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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 27 - DEMOCRACIA POLÍTICA

EL PETRÓLEO MAGNO




Como los caudillos de la Revolución, preocupados por los problemas bélicos, no se interesaron por las cuestiones que se suscitarían al volver la paz en la República, los acontecimientos que se presentaron en la trasguerra quedaron incluidos en los programas administrativos, jurídicos y políticos del Estado, de manera que al terminar el período preconstitucional no existía preparación alguna, conforme a la cual se pudiese desarrollar un plan dirigido por la política oficial. Debido a esta ausencia de previsiones políticas y económicas, fue muy socorrida la idea de que la Revolución había sido un fenómeno exento de racionabilidad y conclusiones humanas, y por lo mismo se le atribuyó el solo designio de haber propugnado para el desarrollo y consolidación de determinadas ambiciones de caudillos y cabecillas.

Y no pudo ser de otra manera, porque no obstante las numerosas cabezas distinguidas en pensamiento y acción que nacieron dentro de la Revolución, fueron tantos y mayúsculos los problemas que se presentaron en medio de aquellas luchas de la libertad y de las armas, que no se hizo posible exigir un método cientifíco a los gobernantes revolucionarios. Además, como mucho de rústico tenía el pensar de tales hombres, fue necesario enlazar los destellos originales y primitivos con las grandes y verdaderas tradiciones de México, a fin de que esa manera pudiesen penetrar a la interrogación con la cual iba a tropezar la vida económica del país.

La fuente primera de la vida económica de México anterior a la Revolución estuvo en el empréstito e inversión extranjeros; las fuentes primeras del trabajo y producción nacional, en la hacienda y la minería.

Ahora bien: excluidos los empréstitos exteriores, y debilitado el inversionismo puesto que las luchas intestinas hicieron huir los créditos y destruidas las haciendas, sólo quedaba la industria minera. Sin embargo, ésta, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, ya no dependía de la búsqueda de aventura o de una laboriosidad nacional. Dependía de los precios mundiales. México, pues, no podía fundar su vida sobre tan incierta fuente de riqueza.

Durante las conflagraciones internas, la ganadería y el henequén nacionales sirvieron a las diferentes facciones en lucha, para que éstas adquiriesen materiales bélicos en Estados Unidos y otros países; pero en 1921, la ganadería estaba agotada, y la fibra henequenera se hallaba en desgracia parcial, pues su precio en los mercados exteriores había decrecido hasta el grado de que las ventas apenas compensaban la explotación.

Debido a todo esto, el Estado y la sociedad se preguntaban de qué iba a vivir México; y a tal interrogación sólo se daba una respuesta: la República poseía una nueva y poderosa fuente de producción y riqueza: el petróleo.

Al efecto, representábase esta industria, por ser novedosa y manifestarse su producción en cifras de millones, como la abundancia suprema de bienes —la riqueza magna de México.

En siete años (1917-1923), el país produjo ochocientos ochenta y siete millones de barriles de petróleo. De estos, correspondieron a un solo año (1921) ciento noventa y tres millones. Así, México, con tal producción, alcanzó a cubrir la cuarta parte de las necesidades que de este combustible tenía el mundo, ganando con lo mismo el título de potencia petrolera.

El título, considerando los cálculos de las empresas industriales interesadas en la producción y consumo del aceite, no era exagerado. Tales cálculos indicaban que las reservas aceitíferas del país estaban garantizadas para ochenta años, durante los cuales, los pozos ubicados en suelo mexicano produciría un promedio de ciento ochenta y dos millones de barriles anualmente, como sucedió en 1911.

Hecho el petróleo de esa suerte, la riqueza y sostén económico angular del país, el comercio y las industrias de otros renglones pasaron a corresponder a segundas y terceras categorías; y el Estado, creyendo en las aparatosas cifras de producción y en las virtudes que como combustible se daba al petróleo, consideró que no sólo la economía popular, sino también la hacienda pública podrían vivir de lo que en impuestos, salarios regalías y precios iba a dar tal combustible, al que se concedían propiedades y ganancias superiores a las del carbón de piedra, no obstante que a éste se debía la Revolución industrial.

