Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo sexto. Apartado 1 - Rebelión de las armas | Capítulo vigésimo sexto. Apartado 3 - Los triunfadores de 1920 | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 26 - LA RECONCILIACIÓN
MUERTE DEL PRESIDENTE
Si las amenazas sobre el Presidente fueron grandes y numerosas desde la salida del Valle de México, tales amenazas se acrecentaron al iniciarse la marcha al través de la sierra, A los peligros de un camino desconocido, se asociaban la débil
defensa que ofrecía el grupo que escoltaba a Carranza y el
manifiesto desdén de los habitantes de aquella región hacia la
comitiva presidencial.
Cabrera, buen conocedor de la comarca, aunque ajeno a las
amenazas que se cernían sobre el Presidente, no obstante que
aquellos lugares que transitaban eran centro de partidas
anticarrancistas y de bandoleros, pudo llevar al Presidente
primero a la hacienda de Zacatepec; después a la de Temaxtla, al
pie de la sierra de Alatriste.
Allí, en Temaxtla, Carranza se sintió confortado. Después
del desastre de Aljibes, fue en esta hacienda a donde el
vecindario se le hizo presente, ofreciéndole su amistad y respeto. Esa mera señal de cortesía animó al Presidente, quien a
pesar de su impavidez, llevaba en el rostro las huellas del
pesimismo.
En Temaxtla, el Presidente vuelto un tanto a su espíritu de
mando, consideró la necesidad de aligerar la columna; y al caso
dispuso que volviesen a México un pequeño grupo de alumnos
del Colegio Militar que todavía le servía de escolta, así como
varios civiles que sólo hacían más lenta la marcha.
Aliviado así el andar, la columna debería internarse en la
sierra a donde no se sabía si existían o no amigos, o fuerzas
leales, o grupos enemigos. Carranza, conforme avanzaba hacia
puntos que él desconocía empezaba a desconfiar más y más.
Esto debido a que si los serranos no le hostilizaban, tampoco le
aplaudían. Tampoco le negaban alimentos, pero su indiferencia
era tan cerrada que las negruras iban llenando el cielo de las
esperanzas.
Bien pudo considerar el Presidente que tras de aquella
actitud de los serranos había algo en gestación. Y así era; pues el
enemigo, avisado de lo acontecido en Aljibes, acechaba; y a no
lejana distancia, y cuidando sus sigilosos movimientos, no
perdía de vista a aquella comitiva que fácilmente podía ser
copada.
Tan poca cosa representaba a esas horas dentro de la
mentalidad serrana un presidente de la República, seguido de
unos cuantos hombres y sin ir acompañado de una escolta de
responsabilidad y seguridad, que la sola presencia de Carranza
tentaba al crimen. La posibilidad de una recompensa a cambio
de la cabeza del Presidente, se convirtió en motivo de
instigación y apetito. Para desenvolver cualquier trama criminal
no se requería una orden de los caudillos anticarrancistas ni
siquiera una frase estimulante. Lo que estaba a la vista y lo que
se antojaba al instinto vengativo y primario, no necesitaba
estímulos de ningún género. Un Presidente casi solitario,
cruzando la sierra, sin apoyo de fuerza, era una invitación al
delito. La sola idea del despojo bastaba a los gavilleros a
perpetrar un atentado. Allí, en medio de aquellos parajes, tan
lejos de la humanidad como de la civilización, sólo se podía
antojar la maldad. El alma salvaje de la montaña era incapaz de
convertirse milagrosamente a la virtud. La marcha del Presidente
advertía el acercamiento a la catástasis.
No había un hombre o grupo determinados —asi lo enseñan
las fuentes de primera mano— para atentar contra la vida de
Carranza, El crimen sin duda se incubaba circunstancialmente.
