Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo sexto. Apartado 2 - Muerte del presidente | Capítulo vigésimo sexto. Apartado 4 - La política de De la Huerta | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 26 - LA RECONCILIACIÓN
LOS TRIUNFADORES DE 1920
Al abandonar el presidente Carranza la ciudad de México, tratando de llegar a un puerto marítimo o fronterizo adonde establecer el Gobierno constitucional de la República, una orden, una sola orden del general Pablo González, como ya se ha dicho, habría bastado para detener la marcha de los trenes
presidenciales y con ello aprehender a Carranza.
El respeto que le producía la persona individual de
Carranza, la creencia de que éste, al verse abandonado por
generales y soldados renunciaría a sus altas funciones y el firme
propósito de no interrumpir el orden constitucional, así como
de no perder sus derechos cívicos, fueron los agentes que
determinaron la abstención de González en ejercer su poder
bélico sobre el Presidente.
No sería esa la única actitud prudente de González. En
efecto, teniendo bajo sus órdenes treinta mil soldados, en tanto
que el obregonismo escasamente disponía de tres mil; y siendo
la mayoría de sus lugartenientes individuos impetuosos a par de
estar dominados por la ambición y por lo mismo dispuestos a
eliminar al partido contrario, González contuvo la violencia que
estaba a punto de desatarse para que el gonzalismo quedase
dueño del Distrito Federal, y por lo mismo en aptitud de hacer
una guerra pronta y eficaz contra huestes de Obregón y Calles.
González fue, pues, punto central de una armonía entre los
anticarrancistas; salvó al país de una nueva lucha intestina; dio
una prueba incuestionable de su amor a la Democracia.
Ahora bien: esa actitud decorosa y patriótica de González
hizo aparecer a éste como individuo timorato y escaso de
espíritu de empresa, a pesar de que no era lo uno ni lo otro.
Faltábale, ciertamente, la osadía; mas no por ello dejaba de ser
valiente.
Sin embargo, para el genio observador y emprendedor de
Obregón, no pasó inadvertido el poder guerrero del general
González, y por tanto, se vió precisado a obrar cautelosamente
y sobre todo a dominar los propósitos violentos de sus partidarios,
y entre éstos los generales Hill y Serrano, quienes sin
medir las consecuencias que podrían sobrevenir, intentaban
declarar la guerra a los gonzalistas; y al efecto proyectaban la
movilización de las fuerzas armadas, partidarias de Obregón que
se hallaban en Sonora y Sinaloa, lo cual habría equivalido a
comenzar una nueva guerra intestina; pues los gonzalistas estaban
resueltos a la lucha, y al caso disponían, como se ha dicho,
de un cuerpo de ejército.
Prestábanse a esto último, las condiciones semicaóticas que
prevalecían en el país; porque desde finales de abril, adonde no
se habían alzado los soldados del Ejército Constitucionalista, eran dueños de la situación las partidas contrarrevolucionarias o las gavillas de asaltantes, de manera que no existía región del país ajena a la función armada.
Como no era posible, pues, una movilización de las fuerzas
de Sonora y Sinaloa, el general Hill se dispuso a mover otros
instrumentos a su alcance con el propósito de enderezarlos contra
González. Al efecto, consideró que el punto a donde realizar
una maniobra política era el Congreso de la Unión; porque
muerto el Presidente Carranza, y llegada la hora de elegir Substituto
constitucional, el Congreso tenía el futuro en sus manos.
Así, Hill se dispuso a la conquista de diputados y senadores.
Estos y aquéllos, en la casi unanimidad, sin poderse fijar número
exacto, aunque de origen carrancista, temorosos de la agresividad
del obregonismo, se habían unido al gonzalismo, y se disponían
a votar al candidato a substituto que indicara González.
Este sin perder tiempo, mientras que por un lado recomendaba
prudencia a sus subordinados hasta el grado de dar la idea
de titubeante y débil, por otro lado, trabajaba en silencio para
lograr la adhesión de diputados y senadores carrancistas; y esto
con tanta habilidad, que para el 16 de mayo pudo estar seguro
de contar con la mayoría; tan seguro así, que presentó al general
Antonio I. Villarreal como su candidato a la presidencia de la
República.
La rivalidad entre Obregón y González había alcanzado, entre
tanto, mucha notoriedad en el país. En Sonora, Calles se
preparaba para el avance de sus soldados hacia el centro de la
República. De Jalisco, Michoacán, San Luis Potosí y Zacatecas,
los obregonistas se disponían a una movilización, mientras en
Guadalajara a donde los partidarios de Obregón teniendo preso
al general Manuel M. Diéguez y a otros jefes militares carrancistas,
era organizada una división con el fin de ir a cercar el Valle
de México.
