Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo sexto. Apartado 4 - La política de De la Huerta | Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 1 - Obregón en la presidencia | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 26 - LA RECONCILIACIÓN
LA POLÍTICA AGRARIA
La agricultura nacional quedó más empobrecida que cualquiera otra de las fuentes de producción del país. Las tierras labrantías, como ya se ha dicho, fueron abandonadas o apenas cultivadas durante la guerra. Las haciendas, si no perdieron sus ganados por las requisiciones ordenadas por caudillos y cabecillas; si no fueron entradas a saco; si no quedaron
destruidas en las acciones guerreras o quemadas por motivos de
venganza, apenas eran capaces de producir un veinticinco por
ciento de sus cultivos habituales.
Los hacendados tan ligados a manera de defensa a los
gobiernos anteriores a la Revolución, pero principalmente al
porfirista, como vieron los castigos que la gente rústica
sublevada o pacífica dio a los mayordomos o empleados
principales de sus fincas, ya por ser aquellos españoles, ya por
dirigir éstos las tiendas de raya, creyéndose amenazados,
prefirieron abandonar sus propiedades y refugiarse en el Distrito
Federal o marchar al extranjero, sin interesarles el trabajo de
producción, aunque sí la conservación de sus bienes muebles e
inmuebles. El tradicional título de propiedad tenía para los
hacendados mayor importancia que la producción de sus tierras;
de aquí la despreocupación para poner las fincas al trabajo; y
esto a pesar de la escasez de alimentos que sufría el país y del
problema del desempleo rural que se acrecentaba día a día,
principalmente al empezar el año de 1920.
Este abandono de las haciendas, causó grandes daños al peón
acasillado; pues les fueron disminuidas sus raciones; careció de
crédito para su indumentaria y no dejó de ser víctima de las
levas. Todavía en abril de 1920, al iniciarse la sublevación
contra el presidente Carranza, el general Francisco Murguía
ordenó una leva de peones en los estados de México y Puebla,
que produjo un éxodo rural en detrimento de la sociedad.
Menos complicaciones tuvo la vida de los aparceros; pues
éstos, sin necesidad de nuevos contratos con propietarios o
administradores de fincas, cultivaban lo requerido para sus
propias necesidades. Tal límite se debía no tanto a la falta de
consumidores, puesto que mucha era la escasez de cereales en el
país, cuanto a la falta de comunicaciones, así como a la
inseguridad de campos y caminos.
Dentro de ese cuadro general agropecuario, que comprendía
lo mismo a las fincas agrícolas que ganaderas; a las tierras del
norte que del sur, no se representaban las ideas agrarias; porque
si ciertamente éstas no dejaron de tener adalides desde 1910, en
cambio carecieron de manifestaciones prácticas y convincentes.
El Plan de Ayala y la ley del 6 de enero de 1915, no constituían ni separada ni conjuntamente un documento conmovedor capaz de ser seguido por el pueblo rural de México.
Los repartimientos ejidales no correspondían a una idea propia
de la Revolución. Correspondían a la legislación española; los
había hecho solubles, aunque en medio de tolerancias para los
hacendados, el porfirismo. No se trataba, pues, de un
acontecimiento revolucionario, sino de una rutina que la
Revolución ponía al servicio de la independencia, reajuste
económico e inspiración creadora de la gente del campo. Con
esto, el antiguo ejidismo de la época virreinal adquirió
modernidad e ímpetus y a poco se convirtió en doctrina agraria
-en Derecho Agrario. En materia de Derecho, pues, el ejidismo
dejó de ser propina del Estado, para ser obligación de Estado;
como entre la población rural, el ejido ya no fue ley, sino
necesidad.
Ahora bien: dejando a su parte los grupos de labriegos que
se levantaron en armas como consecuencia de las ofensas
directas recibidas por hacendados, mayordomos y gobernantes
de la prerrevolución, la nueva clase selecta y revolucionaria salió
de la masa rural mexicana, más por entusiasmo de libertad, y
más por espíritu aguerrido, que por la procuración de tierras; y,
como ya se ha dicho, en Morelos y los estados circunvecinos, las
haciendas fueron quemadas y sus mayordomos asesinados o
fusilados, esto no fue por doctrina, sino por venganza o excesos
propios a las conflagraciones.
