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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 25 - EL CAUDILLO
LA SUBVERSIÓN DEL ORDEN
Al entrar el mes de abril (1920), ya no se dudó que, políticamente, la República estaba en estado de descomposición. Sin embargo, el Presidente todavía fió en su investidura constitucional; fió en el poder de la Ley; fió en su autoridad personal;
fió, después de estar convencido del error de sus apreciaciones
sobre los excesos de ambición humana, en el general Pablo
González —én los treinta mil hombres que virtualmente estaban
bajo las órdenes de González; fió, en fin en los generales y
soldados que supuso le serían leales.
Ese fiar de Carranza, sin embargo, no estaba idealizado; y
como, si no él, sí sus colaboradores criticaron la llamada
debilidad del presidente Francisco I. Madero, se dispuso a llevar
a cabo lo que según el vulgo político había escaseado en aquél:
la fuerza de las armas contra los autores de actos sediciosos. Así,
el Presidente no se detuvo, dentro de ese plan, para acusar a
Obregón, quien si ciertamente estaba en tratos con agentes de
todos los grupos políticos mexicanos, esto, hecho dentro de
lineamientos correspondientes a una campaña electoral, no
afeaba su conducta ni podía ser causa de proceso. El Presidente,
pues, advirtió con aquella medida que estaba dispuesto a
proceder contra quienes proyectaran trastornar el orden
público.
De esta suerte, al tiempo de acusar a Obregón, Carranza
mandó la vigilancia de cada uno de los pasos del caudillo; que la
policía no perdiese de vista a los generales Benjamín G. Hill y
Francisco R. Serrano, líderes de primera fila del obregonismo;
que fuesen espiados los movimientos de catorce diputados
señalados como instigadores de una posible asonada. Después,
dispuso que el general Manuel M. Diéguez se hiciese cargo de la
situación militar en Sonora, instruyendo al propio general a fin
de que, en caso necesario destituyese y aprehendiese al gobernador
Adolfo de la Huerta. Ordenó asimismo que el general
Francisco Murguía iniciara la organización de un Ejército del Centro, para castigar cualquier acto rebelde de los gobernadores Estrada y Ortiz Rubio. Por último, consideró conveniente, si no
transar con el general Pablo González, cuando menos neutralizarle;
aunque, creyendo conocer el ser ambicioso de éste, vino a
capricho del Presidente emplear hacia González el halago y la
promesa, estimando muy superficialmente que eso bastaría para
calmarle y disuadirle, olvidando que dentro de tal hombre, no
sólo bullían los deseos de gobernar, sino también la pasión
emotiva de los ideales democráticos. Los jefes revolucionarios,
en efecto, no podían olvidar sus ideas formativas: el valimiento
del programa de Flores Magón, que desde 1906 les había hecho
enemigos de todo gobierno personal; las enseñanzas de Madero,
que dejaron huellas indelebles del desinterés político individual
y el ejemplo popular de 1913, condenando las violencias de las
armas. Aquellos hombres, pues, como González, con profundos
sentimientos democráticos, no se doblegarían a un propósito de
mera autoridad. La autoridad que siempre tiene un límite en los
sentimientos y principios humanos.
Por otra parte, el Presidente acudió a González en destiempo.
Este, hechos tenía ya sus compromisos de política y honor con sus partidarios; y el compromiso político, para aquellos hombres brotados de la idealidad, no constituía un juego de interés: era el severo cumplimiento de deberes con el partidario y amigo. Los vínculos electorales no correspondían a
lo cambiable. Cada quien elegía libremente su partido y su
caudillo, lo cual, se marchaba al fin de la causa sin titubeos. La
política civil de 1920, significó una prolongación de la política
guerrera, en la cual no se admitieron transacciones.
Así, cuando Carranza llamó a González, éste, además del
compromiso con sus partidarios, lo tenía también, aunque sin
vinculación precisa, con el general Obregón. No se habían
reunido más que una sola vez, y esto, sólo para confirmar el uno
y otro, su disposición de oponerse a cualquiera intervención del
gobierno nacional en las elecciones presidenciales. No existía
entre ambos ningún pacto escrito o verbal; pero no podía
negarse que estaban asociados en el tema democrático de 1910.
Sus lugartenientes conferenciaban a menudo, pero sin actos
compromisorios.
Tales antecedentes existían cuando el presidente de la
República y González conversaron sobre los asuntos políticos; y aunque Carranza tuvo el notorio propósito de comprometer al
general, éste no pronunció una palabra de subordinación,
aunque no dejó de expresar su respeto al Presidente.
Con esto, el flanco gonzalista, quedó excluido de la defensa
del Gobierno, máxime que poco adelante (10 de abril),
González y Obregón conversaban a manera de socios políticos
que se entendían, y aunque el acontecimiento fue una mera
finta obregonista, no por ello dejó de hacer crisis en el alma de
Carranza, quien siempre había tenido la idea de que González
era su hechura, esto es, un individuo sin más personalidad que
la dada por el propio Carranza, y a quien bastaría que le dirigiese
unas palabras de orden para ponerle fácilmente bajo su ala.
Mas ahora, ya conocedor del ánimo de González, el
Presidente quiso saber cuál sería el comportamiento futuro de
los lugartenientes de aquél, quienes a su vez eran los comandantes
de los cuerpos militares del ejército de operaciones en
Morelos, Tlaxcala, Puebla y México. El sondeo estuvo también
fuera de tiempo: El gonzalismo representaba una fuerza militar
frente al poder constitucional de Carranza. Este, sin embargo,
no se sintió inclinado a la rendición o la transacción. Tenía
derecho a exigir el imperio de su autoridad legítima.