Y no eran esas las únicas fuerzas del obregonismo. La palabra
no sólo de las guerrillas, sino también de los políticos, estaba
destinada a favorecer a Obregón. Este si era anémico militarmente
en el Valle de México, representaba un poder político en
el país; también en Estados Unidos, a donde las publicaciones
periódicas y los líderes de la política le consideraban como el
verdadero caudillo mexicano.
Esa corriente de opinión, y sobre todo la idea de que con la
caída de Carranza sería posible la unificación de los grupos
revolucionarios y con esto la restauración total de la paz, sirvió
a las tareas que llevaba a cabo el general Hill, para conquistar la
mayoría del Congreso a fin de que éste votara a Adolfo de la
Huerta para presidente constitucional sustituto.
Con tanta laboriosidad y prontitud trabajó Hill, y tanto
influjo ejercició Obregón inclusive sobre algunos de los jefes
militares gonzalistas, que a la noche del 23 de mayo, pudo
enviar un telegrama al general Calles asegurándole que al día
siguiente sería elegido Presidente el gobernador De la Huerta. Y
así fue; pues adelántandose a los designios de González para que
el Congreso se reuniera el día 25 y votara a Villarreal, el general
Hill logró precipitar la junta y con ello, la victoria de su partido;
y De la Huerta quedó nombrado Presidente provisional.
Era De la Huerta, individuo comunicativo a par de cauteloso.
De vivísimo talento, poseía la admirable cualidad de saber
atraer a sus semejantes. Servíale para esto sus maneras de sujeto
educado, la sencillez y honestidad de sus costumbres y la aptitud de no negar lo que se le pedía; aunque obligaba cordialmente
al peticionario a no exigir lo que estaba al margen de la
ley o de la razón.
A pesar de que no había estado entre las primeras figuras
civiles de la Revolución, se le reconocía, porque así había sido,
como uno de los más estimados colaboradores de Carranza.
Tenía la ventaja, sobre los principales políticos de su época
de haber observado, como representante de México, en Nueva
York, los problemas universales y de haber seguido, muy de
cerca, los concernientes a Estados Unidos.
Esto último, asociado a la nobleza de su carácter, a sus
idealidades políticas de origen floresmagonista, a sus preocupaciones
sociales y a su espíritu tolerante y conciliatorio le hacían
ser un hombre apto para conquistar la popularidad; también el
punto de unión y confianza de todos los revolucionarios.
Servía a hacer más amable e imantadora la personalidad de
De la Huerta, la colaboración espiritual e inteligente, de su esposa
doña Clara Oriol, que tanto como el Presidente, estaba muy
ligada a la gente de Sonora; pues ambos eran oriundos de
Guaymas, ciudad tradicionalmente liberal y democrática y centro de notables empresarios.
De esta suerte, se cortó el hilo a los ambiciosos trabajos que realizaba los gonzalistas; quedó asimismo terminada la posibilidad
que el general González pudiese ser competidor del general
Obregón en las elecciones nacionales, puesto que comprometido
moral y políticamente el nuevo Presidente con el
obregonismo era de suponerse que en esos días exigir al primer
Magistrado una neutralidad electoral equivalía a una lucha
infructuosa contra el sentido común.
Además, la íigura de Obregón poseía tanta arrogancia y las
palabras del caudillo, dirigidas todas a la consolidación de la paz
y a la reunión de todos los mexicanos, tenían tanta efectividad
en el ánimo de los mexicanos, que el teatro parecía estar dispuesto
para que se otorgase la silla presidencial al general Obregón.
Con claridad meridiana, el general González vio el panorama
propio y contrario, y con aparente resignación y modestia
abandonó la ciudad de México, para establecerse en Monterrey;
y aquí, hizo pública (10 de junio) su decisión de abandonar la
lucha presidencial, aunque sin aceptar su derrota ni el triunfo
del obregonismo.
La manifestación de González no era sincera: pues éste, en
seguida de la elección del sustituto de Carranza y sintiéndose
circundado por un enemigo que crecía no sólo políticamente,
sino también militarmente, ya que Hill había logrado equipar a
cinco mil zapatistas, y el general Maycotte estaba en la capital
con dos mil soldados más, y el gobernador Ortíz Rubio hizo
llegar al Distrito Federal mil quinientos michoacanos, y el general
Estrada tenía movilizados sus soldados justamente con los
que se habían sublevado en Aguascalientes e Irapuato; González,
se dice, dándose cuenta de que una lucha armada dentro
del Distrito Federal no resolvería la crisis política, y dispuesto a
disputar el poder al obregonismo, se retiró a Monterrey, mas no
para dedicarse a la vida tranquila, sino con el objeto de preparar
la subversión.
