Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 1 - Obregón en la presidencia | Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 3 - La revolución cultural | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 27 - DEMOCRACIA POLÍTICA
LAS ESPERANZAS NACIONALES
Con mucha majestad y firmeza entró el presidente Obregón al campo de la tolerancia política y de lo que se llamó justicia social, puesto que trataba de extender los bienes y gracias del Estado a todos los filamentos de la sociedad.
Para Obregón, todas sus ambiciones personales que en
ocasiones supo ocultar con inteligencia e ingenio —ambiciones que le tentaron profundamente desde 1912, cuando se dio de alta como voluntario para ir a combatir a los sublevados de Pascual Orozco— estaban ahora cumplidas. La Revolución, como acontecimiento conmovedor del pueblo mexicano,
equivalente a una sin igual tradición democrática, le había
encumbrado tan súbitamente, como repentinamente se transforman los hombres, si es que la audacia y responsabilidad les llaman al unísono dentro del alma.
Esa virtud excepcional que tuvo la Revolución, sin
establecer excepciones ni privilegios en el seno de la comunidad
nacional, modeló la mentalidad de Obregón hasta hacerle cristal
de grueso bisel en los días que recorremos, de manera que la
sola figura de este hombre imantaba al través de su cordialidad
personal, de su agilidad mental, de su perspicacia norteña y de
su trato casi luminoso.
Gracias a su carácter y a las primeras empresas que acometió
circundado por la gran pléyade revolucionaria que había
olvidado momentáneamente sus rivalidades, la sola personalidad
del general Obregón bastaba para solemnizar y justificar la
Revolución, máxime que el nuevo Presidente, perdiendo los
modos adustos de su predecesor, empleaba todas las fórmulas
del halago, ya para sus amigos, ya para sus enemigos.
El país, estaba seguro al empezar el 1921, de que entraba
formal y definitivamente a una vida de armonía, capaz de
restañar a poco andar las heridas producidas por las guerras
civiles.
Al margen de aquel gobierno novedoso —novedoso, aunque
más pragmático que el de Madero— sólo quedaron, como ya se
ha dicho, los más recalcitrantes carrancistas y contrarrevolucionarios,
a quienes Obregón no extendió un franco perdón
y además trataba con lacerante desdén.
Los políticos contrarrevolucionarios, refugiados en San
Antonio, El Paso (Texas) y Nueva York, seguían creyendo ser
ellos los únicos capaces de componer, ordenar y hacer progresar
al país; ahora que algunos hombres de cepa porfirista gozaban
de promesas y sonrisas, aunque siempre cautelosas y fugaces, del
Presidente. Pocos eran los tránsfugas del régimen porfirista o
del huertismo que se hallaban, mediante reservas mentales, en
empleos diplomáticos o administrativos del gobierno
obregonista.
Esto, sin embargo, era secundario frente al poder cauteloso
y siempre de entendimiento que ejercían Calles y De la Huerta.
Aquél, como secretario de Gobernación, tenía agrupados —y los
dirigía y maniobraba con extremada habilidad— a los líderes
políticos no sólo del obregonismo, sino de otros partidos, de
manera que estaba al corriente de cuanto ocurría en el país; y además estaba en aptitud de valorar la conducta y saber de cada
uno de los principales adalides. De la Huerta, como secretario de
Hacienda, se dedicó —siempre de acuerdo con Obregón— atraer
y educar a la juventud intelectual, con el objeto no sólo de
preparar a los futuros gobernantes de México, sino también de
dar mayor empaque al gobierno revolucionario, puesto que era
voz general que aquellos hombres llegados de Sonora y establecidos en los más altos empleos de la República carecían de experiencia, talento e ilustración. Así, queriendo contrariar tal opinión y hacer probación del espíritu de tolerancia, desenvoltura y progreso del obregonismo, De la Huerta llamó a
los Siete Sabios de Grecia, arrancándolos de una desteñida
neutralidad, para hacerles funcionarios y consejeros de caudillos
revolucionarios y del partido de la Revolución.
Por otro lado, y siempre concordantes, pues vivían en
consulta verbal, Calles y De la Huerta se compartían con
habilidad y armonía los aplausos de un actualizante grupo
político: el de los líderes obreros. A éstos, mientras que el
secretario de Gobernación les pasaba un subsidio, el de
Hacienda les hacía sus colaboradores; ahora que esto con tanto
comedimiento, que De la Huerta les llamaba por el diminutivo
de sus apellidos, con lo cual evitaba previsoramente que
tomasen alas y pudiesen ser más adelante una fuerza contraria al
Estado.
