Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo quinto. Apartado 9 - El Plan de Agua Prieta | Capítulo vigésimo sexto. Apartado 2 - Muerte del presidente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 26 - LA RECONCILIACIÓN
REBELIÓN DE LAS ARMAS
Las rivalidades políticas de México, en la primavera de 1920, estaban más allá del entendimiento político. No podían ser únicamente los errores o proyectos íntimos del presidente Venustiano Carranza, ni las preocupaciones electorales de los generales Alvaro Obregón y Pablo González, ni los apetitos
atribuidos a quienes formaban en el partido llamado de la
Imposición, por suponerse que intentaba hacer de la Sucesión
presidencial una obra personal y directa de Carranza y no resultado del Sufragio Universal; no podían ser todos esos los agentes únicos capaces de provocar una condición de inquietud, conspiración y violencia reinante en el país. Existía, sin dudas, o una cosa, o un pensamiento en gestación. Las luchas de la infancia revolucionaria habían terminado; pero como las
inquietudes y amenazas entre los hombres de la Revolución no terminaban ¿qué iba a seguir?
La República tenía gobernantes, ejército, administración,
partidos y Constitución. El Estado no era ya un mando y gobierno fortuitos; y si no correspondía a una función y denominación clásica, de todas maneras era el cuerpo político de la Nación mexicana.
Un motivo de racionabilidad o constitucionalidad, capaz de
justificar una nueva lucha intestina no se presentaba a la vista de
los mexicanos, por lo cual, la apariencia hacía creer que a los
líderes políticos sólo les movía el apetito y que por tanto
dejaban a un lado su responsabilidad patriótica. El país, pues,
concurría expectante a otro capítulo de su vida política,
temeroso de que tal capítulo se desenvolviese cruentamente, ya
que los ánimos de un partido y de otro partido invitaban a la
preocupación.
El Presidente, cubierto con su impavidez personal, no
mudó de bandera ni intentó transacción alguna por los
arrestos sonorenses, en consecuencia de la fuga del general
Obregón, ni debido al Plan de Agua Prieta, ni por la subversión revolucionaria; y tal impavidez no se originaba en una obstinación negra o soberbia. Originábase en su jerarquía
constitucional. Después de haber glorificado la Constitución,
Carranza estaba imposibilitado para retroceder.
Cierto que era notorio el interés que tenía para que ni
Obregón ni González llegasen a la presidencia de la República.
Cierto que favorecía, aunque discreta, honorable y legalmente al
partido que postulaba al ingeniero Ignacio Bonillas; pero ni lo
primero ni lo segundo significaban una violación a los principios
constitucionales. Todo aquello era un atentado a la democracia
política; y aunque ésta representaba la esperanza de los
caudillos, no por ello formaba la esencia Constitucionalista. Así,
frente a las ocurrencias en Sonora, Guerrero, Zacatecas y Michoacán, la investidura legal de Carranza continuaba incólume; también irrefragable.
Sin embargo, el cuerpo nacional, por una parte; la
Revolución, de otra parte, no podían componerse únicamente
de normas constitucionales. Existía un acontecer humano que
no era posible despreciar, puesto que las sensibilidades públicas,
siempre más allá de los cánones jurídicos, representaban una
fuerza dentro del conjunto nacional. Y lo último no había sido
considerado por el Presidente. Tampoco llevó éste la
contabilidad precisa de su poder de guerra; pues como siempre
sintió desdén hacia la gente armada y llenaba sus doctrinas con
leyes y no con sables, sus enlaces dentro del ejército fueron
precarios.
Sus dos principales generales eran, como ya se ha dicho,
Manuel Diéguez y Francisco Murguía. Ambos poseían los dones
necesarios para organizar, mandar, batallar y vencer. Además
correspondían, incuestionablemente para el Presidente, a la
pureza de la lealtad en jerarquía y amistad; ahora que Carranza
no había considerado si los generales, oficiales y tropas bajo las
órdenes de Diéguez y Murguía eran o no correspondientes a la
lealtad y devoción hacia el presidente de la República; porque
¿de qué serviría al Estado el valor temerario de aquellos
lugartenientes del ejército si los soldados estaban entregados a la
admiración de un caudillo como Obregón?