Tan ajena vivió la gran masa rural de México a las dotaciones
ejidales, que las haciendas siguieron, en lo que respecta a sus
mojoneras, viviendo normalmente. Las ventajas que daba la
fuerza armada durante las guerras, de haber existido un
propósito de posesión de tierras en las filas revolucionarias,
fueron las suficientes para dar fin en esos días de conflagración
al régimen de haciendas que existía en el país. Esto no obstante,
la hacienda, como propiedad agrícola, fue intocada; y si hubo
fincas confiscadas, el hecho se debió a cuestiones políticas o
necesidades de guerra y no como consecuencia de modificaciones
al derecho de propiedad. Los peones y aparceros
de las fincas en la Mesa Central continuaron, al través de las
luchas intestinas, ayuntados en su gran mayoría a las haciendas;
y esto a pesar de los abusos que en algunos lugares cometían los
propietarios o administradores, y no obstante los tantos males
que sobre el peonaje producía la guerra.
En Puebla, Hidalgo, México, Tlaxcala, Guanajuato, Querétaro
y Michoacán, en donde la hacienda no constituía una
mera finca agrícola, sino correspondía a un régimen de tierras,
autoridad, trabajo, vivienda, moneda y consumo, las fincas
rústicas no sufrieron perturbaciones en lo que respecta a su
régimen doméstico; y esto no porque los caudillos revolucionarios
no se atreviesen a aplicar la Ley del 6 de Enero
o a realizar el postulado general acerca del agro, sino debido a
que de un lado, otros eran los designios de tales días; de otro
lado, porque grande era la impavidez de peones y aparceros
dentro de aquel régimen de hacienda.
Hasta 1919, en el estado de Guanajuato habían sido
repartidas, y sólo en torno a las principales poblaciones y sin
lesionar derechos de hacienda, dos mil hectáreas. En Veracruz,
hacia el final del mismo año, doscientos cincuenta pueblos
disfrutaban de ejidos; ahora que la mayoría de tales pueblos
tenía recibidas las tierras de repartimiento desde el gobierno de
Teodoro Dehesa, que terminó en 1911. En Michoacán, si las
tierras de haciendas continuaron intocadas hasta principios de
1919, en cambio el gobernador Pascual Ortiz Rubio, estableció,
gracias a un decreto de la Legislatura local (2 diciembre, 1918),
una colonia Socialista, a la cual la ley respectiva no dio una sola
forma de Socialismo, de manera que el apellido fue
incompatible con la nueva comunidad rural que, por otra parte,
fue el comienzo de una escuela de política agraria.
Y el comienzo fue en realidad fructífero; pues a continuación, Ortiz Rubio mandó expropiar tierras de la hacienda
El Zapato, procediendo a fraccionarlas y repartirlas
entre los campesinos. Además, decretó (12 marzo, 1919) la
dotación de tierras y aguas a los pueblos que se consideraran
con derecho a las mismas, y como advirtió que esto no era
suficiente para penetrar al fondo del problema agrario que
empezaba a suscitarse con la fundación de la escuela política
agraria, declaró (9 mayo, 1919) de utilidad pública todos los
terrenos pertenecientes al estado de Michoacán, de manera que
el gobierno local pasaba a ser resueltamente el agente titular del
agro michoacano.
Tales disposiciones legales no tuvieron, sin embargo, el
efecto popular que procuraba Ortiz Rubio; ahora que sí
sirvieron a la organización de una juvenil pléyade política, que
vio en los proyectos del gobernador una bandera capaz de
agrupar fácilmente a las multitudes.
No ocurrió lo mismo en el estado de Puebla. Aquí, hasta los
comienzos de 1919, gracias al apoyo de las fuerzas federales, el
poder rural de los hacendados continuaba incólume, mientras en
Durango, el gobernador Enrique Nájera daba posesión provisional
de tierras a doce pueblos; ahora que tales posesiones
estuvieron siempre presididas por la cautela, por que entre los
labriegos duranguenses existía una tradicional lucha contra los
hacendados. Ya desde 1910, el incumplimiento de las disposiciones
ejidales, asociado al abuso de autoridades y hacendados,
había producido un espíritu levantisco que sirvió para dar auge
al maderismo en esa región de México.
