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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 27 - DEMOCRACIA POLÍTICA
OBREGÓN EN LA PRESIDENCIA
El 25 de octubre (1920), el Congreso de la Unión declaró que el general Alvaro Obregón había sido elegido Presidente Constitucional de la República, para el presidenciado del 1° de diciembre de 1920 al 30 de noviembre de 1924. La declaración
fue basada sobre un recuento de sufragios, de los cuales un
millón setenta y nueve mil habían correspondido al triunfador y
cuarenta y siete mil al rival Alfredo Robles Domínguez.
Estas cifras, sin embargo, correspondían a una obligación
política, mas no a la verdad del sufragio. Ni el número de
ciudadanos, ni las prisas eleccionarias, ni el desdén cívico, ni el
triunfo que de antemano habían trazado los obregonistas podía
servir de guía para el logro de un millón de votos. La suma, eso
sí, era propia de una improvisación electoral, más que de un
engaño vulgar a la nación mexicana. Había necesidad, en el
concepto de los líderes políticos de tales días, de iniciar
formalmente la democracia electoral, por lo cual el suceso
debería ser considerado a manera de mero ensayo.
Así y todo, la elección de Obregón y la instalación de un
gobierno obregonista, dentro del cual se hacía sentir el espíritu
de empresa y entendimiento nacionales, produjeron una
sensación de bienestar. Aquel hombre cordial, ingenioso, franco
y gallardo, con su figura de mutilado y sus exteriorizaciones de
autoridad suprema —exteriorizaciones a veces imitadas a las de
Carranza— era a semejanza de la estampa de un México
anteriormente desconocido; porque lo cierto es que todo
parecía concurrir al empezar el 1921 a un redescubrimiento
nacional.
Obregón comenzó haciéndose circundar por una pléyade de
jóvenes políticos, y como había advertido la atmósfera de salud,
confianza y progreso creada por De la Huerta, quiso conservarla
como obra de su propia inspiración.
Además, desde el comienzo de su campaña presidencial y en
medio de una lucha tan enconada y peligrosa como la sostenida
contra el presidente Carranza y el partido carrancista, el general
Obregón había humanizado profundamente sus debilidades;
también su fiereza, debido al interés con el que se asoció a la
vida civil de México, pues mucha mella había hecho en su
espíritu la acusación de militarista, por lo cual trató con
sagacidad de acercarse al alma popular haciendo omisión de sus
laureles guerreros y tratando de hacer destacar su espíritu
cívico. Y tanto exceso llevó su designio, que dejó de usar el
uniforme militar y su indumentaria fue de persona que parecía
nunca haber llevado los arreos castrenses. Por otra parte,
moderó sus arrestos de mando; llevó los asuntos de Estado a la
consulta y decisión de sus colaboradores principales; llamó a su
lado a sus amigos de confianza, autorizándoles no sólo para que
le advirtieran los errores administrativos y políticos del
Gobierno, antes también a fin de que le instruyeran sobre las
murmuraciones y ambiciones públicas.
Tanto deseo tenía el general Obregón de anticipar a la
República su desinterés personal, su fe política, su firme
creencia en la democracia, su propósito de respetar la voluntad
popular, la invariabilidad de su patriotismo y su amor al
progreso popular y oficial, que con señalada diligencia empezó a
proyectar leyes a par que sepultaba sus exageradas vanidades de
guerrero invicto. Así, de la soberbia de otros días; de los
discursos altivos y farragosos, Obregón pasó a ser un modesto
ciudadano investido con una jerarquía de la cual no habría de
abusar; pues para mantenerla incólume era suficiente la dignidad
personal y la integridad oficial.
Quiso asimismo Obregón, desde los primeros días de su
presidencia ganar prestigio de político y estadista, por lo cual se
molestaba de que sus amigos y partidarios hicieran sobresalir las
dotes del generalato en vez de señalarle con las capacidades de
un Jefe de Estado.