El punto elegido por González para hacer la base de sus
futuras operaciones, presentaba grandes ventajas, puesto que de
un lado tenía a su retaguardia los puertos fronterizos con Estados
Unidos, al través de los cuales podía abastecerse de armas y
municiones; de otro lado, bien conocida tenía la mentalidad
norteña en la cual hincaba el porvenir de una lucha armada
contra el obregonismo.
Muy bien trazada estuvo la finta de González, pues el Presidente, al igual de los líderes obregonistas, quedaron en la certidumbre
de que el rival de Obregón, se retiraba a Monterrey,
conturbado, arrepentido y derrotado; ahora que el engaño no
sería perdurable, pues a poco, el Gobierno estuvo informado de
los trabajos sublevatorios que llevaban a cabo los gonzalistas.
Y tal era la realidad; pues los generales gonzalistas tenían
resuelto levantarse en armas el 16 de julio; y la sublevación sería
simultánea en Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas, primero;
dentro del Distrito Federal, después.
Sin embargo, enterado De la Huerta de tales proyectos,
movilizadas las fuerzas obregonistas de Sonora y Sinaloa y acantonados
en el centro del país las de Jalisco, Michoacán y Zacatecas,
el Gobierno ordenó, con mucha discreción y prontitud, el
cambio de los cuerpos militares de filiación gonzalista que se
hallaban en el Valle de México a distintos puntos de la República,
de manera que quedara disgregado el núcleo principal militar de González.
Entre tales órdenes, se dispuso que el general Jesús M. Guajardo, a quien se estimaba como el más peligroso y audaz lugarteniente
de González, fuese movilizado con la corporación que
mandaba a Chihuahua, con el pretexto de concurrir a la campaña
contra el villismo.
Bien comprendió Guajardo que su movilización obedecía a
un plan del Gobierno para disgregar a los partidarios de González,
por lo cual, sin medir las consecuencias, al llegar a Torreón
invitó a su oficialidad para que se sublevara, atacara y tomara la
plaza a donde sólo había una corta guarnición gobiernista; mas
denunciado por sus subalternos, Guajardo, al verse descubierto
seguido de las cortas fuerzas que le fueron leales, salió violentamente
de Torreón, tomando el camino de San Pedro. En su
persecución fueron los soldados obregonistas del general
Eugenio Martínez, quienes habiéndole alcanzado en Estación
Madero, le derrotaron fácilmente (6 de julio).
Guajardo, logró llegar a Monterrey, casi al tiempo en que
esta plaza era atacada inútilmente (14 de julio) por un grupo de
audaces gonzalistas, que no sólo frustró los planes de su jefe,
sino que sirvió para hacer luz sobre los verdaderos proyectos del
general González.
Así, apenas entró Guajardo a Monterrey, fue aprehendido,
llevado a un consejo de guerra, sentenciado a muerte y fusilado
el 18 de julio.
Hubo también motivo para que las autoridades militares
ordenaran el encarcelamiento del general Pablo González, acusándole
del delito de rebelión.
No existían pruebas de una actividad subversiva de González;
aunque sí del estímulo que daba a sus partidarios que proyectaban
un alzamiento. La falta de pruebas fue substituida con
una trama manejada desde la ciudad de México de manera que,
llevado a consejo de guerra, González fue declarado culpable de
sedicioso y por tanto condenado a la última pena.
Las vehementes acusaciones que se hicieron a González, el
aparato de juicio y condena y la propaganda antigonzalista, fueron
parte de un teatro malévolamente dispuesto; pues tanto el
general Obregón como los principales obregonistas sabían que el
general González, no por falta de hombradía, antes debido a
escaseces económicas, estaba reducido a la impotencia guerrera
en Monterrey. Así y todo, y aprovechándose de las violencias de
Guajardo, y del poco comedimiento de los jefes secundarios del
gonzalismo, el partido de Obregón decidió eliminar de cualquier
contienda política a González y a los partidarios de éste; pero
como todo el enjambre de falsos testigos y de supuestos preparativos
bélicos fue tan exagerado, el consejo de guerra resultó
ridículo, viéndose el propio Gobierno en la necesidad de anular
la sentencia, gracias a lo cual González recobró su libertad,
mientras la secretaría de Guerra le otorgaba el perdón, declarando
que no era hombre peligroso para la paz.
