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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 25 - EL CAUDILLO

LA SUCESIÓN PRESIDENCIAL




Con extraordinaria confianza en el poder de su autoridad y en sus conocimientos y prácticas políticos, concurrió el presidente de la República Venustiano Carranza, como queda dicho, a los trabajos iniciales sobre la sucesión presidencial de 1920, que emprendieron personalmente hacia el otoño de 1919, los generales Alvaro Obregón y Pablo González.

Carranza, sintiéndose siempre guiado por la estrella del juarismo, que sin grandes recursos vio caer a sus enemigos triturados o debilitados por sí mismos, y sin hacer decrecer su austeridad de gobernante y su sencillez de verdadero político, creyó que los dos caudillos en lucha se exterminarían por sí solos y que por tanto sería innecesario poner la mano en la amenazante disputa electoral que se presentaba a la vista.

Pero al mismo tiempo que hacía tal consideración, el Presidente, desde la eminencia de su sitio, le pareció que, ya destrozados los generales rivales, un tercer partido nacido y crecido a tiempo oportuno, podría quedar fácilmente dueño del campo a donde la disputa adquiría tintes dramáticos, pues tanto Obregón como González habían consentido en la idea de suceder a Carranza.

Debido a esas observaciones que no parecían desmentir las realidades, puesto que los ánimos de gonzalistas y obregonistas se agriaban más y más, Carranza, con cautela a par de firmeza, dio los primeros pasos para singularizar un tercer partido; y tercer candidato, también. Y esto, sin pensar en violar los preceptos constitucionales, ni atentar contra la efectividad del Sufragio Universal ni hacer partido oficialista. El Presidente no era más que un atento y reflexivo hombre que atisbaba el porvenir de México. Era asimismo el gobernante patriota y legalista. No proyectaba heredar el poder, sino trasmitirlo.

No había, pues, un mal pensar de Carranza; pero sí un desconocimiento acerca de la naturaleza humana victoriosa; porque ni Obregón ni González, eran los mismos hombres que Carranza había conocido como Primer Jefe. En Obregón, la fiereza estaba convertida en espíritu emprendedor. En González, la cautela constituía ahora una solidez humana. Así, lejos de hacer cálculos para dividir, ambos tenían a la mano una tabla aritmética de sumar. Carranza, pues, se hallaba en el error, respecto al juicio que hacia sobre las violencias mutuas de los candidatos presidenciales.

Debido a ese concepto equivocado, Carranza continuó alentando a sus amigos con el objeto de que organizaran el tercer partido; y como éste debería tener candidato presidencial, de pronto salió a la palestra el nombre del ingeniero Ignacio Bonillas, embajador de México en Estados Unidos; y aunque no era individuo que correspondía a la popularidad y carecía de una carrera política brillante, sus disciplinas personales, su cordura como negociador diplomático y su intachable honorabilidad indicaban que poseía cualidades convenientes para intentar un buen gobierno para México.

Escaseaba, sin embargo, en Bonillas la agresividad tan característica y casi necesaria en los adalides políticos de tales días, debido a lo cual parecía timorato y dependiente de Carranza; y como tampoco poseía la personalidad guerrera ni la tradición política de Obregón y González, daba la injusta idea de ser individuo elegido al azar por Carranza y los líderes carrancistas, sin más fin que el de hacer un juego electoral a los dos generales presidenciables. De esta suerte, fue común la creencia de que el Presidente, de llevar adelante sus planes, y de tener a Bonillas como su sucesor, sólo hallaría en éste un obsecuente servidor, lo cual mucho repugnaba a aquella gran pléyade temeraria y democrática que no hacía más que exaltar el poder de la voluntad popular, tan contraria, como es natural, a lo que parecía ser el designio del Presidente.

Dentro de aquella atmósfera de hombres y ambiciones, producida por la vocación creadora de la Revolución, resultaba casi increíble que el grupo personal de Carranza hubiese podido considerar las posibilidades presidenciables de Bonillas, y no porque a éste no se le distinjguieran cualidades de gobierno, sino debido a que era inaceptable lógica y políticamente, que se apagaran las deudas que la República y el propio Carranza tenía con los caudillos de la guerra.