Por otra parte, lo impertérrito en Carranza todavía hasta la
firma del Plan de Agua Prieta, se originaba en la aparente serenidad del cuerpo de ejército del general González. Este, si como consecuencia de los sucesos en Sonora y Guerrero, no
había hecho manifestación contraria a tal subversión, tampoco
se hizo parte de la constitucionalidad de Carranza. A tales horas,
González se presentó como partido independiente y personal,
auxiliado con el poder de treinta mil soldados. Su voz de
mando, pues, pesaba; estaba en la posibilidad de resolver una
situación crítica inclinándose a uno u otro lado; pues si
legalmente tenía el deber de corresponder al Presidente, el
trance de abril no era, como ya se ha dicho, exclusivamente
constitucional. Un tema humano reinaba en el ambiente, de
manera que el precepto de una legalidad absoluta no podía
deshacer el espíritu que había engendrado la Revolución.
Sin alterar su voz ni cambiar su pulso, González suponía que
el Presidente al conocer de cierto las condiciones políticas del
país iba a ceder. González no estaba a la altura de comprender
aquella mentalidad de gobernante y legalista que guiaba los
pasos de Carranza, debido a lo cual resolvió esperar; mas el 23 de
abril (1920) se le hizo presente la mayoría de los jefes del
cuerpo de ejército, haciéndole saber su decisión de desconocer
la autoridad nacional de Carranza, debido a los públicos
proyectos de éste para violar los principios democráticos.
González invitó a sus lugartenientes a la serenidad; pues
creía que el Presidente tomaría el camino de una transacción.
Los generales no le escucharon del todo, indicándole que si no
estaban dispuestos a atacar y aprehender al Presidente, a pesar
de que el noventa por ciento de la guarnición del Distrito
Federal era gonzalista, sí estaban resueltos a salir de la plaza,
con el objeto de que Carranza sintiera su impotencia en medio
del desdén y abandono de las fuerzas armadas.
En efecto, las fuerzas de González bien pudieron a tales
horas hacer preso al Presidente; pero el solo recuerdo de lo
acontecido en 1913; el solo hecho de convertir la devoción
hacia una democracia política en vulgar cuartelada, las contuvo.
Además, hacer víctima al Presidente no de un principio, sino de
un sistema, les pareció antipatriótico. Las luchas intestinas
habían ennoblecido el alma revolucionaria de México. El
respeto a la venerada figura de Venustiano Carranza era
unánime.
Apartándose, pues, de la violencia y dando un ejemplo de
amor a las instituciones públicas, el general González, quien
mediante un golpe de cuartel pudo quedar dueño del Poder,
prefirió acallar sus ambiciones políticas y en un acto de nobleza
humana y de confirmación democrática, optó (28 de abril) por
salir de la ciudad de México seguido por la mayoría de sus
generales. El procedimiento fue de una generosidad
incomparable, aunque contraria a los procedimientos políticos.
A partir de aquella hora, podía darse por seguro de que el
general González tenía perdida la presidencia de la República,
puesto que no estando Carranza en posibilidad de organizar un
ejército para defenderse y triunfar, el gonzalismo entregaba la
posesión de la ciudad de México al partido obregonista. No
siempre, pues, la generosidad del ánimo ha sido compatible con
los designios políticos. Así y todo, el general González escribió
una página indeleble en la historia de la democracia política
mexicana.
La salida del general González y sus fuerzas, quebrantó el
poder del gobierno de Carranza. La capital quedó prácticamente
desguarnecida y a merced del primer grupo armado que
penetrara al Distrito Federal. Un recuento de soldados leales al
Gobierno, incluyendo al cuerpo de policía, hizo saber que el
Presidente tenía en la ciudad de México poco más de dos mil
combatientes. Militarmente, pues, estaba perdido. Esto no
obstante, y sin admitir la benevolencia del general González,
Carranza se dispuso a la defensa del orden constitucional y nombró al general Francisco Murguía jefe de las operaciones en el Valle de México.
Murguía, como ya se ha dicho, era soldado valiente,
integérrimo; pero escaso de mente reflexiva, y por tanto no
sabía medir las disposiciones del contrario ni calcular sus
propias posibilidades. De tal suerte, no consideró la
responsabilidad que contraía al aceptar la jefatura de un cuartel
desmantelado ni la otra mayor: la de hacerse cargo de la vida del
Presidente. La categoría rústica de Murguía no alcanzó a
comprender la categoría constitucional del Jefe de Estado; y tan
distinguido y honroso empleo lo tomó como si se tratara de
organizar una expedición de guerrillas. No dictó así ninguna
orden para la seguridad precisa del Presidente; y éste quedó
entregado a la suerte del destino.