Además, dejando atrás los resabios de las guerras, que tantas
y explicables desazones causaron a Carranza, el gobierno de
Obregón dio vuelos a la imaginación, y la vocación creadora fue
el tema cotidiano, movido principalmente por Calles y De la
Huerta, pero bajo la vigilancia y autoridad de Obregón. Para
éste, era indispensable establecer que todo lo sentido o
presentido constituía el substrato revolucionario; que ser
revolucionario no indicaba querer o poder pelear solamente con
el rifle al hombro. Ser revolucionario significaba promover,
adelantar, triunfar. Este era, por lo menos, el lema de Obregón
al iniciarse el 1921. La Revolución dejaba, pues, de ser una mera
composición de decretos y esperanzas; de exigencias y ensayos:
era, en cambio, el goce y función de una victoria práctica.
De esta suerte, el Estado y el pueblo tenían mucho por
hacer. El censo de 1921, hizo saber que en México vivían del
salario agrícola tres y medio millones de individuos y ciento
diecisiete mil del industrial; que en la República existían
doscientos setenta mil comerciantes, veinte mil profesionales,
siete mil propietarios urbanos y cuatro millones setecientos mil
sujetos clasificados como trabajadores domésticos.
El propio censo indicó que la población rural mexicana era
de diez y medio millones de personas; poco más de dos millones
figuraron como población urbana; y aunque tales noticias
administrativas no corresponden a las que deben ser aceptadas
como incuestionables, pues muchas son las faltas censales que
aparecen en los documentos oficiales, de todas maneras se debe
considerar que las cifras no están lejanas de la realidad. Las más
exactas, referentes a población, son las de migración. De los
cotejos entre las mexicanas y norteamericanas es posible fijar que
en ese año de 1921, regresaron a México ciento cuarenta y nueve mil connacionales; pero salieron también con destino a Estados Unidos ciento trece mil.
Mas el Estado hizo omisión de tales cifras. En la plenitud de
una luna de miel, los gobernantes estaban entregados a otras
preocupaciones más contiguas a la reconstrucción nacional. Al
efecto, el gobierno siguió el curso de la reparación y
organización de dos millones ochocientos mil kilómetros de
líneas telegráficas; proyectó la ley del sevicio civil, para
garantizar la estabilidad de los oficinistas de filiación
obregonista que sustituyeron a los de gobiernos anteriores;
ordenó la formación de un inventario de bienes nacionales y
fundó un departamento específico; inició (enero, 1921) la
construcción de la carretera a Acapulco, que fue considerada
como la primera en la República; estableció el principio de la
inamovilidad judicial; examinó los sistemas e instrumentos a fin
de fijar y exigir la responsabilidad de los municipios y de los
funcionarios municipales; fundó en la ciudad de México (Julio,
1920), el departamento de tránsito, pues estaban registrados
quince mil vehículos de motor y éstos, sin reglamento alguno,
producían el caos en la vida cotidiana y autorizó la dilatación de
la zona metropolitana, proyectándose, gracias a una nueva
urbanización, cambiar la fisonomía de la Capital que todavía
hasta 1920 no había perdido sus características porfirianas.
Al fin de realizar esta idea de la que fue autor el secretario de Comunicaciones Pascual Ortíz Rubio, empieza a transformar
la antigua capital porfirista, y traza una gran calzada para unir la
ciudad con la población de San Angel; luego autoriza a Arthur
J. Blair, de nacionalidad norteamericana, para que compre (mayo,
1922), a razón de veinticinco centavos el metro cuadrado, los
terrenos de las lomas al poniente del Distrito Federal; y Blair,
con mucha diligencia, abre calles y jardines, introduce el
teléfono y agua potable, construye casas y vende solares,
apellidando a la nueva urbanización Chapultepec Heights.
También en los estados se corresponden a la inspiración creadora que el obregonismo ha dado al país; y mientras en Sinaloa se adelanta el proyecto del ferrocarril de Mazatlán a Durango, en Sonora las empresas agrícolas invaden las márgenes del Yaqui, iniciando con esto una nueva zona productora de
cereales, con el intento de sustituir al antiguo centro agrícola
que era el Bajío.