Otro sería el fenómeno que en materia de tierras se presentó
en Baja California. Fue en esta parte del país a donde al final de
1917, surgió la aparcería forastera. Al efecto, disfrutando de las
concesiones otorgadas durante el régimen porfirista, las
empresas norteamericanas deslindadoras de terrenos nacionales,
procedieron al final de 1917 a fraccionar las tierras, para
ponerlas en producción, mediante contratos de aparcería
celebrados con subditos chinos; y como éstos acudieron en gran
número, ya procedentes de Alta California, ya de Sonora y
Sinaloa, en menos de dos años quedaron abiertas al cultivo en el.
valle de Mexicali veinticinco mil hectáreas, que en su segundo
ciclo de trabajo dieron un rendimiento de treinta millones de
pesos oro. Mas este fenómeno fue exclusivo del suelo
bajacalifomiano, y por tanto estuvo desligado del gran problema
agrario que se presentaba a la vista del país al acercarse el año de
1920.
Así, la idea que existía en el país sobre la cuestión de
tierras, no correspondía a una transformación del derecho de
propiedad rural, antes bien a un acto colateral a ese derecho de
propiedad. No se trataba, pues, de una lucha contra la hacienda,
sino de un acomodamiento de intereses populares en relación a
la hacienda. Tampoco pretendía el Estado, como consecuencia
de la Ley de 1915, convertirse en propietario absoluto de las
tierras mexicanas a manera de instaurar un feudo o monopolio
estatal; tampoco en servirse de la violencia para exterminar un
régimen nacido en la Independencia y como defensa del partido
independiente, que con ese proceder constituyó una clase
superior rural que fue defensa de la nacionalidad durante un
siglo. La idea del Estado, en lo que respecta al agro, tuvo un
propósito de legislación generosa y humana, con la cual la
Revolución dio una de sus principales contribuciones al Derecho
Universal.
De esta suerte, si los labriegos de San Pedro Coro (distrito
de Ixmiquilpan) consideraban la necesidad de poseer tierras, no
era por el prurito de despojar a la hacienda, puesto que la
mentalidad de la época daba como legales, ciertos e
incontrovertibles los derechos de tierra correspondientes a las
haciendas. Si los labriegos reclamaban la posesión de terrenos
era para tener pan y techo e instituir un derecho más en tierras,
ora municipales, ora del estado, ora de la Nación. El derecho de
propiedad rural caracterizaba hasta los días que revisamos, una
de las principales tradiciones de México.
El gobierno de Carranza no sólo hizo (25 de junio, 1917) de
la Caja de Préstamos una institución de Estado con el objeto de
que fuesen evitados los procedimientos violentos y confiscatorios
contra los propietarios de haciendas y terrenos, sino
que la XXVII Legislatura del Congreso de la Unión, a la
cual concurrían los más distinguidos adalides de la Revolución,
al llevar a cabo la primera reglamentación de la Ley del 6 de
Enero, estableció que si todos los pueblos, rancherías,
congregaciones y comunidades tenían derecho a dotaciones de
tierras, éstas al ser expropiadas deberían serlo previa
indemnización, sin que el espíritu revolucionario de la ley fuese
la transformación del derecho de propiedad rural.
Sin embargo, como las guerras civiles —no la Revolución,
antes bien las guerras civiles- trajeron aparejados sucesos tan
fortuitos como evidentes, la República, no sin congoja, se sintió
de pronto en medio de problemas que sin reñir, sino alentar
las ideas revolucionarias, sí eran motivo de titubeos y sorpresas.
Entre éstos estaría el que lidiaba con las cuestiones agrarias.
Al efecto, las luchas armadas habían producido año tras año
un imprevisto y por lo mismo incalculado desempleo rural.
Mientras que la primera y segunda Guerra Civil fueron propias
del consenso popular, y los hombres se dieron voluntariamente
de alta en las filas revolucionarias, la desocupación rural tuvo
caracteres de transitoridad; pero cuando empezaron las levas, y
a éstas siguieron las paralizaciones de trabajos agrícolas, el
desempleo empezó a tomar otra filiación: empezó a convertirse
en un amenazante problema social.