Como primera medida de mando, Murguía expidió un
manifiesto dirigido a los soldados de la República (mayo 1°),
en el cual, después de dar a conocer su posición militar,
auguraba la derrota de los enemigos del Gobierno; y esto último
a pesar de sus escasas fuerzas y de que el general González,
apoyado por un cuerpo de ejército, se hallaba acampado en
Texcoco.
Pero si Murguía se entregó al optimismo no sólo expidiendo
la proclama, sino también tratando de organizar y pertrechar sus
cortas fuerzas, Carranza empezó a advertir que se quedaba solo.
Sin embargo, la posición de las tropas de González no
correspondía a la de una rebelión. La manera pacífica de
abandonar la capital y de situarse a extramuros, quizás ofrecía
la posibilidad de un trato. Con mucho comedimiento a par de
darle visos de desdén, los líderes carrancistas llamaron huelga
general militar a aquella postura guerrera de González y su
gente.
A tal hora fue factible una transacción política con el
gonzalismo armado; pero Carranza no era hombre de
transacciones ni se las permitía su investidura de Presidente
Constitucional.
Cierto que sin aceptar un trato con González, la amenaza se
cernía sobre el Gobierno; pero ¿no también era amenaza a la
constitucionalidad cualquier entendimiento personal, para
resolver el problema de la Sucesión, que era la causa de aquella
situación?
No desconocía el Presidente la debilidad de sus fuerzas, ni el drama constitucional, ni los peligros que le amenazaban si no
transaba; pero dispuesto a defender los cimientos de la
autoridad y del Estado, reunió a sus principales colaboradores
civiles y militares y les comunicó su voluntad de abandonar la
plaza y establecer la constitucionalidad en Veracruz. No pocas
objeciones halló el Presidente a tal marcha; porque se creyó
imprudente desafiar el poder del gonzalismo armado, aparte de
que el trayecto de México a Veracruz se presentaba lleno de
amenazas. Además, la movilización de todo el aparato oficial no
era una tarea fácil de llevarse a cabo. Las objeciones, sin
embargo, tenían los caracteres del pesimismo; pues Carranza
creía que cuando le viesen marchar a Veracruz, una parte del
ejército de González, rememorando los tiempos heroicos, se
reuniría al tren presidencial.
Así, entre esperanzas y planes empezó el embarque del
mundo oficial. Todo el material rodante de los ferrocarriles fue
puesto en movimiento, y a la noche del 4 de mayo (1920) fue
dada la orden de partida; ahora que ésta no se efectuó sino al
día siguiente.
Antes de emprender la marcha, el Presidente expidió una
proclama, en la cual, lejos de acercarse a los términos de paz,
marcaba el compás de la guerra. En efecto, al tiempo de acusar a
Obregón de complicidad con los contrarrevolucionarios, de
negar que hubiese existido un cónclave de gobernadores y de
reiterar su credo democrático, Carranza, advirtió que el país no
estaba en condiciones de concurrir a las elecciones nacionales de
julio y con lo mismo daba a entender que él continuaría
ejerciendo constitucionalmente, las funciones de presidente de
la República. Todo eso, equivalía a un desafío.
Mayor provocación sería la salida de los trenes (8 de mayo)
hacia Veracruz. Allí iban el Presidente, sus principales
colaboradores y amigos, los fondos y archivos de la Nación, los
oficinistas y los soldados reunidos por Murguía. También todas
las armas y municiones de que disponía el Gobierno. Dentro de
aquellos trenes estaban concentrados los bienes políticos y materiales del Estado. Carranza jugaba una sola carta; pues de
ser atrapado en el trayecto, lo perdería todo. De llegar a
Veracruz, era seguro su triunfo.
Iniciaba Carranza una hazaña sin igual. Documentalmente,
ésta estaba animada por un espíritu constitucional a par de
extraordinaria osadía; ahora que tanta autoridad y confianza
tenía el Presidente en sí mismo y en su constitucionalidad, que
creyó en la posibilidad de que el enemigo le dejase el paso
franco hasta suelo Veracruzano a donde el general Cándido
Aguilar le tenía garantizada la lealtad del general Guadalupe
Sánchez, bajo cuyas órdenes militaban cinco mil soldados.