Además, para la gente común que no se detenía en censurar los proyectos políticos de Carranza, la actitud resuelta de éste al oponerse a un triunfo electoral de quienes le habían dado la victoria armada, tenía todos los visos de la ingratitud; y aunque en el orden político no existe tal virtud, o si existe no es posible practicarla sistemáticamente; y aunque el cuadro del vulgo no era el de una realidad incuestionable, puesto que el Presidente sólo procuraba apartarse de los temas emotivos a fin de buscar y sentar el bien y responsabilidad de la patria mexicana, no fácilmente era cambiable aquella opinión popular que, en el fondo, favorecía a González y Obregón; más a éste que a aquél, ya que para el país Obregón era el hacedor del carrancismo; porque ¿quién, siguiendo el hilo de los acontecimientos registrados en el país de 1913 a 1916, se sentía capaz de negar que la audacia reflexiva llevada por Obregón a los campos de batalla había asegurado el triunfo de Carranza?

Y no era todo. También la mentalidad atrevida, sencilla, afable y comunicativa del general Obregón ofreciendo a cada paso y sin eufemismos el bien del pueblo y el poder para los ciudadanos armados, tenía embargado el corazón y pensamiento de los revolucionarios. Y como a todo eso se agregaba la figura varonil y hermosa del propio Obregón, era innegable que el caudillo llenaba todos los ámbitos de la Revolución y con ello anticipaba su victoria política; de manera que nadie ponía en duda seguirle, sabiendo que sobre la estela de tal hombre había un porvenir.

No desconocía Obregón la simpatía y fuerza que irradiaba; y como a eso asociaba su inventiva e ingenio políticos, inaugurando al efecto, una época de procesiones multitudinarias, de discursos arrebatados y prometedores y de partidos políticos ocasionales, hasta la gente de paz —la misma que tan escéptica se había mostrado frente a la guerra- acudía ahora cuando menos a contemplar aquel fenómeno de la popularidad creciente con que se significaba el obregonismo.

De esto último se sirvió el fácil y clarividente ingenio de Obregón, para abrir cauce político y administrativo a quienes, originarios de los más pobres y rústicos filamentos sociales de México concursaban, unos en silencio, otros en actividad, dentro del despertar de los deseos de mandar y gobernar.

Obregón, pues, no perdía un solo paso de su naciente y creciente vocación, para atraer tanto a los hombres de partido, como a aquellos que permanecían ajenos al nuevo teatro político; y como de tal empresa se podía comenzar a recoger frutos, el obregonismo embarneció a manera de ser una de las más portentosas esperanzas de México. Así, la República empezó a esperar todo lo que se presentaba a la imaginación humana, de aquel hombre tan singular.

No caminaba con igual suerte el general Pablo González. Su carácter firme, pero corto; su inteligencia sin brillantez, aunque disciplinada; su corazón ardiente, mas siempre guiado por la reserva prudente, no era de aquellos capaces de producir el entusiasmo de la multitud ni la confianza de los grandes adalides políticos.

Dentro de las filas revolucionarias, González representaba, sin duda, una voluntad organizada que en él parecía un reflejo de la voluntad popular, tema y preocupación cotidiana de México desde los sucesos de 1910; y ya se ha dicho que no obstante sus maneras persuasivas, durante la guerra nunca se detuvo para ordenar fusilamientos. Esto no obstante, fue señalado su respeto a los enemigos políticos; y como siempre pareció estar temeroso de caer en la brutualidad, prefirió dejar en manos de otros lo que a él propiamente le correspondía. Además, como gustaba de entregarse a sí mismo, se hacía huraño, con lo cual daba la idea de ser soberbio y ajeno a los dolores humanos. Carecía de la ductibilidad y alegría insondables de Obregón. Con todo eso, el cielo de su popularidad estaba cubierto con espesas y negras nubes.

