Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo quinto. Apartado 2 - El partido obrero | Capítulo vigésimo quinto. Apartado 4 - Subestimación de la cultura | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 25 - EL CAUDILLO
LOS CENTROS DE TRABAJO
Uno de los signos más importantes y casi irrefragables de que el país, después de las luchas intestinas, reiniciaba su vida normal y constitucional, fue la reapertura de los centros de trabajo fabril. Y esto aconteció hacia mediados de 1917.
Para estos días, existían en la República doscientos setenta y nueve establecimientos industriales, incluyendo aquellos que
daban empleo a veinte o más trabajadores, y el número total de
éstos ascendía a ciento noventa y dos mil trescientos catorce,
considerándose dentro de esta cifra a ferrocarrileros, mineros,
petroleros, azucareros y cordeleros.
De tales establecimientos, entre ciento veinte y ciento
cincuenta (las noticias son incompletas) quedaron dañados por
la Guerra Civil. Esto por causas de carácter militar. Las facciones
guerreras, después de la derrota del general Victoriano
Huerta, no intervinieron o confiscaron propiedades industriales,
exceptuando a los ingenios azucareros del estado de Morelos y
las cordelerías yucatanenses. De los primeros, sólo en el propio
Morelos, fueron destruidos o confiscados setenta y dos. El
número de cordelerías que pasaron a poder del Gobierno quedó
ignorado.
Pero ninguno de esos bienes sufrió tantas pérdidas como los
ferrocarrileros. Los daños en vías férreas, talleres y material
rodante en general ascendieron a ochenta millones de dólares.
Padecieron ruina económica también, ya por falta de materia
prima, ya por abandono de trabajo hecho por sus operarios, ya
por no tener mercado de consumo, ya por la escasez de repuestos
para su maquinaria, ya por los tantos males que acarrean las
guerras, las fábricas de hilados de Puebla, Tlaxcala, México y Distrito Federal, cuya producción, entre los años de 1914 a 1916 tuvo un descenso de siete millones de pesos oro.
Al igual que la industria, el comercio recibió serios perjuicios, ora por las exacciones de guerra, ora por escaseces de
productos, ora por las especulaciones entre los propios comerciantes,
ora por las liquidaciones o exclusiones de tantas
emisiones de bilimbiques. Las pérdidas mercantiles en el centro
de la República fueron estimados en quince millones de pesos
oro.
Mas así como hubo empresas dañadas, también algunas
resultaron favorecidas. Las petroleras, pese a las luchas intestinas,
acrecentaron sus beneficios entre 1914 a 1917 en un cuarenta
y dos por ciento, debiéndose este fenómeno tanto al
hallazgo de nuevos y ricos mantos de aceite, como a la gran
demanda de combustible que exigió la guerra en Europa y que
motivó un alza en el precio del petróleo.
Asimismo, las compañías mineras extranjeras, bien norteamericanas, bien inglesas, obtuvieron ganancias durante la Guerra
Civil. Los requerimientos de los mercados exteriores produjeron
un aumento de valor en los metales preciosos, de manera que si
algunos minerales paralizaron sus trabajos por falta de equipos
de explotación y otros por haber sido objeto de préstamos
forzosos, o por escasez de brazos no por ello se mermaron las
ganancias de las empresas.
A tales ventajas se debió que al final de 1918, la Cananea
Copper Company y la American Smelting hicieran una inversión
de cuatro y medio millones de dólares, que destinaron a la
ampliación de sus instalaciones. Para esos días, solamente esas
dos empresas daban ocupación a nueve mil trabajadores. La
American Smelting, por otra parte, adquirió los títulos mineros
de las pequeñas compañías que quebraron durante la guerra, o
se retiraron del país, o consideraron incosteables las explotaciones,
puesto que hasta 1915, el precio de la plata tuvo tantas
disminuciones que la explotación y beneficio de este metal
estuvo al margen de las ganancias. En 1918, sin embargo, los
embarques de oro y plata de las minas mexicanas ascendieron a
ciento cuarenta y nueve millones de dólares.