Un gran desahogo a tan grave conflicto fue, durante los años
de 1917 a 1919, la emigración rural a Estados Unidos; mas si
esta fuga de labriegos mexicanos a tierra extranjera pudo
sustentarse casi sin interrupción, hasta hacer ascender la
población mexicana alojada momentáneamente en suelo
norteamericano a cerca de un millón de individuos, de los cuales,
sólo el estado de Texas absorbió cuatrocientos veintidós mil; si
esta fuga, se dice, pudo sustentarse, se debió a que tal
emigración coincidió con la Primera Guerra Mundial, durante la
cual Estados Unidos se vio obligado a acrecentar su producción
agrícola e industrial; pero concluida la Gran Guerra, como los
emigrados mexicanos no eran políticos, sino que habían salido
del país por temor a las violencias o bien por escasez de trabajo,
empezaron a regresar a sus lares, máxime que la República, con
la vuelta al orden civil, parecía ofrecer nuevas perspectivas para
el desarrollo agrícola.
Esto, sin embargo, no ocurrió como se creía; porque venida
a menos la hacienda que siempre vivió del privilegio de la paz;
desaparecidos los créditos; disminuido el poder de compra entre
el proletariado; temerosos los propietarios de tierras de nuevas
violencias y debilitada la vieja casta de administradores,
mayordomos y empleados españoles que constituía el eje del
régimen de la hacienda, se agravaron las condiciones de la
economía rural y con ello, el desempleo se hizo una verdadera
plaga de un extremo a otro del país; pero principalmente en la
zona del altiplano a donde se hallaba el cogollo de la vida
agrícola nacional.
En efecto, fue en los estados correspondientes a la
altiplanicie a donde tuvo vida y desenvolvimiento el régimen de
hacienda, de manera que la masa de población rural desocupada
se presentó inesperadamente como un problema que no sólo
dañaba la economía nacional, sino que servía a la siembra de
una nueva intranquilidad.
Allí a donde las guerrillas habían causado los mayores
estragos asolando pueblos y aldeas, haciendas y rancherías, eran
ahora las comarcas menos productoras y por lo mismo en las
que se registraba el mayor número de desocupados; y como el
Gobierno no advertía la realidad de este conflicto que
progresaba en silencio, y sólo lo consideraba como una amenaza
al orden; y como el hambre, y las faltas de trabajo y abrigo
laceraban cada día más a individuos, familias y comunidades,
puesto que no se vislumbraba una sola posibilidad de que el
antiguo régimen de hacienda o de cualquiera otro que le
sustituyese, abriese nuevas fuentes de salario, la masa rural no
tanto por doctrina cuanto por necesidad, empezó a coger las
tierras que se encontraban abandonadas o bien en aparente
abandono.
Las primeras ocupaciones de terrenos, que no siempre las
fuerzas armadas del gobierno pudieron evitar o reprimir,
alentaron tanto a la masa campesina, que si en un comienzo de
las irrupciones y posesiones, ya pacíficas, ya atropelladas, sólo
fueron cogidas aquellas tierras que estaban sin cultivos, poco
más adelante, tales ocupaciones se llevaron a cabo en tierras
cultivadas; en ocasiones dentro de los propios cascos de
haciendas, sin que los invasores tuviesen en cuenta la
jurisdicción y derecho particulares. El respeto que había
existido por las mojoneras desapareció sin explicación alguna, y
la propiedad rural empezó el camino de su declinación.
A acrecentar este problema de la ocupación violenta, que
debió haber estado incluido entre los correspondientes a la
trasguerra, llegó el ingenio político, siempre propenso a
acaudillar los movimientos populares, sobre todo cuando estos
presentan formas novedosas; porque en efecto, la ocupación
audaz e ilegal de tierras, con la idea de constituir dentro de ellas
una segunda propiedad que no estaba determinada por las leyes
ni correspondía al programa de la revolución, era un nuevo
aspecto de ese problema que a partir de 1919 empezó a dársele
el nombre de agrario, no sólo porque atañía al agro, sino porque
significaba la existencia de un nuevo partido político que se
consideraba llamado a redimir a la clase campesina.