También introvertido y ajeno a las algarabías populares era Bonillas, de manera que su candidatura, aunque auspiciada por los gobernadores de filiación carrancista, no progresaba. Tampoco parecía Bonillas empeñado en realizar adelantos de carácter político o electoral; pues vivía dentro del plan de Carranza, conforme al cual, era necesario dejar que la lucha se desarrollara entre Obregón y González, hasta que destruidos ambos entre sí, el campo quedase libre para una condidatura que se proclamaba como civil; esto es como la llamada a poner punto final a los generalatos, e instaurar así un régimen de paz.

El general Obregón, quien como ya se ha dicho, inició su campaña electoral al final de octubre (1919), avanzó en medio del júbilo de sus partidarios —ciudadanos armados, oficinistas, políticos y gente de paz; también individuos que habían correspondido a empleos secundarios durante el porfirismo— desde Sonora hasta la ciudad de México, a donde llegó, casi desafiante, el 24 de noviembre. Con esto, el partido obregonista se entregó al optimismo lo cual advirtió una disposición de lucha en cualesquiera de las órdenes políticas.

Esa gala del obregonismo tuvo efectos en el general González. Este se volvió mas discreto y cántelos. Había advertido, primero; sabido, después, lo que Carranza esperaba del encuentro electoral de gonzalistas y obregonistas, y se dispuso a contrariar los pronósticos del Presidente. Así, haciendo omisión de los progresos del obregonismo, se entregó a organizar un partido democrático, con todas las reglas propias a una democracia pura y efectiva. Sin embargo, en el fondo, su organización se dirigía a otro ángulo: a la preparación de sus fuerzas militares, puesto que bien comprendió que aquellos acontecimientos civiles iban a resolverse por medio de las armas. Por otra parte, considerando que el Presidente se llegaría a convencer del error de sus cálculos políticos, y sintiendo la amenaza guerrera del obregonismo, cambiaría de planes y no tendría más remedio que llamar a él, a González, para enfrentarlo a Obregón con el apoyo de todo el aparato del Estado nacional, limitó sus actividades electorales y tuvo dias de observador oportuno y práctico.

Sin embargo muy engañado vivía González. Carranza no estaba comprendido en la nómina de quienes cambiaban sus determinaciones. Al efecto, insistía en la creencia de que las rivalidades entre los caudillos de la guerra exterminarían a éstos, dejando incólumne el poder civil y político del Estado. Creía asimismo que los jefes guerreros de la Revolución carecían del derecho de querer cobrar sus triunfos y servicios revolucionarios con empleos públicos. Desdeñaba, finalmente, al general Obregón a quien sólo tenía por buen soldado, pero sin capacidad, por su carácter veleidoso y agresivo, para gobernar la República; y como era menor el concepto que hacía de González, estimaba que éste se hallaba lejos de poseer las suficientes prendas para ser presidente.

Así, todavía hacia los últimos días de 1919, Carranza no hizo modificación alguna a sus pensamientos y proyectos. Parecióle que todo iba encaminado a hacer estallar la paciencia de González y el capricho de Obregón; ahora que al empezar el 1920, el Presidente advirtió señales que le alarmaron: el obregonismo había penetrado en las filas del Ejército Constitucionalista. No sólo los generales, sino también los oficiales y soldados se unían al caudillo. De las disposiciones de paz surgían las de guerra; y aunque esto último ponía en peligro la tranquilidad nacional, el Presidente se guió confiando en el poder del Estado.

A fin de acrecentar tal poder y contrariar de esa manera cualquier intento subversivo del obregonismo, sobre todo si el intento se presentaba con las características de una cuartelada del tipo de 1913; a ese fin, Carranza, con mucha discreción, queriendo hacer pública la idea de que él, el Presidente, era ajeno a todo proyecto conexivo a la sucesión presidencial, preparó una manifestación de fuerzas civiles regionales. Al efecto, obrando indirectamente, para lo cual contaba con autoridades de lealtad suprema, indicó la conveniencia de que se reunieran los gobernadores de estado. La invitación a la junta, nació aparentemente de los propios gobernantes y se suponía que aquélla tenía un objetivo constitucional y patriótico: dar libertad y orden a la contienda electoral. De esto, bien distante se hallaba el pensamiento de los gobernadores, pues era notorio el propósito oficial de hacer presente un gran aparato de imperio legal.