Con todo esto, el país recomenzó a tomar fisonomía de
normalidad. La ciudad de México, principalmente, volvió a su
animación mercantil, bancaria, industrial y social. Los paseos de
coches y peatones en la avenida Francisco I. Madero tan propios
a pueblos despreocupados, al igual que en el bosque de Chapultepec
fueron reanudados. Ahora, ciertamente, ya no se
ostentaban los señores del régimen porfirista ni los catrines de
los filamentos indefinidos de la prerrevolución. En estos días
que examinamos, eran los caudillos políticos y guerreros,
quienes vagaban por las avenidas de la capital; y esto ya no en
carruajes, sino en automóviles. Los vehículos de tracción animal
empezaron a desaparecer. Los que quedaban solamente servían
a las clases menos acomodadas.
Otro fenómeno fue observado en el ambiente metropolitano
vuelto al sosiego y placer. Tal fenómeno se caracterizó en el
aspecto ofrecido por un nuevo tipo de paseantes. En efecto, las
aceras de lo que constituía el área mercantil y social de la
ciudad de México, ya no pertenecía únicamente a la gente rica.
Esta, estaba sustituida por individuos de origen revolucionario,
forasteros, o ciudadanos de las clases populares. El antiguo
peladito que antes de la Revolución no se atrevía a transitar por
las calles importantes y elegantes de México, ahora caminaba el
lado de los soldados revolucionarios. Los obreros, domésticas y artesanos discriminados por razones económicas de los centros
de diversión, concurrían al Salón Rojo que era el cinematógrafo principal de tales días, mientras que los restos de la élite porfirista hacía del cine Parisiana su nuevo lugar de reunión dominical. Los revolucionarios concurrían a las tandas del Principal,
adonde brillaba la gracia de María Conesa.
El regreso de la moneda metálica, reanimó la vida del país. El peso fuerte, con catorce gramos, cincuenta centigramos de plata
pura tuvo un valor intrínseco de sesenta y dos centavos. Y tanta
era la confianza que inspiraba el peso, que en algunos lugares de
México, pero principalmente en el sur, la gente se rehusaba a
recibir las monedas de oro, pues daba un valor superior a la plata.
En enero de 1918, la moneda de oro, plata y cobre circulante
en el país, ascendió a ochenta millones de pesos. La
suma, sin embargo era muy corta. No concordaba con la necesidades
nacionales ni con las ambiciones individuales tan
avivadas por la Revolución.
Mas, como se ha dicho, el Estado parecía impotente para
acrecentar la circulación de una moneda contante y sonante,
máxime que las remisiones de oro y plata al extranjero aumentaban
día a día, por lo cual en agosto de 1918, la secretaría de
Hacienda expidió un decreto prohibiendo la exportación de oro
en barras y eximiendo de derechos a la importación del mismo
metal destinado a la acuñación. En una política equivocada,
México había permitido las exportaciones de oro buscando con
ello ingresos para el fisco en 1918; ahora procedía en sentido
contrario.
Antes de dictar tal disposición, y a tiempo de fijar que las
necesidades nacionales exigían una circulación de moneda
metálica no menor de ciento treinta millones de pesos, la secretaría
de Hacienda organizó una comisión de aficionados a
estudios económicos. Correspondieron a tal comisión Enrique
Martínez Sobral, Andrés Molina Enríquez y Fernando González
Roa; y aunque ninguno de los tres poseía una verdadera
experiencia en la materia, no por ello dejaron de dictaminar,
indicando al Gobierno la conveniencia de que por todos los
medios lícitos no sólo elevara el monto circulatorio, sino que
constituyera una primera, aunque pequeña reserva de oro.
Por otra parte, el dictamen de los comisionados vaticinó
que, conforme se restableciera la confianza nacional, el dinero
en circulación, que escasamente correspondía a razón de cinco
pesos oro por persona, aumentaría; ahora que, habiendo sido
extraída del país durante cinco años consecutivos la total
producción de metales preciosos, ya por las necesidades de las
rentas públicas, ya para la adquisición de material de guerra, ya
a fin de no exterminar totalmente la confianza que el país
requería en el extranjero, México se hallaba sin disponibilidades
metálicas y en un verdadero trance para rehacer tales disponibilidades.