Los primeros síntomas de ese conflicto de trabajo agrícola,
de tierras, de política agraria y de todo cuanto se reunió para
hacerlo manifestación pública, fueron observados a mediados de
1918. Un año después, tal conflicto era un acontecimiento
nacional real y patente, principalmente en el estado de Puebla a
donde la desocupación rural aumentaba día a día, de manera
que llevado al interés de la nueva pléyade política originada en
la Revolución, tal movimiento pronto encontró verdaderos y
propios caudillos. Entre estos aparecieron en primera fila José
María Sánchez y Manuel Montes.
Estos, emprendedores, hábiles y ambiciosos, y poseyendo
también perspicacia y definición hicieron del desempleo rural y de la ocupación de terrenos una bandera política; y una bandera
de muchos pliegues y atractivos, que no sólo iba a servir de
guión a la política agraria, sino también a la generalizada del
proletariado, puesto que a partir de entonces, los adalides
políticos de la Revolución comenzaron a abandonar las ideas del
derecho individual, para crear, empíritamente, el colectivo.
Con esto mismo se abrió cauce a una moda: la del halago a
las masas; y con esto, los incipientes líderes, hicieron de las
llagas de la pobreza y sobre todo del origen de tales llagas, el
pavimento propio al camino de sus ambiciones. Así, los
principios fundamentales de la democracia política que habían
sido el faro de luz revolucionario, se fueron perdiendo en medio
de la creencia de que sobre los intereses y pensamientos de la
personalidad, estaban las necesidades y aspiraciones de la
mayoría. De la edad política basada sobre la voluntad popular,
se pasaba a otra edad política: la determinada por las
necesidades del proletariado.
Así, el teatro político de la Revolución se desarrollaba con
tanta celeridad, que los adalides de 1910 empezaban a
envejecer y con ellos por supuesto, las ideas del maderismo;
también del carrancismo. La Revolución de la voluntad se
perdía en aras de la Revolución de la necesidad. Las etapas no
eran antagónicas, pero sí incompatibles.
El fenómeno, producido por el desempleo rural seguido de la
ocupación de tierras sería trascendental para el orden público, la
organización política y sobre todo para la contribución al
Derecho.
Tal fenómeno, había tenido sus adalides originales en el
zapatismo; pero aquéllos y éste eran resultado de un período de
guerra. En cambio, los líderes surgidos en Puebla correspondían
a la etapa del agrarismo práctico, utilitario a par de político, que
si había nacido de la intuición y necesidad populares, sólo
pudo tomar cauce gracias a la empresa política que representaban
sus nuevos campeones.
Tanto se hincó el nuevo agrarismo en el alma combativa del
proletariado rural, que conforme avanzaban los días hacia el
año de 1920, se acrecentaba la obligación política de incorporar
tal ocurrencia al ideario de la Revolución, hasta hacerle aparecer
-tal fue la dilatación del novedoso movimiento— como el meollo
de la propia Revolución.
Sin embargo, aquel incipiente agrarismo, quizás no hubiese
sobresalido a todos los hechos y pensamientos de prístino
origen popular registrados en México durante una década, si el
general Antonio I. Villarreal, gracias a la fácil y clara visión que
tenía de las más portentosas causas políticas, no lo comprende,
clarifíca e incorpora al mundo oficial.
El nuevo agrarismo, fundado en la ocupación de tierras y en
la presteza para la tramitación de los expedientes de
repartimientos y dotaciones ejidales, cundió en Puebla y Michoacán; en Hidalgo y Tlaxcala; en México y Quéretaro durante el año de 1919, y si no tuvo resonancia pública, se debió a que el país vivía entregado, al través de ese 1919, a lo conflictos que se suscitaron en torno a la sucesión presidencial
y a la poca preocupación que producían los problemas sociales
del proletariado. Tales problemas eran vistos como puerilidades
campesinas.