Reuniéronse, pues, los gobernadores (6 de febrero 1920), mas el efecto producido por tal junta fue, desde el primer día contrario a lo que esperaba el Presidente. La gente común se mostró desdeñosa; los gonzalistas la consideraron como maniobra secundaria. Por su parte, los obregonistas la llamaron graciosamente y con arte propio al desprestigio Cónclave de gobernadores con lo cual se hacía suponer al vulgo que allí, en tal junta, el Gobierno iba a resolver quién y cómo sería el sucesor de Carranza.

Diecisiete fueron los gobernadores que asistieron a la junta, dentro de la cual, más que entusiasmo y comprensión hubo, desde las primeras horas de la reunión, verdadero aturdimiento. Los directores del llamado cónclave no supieron cómo proceder, aunque todos los asistentes entendían que se trataba de dar una adhesión plena y decisiva al Presidente. Y tal adhesión no escaseó; no tenía por qué escasear. Lo que en cambio faltó, fue la audacia y valentía de los gobernadores, quienes si se confiaron el deseo de servir electoralmente al antiobregonismo y al antigonzalismo, en conjunto no se atrevieron a tomar resolución alguna, de manera que el apellidado cónclave no se hizo instrumento, como aseguraron los obregonistas, para violar los preceptos constitucionales acerca de la voluntad popular ni Carranza realizó la menor insinuación de que a ese fin había estimulado la reunión.

Sin utilidad de política práctica, pues, la junta de gobernadores terminó sus sesiones a los cuatro días de inauguradas; ahora que gracias a esa junta, Carranza pudo establecer, de manera fija, que tres gobernadores no sólo eran obregonistas, sino también conspiradores contra la paz. Esos gobernadores eran Enrique Estrada, de Zacatecas; Adolfo de la Huerta, de Sonora y Pascual Ortiz Rubio, de Michoacán. Los tres eran tan resueltos, como honorables y dignos. Estrada poseía un clarísimo talento, al que unía su espíritu emprendedor una disposición de ánimo brioso y pragmático. De la Huerta, era a semejanza del espejo de la vocación creadora revolucionaria; en él, todo se movía a los vientos y luz de una inspiración propia a las más atrevidas empresas y a los más generosos designios. En Ortiz Rubio, se significaba la tenacidad, gravedad y rectitud de las cosas y pensamientos. Este correspondía a uno de esos frutos de la madurez revolucionaria, lo cual le hacía respetable en todos los órdenes.

No eran pués los francos enemigos del supuesto cónclave y por lo mismo de Carranza, individuos despreciables para una autoridad que buscaba el origen y remedio a los males; y esto debió de preocupar al Presidente que empezaba a entender que la crisis inminente poseía un gran fondo de gravedad y reserva.

Y no eran únicamente aquellos gobernadores los enemigos visibles del carrancismo. En San Antonio (Texas) se había establecido el general Salvador Alvarado, para hostilizar al Presidente y preparar un movimiento sedicioso; y aunque Alvarado era enemigo personal de Obregón, en aquellos dramáticos días, dejó a un lado sus cuestiones personales, para entenderse con el candidato. Además, Alvarado reunió en torno de él a los más distinguidos jefes, ya del villismo, ya del carrancismo, ya del maderismo que estaban asilados en Estados Unidos con la esperanza de asistir un día a la caída de Carranza.

Mas todos esos contratiempos, preocupaciones y amenazas del obregonismo, tan propias en los Estados democráticos, no causaron tanto desasosiego en el ánimo del Presidente, como la renuncia (4 de febrero) del general Plutarco Elias Calles a la secretaría de Industria.