Quien veía pasar por las aldeas o torcer en las curvas del camino
a la figura del Presidente, montando a caballo, casi siempre
silencioso, sin tratar de escrutar el horizonte, ensimismado en
reflexiones, debió considerar las amenazas que se cernían sobre
Carranza. Todas las tentaciones, tan comunes a la gente rústica
cuando ésta se halla en guerra, habrán nacido en aquellas horas
sin dificultad alguna y sin responsabilidad alguna. Los serranos,
acostumbrados a menospreciar las jerarquías, se repite, debieron
ir minorando el valor de una vida como la del Presidente. El
ambiente para el crimen se hizo compatible con la derrota, el
aislamiento y la alevosía.
Ahora bien: si las horas trascurrían y nadie atacaba a aquella columna, era porque faltaba el impulso de la osadía; esto es, el
hombre audaz y capaz de ejecutar la hazaña irradiada ya en la
manera como los serranos se mostraban al paso de Carranza.
Cabrera guió a la comitiva hasta la caída del día 19 (mayo).
Al siguiente, el general Francisco de P. Mariel fue elegido,
debido a su propio ofrecimiento, para señalar el camino a seguir
y hacerse responsable de la seguridad del Presidente y de sus
acompañantes.
Al efecto, esa misma noche, Mariel comunicó a la comitiva
presidencial, que la siguiente jornada sería a Tlaxcalantongo, a
donde pernoctaría el Presidente, considerando que allí era
punto estratégico.
Y en tanto Mariel, señalaba la ruta y dictaba las órdenes
conducentes para que se reiniciara la marcha a la mañana del 20,
una partida armada, como de doscientos hombres, al mando del
coronel Rodolfo Herrero, observaba de cerca los movimientos
de la columna presidencial. Herrero era, desde 1914, un vulgar
cabecilla contrarrevolucionario, quien diciendo estar cansado de
sus correrías había pedido y obtenido amnistía (7 de marzo,
1920) por conducto de Mariel, quien le dejó encargado de la
vigilancia de un sector en la sierra, que Herrero conocía palmo a
palmo, pues en ella había servido a la división del general
contrarrevolucionario Manuel Peláez.
La recién hecha filiación de Herrero no borraba ni disminuía
la contabilidad que en asaltos y crímenes tenía el amnistiado.
Esto no obstante, el general Mariel le dio categoría dentro de las
filas del Gobierno.
En cumplimiento, pues, de las órdenes de Mariel, Herrero se
movilizaba de un punto a otro punto, siempre seguido de su
partida, compuesta en su mayoría por desalmados; y así,
hallándose a los primeros días de mayo (1920) en Progreso de
Zaragoza, tuvo informes de los acontecimientos de Sonora; de la
fuga del general Obregón y de los preparativos rebeldes que
hacían los gonzalistas; y desde ese momento se dispuso a buscar al
mejor partido que le permitiese redimir su vida azarosa, y con lo
mismo obtener los provechos consiguientes y propios a una
situación política y guerrera en el país.
Sin moverse de Progreso ni comprometerse con partido
alguno, Herrero quedó como mero espectador; y así estaba,
cuando tuvo aviso de que el presidente Carranza, en seguida de
haber sufrido una derrota en Aljibes, avanzaba por tierra,
seguido de unos cuantos individuos, en dirección a la sierra de
Alatriste, quizás con la intención de continuar hacia los puntos
en los cuales Herrero tenía dominio completo; pues aparte de su
función de gavillero armado, contaba con el apoyo de familiares
y lugartenientes temidos por sus osadías y crueldades.
Con tal aviso, y advirtiendo que la suerte le ponía en camino
de concurrir a una acción dentro de la cual podrían resolverse
problemas políticos, Herrero abandonó el punto que ocupaba y
con mucho sigilo se dirigió hacia un lugar desde el cual logró
seguir los movimientos de la columna presidencial y con ello
preparar los planes que le dictaba su mentalidad primitiva.
Pudo en aquellas horas poner una emboscada fatal para el
Presidente y la comitiva presidencial; pero de lo que el propio
Herrero ha dicho, se entiende que renunció a las violencias de
un asalto sorpresivo, recordando los bienes que debía al general
Mariel, quien podía ser víctima en la agresión.