Para probar estas últimas, el Presidente puso en juego sus
dos primeros pensamientos políticos. Uno, llevado a resolver,
como consecuencia de los conflictos que en materia de tierras se
suscitaban en el centro del país, el problema agrario. Otro,
inspirado por el propósito de afirmar el programa democrático
del nuevo gobierno nacional.
Para lo primero, el Presidente aceptó las ideas del general
Villarreal, y haciendo suyo el proyecto de Ley Agraria, envió
éste al Congreso diciendo que la Nación mexicana reconocía el
derecho natural, inalienable e imprescriptible ... (de) todo
hombre para poseer y cultivar por sí una superficie de tierra ...
bastante para satisfacer sus necesidades y las de su familia.
Con tal proyecto, al tiempo de desafiar a hacendados y
terratenientes, el general Obregón penetró decisivamente a un
nuevo mundo —el mundo popular cuyas realidades desconocía,
pero al cual le acercó con maña y astucia el general Villarreal. Y
ese mundo popular correspondió desde luego al Presidente; y los
más huraños zapatistas que tanto desconfiaban de Obregón,
creyéndole aliado de la aristocracia pulquera y de los
propietarios de la ciudad de México, acudieron entre los
primeros a formar en las filas de un partido obregonista que
empezaba a organizarse con miras al futuro político. Fue así
como el zapatismo, de hecho sepultado desde el asesinato de su
caudillo, renació. El general Obregón, lo necesitó; lo hizo brazo
del obregonismo y bandera de los campesinos. Zapata a quien
Obregón mucho había despreciado, surgió, debido al oportunismo
político, como héroe del obregonismo; y Antonio Díaz Soto
y Gama, el representante número uno de ese nuevo zapatismo.
Mas ese plan para ganar popularidad en la masa campesina,
no pareció suficiente a Obregón, quien vivía oficialmente bajo la
pesadez y contrariedad que le proporciona la sola sospecha de
que tenía intenciones dictatoriales. Así, queriendo eliminar tal
sospecha, envió al Congreso un proyecto de ley formando el
artículo 108 constitucional, facultando al poder legislativo para
acusar y consignar al presidente de la República, si éste llegase a
atentar contra el Sufragio Universal, o si invadía la soberanía e
independencia de los estados o malversaba los fondos del Estado.
Quiso el general Obregón realizar los valores democráticos
de México, sin advertir los peligros que podrían sobrevenir,
puesto que en la realidad ponía el poder y honor de las instituciones
en manos de la intriga e irresponsabilidad acusatoria. Más
Obregón no pensaba en la maldad. LLegado a la presidencia
iluminado por la luz democrática de 1910 y con la idea de que
los sucesos de 1920 no se repitiesen en el país, quiso que la
función electoral fuese libre y efectiva. Una pureza de ideales
animaba al Presidente; una sencillez extraordinaria jamás imaginada
por el país, guiaba todos sus actos; y tal sencillez era tan
verdadera y sincera, que cuando el 1° de diciembre quisieron
retratarle sentado en la silla presidencial, se negó a que le
hiciesen la fotografía. Parecióle que la silla era un trono incompatible con los principios democráticos sustentados por él y los
revolucionarios.
La aurora democrática surgía, pues, tan maravillosa y
espléndida en aquellos días que cuando el general Obregón vestido
con frac y llevando del brazo a Adolfo de la Huerta, ascendió
al estrado del Congreso de la Unión a la medianoche del 30 de
noviembre, para rendir la protesta de ley, irradiaba seguridad en
sí mismo y en su patria, y daba la idea de que México no tenía
más misión que la de embarnecer su Estado nacional y desenvolver
las energías creadoras de sus pobladores.
Servía para acrecentar esta última idea, el hecho de que la
paz estaba restablecida en el país. No solamente las grandes
facciones revolucionarias, sino también las guerrillas de asalto,
habían depuesto las armas. El temor de que después de Carranza
no se hallarían hombres capaces para gobernar el país, estaba
vencido. La naturaleza directiva nacida dentro de la Revolución
y que había improvisado gobernantes y generales políticos y hacendistas, legisladores y líderes, era un hecho tangible del cual
la República se alegraba y la hacía creer firmemente en su
porvenir.
