Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo quinto. Apartado 4 - Subestimación de la cultura | Capítulo vigésimo quinto. Apartado 6 - Fatalidad y sangre en el norte | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 25 - EL CAUDILLO
TERROR Y PENA EN EL SUR
Durante los meses de octubre y noviembre de 1918, treinta mil soldados del Ejército Constitucionalista quedaron concentrados en el Distrito Federal. Los batallones y regimientos,
cumpliendo la orden del presidente de la República, iban llegando
uno tras de otro, a la ciudad de México.
Las campañas contra los restos del villismo y gavilleros
quedaron canceladas; aunque el Presidente mandó acrecentar los
abastecimientos, responsabilidades y facultades de los comandantes
militares en los estados, gracias a lo cual fue posible fiar
en la seguridad de que los levantados en armas no podrían
rehacerse y volver a constituir una amenaza para la tranquilidad
general del país.
En la orden de concentración de los cuerpos armados más
selectos y mejor pertrechados, no se dieron a conocer los designios
del Presidente; pero se supuso que se trataba de iniciar una
enésima ofensiva sobre las huestes del general Emiliano Zapata
que, estimuladas por la inaplacable guerra de guerrillas, se
acercaban una vez más a las puertas del Distrito Federal, desafiando
ya no a una facción política o armada, antes al Estado
nacional. Y, en efecto, Carranza se disponía a exterminar
radicalmente al zapatismo, para lo cual, volvió a dar el mando
supremo de las operaciones en Morelos al general Pablo
González.
Este, después de la tregua mandada por Carranza un año
antes, con motivo de los progresos aparentes que hacía de nuevo
en el norte del país el general Villa, se dispuso con un gran
aparato de orden y fuerza, a reanudar la campaña de Morelos;
ahora que en esta vez su poder de fuego estaba duplicado.
Con treinta mil hombres bajo sus órdenes, con todo género
de abastecimientos, un millón de pesos oro en la pagaduría
general y un instructivo del Presidente en el cual le daba una
autoridad incuestionable en todos los órdenes, el general
González pudo calcular -y así se lo comunicó a Carranza- que
en un plazo no mayor de dos meses, el estado de Morelos, al
igual de las regiones que parcialmente tenía sustraídas el zapatismo
al gobierno nacional en Guerrero, Oaxaca, Puebla y
México, estarían reintegrados a la paz y tranquilidad, y por lo
mismo terminado el problema de la guerra o guerrillas que desde
1911 tenía en constante dominio el sur de México.
Para la operación que iba a dirigir, González habló con el
Presidente acerca de los planes a seguir. Las fuerzas del gobierno
no podían entrar al campo ocupado por el zapatismo, sin la
seguridad de triunfo. Carranza y González, en esta ocasión, no
dejarían a la suerte sus prestigios ni menos el valor del Estado.
Por tanto, aquella concentración de soldados y aquellos preparativos
de lucha auguraban la victoria de las armas oficiales.
El general González, al igual que en la anterior ofensiva,
dispuso de todos sus instrumentos de guerra con verdadera
cautela; ahora que en esta ocasión no iba a proceder como un
autónomo jefe de armas, sino como leal y obediente servidor
militar del presidente de la República que a la vez era jefe nato
del ejército. El hecho tendría, pues, significación en lo futuro,
puesto que la responsabilidad de González sería al mismo
tiempo responsabilidad presidencial.
El 4 de diciembre (1918), el general González se puso al
frente del ejército de operaciones, y estableció su cuartel de
mando en Tres Marías, organizando previamente tres columnas fuertes cada una en diez mil hombres, con instrucciones para avanzar simultáneamente ese mismo día sobre Cuernavaca, Puente de Ixtla y Cuautla.
Tan imperioso fue el primer acto de González que produjo
un retroceso, sin necesidad de gastar pólvora, de la gente de
Zapata, que ocupaba el estado de Morelos desde la retirada
Constitucionalista de 1917.