Así las cosas, el Presidente empezó a conducir por sí mismo
todos los asuntos conexivos al ejército; ahora que lo principal
consistía en espiar a Obregón, cogerle preso en la ciudad de
México y acabar así con la cabeza de la sedición. El odio se
había apoderado tanto de Carranza como de Obregón. Este no
dejaba de ver en aquél, al hombre que desconocía los bienes
recibidos con las victorias del Bajío. Carranza, por su parte, no
podía comprender la infidelidad de Obregón, a quien había
perdonado los errores y titubeos de 1915, para luego otorgarle
toda su confianza dándole el mando del Ejército Constitucionalista. El odio, pues, que se adueña del alma humana, cuando ésta se cree instigada por el látigo de la ingratitud, sería una de las causas de una tragedia política, dentro de la cual tampoco faltó
la idealización democrática.
Espiando Carranza a Obregón, y éste a Carranza nada se
adelantaba en medio de aquel conflicto. Los generales Hill y Serrano tenían ordenado a los líderes del obregonismo, que
poco a poco salieran del Distrito Federal, pero sin adoptar una
actitud subversiva hasta en tanto el general Obregón no
estuviese en lugar seguro y fuera del alcance del Gobierno. Mas
tales instructivos no pudieron ser llevados a cabo al pie de la
letra. Los principales diputados obregonistas habían abandonado
ya la capital, casi en franca rebelión. En Sinaloa, el general
Angel Flores, anticipándose a los acontecimientos estaba sobre
las armas anunciando (9 de abril) el cercano derrocamiento de
Carranza. Un informe (8 de abril) de Zacatecas, hizo saber al
Presidente que el gobernador Estrada tenía reunidos en un lugar
cercano a la capital del estado, poco más de quinientos hombres
bien armados y municionados; y ese mismo día, una comunicación
telegráfica puso a Carranza al corriente de los preparativos
de levantamiento que realizaba el gobernador Ortiz
Rubio. En el Paso (Texas), el general Antonio I. Villarreal,
asociado a los antiguos jefes villistas, expidió (7 de abril) un
manifiesto llamando a sus viejos compañeros para volver a los
campos de batalla, mientras en San Antonio (Texas), el general
Salvador Alvarado negando que Carranza fuese reformador o
revolucionario, invitaba (7 de abril) a la revuelta.
También el general Francisco Villa, por medio de su agente
en El Paso coronel Alfonso Gómez Morentín, hizo pública su
decisión de unirse a cualquier movimiento armado reivindicador,
sin condición alguna, puesto que su finalidad -dijo— desde 1914, no era otra que la de exterminar al carrancismo.
Avanzaban igualmente en Sonora los preparativos que se
llevaban a cabo para el desconocimiento del gobierno de
Carranza; pero tales preparativos eran hechos con mucha
cautela, pues temían los capitanes de la empresa, que el
Presidente llevado por ímpetus defensivos secuestrara formalmente
a Obregón y con ello dejara sin bandera al obregonismo.
Por esto mismo, se demoraba de un día a otro día la decisión
del gobierno sonorense.
El futuro del obregonismo dependía, pues, de que Obregón
se pudiese poner fuera del alcance de Carranza. Para ello, era
necesario burlar a quienes le seguían los pasos, y luego, lograr
salir con bien del Distrito Federal. Y eso, que era propósito de
Obregón, lo comunicó el general Hill a los amigos del caudillo a
fin de que, para evitar represalias del gobierno, o se ocultasen o
saliesen de la capital. La fecha para la evasión del general quedó
señalada para el 14 de abril.
No fue difícil para el ingenio siempre sorprendente que
poseía el general Obregón, vencer los obstáculos que se presentaban
para la escapatoria. Lo principal era no perder la
serenidad y servirse de buenos cómplices. Y a estos, los halló
en el licenciado Miguel Alessio Robles y en el ferrocarrilero
Margarito Ramírez, por lo cual, gracias al primero, pudo
engañar a la policía de la ciudad de México; pues saliendo de
paseo en automóvil con Alessio Robles, en un momento
oportuno logró abandonar el vehículo sin que sus perseguidores
se diesen cuenta. Después, ya disfrazado de ferrocarrilero, y guiado por Ramírez, abordó un tren con destino a Balsas, y llegado que hubo a Chilpancingo, a donde fue recibido jubilosamente
por el gobernador Francisco Figueroa, los miembros del
Congreso local y el general Fortunato Maycotte, expidió un
manifiesto (20 de abril), en el cual, sin comprometer sus
derechos constitucionales, toda vez que la carta de Querétaro
estableció la invalidez presidenciable de quien tomase las armas
contra las instituciones políticas, acusó a Carranza de pretender
violar la soberanía de los estados y burlar la voluntad popular,
aunque no existía una ocurrencia real y verdadera en qué fundamentar
el delito que se atribuía al Presidente.
Así y todo el hecho fue que el estado de Guerrero se declaró
en rebelión. Lo estaba asimismo el de Michoacán, pues el
gobernador Ortiz Rubio, había abandonado la ciudad de
Morelia, a donde la guarnición federal era leal al Presidente, en
compañía del general José Rentería Luviano y del licenciado
Ignacio Ramos Praslow, ambos hombres valientes y de gran
dignidad personal.
Sobre las armas estaba, igualmente, el gobernador de Zacatecas Enrique Estrada, quien sin pérdida de tiempo marchó
hacia Aguascalientes; y lo mismo en Tabasco que en San Luis
Potosí, en Nayarit que en Tamaulipas, los levantamientos se
presentaron uno tras de otro, de manera que todo aquello no
hizo más que acrecentar el grande incendio que en el país habría
de provocar la revolución del gobernador de Sonora Adolfo de
la Huerta,
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