Los individuos hechos
tenientes, o capitanes, o coroneles, o generales en medio del
humo de la pólvora, a pesar de ser iletrados, o hijos de gañanes,
pero de todas maneras mexicanos, querían ascender la siempre
amable y fascinante escalera del gobierno. Una corriente ambiciosa
que al hacer contacto con la intuición se convertía en un
faro de luz para la gente del pueblo, abría un nuevo camino a la
gente del pueblo de todas las edades, de todas las latitudes y de
todos los orígenes.
México asistía a un maravilloso y sin igual espectáculo;
porque no siempre los pueblos abandonan la rutina, para
elevarse por sí mismos en busca de días venturosos. No siempre
es posible que los individuos venzan las timideces del andrajo y
del analfabetismo, tratando de sobresalir para el bien de ellos y
de su patria. La crítica más pertinaz y dura que se hacía a
aquellos tiempos y a tales hombres, era de que, al fin, había
subido la basura, como si fuese innatural que del barro viniese
el hombre.
No determinaban, pues, tales días, los repartimientos
agrarios, ni las leyes, ni la nacionalidad del subsuelo. Todo eso,
sin dejar de ser parte de un común denominador, no influía
tanto en la vida de México como la efectividad de una integración total de los derechos civiles y constitucionales; pues si ciertamente ni unos ni otros habían estado proscritos legal o políticamente, la masa popular no podía atestiguar que fuesen derechos probados entre sus individuos.
Ajeno a tal fenómeno parecía Carranza; y como el general
Obregón percibía clara e íntimamente —puesto que él mismo
había ingresado a las filas revolucionarias bajo ese signo- hacia
dónde se dirigían los adalides revolucionarios sintiéndose
excluidos de una composición de Estado, impávidamente se
separó del gabinete de Carranza y quiso dedicarse a lo que él
sabía que ya no era camino de su vida, con la seguridad de que
aquel deseo de incorporación rural mexicana a las filas civiles,
administrativas, jurídicas y políticas, señoreaba al ejército carrancista.
Por otra parte, aureolado por sus hazañas guerreras, Obregón
se dejaba ahora seducir por los encantos que produce el
aplauso de todos y que, en el lenguaje político, se llama popularidad.
Y la popularidad crecía en torno de aquel caudillo tan
atrayente como capaz; porque en efecto, conforme avanzaban
los días, se producía en Obregón una transformación.
Sin teatralidad alguna, aquel hombre iba acercándose a las
realidades. La vida civil estaba a un paso de él, y no despreciaba
tal paso. Empezaba a advertir que el mando sobre el mundo
popular no se conquista, sino mediante la persuasión y el trabajo.
El género humano siempre ha admirado la laboriosidad. El
respeto que merece el soldado no se debe a su fusil, sino a su
pertinaz tarea de vigilante. Y Obregón se dispuso a seguir los
preceptos, que a manera de milagro esotérico conducen a los
hombres al triunfo.
Ahora, ciertamente, en la soledad reflexiva siempre tan peligrosa en individuos audaces e inteligentes, Obregón pensaba en
ser presidente de la República, y no por considerar que tal era el
pago que le correspondía como general y caudillo revolucionario,
sino porque, al igual de todos los mexicanos asociados a la
Revolución, creía haber creado un derecho -un derecho personal
y un derecho universal. Obregón era, incuestionablemente,
parte de una naciente vocación nacional.
Tal vocación no correspondía a la milicia. Aquellos hombres
de 1910, jamás proyectaron la organización de una clase castrense;
pues ya se ha dicho que si se les llamaba militares, y se
hablaba de zonas militares, o de operaciones militares, sólo era
por antonomasia. ¿Quién y cómo podía creer en el militarismo
de aquella masa desorganizada que, circunstancialmente, y más
por razones de marcha que de emblema, vestía uniforme y llevaba
sobre sus hombros una insignia de carácter militar?
Pero ni la nueva vocación de Obregón y otros jefes revolucionarios, ni el retiro del ejército de éstos y aquél, ni la oposición
al carrancismo, primero en el Constituyente, después en la
XXVII legislatura, correspondieron en su origen a una guerra
contra Carranza. Correspondieron, eso sí, a agrupamientos políticos,
ya de filiación obregonista, ya de tendencia gonzalista.
Sin embargo, al final de 1917, el presidente Carranza
empezó a observar los primeros síntomas de descomposición en
su Partido Constitucionalista; y de lo sintomático, pronto se pasó a la probación real y efectiva de que existía un anticarrancismo, y que ese anticarrancismo estaba fomentado por los partidarios del general Obregón.