Durante un año, pues el zapatismo no había tenido
problema de carácter guerrero; mas esto no fue aprovechado
para preparar y acrecentar la defensa de Morelos, Zapata
desdeñaba ese género de aprestos. No correspondía al carácter
de caudillo de la guerra. Era ajeno a la audacia, a la maniobra, a
la crueldad. Un suelo riente, tranquilo y reflexivo como Morelos
sólo podía producir iluminados. La gente meridional no poseía
lo agreste del norteño. Las mermas montañosas al sur del Ajusco
estaban brindadas al ser pacífico y entendido. De tales lugares
no era dable que salieran merodeadores ni rifleros. Dentro de la
mentalidad de Zapata no tenían cabida la disciplina del soldado
ni la responsabilidad del general. Lo uno y lo otro estaba
sustituido por la tenacidad —y una tenacidad idealizada.
Era incuestionable que el mando y gobierno del país
correspondían al gobierno presidido por Carranza. Así y todo
Zapata creía triunfar; pero triunfar esperando. Era lo contrario
de Villa, quien si se sentía electrizado por las glorias y victorias,
hacía depender éstas de su osadía, de su valor personal, de la
intrepidez de sus soldados. Para Villa el futuro era un problema
de hombradía; para Zapata, de humanidad.
Ambos eran iletrados; ambos perseverantes, pero se apartaban al rozar con las cosas del ánimo; porque si uno tenía
espíritu de aventurero, el otro poseía corazón de esperanza.
Villa sabía iniciar: era la vocación creadora entregada al poder
de las armas. Zapata sabía aguardar: era la carne ingenua imantada
por la inspiración humana. Aquél se creía un héroe; éste,
una víctima.
Zapata, pues, no estaba ni podía estar preparado para la
nueva ofensiva de González. Quizás no se le ocurrió pensar
cuáles podían ser los planes del Gobierno apenas quedasen
sofocados los ímpetus del villismo. No existía en Morelos a los
primeros días de diciembre ningún sistema de defensa, debido a
lo cual el avance de la tropa de González pudo llevarse a cabo
sin dificultad alguna.
La única manera como Zapata quiso defenderse fue sirviéndose
de la alocución política. Así, si en febrero de 1918, exhortó
a los verdaderos revolucionarios mexicanos para unificarse
en torno a un nuevo partido y combatir conjuntamente a
Carranza. En abril, volvió a dirigirse al pueblo y a los hombres
de la Revolución, afirmando que la causa revolucionaria
estaba en peligro; que el gobierno carrancista ni otorgaba
libertades públicas, ni concedía tierras, ni mejoraba las condiciones
de la clase trabajadora, ni extinguía los males de la
dictadura política.
Mas todas las palabras de Zapata se perdieron en los cielos
del optimismo. La realidad era que el Estado se disponía a
exterminar al zapatismo. Así y todo, todavía el 1° de enero
(1919), cuando las fuerzas de González tenían ya en su poder la
plaza de Cuernavaca, el general Zapata creyó posible detener al
enemigo con la palabra y expidió una enésima proclama acusando
a Carranza de traidor y reaccionario. La pérdida de Cuernavaca (9 de diciembre) no tuvo significación de pérdida para Zapata. ¿Qué era la toma de una plaza, frente a un problema como el concerniente a los repartos de tierra? ¿Cómo creer que una acción militar podía determinar la derrota del pueblo
posesionado de terrenos y entregado al trabajo agrícola?
Aquella ingenua e idealista manifestación del zapatismo
estaba fuera de época. El avance de González continuaba firme,
cierto y definitivo. En la toma de Cuernavaca no había sido
derramada sangre. Tampoco se hizo necesario pelear en Puente
de Ixtla y Cuautla. Los zapatistas seguían retirándose; y no sólo
les perseguía la gente del Gobierno. En aquel acoso, tras del
zapatismo iban las pestes, el hambre, la deslealtad y el temor.
Siete años de guerra habían pasado sobre pueblos y aldeas
de Morelos. En siete años de guerra extenuados estaban los
hombres, destroncadas las familias, agotados los alimentos y
destruidos los techos.