Con este perdón no solicitado, el obregonismo quiso castigar
a quien había sido su aliado en momentos difíciles; y en efecto,
tanta fue la pena de González por aquella inmerecida humillación,
que voluntariamente abandonó el país. Con ello terminó la
carrera política de tal hombre, quien a pesar de las cortedades
de su genio, mucho amó las ideas de libertad, aprendidas desde
las primeras exhortaciones populares de Ricardo Flores Magón.
Eliminado el gonzalismo, el campo de los partidarios de
Obregón aparecía más desmalezado; pues mientras de un lado, los
zapatistas entregaban las armas, volvían a la vida pacífica y sus caudillos ingresaban al obregonismo; de otro lado sólo quedaban
alzados en armas los generales Félix Díaz y Francisco
Villa.
La República a la sola caída de Carranza pareció entregarse a
la quietud. De los lugares más lejanos llegaron a las ciudades los
gavilleros, abigeos y alzados sin bandera, para deponer las armas
y hacer causa común con el partido triunfante. La seguridad
comenzó a sentirse en todos los rincones de México. La creencia
de que la época de guerra había terminado adquirió proporciones
casi de unanimidad nacional. En Nueva York y San Antonio,
las juntas contrarrevolucionarias dieron por terminados sus
trabajos de conspiración. En El Paso, los antiguos villistas expidieron
un manifiesto pacifista. Sólo en California, José María
Maytorena continuaba como el abanderado del antiobregonismo.
Maytorena no podía apagar dentro de su pecho el rencor hacia
Obregón.
Villa, desde que tuvo noticias de la rebelión en Sonora,
reanudó sus actividades bélicas, y al objeto convocó a sus partidarios
a una nueva guerra; ahora que en esta ocasión fueron
pocos quienes le escucharon. Así y todo, reuniendo poco más
de seiscientos hombres se situó en un lugar cercano a la ciudad
de Chihuahua, en vista de lo cual el Presidente substituto ordenó
la movilización de siete mil soldados destinados a perseguir
día y noche a los villistas hasta no exterminarlos.
Pero el general Villa no quería pelear más; y como desde
1914, había señalado la presidencia de Venustiano Carranza en
el gobierno nacional, como el único obstáculo para que el villismo
no desistiera de sus empresas guerreras, ahora la desaparición
del Presidente y el cambio de cosas que este acontecimiento
haría en el país, ofrecía, una feliz coyuntura para dar fin a las
siempre ímprobas correrías. Villa, pues, quería rendirse, y al
efecto promovió, aunque con mucha medida a manera de que
no se sintiese su debilidad, la posibilidad de su sometimiento.
Dando a sus primeros pasos a tal fin, la forma de lo casual,
el general Villa inició tratos con el general Ignacio C. Enríquez,
jefe de las defensas sociales de Chihuahua; mas las conversaciones
entre ambos generales fueron tan agrias y envueltas en tantas
desconfianzas, que Villa las interrumpió, y a continuación
intentó comunicarse con el presidente De la Huerta.
Este, temeroso de las añagazas del villismo, desoyó al caudillo. Pareció al Presidente que, rendidas las facciones; acrecentado el poder del Estado con el entusiasmo nacional que producía
la sola palabra paz; fortalecida la República con el regreso al
país de la mayoría de los expulsos y reorganizada pronta y
eficazmente la hacienda pública, la lucha contra el villismo
podía ser empresa de pocos días. De la Huerta estaba seguro de
que Villa había perdido a la mayoría de sus partidarios y sobre
todo a sus mejores lugartenientes.
Sin embargo, viéndose desdeñado, el general Villa quiso
hacer saber de lo que todavía era capaz no obstante sus derrotas
y sus cortas fuerzas; y al caso, mientras los soldados del gobierno
le buscaban empeñosamente hacia el centro del estado de
Chihuahua, seguido de un grupo de jinetes cruzó y venció las
arideces de Durango y Coahuila con todo sigilo, caminando de
noche; y luego de esa proeza de su vigor físico y de sus aptitudes
guerreras, atacó intempestivamente la guarnición de Sabinas,
y quedando triunfante, se apoderó de la región carbonífera de
México.
En seguida de tan audaz golpe, Villa mandó destruir la vía
férrea del norte y sur de Sabinas, y desde este punto pidió y tuvo una conferencia telegráfica directa con el Presidente, durante
la cual le comunicó, con señalada dignidad, el deseo de
volver a la vida pacífica.