En efecto, aunque sirviéndose de eufemismos, el general
Benjamín G. Hill, lugarteniente de Obregón, escribió (4 de
enero, 1918) una carta al general Plutarco Elias Calles censurando
al gobierno de Carranza. No era una censura de agravio,
pero lo bastante sensata y enérgica para advertir que un
agrupamiento político considerable estaba en formación, y que
con lo mismo se podía suscitar una crisis política de profundidad.
Poco antes, y movido por el espíritu inquieto, pero honorable
y virtuoso del general Hill, la mayoría de los diputados que a
la vez eran miembros del Partido Liberal Constitucionalista -partido entre cuyos principales líderes estaba el general Obregón-, redactó aprobó y expidió una declaración (1° de enero, 1918), refiriéndose a supuestos o probables proyectos
electorales y políticos de Carranza, contrarios al régimen de
constitucionalidad y a los sistemas de democracia política que
correspondían al meollo revolucionario.
El Presidente no desconocía que el retiro y apartamiento de
Obregón en abril de 1917, seguido de la separación del general
Hill y de un grupo de oficiales del antiguo estado mayor
obregonista, obedecían a un descontento de ambos generales;
pero vio el acontecimiento como una lógica consecuencia de la
paz, dándoles así poca importancia, ya que, se repite, tenía en
poca monta al general Obregón, y por tanto desdeñó a éste y a
su partido, creyendo que convencidos los separatistas de la
ímproba tarea de luchar contra un Gobierno legal y endurecido
por la guerra, volverían al seno del carrancismo indiscutible.
Tampoco cobró interés el Presidente por la separación del
general Salvador Alvarado. Este, quien tanta notoriedad alcanzó
como gobernador y comandante militar de Yucatán, principalmente
como revolucionario que había tratado de componer el
mundo, luego de organizar un partido -el Partido Socialista- intentó democrática y activamente que tal partido tomase en sus manos la función de elegir al gobernador constitucional del estado, lo cual repugnó al Presidente, considerando que
Alvarado no tenía tales facultades, de manera que sin tolerar los
progresos del Partido Socialista, excluyó a Alvarado de las cuestiones electorales yucatanenses; y el general, lastimado en su autoridad, resolvió retirarse para buscar un nuevo camino a
su persona, ideas y excepcional espíritu de creadora empresa.
Aquellas deserciones ya no podían ser meros signos de
arrepentimientos, desengaños o despechos como se creyó al
iniciarse el régimen constitucional. A los comienzos de 1918, el
Presidente pudo estar seguro de que existía un descontento; que
ese descontento hacía planes para lo futuro; que en tales planes,
la idea principal consistiría, en ganar la presidencia de la
República en las elecciones de 1920.
Así y todo, sin arrepentirse de sus procedimientos, perseveraba en la creencia de que él, Carranza, como Juárez vencería a
sus enemigos; ahora que, al igual de éste, consideró que era
conveniente, ante la presencia del contrario, dictar medidas de
orden político a fin de fortalecer su autoridad.
Al caso, nombró (15 de septiembre, 1918) al general
Plutarco Elias Calles, secretario de Industria. En Calles pensó
Carranza hallar al caudillo con la promoción, talento, audacia y
orden capaces para enfrentarse al general Obregón; pues
Carranza tenía informes, que estimó ciertos, de que la obra
eficaz, austera, recta y enérgica realizada en Sonora por el
general Calles, había causado recelos en Obregón; y que, por
otra parte, éste, durante la campaña contra el villismo tuvo
intenciones de humillar a Calles, de lo cual se originaban hondos
resentimientos entre ambos.
Calles, por último, había probado su valimiento de soldado
defendiendo a Agua Prieta. Probada también tenía su lealtad a
Carranza; y como se había mostrado apartado del grupo
ambicioso que capitaneaban Obregón y Hill, pareció tener el
suficiente buen juicio, para comprender que la Revolución, a la
hora de procurar su embarnecimiento, debería omitir cualquier
intento de dislocar al gobierno de Carranza.
Un instrumento más existía en favor del puesto otorgado a
Calles: dividir al sonorismo. Sonorismo llamábase al agrupamiento de capitanes guerreros y políticos originarios de Sonora,
o de agregados a tal como grupo, como era la mayor parte de los
generales sinaloenses que tuvieron en Obregón al jefe supremo
durante las operaciones de 1913 a 1915. Y el sonorismo, ciertamente,
representaba, y de hecho era, la cimentación del obregonismo.