Y la guerra se presentaba de nuevo con los caracteres de
ferocidad. El general González tenía dadas órdenes a sus lugartenientes
de exterminar a las hordas de Zapata. Y los lugartenientes
cumplían. El coronel Jesús M. Guajardo violaba hogares
y mujeres; permitía que sus soldados entrasen a saco los
poblados y que allí a donde se hiciera la menor resistencia se
procediera al incendio. El coronel Antonio Ríos Zertuche,
fusilaba o colgaba individuos por meras sospechas de favorecer
al zapatismo.
Guajardo, después de tomar una aldea puso en prisión a
todos sus pobladores; luego diezmó a los varones, sin tomar en
cuenta las edades. La guerra era sin cuartel. La locura se había
apoderado de los atacantes. La venganza fue función de una
normalidad cotidiana. La gente estaba cansada de pelear y creyó
que exterminándose sin piedad sería posible volver más pronto a
la paz. No existían odios de partido, sino necesidad de orden.
Tanto era el hartazgo de guerra, que de una y otra parte
había deseos de entendimiento; pero ¿como iniciarlo sin faltar
los unos al deber; los otros a sus ideales? En medio de esta
disyuntiva parece que sólo se presentaba una solución: seguir
matando. Era un matar por matar; un matar para terminar.
González, con veintidós generales, cuarenta y ocho coroneles
y treinta mil soldados, pronto arrebató a Zapata las dos
terceras partes del territorio morelense. Esto no obstante, el
zapatismo resistía aunque retrocediendo siempre. Resistía,
sobre todo, los atropellos y violencias, que a veces llegaban a la
brutalidad. Y tanta así era ésta, que el propio Gobierno mandó
que el coronel Guajardo se presentase en la ciudad de México.
Guajardo era valiente, como pocos, generoso, como pocos;
audaz, como pocos; pero cuando se hallaba en estado de
ebriedad —y esto acontecía con frecuencia— cometía todo
género de desmanes, por lo cual, el general González, hombre de
severísimas disciplinas, hubo de intervenir, imponiéndole un
castigo al tiempo de pedir a la secretaría de Guerra que le
abriese proceso.
Informado Guajardo de las disposiciones del general en jefe,
no dejó de comunicar a sus compañeros de armas sus arrestos
levantiscos; y como la voz popular hizo correr la versión de que
el coronel estaba a punto de desconocer la autoridad de
González. Llegado tal rumor al conocimiento del general
Zapata, éste creyó posible conquistar a Guajardo para la causa
zapatista, y al efecto le escribió (21 de febrero, 1918), invitándole
a defeccionar.
La carta de Zapata, sin embargo, no llegó a su destino;
porque detenida casualmente por las autoridades civiles de
Cuautla, el propio que la conducía la tuvo que entregar al
gobernador provisional de Morelos José Aguilar, quien se enteró
del contenido y se apresuró a comunicarlo a González.
Con aquel documento a la mano, el general González
concibió un plan de belicismo personal. Al efecto, llamó a
Guajardo y haciéndole conocer la carta e invitación de Zapata,
le puso en el dilema de quedar consignado a un consejo de
guerra por abusos de autoridad o de servir como anzuelo para
capturar a Zapata; pues quien incitaba a la traición no podría
jamás quejarse de ser traicionado. El principio del respeto a la
lealtad debido al superior jerárquico había sido quebrantado por
Zapata. Este, pues, daba a González el instrumento moral y
físico para su propia desgracia.
Por su parte, el coronel Guajardo, escaso de escrúpulos,
visto el peligro al cual le conducían sus vicios, no dudó mucho
en elegir uno de los caminos ofrecidos por la disyuntiva, y
aceptó, a cambio del perdón a sus violencias y atropellos, ser el
arma servil para el exterminio del zapatismo. De esta suerte,
firmó una carta escrita por el gobernador Aguilar dirigida a
Zapata, en la cual se suponía que aceptaba en principio los
tratos ofrecidos.
Durante tres semanas, Guajardo y Zapata continuaron carteándose; aquél, dirigido por Aguilar; éste, por la ingenuidad
rural, de manera que para el caudillo suriano pareció un hecho
que la tropa de Guajardo quedaría incorporada en un breve
plazo al zapatismo, mientras que Guajardo se consideraba
iluminado por la suerte de convertirse en hombre que se
prestaba a servir heroica y abnegadamente al Gobierno.