De esta suerte, el Estado mexicano abandonando momentáneamente los proyectos de crédito exterior, se propuso gravar el petróleo. Estos gravámenes, que fueron dilatándose conforme se acrecentaban las necesidades del erario nacional, no produjeron los resultados que esperaba la hacienda pública. Los impuestos eran aplicados por cantidad de producción, por superficie de terreno dedicado a la explotación del subsuelo, por potencialidad de los pozos en producción, por exportaciones y por utilidades de las empresas.

La ilusión, sobre los rendimientos que la industria petrolera podía dar al fisco fue tan grande, que la secretaría de Hacienda calculó que con un promedio de cuatrocientos cincuenta mil barriles diarios, el Gobierno nacional tendría asegurada una rentabilidad anual correspondiente al treinta y tres por ciento de sus egresos, de manera que con ello estaba sobrepujada la vieja amenaza de los déficits presupuéstales.

Además, para corresponder a las esperanzas comprendidas en la producción petrolera, la secretaría de Hacienda aumentó las acuñaciones de oro y plata. De aquélla, durante el año de 1921 ascendió a treinta y un millones de pesos oro; a veintidós millones, de la segunda; pero a partir de septiembre del año siguiente, y comenzando con la acuñación de piezas de oro por valor de cincuenta pesos y de monedas en plata de dos pesos, en sólo doce meses, el Gobierno puso en circulación cincuenta y seis millones de pesos; y al mismo tiempo, y con propósito de estabilizar la moneda nacional, se constituyó un fondo de treinta y seis millones de dólares.

Sin embargo, ni los impuestos a la explotación del petróleo, ni las nuevas y abundantes acuñaciones metálicas, ni el fondo estabilización, daban seguridad y solidez a la hacienda pública. Las deudas del Estado se iban acrecentando, pues conforme aumentaban los ingresos, crecían las erogaciones, puesto que se dilataba la esfera de acción del Estado y los compromisos públicos se duplicaban. De esta suerte, se hizo necesario acudir a acreedores, pero como éstos sólo podían ser nacionales, la secretaría de Hacienda recurrió a los bancos contrayendo con éstos una deuda de cincuenta y dos millones de pesos oro, que la propia secretaría quiso liquidar por medio de Bonos del Estado, que sólo aceptaron ocho bancos, lo cual requirió que obligándose de esta manera al Gobierno pagase en numerario.

No fue esa la única deuda contraída en la segunda mitad del cuatrienio obregonista. El Gobierno, al efecto, se vio obligado a disponer de treinta millones de pesos que correspondían a intereses pagables a tenedores de bonos de los ferrocarriles, en la inteligencia que esta deuda se acrecentaba anualmente en cinco millones de pesos.

Por otra parte, la secretaría de Hacienda abrió una cuenta de deudas a particulares, que pronto ascendió a doce millones de pesos, mientras que los anticipos de las empresas petroleras ascendieron a diecinueve millones.

Finalmente, como la Nación debía a los acredores europeos y norteamericanos el total de los pagos de diez años correspondientes a la deuda Exterior, pronto la hacienda pública dio señales de angustia, máxime que, abiertas las puertas de las aduanas marítimas y fronterizas a la importaciones, éstas crecieron hasta alcanzar la cifra de trescientos tres millones de pesos, debido a lo cual los recursos monetarios del país sufrieron una merma.

Tampoco los capitales nacionales y extranjeros que operaban dentro de la República se presentaran con cifras halagüeñas. En la industria minera, la inversión mexicana (1923) fue de 4.4 por ciento, mientras que la inversión británica se mantuvo en un veintinueve por ciento y treinta y nueve la norteamericana.