De la Huerta, siempre con muchos recelos, pues estaba temeroso de ser víctima de uno de los muchos engaños que Villa
tenía siempre a la mano, no dio respuesta al caudillo; pero
mandó al general Eugenio Martínez para que acudiera a una cita
de Villa e iniciara pláticas de rendición.
A esta órden de De la Huerta se opusieron los generales
Obregón y Calles, arguyendo que no era posible modificar el
decreto oficial poniendo a Villa al margen de la ley. Sin embargo, el Presidente, en nombre de una necesaria concordia nacional, y en medio del aplauso casi unánime de la República, confirmó la decisión de tratar con Villa, e instruyendo a Martínez, se iniciaron las pláticas que terminaron el 20 de julio (1920), y conforme a las cuales aquél, mediante un convenio, desistía de sus empresas guerreras.
De acuerdo con ese convenio el general Villa recibiría, a
título de donación del Gobierno nacional, la hacienda de Canutillo,
en donde, gracias a los recursos pecuniarios que la hacienda
pública le iba a proporcionar, establecería una colonia agrícola.
Gozaría asimismo Villa del derecho de tener una escolta de
cincuenta hombres armados, en tanto que sus soldados restantes,
que sumaban ochocientos setenta y cinco serían licenciados
y gratificados.
El general Villa, pues, se convirtió en hombre de paz; y con
este título Viajó de Sabinas a Canutillo, en medio de la
admiración y aplausos populares. Pocos daban crédito mirando
aquel hombre que, siempre entregado a las aventuras guerreras,
era ahora símbolo de la paz.
Para México, la rendición de Villa constituyó una proeza
justamente acreditada al espíritu conciliador, magnánimo y patriótico de De la Huerta. Este, hecha realidad la paz interna de México, ganó una popularidad como no había visto el país desde los días anteriores a la caída de Madero.
Era casi increíble que un hombre como De la Huerta, salido
de la oscuridad pueblerina y crecido casi mágicamente en medio
de la intuición política, hubiese alcanzado el más alto grado al
que podía aspirar un gobernante sometiendo al genio incansable
de la guerra caracterizado en Villa.
Quedaba todavía alzado otro caudillo. No gozaba de la
popularidad de Villa; no correspondía a la era hazañosa y romántica
de la Revolución; no poseía la impolutez democrática
de Villa; no era originario de la masa pueblerina de México; pero
sus aventuras guerreras no dejaban de poseer tintes heroicos. En
tres años de empresas bélicas no había podido tomar una sola
población de importancia; y aunque su causa era incompatible
con la vocación creadora del pueblo de México no por ello su
figura dejaba de ser altiva y pertinaz, gallarda y firme en sus
principios; y todo esto a pesar de haber aceptado con su silencio,
los crímenes del general Victoriano Huerta.
Tal caudillo era el general Féliz Díaz, en quien si pocos
creían, no por ello abandonó el campo de lucha armada; pues
dentro de él todo era perseverancia de realizar sus más románticos
ensueños. No representaba precisamente a la casta Díaz
tan odiosa al país; tampoco la idea democrática que prevalecía
en el país. Significaba, según sus partidarios, el deseo del orden
nacional. Mas esto no bastaba para acarrearle triunfos. Por eso,
toda su vida de guerrero pasó en la oscuridad; y como después
de los trágicos acontecimientos de mayo en los que perdió la
vida el presidente Carranza se vio solo, pues los más obstinados
de sus partidarios se acogieron al indulto de De la Huerta; y
como por otra parte, las fuerzas del gobierno avanzaban con el
objeto de coparle, Díaz inició pláticas de rendición.
El Presidente, al tener informes sobre los designios del general Díaz advirtió que el Gobierno no aceptaría ninguna condición,
pues consideraba al Jefe contrafrevolucionario como uno
de los principales trastornadores del orden constitucional y a la
vez cómplice moral de la muerte de Madero y Pino Suárez, y ordenó al general Guadalupe Sánchez que le persiguiese sin descanso; y así, el 4 de octubre (1920), el general Félix Díaz fue capturado en El Jobo (Veracruz) y conducido al puerto de Veracruz, a donde sin explicaciones ni demoras fue embarcado,
expulso del país.
México recuperó con tales sucesos la paz y el orden. A De la
Huerta se debió un comienzo de tolerancia política; también la
exclusión de los caprichos personales que habían servido de guía
y expansión a la autoridad nacional.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo sexto. Apartado 2 - Muerte del presidente Capítulo vigésimo sexto. Apartado 4 - La política de De la Huerta
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