Por esto último, resolvió seguir otro proceder, aunque
siempre avieso; y al caso, como individuó hecho en la irresponsabilidad
y el atropello, optó por hacerse presente, fingiéndose
leal soldado al propio Carranza. Dejó, pues, que su
partida continuara a distancia de la comitiva presidencial,
mientras él, Herrero, al llegar aquélla a La Unión, se adelantó a
saludar al general Mariel, quien lo condujo al lado del
Presidente.
Este, en medio de la fatiga y del desdén hacia todo lo que le
circundaba, luego de escuchar las protestas de respeto y lealtad
de Herrero, aceptó que éste quedase encargado de guiar la
columna, para substituir a Mariel, quien se adelantaría
personalmente a Xico, con objeto de saber cuál era la actitud
del coronel Lindoro Hernández y del teniente coronel Aarón L.
Valderrábano, quienes tenían a su cargo el sector de Xico.
Mariel, en efecto, había pedido permiso al Presidente para
separarse de la columna; pero no con el propósito comunicado a
Carranza, sino con el fin de cumplir con el compromiso previo
que tenía con el general Pablo González. No queriendo, pues, faltar a la palabra dada a su antiguo jefe González, ni menos cometer un acto de felonía contra Carranza, Mariel, en aras de la rectitud militar y política consideró que se le ofrecía la mejor oportunidad para abandonar discreta,
honorable y dignamente al primer Magistrado, tan pronto como
Herrero se presentó en la comitiva presidencial. El acontecimiento no deja de afear la conducta de Mariel, puesto que conocía los antecedentes de Herrero.
Sin embargo, el cotejo de documentos, no deja dudas
respecto a la incomplicidad de Mariel dentro de los planes que
Herrero estaba a punto de desarrollar. Las fuentes examinadas
fijan sólidamente la rectitud partidista de Mariel; aunque
también señalan a éste como poseedor de un espíritu negligente,
capaz de descargarse de las atenciones militares utilizando los
servicios de un individuo aguerrido e incansable, pero irreflexivo
y brutal como Herrero.
Con la marcha de Mariel, pues, Herrero no sólo fue guía de la comitiva, sino de hecho dueño de la vida del Presidente, de
manera que el general Murguía, no obstante ser el jefe de la
columna, quedó a segundo término, y no por falta de valor o
responsabilidad, antes por desconocer la región e ignorar la
filiación de Herrero. Además, éste pareció llegar a la hora de
poner a salvo al Presidente y a sus acompañantes. La confianza
de todos fue puesta en aquel hombre.
Herrero, como guía se apresuró a tomar el camino de
Tlaxcalantongo, sabiendo que paralelamente a su marcha,
avanzaba, ocultándose en la maleza, su propia partida armada al
frente de la cual iban Hermilo y Emilio Herrero,
Estos, ya en las cercanías de Tlaxcalantongo, apresuraron el
paso y llegaron a la aldea antes que la comitiva presidencial,
exigiendo a los moradores que con prontitud evacuaran el
punto, hecho lo cual, y con mucho sigilo y cálculo, Hermilo,
situó a su gente en los lugares desde los cuales podía observar y
dominar los movimientos gobiernistas.
Ya estaban apostados los hombres de Herrero cuando llegó a
Tlaxcalantongo el Presidente. Quienes iban en el séquito
observaron que la mayor parte de las chozas estaban vacías y (que) casi todos los vecinos se habían ausentado.
Sin embargo, era tanta la fatiga de los acompañantes del
Presidente, y tanta la confianza en Herrero, que pasando por
alto lo advertido, resolvieron entregarse al descanso, máxime
que había caído el día.
A tal objeto, Herrero señaló el jacal en el cual debería
quedar alojado el Presidente; y ya estando acomodados todos
los miembros de la comitiva, el propio Herrero comunicó al
general Francisco Murguía que se retiraría del lugar, porque
había recibido la noticia de que acababan de herir a un hermano
suyo.