Sonora y Sinaloa reunidos en torno al general Obregón
significaban una verdadera amenaza para el carrancismo y la paz
nacional. Así, Calles aliado al Gobierno, equivalía a una división
del sonorismo y por consiguiente a un debilitamiento obregonista.
Aceptado que hubo Calles la secretaría de Industria, el Presidente,
con más confianza en lo futuro, empezó a sondear al
ánimo de todos y cada uno de los gobernadores. Sabía de antemano que sin tener propiamente enemigos entre tales autoridades,
había un grupo que, por lo menos, simpatizaba con Obregón;
y tal simpatía podía convertirse en enemistad, llegada la
hora de las definiciones. De esta suerte, el Presidente empezó a
buscar la colaboración de los gobernadores, de manera que con
esta táctica fijó las garantías de lealtad que como jefe de partido
y Jefe de Estado, le otorgaban tales gobernantes.
Ahora bien: dividido dentro de las suposiciones de Carranza
el sonorismo y debidamente catalogados los gobernadores, en
seguida se hizo necesario buscar al caudillo guerrero del Gobierno;
pues si ciertamente halló facultades para tan alta función en
el general Calles, no le sentía hombre de todas sus confianzas.
Mas cerca de su mentalidad ordenada y prudente, tenaz y laboriosa
estaba la mentalidad del general Pablo González; y así
empezó a halagar a éste pública y prometedoramente. González,
sin titubeos, se puso en los brazos del Presidente con la
seguridad de que, llegada la hora, le haría su firme aliado y por
tanto su más posible sucesor.
González, individuo muy respetable por su espíritu de
organización, sus ideas revolucionarias y su hombradía, aunque
excesivamente cauteloso al grado de que siempre estuvo divorciado
de la audacia, que es cualidad indispensable en las
empresas políticas y guerreras, estaba considerado por Carranza
como líder de reserva, a manera de hacerle útil en cualesquiera
de tantos requerimientos de la guerra o la política. Teníase a
González, dentro del carrancismo ortodoxo, como el contrapeso
de Obregón; quizás como el más dispuesto a continuar la obra
de Carranza al finalizar éste su período presidencial.
Tanto alcance tuvo esta idea para los lugartenientes del
Presidente, que todo pareció encaminado a fin de engrandecer la
personalidad de González; ahora que dentro de esta disposición
faltaba un verdadero sentido de realidad; porque si González no
tenía los arestos ni la fama de Obregón, no por ello dejaba de
deber su formación a él mismo lo cual le daban recursos de
independencia. Sus grados y posiciones militares no provenían
de un favoritismo de Carranza. Sus merecimientos, que no eran
pocos, le correspondían a sus propias vocación y prendas
personales. Además, a Obregón le había dado Carranza, durante
la guerra, todo cuanto aquél había requirido: dinero, hombres,
armas. González, a excepción de los abastecimientos bélicos
recibidos para la campaña contra el zapatismo, debía sus empresas
a sus iniciativa y esfuerzos propios. Con esto, González
cometió uno de sus mayores errores políticos; el error de no
saber pedir. De aquí su desventaja; pues lo que era rectitud
orgullosa, pareció timidez veleidosa; también sometimiento
obsecuente.
Nunca alcanzó el Presidente a columbrar que dentro de
aquella modestia de hombre y soldado que había en González,
pudiese existir un individuo de elevada y firme categoría y
menos que poseyera una independencia de criterio y acción,
capaz de enfrentarse, en momento dado, a un caudillo de tantos
arrojos como Obregón. Carranza entregó a González el mando
contra las huestes zapatistas, mas no hubiese hecho lo mismo
tratándose de detener a un ejército obregonista. Sin embargo, en
González habitaba una alma premiosa y agresiva, que no se
detenía para imponer los más duros y violentos castigos al
enemigo; también para hacerle víctimas de sus venganzas.
Faltaba, en cambio, dentro de González, lo audaz y tenaz.
Si el general González no vencía al primer intento de vencer,
no claudicaba; pero sí se retiraba; y si no acontecía esto, caía en
disparatadas disposiciones.
Pero, volviendo a los preparativos que hacía Carranza para
atajar los progresos y amenazas del obregonismo, fue posible
advertir que en seguida de todos aquellos pasos que empezaron
con el nombramiento de Calles y los proyectos para engrandecer
la personalidad de González, quedaba bien caracterizado y verificado el carácter resuelto del Presidente, de tal manera, que
al entrar el otoño de 1918, el propio Carranza debió considerar
que se hallaba en posibilidad de sofocar cualquiera disidencia
obregonista.