A esas escaseces circulatorias se agregaban los cada vez más
imperiosos requerimientos financieros del país. En efecto, era
necesario rehabilitar la industria, reanudar los sistemas
crediticios e importar maquinaria moderna. Existía, pues, un
grande problema de importación. Pero, ¿estaba el país en condiciones
de obtener en el extranjero lo que tanto urgía? Ni el gobierno, ni los bancos, ni la industria se hallaban en posibilidades económicas. Así y todo, al terminar el año de 1918, México importó artículos por valor de doscientos setenta y seis millones de pesos oro. El acontecimiento tuvo todos los visos de lo increíble. ¿Quién había dado el dinero? ¿Cómo fueron
operados los créditos en el exterior?
Más sorprendente fue el hecho de que dentro de ese total de
importaciones, ciento ochenta y dos millones correspondieron a
repuestos de maquinaria de producción, la mayor parte de ésta
destinada a la industria petrolera; ahora que también hicieron
compras en el extranjero las empresas mineras y textiles.
El suceso, que pareció inexplicable a primera vista, fue
propio a la naturaleza humana. Las guerras habían destrozado la
superficie nacional; pero respetado el alma y profundidad del
cuerpo mexicano; y esto bastaba, para que sin ser normal
todavía la situación del país, las fuerzas principales de empresa
estuvieran en movimiento. Además el mundo necesitaba más
metales y más petróleo. De esta suerte, al final de 1919, la
balanza se presentó favorable a México. Las exportaciones
durante tal año ascienden a trescientos treinta millones de pesos
oro, incluyendo cincuenta y cuatro millones por ventas de
henequén, mientras que las importaciones sumaron doscientos
treinta y siete millones de pesos oro.
Puede atribuirse la ventaja de México al hecho de que el
poder de consumo nacional era tan limitado debido a las
escaseces del salario y a la gran desocupación rural, que la gente
se vió precisada a limitar sus compras; y como la industria
nacional todavía no estaba capacitada para corresponder a las
demandas del consumo, y una gran parte del vestido y alimento
era traída del extranjero, los compradores preferían las limitaciones
a continuar en estado de quiebra doméstica, debido a
todo lo cual se mermaron las importaciones, con gran ventaja
para la balanza del país.
Tales limitaciones domésticas eran de tanta magnitud, que el
poder de compra en México, durante 1918, fue calculado por
los observadores norteamericanos en tres pesos y cincuenta
centavos oro per capita anuales, lo cual advirtió el más bajo
índice nacional desde 1910. De aquí, pues, la baja en los consumos
y el acrecentamiento de importaciones para fines de industrias
coloniales, como eran la petrolera y la minera.
Por otra parte se atribuyó a la semidestrucción y desajuste
de las vías férreas la condición penosa del consumo nacional.
Creíase profunda y fundamentalmente la nivelación económica
del país. De aquí que el gobierno, buscase la manera de financiar
y reorganizar los ferrocarriles, que todavía, bajo la ley de
confiscación guerrera, estaban dirigidos por el Estado, que a su
vez descansaba su responsabilidad sobre la gerencia que estaba
en manos de Paulino Fontes, antiguo empleado ferrocarrilero,
en quien, asociado a la Revolución, surgió un gran espíritu de
empresa y orden.
Los ferrocarriles confiscados, a los que se dio el nombre de
Constitucionalistas, habían entregado sus reservas y servicios, como ya se ha dicho, al gobierno; pero como tales fondos no bastaron, para auxiliar eficazmente la balanza monetaria del país, que era una de las principales preocupaciones del Gobierno, el Presidente ordenó que se procediera a la venta de las
acciones que el Estado poseía en el ferrocarril de Tehuantepec
y que estaban valuadas en siete millones de pesos oro.
