Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo séptimo. Apartado 9 - La tragedia de los caudillosCapítulo vigésimo octavo. Apartado 1 - La sucesión presidencial de 1924 Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 27 - DEMOCRACIA POLÍTICA

LA PREOCUPACIÓN ANTICLERICAL




Desde los comienzos de la Segunda Guerra Civil mexicana, fue creencia muy generalizada de que el anticlericalismo era complemento irrefragable de la Revolución.

Dos causas impelieron a tal creencia. Una, fundada en la idea de que debiendo la Revolución vengar la muerte del Presidente y Vicepresidente de la República, los caudillos revolucionarios sin hacer exámenes ni juicios para buscar a los responsables de la tragedia, y sólo juzgando por los estallidos momentáneos, vieron superficialmente al través de los lazos del Partido Católico con el huertismo, el hilo para acusar al clero como cómplice indirecto de tal tragedia. Otra, inspirado Carranza y sus principales lugartenientes por los caudillos de la Reforma, y todavía entregados al falso asentimiento de que el juarismo equivalía a anticlericalismo y exterminio religioso y no a la instauración y consolidación del Estado y la constitucionalidad, la persecución de sacerdotes fue tenida como continuidad de una política oficial, y la enemistad hacia el gobierno de la Iglesia católica a manera de precisa compatibilidad entre la Reforma y la Revolución.

Así, Revolución y anticlericalismo eran enunciado y partido de una integridad indisoluble, si no es que perfecta; y tanto parecían armonizarse las dos cosas, que el general Obregón, dentro de su sencilla, pero admirable inteligencia, todavía en 1923, establecía la antinomia de liberales y conservadores; y ello a pesar de que el Partido Conservador Mexicano estaba totalmente extinguido desde fines del siglo XIX, y por lo mismo tales afirmaciones de Obregón constituían un anacronismo generoso, aunque infantil, propio al desconocimiento de la evolución nacional y propio asimismo a aquel impulso viviente y revolucionario que era el de dar un progreso real y efectivo a México.

Un anticlericalismo, pues, de 1921, no podía ser, como en el juarismo, una reivindicación de la autoridad nacional, sino una arma contra determinados grupos políticos; ahora que no por ello dejaba de ser lesivo para el sacerdocio católico, que desde 1913, estaba condenado a la intranquilidad y a la acusación sistemática de ilicitudes, pues si es verdad que el clero dio traspiés contrarios a las Leyes, lo cierto es que, tanto era lo que se le vituperaba, que en ocasiones se sintió obligado a tomar posiciones ofensivas y propias de quien se ve agraviado y acosado.

Además —y el hecho se explicaba al través de una independencia de los obispos apostólicos de México hacia los asuntos de la política y del Estado— el clero no comprendía ni reconocía la jerarquía de los caudillos revolucionarios; y si en realidad no pretendía combatirla, sí eran manifiestas sus intenciones de igualarla, de lo cual resultaban, como era natural, los más desagradables conflictos; y como para el gobierno de la Revolución —todavía dentro de la paráfrasis de liberales y conservadores— todos esos conflictos daban la idea de oposición o conspiración y se hacía a un lado el análisis de las verdaderas causas de tales situaciones, no se hallaba otro remedio que subir el diapasón del anticlerismo. De esta suerte, después de las negociaciones voluntariosas hechas por el clero acerca de la Constitución de 1917, había sobrevenido una tregua, aunque alterada circunstancialmente por reglamentaciones locales que, como la de Jalisco (3 agosto, 1918), establecieron que sólo se permitiría un ministro del culto por cada templo abierto, más en el entendido de que únicamente podría oficiar un sacerdote por cada cinco mil habitantes o fracción; o bien, como la decretada en el estado de Tabasco a donde el gobernador Tomás Garrido Canabal, quien espectacularmente se llamaba socialista, mandó que existieran un templo por cada seis mil habitantes, prohibió las iglesias en las haciendas y estableció otros requisitos y limitaciones para las funciones del culto católico, limitaciones que no tenían mucho de constitucionales, sino daban la idea de ser parrafadas inconducentes y un poco excéntricas.

Pero, dejando a su parte tales excesos reglamentarios, que más servían para que sus autores ganaran nombre que a dar dichas a una población que vivía en el fondo más cerca de la idea de Dios que de aquellos modos oficiales, la realidad era que al empezar la tercera década del siglo, la mayoría de los obispos había vuelto a sus diócesis y tal parecía que la paz reinaba nuevamente en el alma cristiana de México. El propio obispo de Jalisco Francisco Orozco y Jiménez, tan ilustrado como aguerrido, estaba nuevamente en su sede, después de haber sido perseguido y vejado, de manera que parecía un nuevo mártir del Cristianismo.

Esto no obstante, la corriente anticlerical y atea era vigorosa y a ella correspondían numerosos y distinguidos mexicanos, que representaban no la enemistad hacia la Iglesia, sino la creencia de que la Ciencia y el Progreso reñían con la Religión; pero especialmente con la enseñanza de la religión en los planteles escolares.

Por otra parte, muy estigmatizada no tanto por irreligiosidad, cuanto por ignorancia, estaba la grey católica mexicana, de manera que era muy fácil levantar dentro de ella, tan atrasada como sus detractores, el ánimo de la venganza. Entre la juventud católica, ya por falta de discernimiento, ya por escuchar de sus mayores crónicas indigeribles, existía una fuerte propensión para rehacer la fe cristiana y combatir violentamente la heterodoxia, de manera que todo aquello llevado de prisa y en medio de atropelladas improvisaciones, tenía que producir males.