Sin embargo, hacia esos mismos días, los hombres de la más
joven hornada revolucionaria, se adelantaban a las previsiones
del Presidente y creaban un ambiente nacional no sólo de
desconfianza, sino también de hostilidad hacia éste. Era ciertamente
irresistible la gran ilusión juvenil de gobernar a la nación.
El deseo de mando y gobierno sirvió a la formación de una
mentalidad de lucha; y si la paz tenía semejanza a un don del
cielo, la batalla política se aparejaba a una hombradía hecha,
derecha y sublimada.
Ahora, a aquella pléyade brotada del pecho revolucionario,
no le interesaban más los problemas sociales o económicos. Ese
escenario novedoso y provocativo, quedó cubierto con una
grande y pesada cortina. No se hablaba más de enmendar la vida
del trabajo, o del salario, o de la tierra. Todo se dirigía, como si
al fin el pueblo de México hubiera hallado el verdadero camino
de su vocación venturosa, al encuentro electoral de 1920.
Sólo existía una palabra de orden: Sufragio efectivo. Sólo una disposición general: llevar a la presidencia a Obregón. Lo
otro, lo que pudiese ocurrir en torno al general González o a los
proyectos de Carranza, quedaba en segundo término. A
dieciocho meses de las elecciones presidenciales; esto es, en
enero de 1919, Carranza se presentaba, dentro del plano de una
vigorosa y ambiciosa juventud política, como un jefe secundario.
La jerarquía de Carranza empezaba a declinar frente a las
defecciones y abandonos guiados por la gran ilusión electoral.
Muy de cerca debió el Presidente experimentar las sensaciones
producidas por aquella manifestación impetuosa y humana; y como observó la minoración de su autoridad política, quiso poner los remedios conducentes. El primero fue tratar de apaciguar la contienda electoral. No entorpecía y no
era intervención presidencial, advirtiendo al país los peligros que
se presentaban en el horizonte, de continuar un estado de
alarma como era el de las disputas electorales. Parecióle, que por
patriotismo, los partidos deberían hacer un alto en sus rivalidades
y aguardar la cercanía de las elecciones nacionales; y al
efecto, creyendo que su palabra sería escuchada por los contendientes,
expidió un manifiesto a la Nación. Si las reformas
proclamadas por la Revolución Constitucionalista (escribió el Presidente) ... estuvieran ... consolidadas ... la división del Partido Constitucionalista no solamente no sería perjudicial,
sino que sería necesaria para el mejor funcionamiento de las
instituciones políticas; pero existiendo un enemigo fuerte,
rico y organizado: la Reacción, los peligros divisionistas y prematuros estaban a la vista.
Hecha esta última afirmación, Carranza volvió a comparar la
situación política del país en el año de 1919, con la de Juárez,
en 1860. Este era un mero y accesorio argumento. No existía ya
la Contrarrevolución amenazante. La amenaza era el desplante
vocativo y resuelto de los nuevos políticos hechos por la misma
Revolución. Tampoco había división; pues podía verse cuán
unánime se presentaba la opinión revolucionaria, para llevar a
cabo la democracia electoral -la democracia electoral, considerada
como el fundamento y complemento de la Gran Democracia,
que era política, social económica, jurídica y administrativa.
¿Cómo -se decía— podía haber Democracia, Constitución
y República sin el Sufragio Efectivo?
De esta suerte, el manifiesto de Carranza en lugar de ser útil a los proyectos ordenados y patrióticos del Presidente, sólo
sirvió para encender más los ánimos; pues se creyó que aquellas
palabras encerraban una añagaza; también una intervención del
Ejecutivo en un problema que únicamente correspondía a la
competencia popular. Así, a partir de aquel documento,
cualquier movimiento del Presidente se le tuvo como proyecto
siniestro. Carranza, para la nueva pléyade, era un ilustre
personaje del pasado. No entendía lo porvenir. Estaba envejecido.
Así la censura le asaltaba a cada paso; el corro del neoanticarrancismo
pareció quedar asociado al corro del anticarrancismo
Contrarrevolucionario.