En Hidalgo se comienza, hacia los días que remiramos, la
actividad minera, suspendida desde 1913, y en Veracruz se
proyecta la ampliación del puerto y la organización de una
empresa mexicana de navegación marítima; y aunque sin
procurar el mejoramiento material que se proponen otros
estados, el de Tamaulipas conmueve al país con una audaz ley
de relaciones familiares (31 agosto, 1923), conforme a la cual, el
divorcio es suceso de fácil resolución y los hijos naturales y
legítimos tienen iguales derechos. Además, autoriza el
matrimonio de niños mayores de doce años.
En Sonora y San Luis Potosí, los legisladores locales se
preocupan por el destino de la mujer. En el primero, la ley
prohibió el matrimonio de una mexicana con un chino; en el
segundo, debido a la iniciativa del gobernador Rafael Nieto, se
otorgaron derechos políticos al sexo femenino.
No todo, por supuesto, significa prosperidad y entendimiento
en los estados; pues entre los de Morelos y Guerrero
se plantea una vieja disputa por cuestión de límites; y ello a pesar de un laudo presidencial (mayo, 1923), que otorga más territorio a los guerrerenses.
Ahora bien: de las empresas del gobierno nacional, es la
emprendida por el general Calles en la secretaría de gobernación,
a fin de que el Sufragio Universal sea verdadero y efectivo en la República, la de mayor importancia. Calles cree factible la conversión del hombre de campo en ciudadano. Cree asimismo que esta tarea debe ser por lo menos la más
revolucionaria, puesto que constituyó, en la realidad, el meollo
de la Revolución; y aunque no desconoce que la realización de
tal propósito no es fácil en un país eminentemente rural, esboza
los principios de una democracia política, con la disposición
precisa de ponerla en función práctica. Al efecto, al tiempo de
proyectar una nueva ley electoral para ser aplicada en las
elecciones nacionales de 1924, indica la conveniencia de
organizar un régimen de partidos políticos. Además, cree
posible establecer en el país un sistema de responsabilidad
política, administrativa y electoral, de manera que a ésta
correspondan los líderes políticos.
Los proyectos de Calles, sin embargo, apenas puestos en
marcha serían entorpecidos por desagradables ocurrencias
dentro del gabinete presidencial. Una división, en efecto, surgió
entre los colaboradores directos del presidente Obregón,
organizándose dos grupos antagónicos. Uno del que eran parte
Calles y De la Huerta; otro, en el que servían a manera de
motores, el secretario de Agricultura Antonio I. Villarreal y el
de Industria Rafael Zubaran Capmany.
Tales divergencias se presentaron por vez primera en marzo
de 1921; pero en esta ocasión, la única víctima fue el ingeniero
Ortíz Rubio, quien para evitar concurrir a las discordias entre
sus colegas, prefirió renunciar. Ortíz Rubio, en pocos meses
había trabajado incansablemente. A él se debió el comienzo del
camino a Acapulco y de la avenida de los Insurgentes; también
la era urbanística de la Ciudad de México. Debiósele asimismo
un plan de carreteras nacionales y la construcción de cinco
grandes puertos.
Aunque sin corresponder a los dos grupos principales
organizados en el seno del gabinete presidencial, Ortíz Rubio
quiso dar una muestra de independencia ministerial; y, al efecto,
presentó un presupuesto para la construcción de carreteras, que
al serle negado por la secretaría de Hacienda, pues se le
consideró exagerado en su proyectismo, le sirvió de pretexto
para renunciar. Esta renuncia denotó el alto grado de
responsabilidad que existía entre los funcionarios públicos; y la
delicadeza personal de tales funcionarios.
El Presidente, por su parte, consideró que el no aceptar la
separación de su colaborador minoraba su autoridad; y como
quiso con un poco de imperio hacer convenir a Ortiz Rubio que
la renuncia estaba fuera de la razón política, los ánimos se
agrariaron y Ortíz Rubio abandonó el gabinete con mucha
dignidad, para marchar voluntariamente al extranjero, a pesar de
la escasez de sus recursos pecuniarios y de la amargura que en él
habían sembrado la irritabilidad del Presidente y el desdén de
sus colegas.
Estos no estarían muchos meses tranquilos y unidos. Las
discordias primeras habían surgido desde la primavera de 1921,
porque de un lado los secretarios Villarreal y Zubaran espiaban
los movimientos de Calles y De la Huerta, considerando que
entre ambos existía un trato político y amistoso para suceder al
general Obregón en la presidencia. De otro lado, Calles y De la
Huerta observaban la actividad de Villarreal, creyendo que cada
paso de este último significaba preparación electoral para el
presidenciado 1924-1928. Así, los de un grupo y del siguiente,
vivían en medio de tantas preocupaciones y sutilezas, que los
problemas administrativos figuraban en segunda línea, en tanto
los políticos llenaban todo el ambiente de tales horas.