Centro de ese renacimiento cristiano llevado en ocasiones más allá de la idea de Dios, fue la Asociación Católica de Jóvenes Mexicanos (ACJM), de la que era caudillo René Capistrán Garza, persona de acción agresiva y verbo imperativo, quien por haber sido objeto de alguna violencia carrancista, gozaba de muchas popularidad entre la juventud católica. Además, Capistrán Garza en vez de llevar a su agrupación a la reverencia de las sotanas, la condujo con señalada osadía a la estimulante idea de conquistar el Poder; y este estribo, puesto a la codiciosa vista de una generación que por no haber concurrido a la Revolución estaba virtualmente excluida de los asuntos políticos de México, despertó tanto entusiasmo que se olvidó medir los peligros y la estatura de la proposición. Nada pareció quimérico a pesar de que en el gobierno y mando de la República se hallaba la clase selecta más vigorosa de cuantas habían dirigido el Estado nacional.

Tanta fue la vehemencia que Capistrán Garza imprimió a las ambiciones de la ACJM, que aquellos jóvenes desinteresados y educados para el bien y prosperidad de sus familias, creyeron que con su ilustración, disciplina y amor a Dios, tenían las armas justas y suficientes para exterminar la fuerza de aquellos grandes adalides de la Revolución, que no sólo poseían la experiencia de la pólvora, sino también la virtud creadora de las epopeyas políticas y civiles de una década.

Conducida, pues, por creencias tan falsas como quiméricas, que daban el aspecto de ser muy pequeñas y ridiculas frente a una conmovedora Revolución, la Asociación Católica de Jóvenes Mexicanos ilusionó a una adolescencia de alma grande y hermosa; tan grande y hermosa que sin acudir al análisis, se atrevió a desafiar a un partido victorioso que representaba el poder entre los poderes políticos de la historia de México.

Sin embargo, ansiosos como estaban de brillar y caminar de prisa hacia la responsabilidad de un posible gobierno cristiano, los adalides políticos del catolicismo, entusiasmados por la pomposa y tumultuaria procesión religiosa registrada en Guadalajara con motivo de la coronación de la virgen de Zapopan (18 enero, 1921); procesión que organizada y dirigida por el obispo Orozco y Jiménez rompió todos los reglamentos anticlericales; y enardecidos también por el estallido de una bomba de dinamita (6 febrero, 1921) en el palacio del arzobispo de México José Mora del Río, los líderes católicos aceptaron una controversia con los campeones de la CROM sobre temas que no estaban al alcance de las cortas o ningunas luces de estos últimos, de manera que las discusiones, en lugar de ser oportunas y provechosas, sólo sirvieron para enconar los ánimos y preparar ambientes cada vez menos comprensibles y por lo mismo embarazosos tanto para la Iglesia como para el Estado. Esos males producidos por las controversias demostraron cuán adversa a la seguridad pública es la oratoria popular, sobre todo cuando se halla exenta de responsabilidad, como acontece en el común de los casos políticos o sociales.

A ese suceso, tan perjudicial e inútil, se siguió un encuentro violento, con los caracteres de una riña vulgar, entre un grupo obrero y los miembros de la ACJM, en las calles de la ciudad de México; después ocurrió un atentado dinamitero (14 de noviembre, 1921) en la basílica de Guadalupe, que por ser llamada el Santuario mexicano, fue a manera de anuncio de una condición conflictiva entre el Estado y la Iglesia; condición que fue desenvolviéndose durante el 1922 y que obligó al presidente Obregón a gastar energías vitales en un asunto que muchos daños ocasionó a las necesidades y obligaciones del Gobierno, por una parte; a la tranquilidad y confianza populares, por otra parte.

Así las cosas, quiso el Clero significar al Estado, cuán dilatado y poderoso era el espíritu cristiano en México, y esto a pesar de que no había tal necesidad, puesto que era público y notorio aquel renacimiento de la Iglesia y sus pastores; y al objeto de tal demostración, y no sin alarde de independencia y soberanía, el Clero hizo saber su decisión de erigir un monumento a Cristo Rey, en el cerro del Cubilete (Guanajuato), considerado como el centro geográfico del país; y como el acto (11 enero, 1923) inaugural de tal monumento tuvo las exterioridades de un desafío al Estado, el general Obregón no sólo condenó aquella manifestación hostil hacia las autoridades civiles, sino que creyó ver una incitación de los obispos mexicanos y líderes católicos a la subversión.

Tan sensible estaba ya para esos días la autoridad presidencial, después de ver cómo iba progresando la actitud agresiva de los católicos, que Obregón ordenó que fuese detenido y expulso el delegado Apostólico Filippi, quien había presidido la ceremonia en el Cubilete, sin que hubiese tenido validez cerca del Presidente, la palabra del cardenal Pietro Gaspari, secretario de Estado del Vaticano, quien se dirigió a Obregón pidiéndole que suspendiera aquella orden dictada contra el prelado italiano.

Con todo esto, la preocupación anticlerical, tan ajena al original y eficaz contenido de la Revolución, volvió a ser tema de México y de sus gobernantes; también ángulo peligroso para el edificio de la paz, puesto que el general Obregón, con la inflexibilidad de sus resoluciones conexivas a las actividades que pudiesen desarrollar los pastores fuera de los recintos destinados al culto, cortó todos los puentes para una retirada tolerante y honorable del Estado, de manera que ya no existieron neutralidad ni transacción posibles, todo lo cual, visto a cielo abierto, acongojó profundamente al pueblo de México, que se hallaba en vías del hartazgo que producen las luchas intestinas, frente a las cuales la gente prefiere los decretos de la paz.
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