Esta venta, sin embargo, no dió los resultados que esperaba
el Gobierno; pues tuvo mermas comprobadas, como consecuencia
de las cuales el ingreso recibido por la operación de venta y
la circulación monetaria escasamente llegó a cinco millones de
pesos; y como no se hallaba otro recurso de qué echar mano, la
secretaría de Hacienda no conforme con las proposiciones de los
anteriores expertos en economía de Estados Unidos invitó al
especialista norteamericano Harry Alfred Chandley a fin de que
diera su opinión sobre la situación fiscal, económica y financiera
de México. Chandley, al efecto, rindió un dictamen indicando la
conveniencia de que el Gobierno procediera a buscar los medios
para acrecentar la industria petrolera a la que llamó industria
del porvenir, insinuando la necesidad de que el propio
Gobierno concurriera o interviniera en la explotación del
petróleo.
Al caso, como Edward Doheny, gran empresario norteamericano
e iniciador de la explotación organizada y productiva del
petróleo mexicano, había hecho pública su disposición de servir en todas las formas —aun contra sus intereses personales-
al pueblo de México si se hallaba un camino propio y efectivo para garantizar las condiciones del país, y con ello mejorar la condición de vida de las clases pobres nacionales; como Doheny había dicho tales palabras, el Gobierno procedió a estimularlas y aprovecharlas, y, al efecto, al tiempo de restringir
las nuevas concesiones, inclusive las de Doheny, para explotar el subsuelo mexicano y las encaminadas a ampliar las refinerías de El Aguila y Huasteca, mandó que las empresas nacionales que fuesen organizadas a fin de dedicarse a la explotación del aceite, tuviesen concesiones de mayores ventajas, asi
como las garantías constitucionales convenientes, para quedar
comprendidás dentro del espíritu del Artículo 27 de la Constitución.
Carranza, primero siguiendo el contexto del artículo constitucional; después, escuchando el dictamen de Chandley, y por
último, tomándole la palabra a Doheny, empezó a concebir la
idea de nacionalizar la industria petrolera. Sin embargo, como
Jefe de Estado prudente, que consideraba cuán innecesario era
seguir sistemas de violencia, prefirió abrir un cauce preparatorio
para una industria nacional petrolífera creyendo que esa era la
manera de proceder a fin de no alarmar a las compañías extranjeras
y que éstas continuaran dilatando sus inversiones,
exploraciones y explotaciones, ya que gracias a éstas, México
ocupaba el segundo lugar en la producción mundial de petróleo.
Mas, acostumbradas como estaban las compañías petroleras
al disfrute de concesiones absolutas e incuestionables, al grado
de que dentro de sus instalaciones gozaban de soberanía y
autoridad (privilegios que se dieron a sí mismas aprovechándose,
al igual de no pocas compañías mineras, de la ausencia que tuvo
la República durante las guerras, de un Gobierno nacional), tales
empresas petroleras, ya norteamericanas, ya inglesas se sintieron
amenazadas, viendo en el empeño del Estado mexicano de
favorecer a la inversión del país, un principio de nacionalización,
pero sobre todo un punto de apoyo para que el Gobierno
procediese a aplicar el artículo 27 constitucional con efectos
retroactivos.
Tanta fue la alarma, más fingida que positiva, de las
compañías de petróleos, que éstas trataron de hacer del caso un
asunto de carácter internacional, con la idea de mover las
cuerdas sensitivas de los Estados nacionales, que en esos días de
la formación del Alto Capitalismo, se creían los llamados a ser
los tutelares del dinero de ventura. Así, al objeto de poner en
movimiento sus propósitos, las propias compañías fundaron en
Estados Unidos una asociación para la protección de los derechos
americanos en México, como si existiese en el mundo un
derecho internacional al servicio de los intereses de contingencia
y riesgo, y como si México hubiese tenido la obligación de
expedir leyes con graciosas prerrogativas para los extranjeros en
detrimento de sus nacionales.