Tan pobre era la inversión nacional en la industria del país, que en la explotación petrolera sólo representaba un tres por ciento, en tanto que los capitales de Estados Unidos y Gran Bretaña sumaban el ochenta y tres por ciento. El total de los capitales invertidos en otras industrias de México, ascendió (1923) a setenta y dos millones de pesos oro. Tales capitales estaban repartidos en ciento diez fábricas que daban trabajo a treinta y nueve mil operarios, y que durante el año de 1923, produjeron artículos manufacturados por valor de noventa y siete millones de pesos.

De estas industrias, la más progresista y activa fue la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey, que si en 1915, sólo dio una producción valuada en noventa y ocho mil pesos, en 1923, alcanzó una producción de ocho millones de pesos.

La paz, pues, iba minorando las lesiones que tan profundamente había sufrido la República durante las luchas intestinas; aunque no por ello dejaban de ocurrir mermas y quiebras. Estas se operaron principalmente en las compañías de seguros, que en su totalidad eran de capital extranjero y administradas también por forasteros. La intranquilidad producida por las guerras y el escepticismo que se hincó en la gente, fueron las causas de que tales compañías asistieran al descenso de los seguros hasta llegar (1921) a un cincuenta por ciento de las cifras anteriores, por lo cual algunas empresas se declararon en quiebra y otras suspendieron sus operaciones.

Como estos trances financieros y hacendarios se presentaron al país desde los comienzos del gobierno de Obregón, el secretario de Hacienda Adolfo De la Huerta, salió valientemente a lidiar con la situación; y aunque parecía aconsejable seguir la vieja táctica de dictar ahorros en los presupuestos a fin de restablecer la balanza administrativa. De la Huerta prefirió acudir a otros instrumentos, y al objeto formuló cuatro grandes y liberales proyectos no sólo de orden fiscal, sino también conexivos a la vida institucional y económica de México.

Fue el primero de tales proyectos, el de dar fin a la incautación de los bancos, establecer la vigilancia oficial sobre las instituciones de crédito y fijar el monto de las obligaciones del Estado con los propios bancos. Al efecto, el Gobierno expidió (31 enero, 1921) un decreto levantando la incautación y restableciendo la libertad bancaria, aunque suprimiendo definitivamente el privilegio conforme al cual tales instituciones podían emitir billetes.

El segundo proyecto lo puso en práctica De la Huerta, decretando la fundación del Banco Unico de Emisión, para lo cual sería necesaria la contratación de un empréstito exterior auxiliar; pero sin fijar el monto de este empréstito ni el modo de llevarlo a cabo.

Como tercer proyecto, De la Huerta elaboró una ley para la nacionalización del petróleo, entendiéndose que tal nacionalización no podría ser aplicada con efectos retroactivos.

De esta suerte, las empresas establecidas en el país continuarían gozando de sus pertenencias y explotaciones; pero en lo futuro no se otorgarían concesiones para nuevas instalaciones si éstas no eran mexicanas en un ciento por ciento.

Ahora bien: en seguida de formular los anteriores proyectos, De la Huerta hizo conocer al presidente Obregón el cuarto, que era el principal. Y, ciertamente, a excepción de lo relacionado con la vuelta a la normalidad depositaría y crediticia de los bancos, para realizar los otros puntos del proyecto general era indispensable llevar a cabo un arreglo previo con los tenedores de bonos de la deuda exterior de México; porque ¿cómo era posible restablecer el crédito oficial del gobierno mexicano estando suspendidos los pagos exteriores? Y sin obtener ese crédito, ¿qué haría México, tan dañado en su economía y riqueza, para rehabilitar su producción y restablecer la confianza pública interior y exterior?

El plan trazado por De la Huerta no ocultó que los instrumentos necesarios para el reacomodo o recuperación económica del país, debería tener como cimiento firme la prosperidad de la industria petrolera, la nivelación de los requerimientos del fisco y la entrada a México de una moneda sana que, asociada a la que el Gobierno empezaba acuñar y a poner en circulación, diera confianza y estimulara a los capitales de inversión para proporcionar auge a la industria nacional.
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