La intempestiva retirada de Herrero, a quien Mariel había
recomendado precisamente para que guiara a la comitiva,
hizo que Luis Cabrera, Gerzayn Ugarte y el general Murguía
entraran en sospechas y trataron de persuadir al Presidente para
que la marcha fuese reanudada desde luego; pero éste,
recordando por enésima vez los días de la Reforma, comentó:
Diremos ahora lo que Miramón: Dios cuide de nosotros en
estas veinticuatro horas.
Con tales palabras se cerró, en la realidad, el alto capítulo
de la voz de mando y gobierno de Carranza. Encomendándose a
Dios terminó la autoridad de aquel hombre, de tanta majestad
como imperio; de excepcional idealidad como nobleza.
Acompañando al Presidente, quedaron en el jacal Manuel
Aguirre Berlanga, Mario Méndez, Pedro Gil Parías, Ignacio
Suárez, Octavio Amador y Secundino Reyes; y al tiempo que
Carranza se entregaba al descanso, fue organizado un sistema de
vigilancia, siguiéndose al caso las indicaciones hechas por
Herrero antes de partir; pues los generales miembros de la
comitiva, a excepción de Heliodoro Pérez, no obstante la
responsabilidad que pesaba sobre ellos como custodios del
primer Magistrado de México, se dispusieron también a reposar,
sin dictar las medidas para una precisa seguridad.
Entre tanto, Herrero se unía a su banda; pues habiendo
recibido aviso de su hermano Hermilo, famoso en la región por
sus crímenes y latrocinios, de que la gente reunida en torno a
Tlaxcalantongo estaba impaciente y se proponía asaltar la
comitiva presidencial, consideró necesario salir en busca de
Hermilo y calmar a su gente, de manera que él, Herrero, pudiese
quedar, en la superficie, exento de responsabilidad en lo que
seguramente iba a acontecer.
Así, al filo de las tres y media de la mañana del día 21, y sin que los puestos de vigilancia gobiernistas advirtieran la presencia
de gente extraña a la comitiva presidencial, grupos de individuos
armados, al mando de Hermilo Herrero, penetraron
sigilosamente a la población, y avanzando unos al jacal donde
descansaba el Presidente, y otros hacia las chozas ocupadas por
los miembros del séquito, a los gritos de ¡Viva Peláez! y ¡Muera Carranza!, empezaron a disparar sus armas, dirigiendo el fuego principal y artero al improvisado aposento de Carranza.
Preparado aquel teatro con la diabólica rustiquez de la
partida de Herrero, acostumbrada a la guerra sin cuartel y al
crimen contumaz, las balas dirigidas sobre el jacal a donde
estaba el Presidente, hicieron blanco seguro en éste, de manera
que, por lo intempestivo y violento del asalto, el último soplo
de vida de aquel hombre extraordinario, casi fue inadvertido por
sus acompañantes de techo. Carranza expiró, pues, casi al
tiempo de los primeros disparos.
Los designios criminales ejercidos por manos anónimas
estaban cumplidos; y si la República no lloraba la tragedia, sí se
sentía avergonzada. Carranza no había sido un gobernante
amado ni sus dones de autoridad correspondieron a aquellos que
son objeto de la admiración popular. Sin embargo, su rectitud
de ciudadano, su valiente figura de Primer Jefe, su afán de dar a la Nación una jerarquía, su insondable deseo de emular a Juárez, su excepcional voluntad frente a numerosos y grandes enemigos y su propósito de enaltecer la esencia de la Revolución, le
otorgaron la categoría de una elevada dignidad humana y política; quizás una de las mayores en el orden constitucional mexicano, y por tanto, su muerte a manos de rufianes que de ella pretendieron hacer medro, acongojó y quebrantó el espíritu de las leyes, los preceptos de la autoridad, la composición de las
instituciones y los principios del orden de México. Junto a
Carranza cayó, para no levantarse en el correr de años, el crédito
de la patria mexicana.
La pena y vergüenza sufridas por México en tales días, sólo
podrían ser remediadas con el imperio del orden; y esto no era
tarea que se presentaba fácil en el horizonte de la República.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo sexto. Apartado 1 - Rebelión de las armas Capítulo vigésimo sexto. Apartado 3 - Los triunfadores de 1920
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