Además, como desde diciembre del 1920, Villarreal y Zubaran dirigían al Partido Liberal Constitucionalista, que había sido el alma y estructura del obregonismo, ambos creían que el Presidente estaba obligado a corresponder las
determinaciones del partido, y por lo mismo establecieron un
estado de cosas conforme al cual, el Liberal Constitucionalista era ununa superestructura dentro de la que debería actuar Obregón.
Muy poco conocían Villarreal y Zubaran el carácter de
Obregón, y muy poco consideraron las facultades que dentro
del régimen presidencial preceptuado por la Constitución poseía
el primer Magistrado, de manera que quisieron gozar de
extremas ventajas políticas, poniendo al general Obregón bajo
las alas de la parcialidad política y con lo mismo quedando
ambos como tutelares del Presidente.
Avisado de lo que se proyectaba, Obregón no titubeó en
desdeñar el aparente poder de sus colaboradores, y no sólo les
colocó en posición desventajosa dentro del gabinete con el
propósito de obligarles a renunciar, sino que mandó al secretario
de Hacienda que auxiliase económicamente a los partidos
Nacional Cooperatista y Laborista Mexicano a fin de que
tomasen a su cargo la dirección de una empresa hostil al Liberal Constitucionalista. Con todo esto, advertidos de una animosidad creciente en Obregón hacia ellos, Zubaran y Villarreal se vieron obligados a renunciar; y lo que creyeron factible y poderoso se deshizo en pocos meses, pues apenas los miembros del Liberal Constitucionalista se sintieron excluidos del mundo oficial, empezaron a desertar de las filas de Villarreal y Zubaran, y al final de 1922, el P.L.C. quedó sin fondos, sin gente y sin porvenir. Así, la creencia de que era posible establecer en México una democracia política empezó a declinar.
Por otra parte, esos mismos acontecimientos no dejaron de
lesionar el espíritu conciliador que animó al general Obregón y a
sus colaboradores desde el comienzo del presidenciado y con lo
mismo, el Presidente pudo contemplar fríamente un panorama
político futuro nada tranquilizador para el país. Y, en efecto, la
democracia mexicana estaba nuevamente amenazada, y no por
los excesos del mando y gobierno; tampoco por desniveles entre
el Estado y la Sociedad. Dos eran, en realidad, las causas de tal
amenaza. Una, el precoz desarrollo de la nueva pléyade política
nacional, que en lugar de esperar el progreso evolutivo, quería
llegar al Poder violentamente. Otra, el hecho de que siendo
México un país rural, el ciudadano estaba obligado a vivir bajo
el influjo de lo rústico, de manera que hallándose las libertades
públicas al margen de una jerarquía determinada por la ciudad,
el propio ciudadano era víctima del contagio de una rustiquez
que dentro de una urbe se convertía en atropello y borrasca.
De esta suerte, las pasiones humanas manifiestas en ambiciones, rivalidades y venganzas se exaltaban fácilmente y lo
que era claro y sencillo se presentaba oscuro y tenebroso. Y esto
último, con un acompañamiento de tantas malicias y consecuencias
que cuando murió (14 de diciembre 1920) el general Benjamín Hill, brazo derecho del presidente Obregón, se dio a tal suceso el cariz de un crimen político, atribuyéndose el mismo al general Calles, lo cual era tan insensato y satánico, como falso e infamante.
Dentro de una atmósfera de pasiones públicas y privadas
insatisfechas; pero sometidas a un orden artificioso, que poco a
poco iban descubriendo las cicatrices de los odios y venganza,
pareció natural que el general Jacinto B. Treviño enviase una
carta al periodista Félix F. Palavicini amenazándole de muerte
en el lugar y en el modo a que diera lugar; y no contento con
esto, y ya en las alas de una incontenible y ciega irascibilidad y
como si fuese individuo impunible, el propio Treviño dio
muerte (8 de agosto) al general José Alessio Robles, por agravios
personales.
Así, la ley de la pólvora pronto ennegreció el cielo de
cordialidad, entendimiento y conciliación de la democracia
política tan optimísticamente aceptada y proclamada no sólo
por el mundo oficial, antes también por el popular. Y no fue tal
cielo, el único que oscureció; pues muchas y grandes negruras
aparecieron en el horizonte electoral. A la violencia en los
campos de batalla se pasó a la violencia en las calles de la urbe.