No ignoraba Obregón, por otra parte, que de sus primeros
pasos como gobernante, dependería su futuro, y no queriendo
cometer errores, no dudó en escuchar consejos; y como sus
consejeros principales eran Adolfo de la Huerta y Plutarco Elias
Calles, les dio oportunidad para constituir con él, el Presidente,
un triángulo político; y tal triángulo en realidad, fue de tanta
magnitud, que eso solo bastó para dar a México confianza y
tranquilidad, máxime que De la Huerta había dejado durante su
interinato una atmósfera admirativa haciar los caudillos revolucionarios, a quienes el país se negaba a creer, por considerarlos
producto de una improvisación bastarda e impuesta por la
fuerza de las armas.
Obregón flanqueó, pues, su alta jerarquía constitucional con
las figuras de Calles y De la Huerta; pues si el primero representaba
el principio de una nueva autoridad civil ilustrada, el
segundo era la caracterización de la gobernación inteligente y
emprendedora. Esta colaboración de Calles y De la Huerta en
lugar de mermar el mando del Presidente, sirvió para dar a éste
una fuerza incontrastable, puesto que aparte de que se acababa
la sospecha popular insinuada por el carrancismo de que
Obregón mandaría y gobernaría el país con el imperio de un
jefe militar, sentaba las bases de un gobierno multilateral.
Para la República, aquellos tres hombres, se correspondían
entre sí de tantas maneras, todas eficaces y admirativas, que no
intervenían en sus propias responsabilidades ni alteraban o mermaban
la jerarquía de uno o de otro. Así, el absolutismo del que
es tan vecino el presidencialismo quedó excluido del gobierno, y
todo hizo creer que se iniciaba en el país un régimen político
moderado y moderador, como garantía de un ejercicio de plenitud
democrática. Tratábase, ciertamente, de un ensayo, que en
vez de contrariar los preceptos constitucionales, los afirmaba.
Además, el presidente Obregón, sin olvidar ni desdeñar a los
hombres de su partido o de su amistad, no dudó en llamar a su
gabinete a revolucionarios que, sin ser obregonistas, tenían
méritos políticos o intelectuales. Para esta determinación,
Obregón fio en sí mismo; pues no le causó desasosiego alguno el
tener a su lado colaboradores más ilustrados que él, ni más
diligentes que él, ni de mayor tradición civil que él. Obregón
con su singular carácter y su peculiar intuición, sabía que nadie
podría adelantarle en prestigio, autoridad, osadía y disposiciones
de Jefe de Estado. Hablábase en esos días sobre la línea de
floración de una racionabilidad política y administrativa. Fiaba
asimismo Obregón en el respetable poder que significaba un
ejército, cuyos eran los jefes que habían entregado su lealtad al
Presidente y General.
Y, ciertamente, el apoyo del ejército a Obregón era incondicional y resuelto; ahora que dentro de cada uno de los
principales jefes militares se bullía la posibilidad de emular a
Obregón; y esto no por asociación de cuartel, sino como
derecho democrático, puesto que los caudillos del ejército de la
Revolución habían predicado y sostenido el derecho ciudadano
sobre el derecho de la fuerza.
Apoyado, pues, por el ejército como parte defensora de los
intereses de una comunidad nacional, no por ello faltó a
Obregón, como ya se ha dicho, la expresión popular de
simpatía, gracias a todo lo cual pudo iniciar su cuatrienio en
medio de la esperanza nacional. Al efecto, cada una de las piezas
oficiales y privadas parecían encaminadas al fin de fortalecer a
Obregón y al partido obregonista; y gracias a todo eso teníase al
gobierno como piedra angular de una reconciliación mexicana.
Las rivalidades y ambiciones quedaron, aunque aparentemente,
sepultadas, y los más significativos vocablos de armonía, entendimiento
y respeto a las ideas propias y ajenas llenaron el cielo
mexicano.
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