Salió, pues, el Presidente de la ciudad de México con muy
digno sigilo, sin que denotara amargura ni ánimo de venganza. A
la hora de la marcha presidencial, las avanzadas de González
rozaban las goteras del Distrito Federal por el oriente, norte y
poniente; los zapatistas, por el sur. La capital estaba rendida; y
esto sin un tiro de defensa; porque Carranza no dejó soldados a
su retaguardia.
Y al mismo tiempo que las avanzadas anticarrancistas se
presentaban a las puertas de México, se observaba un singular
acontecimiento: gonzalistas, zapatistas, obregonistas, felicistas y
merodeadores se habían unido sin compromiso previo alguno.
Así, las facciones asociadas quedaron dueñas de la plaza. El
mando lo asumió, con mucho imperio, el general Benjamín Hill,
a pesar de que carecía de tropa propia. El núcleo principal de
ocupación lo formaron mil zapatistas mal armados; ahora que
para dar valor a aquella empresa, tuvo el apoyo siempre
ilustrativo e inteligente del general Francisco R. Serrano.
La operación de Hill y Serrano fue tan ágil y eficaz que, sin
tener poder guerrero, ganaron la plaza, antes de que el general
González, con catorce mil hombres llegara a las calles de la
capital. El obregonismo, pues, había logrado su primer triunfo.
Sin embargo, tanta era la pequeñez guerrera de Hill, que los
generales gonzalistas hicieron omisión del suceso y engolosinados
con el poder que representaban sus armas, empezaron
a distribuirse los empleos públicos, como si con ello
construyesen la cimentación de su futuro. Tal desdén hacia el
contrario político les ocasionaría una derrota; porque Hill y Serrano, sin acoquinarse por el dominio aparente de la gente de
González, empezaron a convocar a las fuerzas obregonistas de
Michoacán, Zacatecas, Hidalgo y Guerrero, y en el discurso de
setenta y dos horas, el número de sus soldados, acuartelados en
su mayoría en Tacubaya, ascendió a cuatro mil, con lo cual ya
podían restar poder al gonzalismo.
Una maniobra más hizo el obregonismo con singular
habilidad a fin de nulificar de antemano la fuerza del cuerpo de
ejército de González.
Al efecto, reunidos que estuvieron en la capital los generales Obregón y González, aquél, sin aludir a la ventaja que tenían los
gonzalistas en las altas funciones públicas, puesto que habían
nombrado secretarios de Estado y ocupado dentro del Distrito
Federal los puntos principales para cualquiera empresa militar,
se mostró hondamente preocupado por la suerte del presidente
Carranza, y propuso que una columna gonzalista, al mando del
general Jacinto B. Treviño saliese prontamente tras el Tren
Amarillo, que tal era el nombre que se daba al convoy presidencial
en el que viajaba el Presidente a fin de proteger la
vida de éste y otorgarle, en caso necesario, todo género de
garantías.
Una segunda maniobra en este mismo sentido llevó a cabo
Obregón, pidiendo a los jefes revolucionarios que le eran leales
se abstuvieran de concurrir al ataque del tren presidencial. Con
esto, el general Obregón, aparte de distraer a los gonzalistas en
la persecución de los fugitivos, para de esta manera asegurar la
hegemonía obregonista en el Valle de México, quedaba exento
de responsabilidad en una tragedia presidencial que consideró
inminente.
Y en efecto, bien consideró Obregón, sin malicia ni
intención, que la marcha de Carranza sería fatal. Estaba bien
informado de los recursos militares del Presidente; pero sobre
todo de la imposibilidad de que éste llegara a Veracruz, puesto
que el general Sánchez estaba comprometido con el
obregonismo. Sabía asimismo, que sobre Carranza caería el
espíritu de traición y venganza de las gavillas de todos los
bandos, que sin ley ni amo principal pululaban dentro de la
región hacia la cual el Presidente se vería obligado a dirigir sus
pasos. Obregón, pues, no necesitaba dar órdenes criminales que
si no parecían repugnar a su fiereza guerrera, sí eran
incompatibles con sus credos democráticos y constitucionales a
los cuales se había acogido sinceramente, con el deseo de
convertirse en el caudillo de una Democracia mexicana.