De esto, que se desarrollaba en Morelos, estaba debidamente
informado el presidente de la República, considerándose que
gracias a aquel fortuito ardid, el estado de Morelos podría volver
al orden constitucional, puesto que se creía inminente la
captura de Zapata y con lo mismo la rendición del zapatismo,
que si no representaba un problema de carácter militar, era un
pretexto para que el país continuara viviendo en medio de
incertidumbres.
El general Zapata, por su parte, desde la primera carta
dirigida a Guajardo observó la oportunidad de dar un golpe a las
fuerzas del gobierno; porque teniendo bajo sus órdenes cerca de
mil soldados perfectamente armados y municionados y de los
más selectos del ejército de González, y siendo Guajardo un
guerrero osado y valiente, el caudillo suriano estimó que con tal
auxilio, el zapatismo podría iniciar una contraofensiva ventajosa.
Para llevar a cabo sus planes con mayor precisión y efectividad, Zapata, siguiendo el camino de las fintas, intencionalmente
mandó que el general zapatista Eusebio Jáuregui, al frente de un
centenar de hombres, se rindiera a las fuerzas de González
acuartelados en Cuautla. Jáuregui, ya dentro de Cuautla a donde
González tenía su comandancia, no sólo iba a servir de espía,
sino que, llegado el momento del alzamiento de Guajardo,
atacaría, sirviéndose de otros grupos zapatistas simuladamente
rendidos al cuartel general de González. La trama no estaba mal
dispuesta, aunque eran muy cortas y mal armadas las fuerzas
zapatistas preparadas para tal estratagema.
Así, las cartas del espionaje, engaño y maldad estaban
echadas de uno y otro lado; ahora que la superioridad era de
González, no sólo por capacidad mayor a la de Zapata, antes
también debido a que tenía previamente preparados todos y
cada uno de sus movimientos, mientras que el caudillo del
Ejército Libertador se guiaba por el acaso. Además, González contaba con la temeridad y bajeza de Guajardo, gracias a lo cual tenía la seguridad de que cada una de sus órdenes y maniobras
serían cumplidas al pie de la letra.
Así, las negociaciones que aparentemente llevaban a cabo
Zapata y Guajardo, estaban llamadas a un feliz acuerdo. Sin
embargo, la intuición innata en aquel hombre rústico, pero
generoso que era el caudillo suriano, pareció advertirle que todo
ese maniobreo con las características de un triunfo cercano,
podía llevar dentro una finta gobiernista, y queriendo convencerse
de las verdaderas disposiciones de Guajardo, pidió a éste,
con el pretexto de que era necesario despejar una región dominada
por los gobiernistas, que procediese a atacar la plaza de
Jonacatepec que estaba en poder de González. Calculó Zapata
que ésta sería la mejor prueba de la lealtad en los tratos y
resoluciones de Guajardo.
Informado el general González de lo anterior, instruyó a
Guajardo para que hiciera del asalto a Jonacatepec un mero
simulacro usando al caso balas de salva, de modo que el engaño
a Zapata fuese completo, en el entendido de que los supuestos
defensores de la plaza emplearían el mismo género de proyectiles.
Dispuesto así el escenario, Guajardo realizó el asalto (8 de
abril) con mucha teatralidad; pues fingió tomar la plaza y
enseguida fusiló a cincuenta y nueve prisioneros zapatistas
disfrazados de soldados gobiernistas. Con todo esto el general
Zapata quedó convencido de que Guajardo era uno de los suyos;
y a partir de esa hora, entró en confianza y le dio cita a fin de
conocerle y tratarle, en la hacienda de Chinameca.
Los designios de las autoridades militares se desarrollaban,
pues, con precisión, y más pronto de los cálculos originales;
porque ahora la suerte de Zapata estaba de hecho, en manos de
Guajardo. Y, en efecto, éste tenía bien organizado su plan para
asesinar al caudillo en el lugar elegido para la conferencia. Así,
seleccionó a diez oficiales de más confianza; les mandó vestir el
uniforme de soldado raso; les colocó en guardia a la puerta de
Chinameca instruyéndoles para que, al estar Zapata a la vista,
fingiendo hacerle los honores de ordenanza, descargaran sus
armas sobre él.