Absurda era la pretensión de las compañías petroleras. Así y
todo, la Casa Blanca, dispuesta a servir al jingoísmo norteamericano, ordenó que dos barcos de guerra se situaran en Tampico a manera de advertencia de que su apoyo a aquellos intereses de
riesgo y ventura iba de acuerdo con el poder de los cañones. Ni
los principios del Derecho Americano, conforme al cual los
intereses de un país, radicados en un suelo extranjero pierden su
nacionalidad de origen, ni los elevados sentimientos democráticos
de que parecía estar adornado el pueblo de Estados
Unidos, ni las expresiones de cordialidad del gobierno mexicano
bastaron para evitar la bochornosa presencia de los cañones
extranjeros en aguas nacionales.
De esta suerte, los esfuerzos del gobierno de Carranza para
rehacer la economía de un pueblo víctima de la guerra, venían
por tierra a la sola amenaza de los barcos de Estados Unidos.
Con ello asimismo se cerraban las puertas de todos los créditos,
y los establecimientos nacionales, dispuestos a reanudar su
producción, se detenían temerosos del poder extranjero.
Unióse a ese nuevo aspecto de descomposición económica provocada por las empresas petroleras, la premiosa táctica utilizada
por el Gobierno tratando de obligar a los industriales a una
pronta y total reorganización de la manufactura. Al efecto,
fundada la secretaría de Industria y Comercio (5 de abril, 1917)
y nombrado titular el ingeniero Alberto J. Pani, surgió el
optimismo, pues se supuso que gracias al nuevo ministerio la
economía de México se desarrollaría súbita y eficazmente. Mas,
cuando todo era esperanza, y como consecuencia de algunos
paros patronales originados por la falta de materias primas, la
propia secretaría expidió un decreto (6 de septiembre) advirtiendo
que las empresas privadas que suspendieran sus trabajos
quedarían sujetas automáticamente a una incautación de sus
bienes.
La circular, redactada con imperio, ofrecía, en el fondo, una
vuelta a la violencia, con lo cual se sembró el descontento y oposición al Gobierno. Así, habiendo invitado la propia
secretaría de Industria a un congreso de comerciantes (8 de
octubre) y a una asamblea de industriales (7 de noviembre),
una y otra asambleas se convirtieron en reuniones contrarias a
los intereses oficiales, desde las cuales fueron censurados la
Constitución, el Constituyente y Carranza.
Observó el Presidente con mucha perspicacia y mesura
aquellas andanadas que parecían estar mezcladas con la situación
política; mermó autoridad a los arrestos del secretario Pani y
buscó empeñosamente el camino de la tolerancia y entendimiento
con los industriales y comerciantes. Por otra parte, autorizó
al subsecretario de Hacienda Rafael Nieto para que juntamente
con el embajador de México en Estados Unidos Ignacio Bonillas
negociara una reimportación de diez millones de dólares oro;
anunció su decisión de establecer el Banco de México; y dirigió
sus esfuerzos a fin de rehacer las operaciones mercantiles y agrícolas en los estados de la República.
Después para proteger la economía rural, mandó aliviar las
tarifas de fletes ferrocarrileros y la movilización de comestibles
de un punto a otro del país; estimuló el pequeño comercio y
otorgó nuevas concesiones a los mineros en pequeño, de manera
que en Sonora, Sinaloa y Durango reaparecieron los gambusinos;
y como a todo eso se agregó la libre importación de los
alimentos que escaseaban en México, se obtuvo un desarrollo en
el tráfico comercial nacional durante 1919, de manera que la
dirección de Ferrocarriles hizo público que en el año dicho
había movilizado trescientos noventa y tres mil toneladas métricas
de productos tropicales, un millón doscientos treinta y
seis mil de artículos inorgánicos y una cantidad muy cercana a
la anterior, de agrícolas. Sin embargo, los signos de productos
animales y manufacturados fueron tan cortos, que indicaron los
grandes y aparentemente invencibles problemas económicos que
estaban desnivelando la vida de México.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo quinto. Apartado 2 - El partido obrero Capítulo vigésimo quinto. Apartado 4 - Subestimación de la cultura
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