El atropello y el engaño empezaron a ser vistos como parte
adscrita por naturaleza a las cuestiones políticas, pero
principalmente a las electorales. Además, era necesario entender
que no en balde los adalides políticos eran originarios en su gran
mayoría, del ciudadano armado y que si éste, en 1921, ya no
pertenecía al ejército, no por ello eliminaba su mentalidad de
guerrero aunque dando a ésta tintes cívicos. De esta suerte, ni la
República ni la Revolución podían hacerse responsables de un
suceso que no iban a curar las leyes, ni el Estado, ni la sociedad,
ni la moral, ni el patriotismo; pues el remedio a tales dolencias y
pasiones de las luchas civiles serían consecuencia del acomodo
humano procurado por el país desde 1910.
El peor síntoma de aquel proemio de democracia política
mexicana fue la formación de una casta de muñidores electorales;
pues si éstos habían aparecido desde las elecciones
municipales de 1918, sólo adquirieron profesionalidad a partir
de 1921.
Y no serían los muñidores la única peste de la puericia
política; pues a tales muñidores les acompañarían como cortejo
de los males que siempre se siguen a los acontecimientos
brillantes, los maniobreros políticos. Y, en efecto, al iniciarse los
trabajos electorales en los estados para las remociones de
autoridades locales, surgió un nuevo tipo de político. Este, ya
no era el idealista ilusivo, magnífico y honorable de 1910 o de
1917. Este se caracterizaba en el ocioso que practicaba la
política como parte de una aventura ruidosa a par de lucrativa,
de manera que los regímenes políticos locales no dependiesen
de la legalidad, ni de la autoridad nacional, ni del apoyo
popular, sino que fuesen consecuencia de una audacia asociada a
la violencia.
Dióse a tan peligroso como ilegal y antipatriótico procedimiento, las exteriorizaciones de un excesivo celo democrático
y una efectiva defensa de las libertades cívicas;
y como para ello se requería una columna poderosa, se pasó de
la fuerza de las armas a la fuerza de la asamblea; y como ésta
tenía todas las apariencias de un imperio democrático y constitucional, las legislaturas locales se propusieron someter a sus designios a los gobernadores, de lo cual se originó una pugna entre los dos poderes locales.
El asambleísmo nacional que tan fatal había sido al país en
los años de 1912 y 1913, y ello no por ineptitud democrática
de los mexicanos, sino porque la asamblea fue siempre
representación precisa de la libertad borrascosa; el asambleísmo
nacional, se dice, ya liquidado, se trasladaba ahora a los estados,
para sembrar, al igual que en la capital, la zozobra y la amenaza
a los ejecutivos. Así, tratando de someter a los gobernadores de
Jalisco y Nuevo León, las legislaturas de ambos estados no
hallaron otro camino que el de destituir a tales magistrados,
para enseguida sustituirles por personajes del incipiente y localista asambleísmo.
Sucedió a tal teatro, el triunfo político de los más audaces
en política; y en julio de 1922, el licenciado Tomás Garrido
Canabal, inauguró ese nuevo tipo de gobernante en el estado de
Tabasco. Era Garrido hombre tenaz, osado, imperioso, pero
generalmente entregado a sus caprichos. Decíase socialista,
ahora que su socialismo era resultado de su propia invención,
pues reñía con los preceptos de la doctrina social.
Anterior a Tabasco, el estado de Yucatán ofreció al país una
desquiciadora democracia electoral hecha función en nombre
también del Socialismo; aunque en este caso, el interesado, que
era el general Salvador Alvarado, no tenía paralelo alguno con
Garrido Canabal. Alvarado, sin embargo, proyectó sustituir el
valor momentáneo del sufragio por la organización multitudinaria.
Mas en 1922, los muñidores electorales y los maniobreros de
partido, aparte de constituir un peligro para la democracia
política, empezaron a representar una amenaza para la
estabilidad del Estado; porque lo que ocurría en las localidades
repercutía en la capital nacional; y lo que repercutía en la
capital empezaba a debilitar los cimientos de la autoridad
mexicana, por todo lo cual la presidencia obregonista, iniciada
en medio del aplauso de propios y extraños, al igual de aquel
portentoso y hábil político que era Obregón, empezaron a
experimentar la merma de su poder, de manera que el caudillo
iba a ser víctima de su propio partido.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 1 - Obregón en la presidencia Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 3 - La revolución cultural
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