Queriendo componer esa situación que sentía aplastante
para su autoridad, Carranza, con su palabra, no hizo más que
precipitar acontecimientos, que si ciertamente eran inevitables,
cuando menos pudieron ser demorados; porque ahora, creyéndose
ver, como queda dicho, en el manifiesto del Presidente una
advertencia amenazadora, los presidenciables y sus partidarios se
dispusieron a ocupar posiciones definidas.
Así, el general Obregón, obligado a un compromiso partidista
inaplazable, hizo pública (1° de junio, 1919) su presidenciabilidad;
y para no quedar relegado a la oscuridad y vencer
además a quienes le creían timorato y obsecuente servidor de
Carranza, el general Pablo González siguió el ejemplo del
primero (23 de junio).
Faltaban doce meses para las elecciones nacionales. Los
candidatos estaban en la arena y no podrían retroceder. La
pugna, desde los primeros día, tomó el camino de los agravios;
pero antes de que realmente se enconasen los ánimos, el general
González consideró patriótico hacer de aquella lucha, una noble
y democrática batalla. Bien calculaba González que no
existiendo en México una clase ciudadana, y siendo la democracia
electoral un suceso que no estaba al alcance de la masa rural,
la competencia comicial podría producir una tragedia en el país;
y de esta suerte, se dirigió a Obregón proponiéndole que entre
ambos fuese firmado un pacto de honor, conforme al cual las
elecciones se efectuarían dentro de las reglas del respeto mutuo
y los resultados serían aceptados honorable y pacíficamente por
los partidos contendientes.
Parecióle a Obregón, que la proposición de González no sólo
tenía un aspecto deshonroso, sino denotante de una debilidad
gonzalista. Y, ciertamente, Obregón no podía dilucidar tal
pacto de otra manera. A su alma violenta y fiera se agregaba
ahora una serie de recelos hacia Carranza. Creía que éste se
entendía secretamente con González y que por tanto, el gonzalismo
representaba al verdadero enemigo. Además, entregado
totalmente al ser democrático, para Obregón una pacto de tal
naturaleza poseía los tintes de un compromiso al margen de las
decisiones populares. El proyecto de González tuvo, pues, para
Obregón características antidemocráticas, mientras que él defendía
la pureza de una democracia correspondiente a la escuela de
Madero, y por tanto estaba cierto de que su nombre, llevado a
las urnas electorales, sería el anticipo de su triunfo presidencial.
Con todo eso, la República política se incendió. No se
requirió más leña para atizar el fuego. Los agrupamientos
políticos, aunque sin bandera idelógica, ni número comprobable
de socios, ni propósitos definidos, estuvieron a la orden del día.
No solamente los hubo obregonistas y gonzalistas. Otros, sin
clasificación esperaban saber cuál era el rumbo más próspero.
También se inició la organización de un partido que, sin corresponder
abiertamente al oficialismo, estaba inspirado por los
allegados a Carranza.
Dejando a su parte esa República política, una mayoría de la
población nacional, se situó al margen del desenvolvimiento
electoral. No creía ni podía creer en el Sufragio Universal. Ni
creía ni podía creer en las presidenciabilidades. Ni creía ni
podía creer en los asuntos públicos. Esa gente continuaba
azogada por la guerra; tampoco columbraba la profundidad y
dilatación de la Revolución.
Había otros hombres que, de origen revolucionario no
ponían la mano en la organización o disputas de partido, considerando
que antes era indispensable adoctrinar al pueblo. Uno
de esos hombres fue el general Salvador Alvarado, quien profundamente
resentido por los desdenes de Carranza —desdenes que
no merecía- en lugar de agregarse a alguna parcialidad sin hacer
la propia, se dedicó a dirigir una publicación periódica: El
Heraldo de México. En ésta hacía objetividad; pero siempre con melancolía y pesimismo. Consideraba que el país estaba
oscurecido; que el ochenta por ciento de la población vivía, ya
en la realidad, sustraída al Gobierno. Cotidianamente moría
trágicamente, un promedio de cien mexicanos. El pueblo había
caído en la desilusión. Los jefes revolucionarios ya no convencían.
Las pasiones eran causa de hondas divisiones de hombres,
clases e ideas. México requería la pacificación total, la
organización de un nuevo, disciplinado y competente ejército.
Necesitaba el arreglo de sus deudas interior y exterior, el ajuste
de los ferrocarriles, la reglamentación del petróleo, la rehabilitación
de su industria y una nueva composición agrícola.
Así, de los caudillos revolucionarios, fue Alvarado quien
formuló y presentó un programa político y social; y aunque éste
contenía capítulos ilusivos, pues no era posible que una nación,
apenas en los comienzos de una trasguerra, pudiese levantar y
embarnecer su economía, no por ello dejó de ser interesante;
también comprensivo.