Tan bien organizado estuvo el aparato dispuesto por
Guajardo, para hacer creer en su adhesión al zapatismo, que el
general Zapata a pesar de ser hombre desconfiado y valiente,
cayó en la trampa. Al efecto, montando a caballo y seguido de
su estado mayor se dirigió a la hacienda de Chinameca y cuando
se acercó al punto, la guardia que le esperaba para rendirle
honores, le hizo una descarga cerrada. Zapata cayó exánime,
mientras en el interior de la hacienda, Guajardo asesinaba a
cuatro generales zapatistas a quienes había convidado, para
sacrificarles junto al caudillo.
A la noche de ese mismo día, el coronel Guajardo entró a
Cuautla. Aquí, todo fue entusiasmo. Las dianas, los repiques de
campanas y los aplausos de los soldados del Gobierno anunciaron
el regreso del victorioso, quien sobre el lomo de una mula,
atado y colgante traía el cadáver del general Emiliano Zapata.
Este, que a pesar de las cortedades de su genio, no dejó de
ser uno de los grandes mexicanos inspirados por la ambición de
alcanzar días mejores para su pueblo, había caído víctima de la
añagaza; también de la desesperación.
Con ese acto de terror y pena, más propio del poco precio a
la vida que siempre producen las guerras, que de odios o
rivalidades de partido, de hecho terminó la campaña contra el
zapatismo, del que fue nombrado jefe el general Gildardo
Magaña, hombre de mucha probidad y grandes idealidades;
ahora que la lucha armada continuaba en Veracruz y Guerrero;
en Michoacán y Oaxaca. En Veracruz la Contrarrevolución,
pareció tomar auge, bajo el mando del general Aureliano
Blanquet. Sin embargo, el solo nombre de este general fue
suficiente para crear la desconfianza entre la gente rural que,
guiada por los sentimientos del desquite, fue la primera enemiga
del asesino de Madero.
Este, responsable directo de la aprehensión y muerte del
presidente Francisco I. Madero y del vice presidente José Ma.
Pino Suárez, insistiendo en creer que sólo los generales del
régimen porfirista tenían capacidad para pacificar al país y
establecer un gobierno de orden; e insistiendo asimismo en la
idea de que el general Félix Díaz podía hacer progresos militares
en el país si a su lado acudían jefes militares osados y prácticos,
desembarcó en la costa veracruzana, con la intención de buscar,
juntamente con el general Pedro Gabay, al general Díaz; y ya en
este tren estimó que era posible levantar un nuevo ejército
contrarrevolucionario; mas perseguido por los gobiernistas,
murió en una escaramuza (16 de abril) en las cercanías de
Chavaxtla; y decapitado, su cabeza, por orden del general
carrancista Guadalupe Sánchez, fue llevada al puerto de
Veracruz y exhibida públicamente como castigo popular a aquel
hombre, cuya fue la perfidia que tan numerosas víctimas
ocasionó en el alma y cuerpo de la Nación mexicana.
Con la muerte de Blanquet, el general Félix Díaz, quien
andaba a salto de mata, dando pruebas de mucho valor, pero
poniendo de manifiesto su poco seso, puesto que seguía soñando
en la reivindicación del Ejército Federal, se salvó de tener a
su lado un individuo sobre quien pesaban grandes responsabilidades
militares, patrióticas y constitucionales.
También en Guerrero y Michoacán, cayeron guerrilleros
generosos, aunque en muchas ocasiones violentos y desolladores.
Allá, muerto fue Felipe Armenta; aquí, José Inés Chávez
García y Jesús Cíntora, ambos famosos por sus incansables
correrías que en más de una vez tuvieron tintes de bandolerismo,
pero que en realidad correspondían a una prolongación del
espíritu ambicioso que movía a la clase rural mexicana tratando
de alcanzar los goces y contentos que proporcionan el mando y
gobierno. Los tres guerrilleros, pues, merecen un estudio histórico
y social.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo quinto. Apartado 4 - Subestimación de la cultura Capítulo vigésimo quinto. Apartado 6 - Fatalidad y sangre en el norte
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