Pero Villarreal, con su clarividencia, observó no solamente el inevitable desarrollo de lo que se presentaba débil, pero
agresivo; y considerando que era la hora oportuna para
incorporar a la masa rural no tanto a la economía agrícola,
cuanto al servicio del Estado, y siendo secretario de
Agricultura, aprobó públicamente (7 agosto, 1920), las medidas
radicales del gobernador de Durango dando posesión provisional
de tierras a los pueblos duranguenses; después, envió una
circular (6 de octubre) excitando a los gobernadores para que
imitaran al de Durango, sugiriéndoles la conveniencia de que
se procediese a organizar a los trabajadores y sus familias que
viviesen en los cascos de haciendas en pueblos libres ...
rancherías... o comunidades, de manera que tuviesen derecho a
ser dotados de tierras.
Con todo esto, la obra emprendida por Villarreal no sólo
sirvió para enraizar el agrarismo político, antes también para
debilitar grandemente los cimientos del régimen de hacienda,
máxime que al calor de la empresa de Villarreal empezó la
organización de los campesinos, auxiliada económicamente por
gobernadores y líderes políticos. Además, de aquel
desgajamiento de la hacienda se iban integrando docenas de
pueblos, rancherías y comunidades, que a la vez iban
asentándose en terrenos de propiedad particular.
Para dar tema y ley a la obra que emprendía creando la
política agraria, Villarreal llevó a su lado a Miguel Mendoza
López Schwerferge, Apolonio Guzmán, Santiago R. de la Vega,
Angel Barrios, Modesto G. Rolland, Ignacio Figueroa y Vicente
Ferrer Aldana, todos individuos correspondientes a un
radicalismo agrario. Asimismo, Villarreal reunió a los viejos
liberales y socialistas, zapatistas y magonistas. La secretaría de
Agricultura se convirtió de esa manera, en el centro director de
la ocupación violenta de tierras y de repartimientos y restituciones ejidales provisionales, lo cual equivalió a dar posesiones sin requerimiento de documentos probatorios de legalidad ejidal. Con esto también, la Ley de Enero así como el Plan de Ayala quedaron atrás, y fue necesario buscar otros puntos de apoyo para proseguir la atrevida empresa que se había propuesto Villarreal y dentro de la cual, no se ocultaba el manifiesto propósito de que aquel gran caudillo del agrarismo
político fuese el sucesor presidencial del general Alvaro
Obregón, a quien ya se tenía por presidente de la República.
Al caso, aprovechando aquel elenco excepcional, del que era
consejero el caudillo civil del zapatismo licenciado Antonio
Díaz Soto y Gama, el general Villarreal redactó el primer
proyecto de ley agraria (30 de septiembre); dio programa a un
partido agrarista; mandó escribir un himno del campesino; inició
el establecimiento de escuelas rurales; llamó socios de la
aristocracia pulquera a los viejos hacendados, acusándoles de
dedicar sus tierras al cultivo del maguey en vez de entregarlas a
la producción de cereales, y dio el nombre de comunidades
agrarias a las nuevas colectividades de población rural que eran
establecidas como consecuencia de repartimientos o restituciones
de tierras.
Después, y ya como miembro del gabinete del presidente
Alvaro Obregón, el general Villarreal redactó un proyecto de
Ley de Ejidos que, aprobado por el Congreso de la Unión, fue
promulgado el 30 de diciembre (1920).
Esta Ley, que tuvo por objeto acabar con el latifundio y hacer propietarios de la tierra a los campesinos, llegó a
tiempo de encauzar el problema del desempleo rural, de manera
que en vez de que los campesinos recurriesen a los medios
violentos, el Estado les proporcionaba los instrumentos
necesarios y convenientes para la pronta tramitación de
repartimientos y restituciones ejidales; ahora que a cambio de
tales instrumentos, el Estado pudo erigirse en tutor de la clase
rural; y con ello poner la primera piedra para la paz doméstica;
porque siendo el campo la incubadora de la subversión, al
quedar comprometido con el Gobierno, se obligaba a colaborar
en las manifestaciones armadas contra el orden público.
Ahora, pues, estaba echada la primera base para consolidar
al Estado mexicano. El acontecimiento había sido fortuito; pero
útil a la sociedad y a la autoridad.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo sexto. Apartado 4 - La política de De la Huerta Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 1 - Obregón en la presidencia
Biblioteca Virtual Antorcha