Aunque en programa e ideas Alvarado se abstuvo de fundar
un partido. Estimó que teniendo Carranza su plan para lo futuro
sería inútil tratar de disuadirle de una empresa que notoriamente conducía al país a una lucha violenta; quizás a una nueva
guerra, y amargado, aunque sin abandonar la dirección de su
periódico, marchó a Estados Unidos. Desde allí, creyó más
factible y efectivo su concurso a una inevitable lucha contra
Carranza.
El Presidente se fue quedando solo. No faltaron deslealtades
entre quienes parecían sus colaboradores. Así y todo, siguió
fiando en su invulnerabilidad. Creyó que iba a llegar entre
sus adversarios políticos, la hora del arrepentimiento; y ello, a
pesar de que en la ciudad de México ocho publicaciones periódicas,
incluyendo una con tintes católicos, vomitaban desprecios
hacia el carrancismo, burlándose de una ley de imprenta que
pareció previsora, pero ya entrado el año de 1919, nadie
respetó.
La ley de imprenta, en efecto, había sido hecha para servir
en una época de normalidad. No se advirtió que dentro de un
período electoral, por las mismas garantías otorgadas por la
Constitución, tal ley sería inaplicable. Así, el gobernante tenía
que tolerar una campaña de injurias y alarmas; pues los
periódicos anticarrancistas, se encargaban principalmente de
hablar acerca de un estado de cosas, conforme al cual la
autoridad del Presidente no llegaba más allá de las fronteras del
Distrito Federal; y tal afirmación sirvió para soliviantar los
ánimos de la mentalidad popular contra el Estado, de manera
que fue así como silenciosa y arteramente se preparó la subversión.
Los diputados acusaron al Presidente de estar organizando
una urdimbre política y electoral con objeto de imponer a su
sucesor. No sabían quién podría ser el candidato de Carranza;
pero como supusieron que tal función estaba destinada al
general Pablo González, cargaron sus censuras sobre éste y exigieron al Presidente que le retirara el mando del ejército del
Sur. Estimaron los diputados que González, al servicio imposicionista
de Carranza, utilizaría las fuerzas armadas, para llevar
a cabo una maniobra militar contra la voluntad popular.
Debido a tan categóricas afirmaciones, ya no sólo se dudó
que Carranza se opondría al triunfo electoral del general
Obregón, sino que apoyaría a determinado candidato presidencial
—el candidato oficial.
Tantas y graves eran las murmuraciones a este respecto;
tantos los temores de que se produjece un choque entre la gente
oficial y el mundo popular que se suponía sostén de Obregón,
que el secretario de Industria general Calles, se apersonó con el
Presidente para hablar sobre la materia. En la conferencia estuvo
presente el general Francisco Murguía; y como Calles, con singular
entereza, preguntó a Carranza si era verdad que se disponía a
dar el apoyo del Gobierno a determinado candidato presidencial.
Carranza, aunque sin comprometerse, indicó que seguiría el
camino de la neutralidad oficial.
Con lo dicho por el Presidente, Calles quiso calmar los
ánimos, que estaban cerca de estallar; pero el obregonismo no
tomó como ciertas las palabras del Presidente. Obregón mismo se
negó reconocerles sinceridad. En ello; tuvieron mucha culpa los
colaboradores literarios del Presidente; pues el órgano periodístico
principal del Gobierno, en lugar de acudir al campo del
neutralismo electoral acusó a Obregón de militarista, asegurando que el país estaba en peligro de sufrir una dictadura militar, de la cual sería jefe Obregón. Y fue esta, la imputación que más lastimó al caudillo, puesto que aparte de haberse retirado de la secretaría de Guerra y de estar entregado a la vida civil, en su manifiesto de postulación condenó todos los privilegios
castrenses.
Mas como comprendió que la sola palabra militarista, podía causarle desdoro, Obregón se dirigió al Senado (9 octubre,
1919), pidiendo que no le ratificase su grado de general, no
obstante que debía tal categoría a sus victorias en la guerra y a
los nombramientos de Carranza. Obregón, con tal hecho, trató
de establecer que era el jefe de un partido civil y popular y por
tanto ajeno a los laberintos, disciplinas y compromisos de
cuartel.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo cuarto. Apartado 8 - Retorno a la vida mundial Capítulo vigésimo quinto. Apartado 2 - El partido obrero
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