Obregón no estaba engañado en sus apreciaciones y pronósticos, de manera que pidió al general Serrano que
comunicara al general Guadalupe Sánchez que procediese a
detener, sin causar daño a la persona del Presidente, el Tren
Amarillo, de manera que sin dejarlo avanzar hacia Veracruz,
Carranza y su comitiva se viesen obligados a abandonar el
convoy y dirigirse por tierra a algún punto de la costa oriental
de México.
Entre tanto, el convoy presidencial, hostilizado a cada hora
por la gente de González, así como por los gavilleros dispuestos
a hacer méritos guerreros, avanzó lentamente de la Villa de
Guadalupe a Apizaco, pues fue necesario ir reparando la vía
férrea y reconstruyendo los puentes destruidos por las partidas
armadas.
En Apizaco, tras de un escaramuceo, y reparado que fue el
camino de hierro, el convoy presidencial continuó a San Marcos,
Rinconada y Aljibes a donde se presentaron las tropas de
Sánchez. Este, sin embargo, no se comprometió en el ataque.
Dejó el asalto del tren a las gavillas de distintos bandos, en las
que sobresalían las gonzalistas.
Sánchez —tan grande y notoria así era la debilidad militar
del convoy presidencial— pudo capturar allí mismo a Carranza.
Detúvole la orden del cuartel general obregonista. Este, en
efecto, no quiso tomar a su cargo la responsabilidad de
aprehender al Presidente Constitucional de la República, y
prefirió incitar a sus fortuitos aliados para que procedieran al
ataque y sin responsabilidad pudieran disponer de las
consecuencias.
De esta suerte, el ataque al convoy presidencial se llevó a
cabo sin orden ni concierto militares. El incentivo del oro
conducido en el tren; la ambición de hacer méritos cerca de los
nuevos caudillos; también los apetitos de venganza política
fueron móviles para el asalto.
Pero así como sin cabeza ocurrió el ataque, descabezada
también fue la defensa. De nada sirvieron el coraje de Murguía,
ni los arrestos del secretario de Hacienda Luis Cabrera
disparando sobre los asaltantes, ni el valor de Adolfo León
Ossorio conminando a un grupo de civiles para defender el
vagón presidencial en los momentos que sobre éste cargaba un
grupo de jinetes; de nada sirvió todo eso para detener la
defección y fuga de los soldados que formaban en la escolta del
Presidente.
El pánico y la deslealtad quebrantaron la resistencia del
Tren Amarillo. Sin embargo, muy erguido, llevando al pecho el
espíritu y mando de su constitucionalidad, pareció Carranza en
aquella hora dramática. Había presenciado, impávido, el asalto a
su convoy. Había advertido la deserción de sus cortas fuerzas;
pues de los tres mil hombres que le escoltaban desde México, le
quedaban doscientos y tantos. El general Murguía, tan valiente
como emprendedor, aunque dispuesto a continuar la defensa del
convoy presidencial, no podía ocultar la fatiga y el pesimismo.
En tales condiciones, el Presidente mandó que los trenes
fuesen abandonados; que quedasen en el punto del desastre los
oficinistas, los cadetes del Colegio Militar, los voluntarios
armados. La orden presidencial, se convirtió en fuga y derrota.
La gente huyó precipitadamente; los archivos fueron abandonados;
el tesoro de la Nación, la mayor parte en monedas de oro, quedó regado en los furgones y la tierra; el armamento, vestuario y alimentos no tuvieron más dueño. La catástrofe se hizo general. Todos daban voces de mando; nadie obedecía.
A esa hora, vino a la mente del Presidente, el proyecto al
cual intuitivamente le había empujado el general Obregón:
cambiar su ruta, y dirigirse a lo largo de la Sierra Oriental hacia
el norte, con el propósito de seguir más adelante al oeste, en
dirección a Chihuahua a donde suponía podría hallar al general
Manuel M. Diéguez al frente de una florida división.
Mas lo principal, en tales instantes, era dar organización a la retirada, y como el licenciado Cabrera era el mejor conocedor
de la región al norte de Aljibes, el Presidente le encomendó la
dirección de aquella pequeña columna minada por la fatiga, la
pesadumbre y el desaliento; pero portadora de la insignia
Constitucional.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo quinto. Apartado 9 - El Plan de Agua Prieta Capítulo vigésimo sexto. Apartado 2 - Muerte del presidente
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