La vieja idea del Presidente, conforme a la cual halagando a Calles, éste quedaría desvinculado del obregonismo y con lo mismo se convertiría en el instrumento eficaz para combatir cualquier actitud subversiva de Obregón, pues Carranza había descubierto en Calles las cualidades de mando y gobierno requeridas en los trances mayores de Estado; la vieja idea del Presidente, se dice, sufrió un colapso. Con la separación de Calles, Carranza perdió una de sus principales columnas de apoyo; porque aquel hombre reservado y juicioso; tenaz y valiente; catequizador y maestro, no se iba solo del ministerio de Industria.

En efecto, durante los meses que estuvo en la secretaría de Estado, hizo amistad, por razones de trato conexivo a los negocios del trabajo, con Luis N. Morones, líder principal de la Confederación Regional Obrera Mexicana, y observando la inteligencia vivísima, aunque incultivada de éste, y comprendiendo cuán útil, desde el punto de vista político y social, podía ser para el Estado mexicano la colaboración de las clases trabajadoras, atrajo a Morones, poniéndole sobre el camino del obregonismo e instaurando en el propio Morones y los secuaces de éste, el ambicioso tema del mando y gobierno, que en la realidad era el tema revolucionario, puesto qué una de las finalidades de la Revolución consistía precisamente en dar cuerpo a una nueva clase gobernadora de México, a cuya falta se había visto nacer y crecer un gobierno aparentemente perenne como el del general Díaz.

Llevando a Morones de la mano, Calles proporcionó al obregonismo un instrumento de popularidad, un enlace con el proletariado, una idea de socialismo incipiente y abrió, en la Revolución una nueva temporada. Tan importante así fue aquella visión de Calles al aceptar y celebrar la colaboración obrera.

Todos esos sucesos concurrieron a debilitar la autoridad de Carranza, pues si de un lado la masa popular dio a Obregón una pronta aureola de héroe civil que acrecentaba su prestigio de caudillo guerrero, de otro lado, la intuición del vulgo, advirtiendo que el poder del carrancismo estaba mermado, sirvió para alentar a las partidas armadas que operaban en el país. Así, recomenzaron los asaltos a trenes y poblados; y en el mes de marzo (1920), mientras un grupo de alzados atacaba Villahermosa, otro entraba a saco un convoy de pasajeros en las cercanías de Tapachula.

Reanimáronse así todos los grupos antagónicos al carrancismo, de manera que la voz contraria a Carranza iba de un extremo a otro de la República, esperando que brotaran los mayores síntomas de descomposición. La población nacional parecía estar enemistada con el Presidente, haciendo omisión de los esfuerzos que éste hacía para nivelar las condiciones de vida del país. Tanta, en efecto, llegó a ser la antipatía hacia el Presidente, que cuando el Gobierno anunció una emisión de cincuenta millones de pesos en bonos para redimir deuda agraria que se contrajese con los repartimientos y restituciones ejidales, la oposición nacional se hizo patente con tanto vigor que el Gobierno se vio obligado a retirar su proyecto.

Obregón, alentado por los estímulos que recibía día a día, y en entendimiento indirecto con el general González, ya sin recato, se dispuso a desafiar al Presidente. No profirió, palabras amenazantes; tampoco tomó el camino de la conspiración. El mando de su campaña lo entregó a un Comité directivo; la confianza en el triunfo la puso en la espada del general Calles; la seguridad en sí mismo, le hizo entrar en tratos con González; pues como éste advirtió que Carranza le desdeñaba, prefirió acercarse al obregonismo.

De esta suerte, a los últimos días de marzo, los planes originales de Carranza se desvanecieron. El Presidente tuvo que acudir a otros designios. Ahora, estuvo seguro de que cometido el error de esperar un pleito entre Obregón y González, sólo le quedaba un camino: el de usar la fuerza contra los caudillos guerreros, pero principalmente contra el general Obregón; y al efecto, mandó (30 de marzo) que la secretaría de Guerra procediese a consignar al general Obregón acusándole de estar en tratos con los contrarrevolucionarios.

El poder civil no sería suficiente, como lo había sido en los días del juarismo, para garantizar la paz pública.
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