Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo séptimo. Apartado 4 - El petróleo magnoCapítulo vigésimo séptimo. Apartado 6 - Deuda con Estados Unidos Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 27 - DEMOCRACIA POLÍTICA

CRÉDITO EN EL EXTERIOR




Adolfo De la Huerta, el secretario de Hacienda en el gabinete del presitente Obregón no era un financiero ni un hacendista profesional; pero a su clarísimo talento y vivísima imaginación unía una previsora prudencia, una gran responsabilidad de funcionarios, una intachable conducta pública y un deseo patriótico de dar orden a todo lo que se le encomendaba. Gracias a todo esto, sustituía eficazmente su inexperiencia administrativa y su desconocimiento de las grandes y esenciales cifras que siempre norman la hacienda pública y las menudencias de los asuntos fiscales.

No era tan fácil la tarea aceptada por De la Huerta al hacerse cargo de la secretaría de Hacienda; pues si de un lado tuvo que adaptarse a las características y compromisos que Obregón imprimió a su presidenciado desde el 1° de diciembre; de otro lado, fue indispensable que soportara y traspusiera el caos que en todos los renglones de la vida cotidiana dejaron a México las guerras.

Rodeóse de la Huerta en sus tareas administrativas, de lo que en un alto porcentaje iba a depender el porvenir político del obregonismo y de lo que también se derivaría el valor real y positivo de los enunciados revolucionarios; rodeóse De la Huerta, sin reservas ni circunloquios, de individuos que, no obstante su impreparación científica, intuían, como él, los profundos y pesarosos problemas de México; e hizo que tales colaboradores se dedicasen al estudio de lo pasado y lo porvenir, obteniendo de esa manera los dictámenes más heterogénos; pero como casi todos estos contenían un criterio de conciliación y síntesis, De la Huerta pudo captarlos, pues mucho gustaba de escuchar las opiniones ajenas por más disímiles que fuesen, y con ello surgió en pocos meses dentro de él, la capacidad y confianza que siempre requieren los espíritus destinados a grandes empresas. De esta suerte. De la Huerta logró servir eficaz, laboriosa y honorablemente al Presidente que le había dado amplísimas facultades en el ramo de la hacienda.

Mucho sirvió también a De la Huerta, para realizar con gallardía y seguridad aquella tan pesada tarea, como era la de reorganizar la hacienda pública, el trato que había tenido en Nueva York durante la Guerra Civil, con los asuntos exteriores y las disciplinas universales.

Sin embargo, en el orden oficinesco, se tenía como defecto de De la Huerta, el hecho de que éste menospreciaba las menudencias administrativas, por lo cual, si los presupuestos de los años fiscales 1921 a 1923, tuvieron señalada precisión en sus cifras totales, no ocurrió lo mismo en las parciales, de manera que esto serviría para que más adelante la insidia política le acusara las ligerezas administrativas que, a través de la prueba documental, no existieron.

Gustaba así De la Huerta, sobre todas las cosas, de las ideas principales; y aunque sin querer caer en la política hacendaria de los empréstitos extranjeros, le pareció que, aparte de obtener uno solo para la fundación del Banco único, era indispensable consolidar las deudas mexicanas, a manera de abrir un camino expedito a los créditos domésticos.

La idea de De la Huerta consistió no tanto en los regateos financieros, cuanto en la reincorporación de México a la vista económica, jurídica y política universal; pero sin que por ello se depusiera en el extranjero el espíritu de nacionalidad del cual muy celosamente empezaban a vigilar la Sociedad y el Estado.

Al efecto, como las compañías petroleras se habíañ mostrado tratables en los negocios con el Estado adelantándose vencimientos de impuestos, el secretario de Hacienda creyó factible (septiembre, 1921), que las propias compañías absorbieran lenta, periódica y firmemente, los cobros correspondientes a la deuda exterior de México, de modo que el país, sin sentir el peso de ese pago, liquidara la deuda y al mismo tiempo recobrase su crédito en el extranjero.

Aunque el proyecto era hábil y audaz, puesto que ahorraba a la nación desgastes económicos momentáneos y no comprometía los bienes del país, las empresas petroleras no desdeñaron el escuchar proposiciones oficiales, y así lo hicieron; pero advertidos los tenedores de bonos tanto en Europa como en Estados Undios, de tales tratos, y temerosos de que los petroleros especulasen con los bonos, los preliminares con las compañías quedaron en suspenso.

Retiráronse también las compañías petroleras de la negociación, porque habiéndose asociado los acreedores de México en un Comité Internacional para el reajuste de la deuda, tal comité, presidido por Thomas W. Lamont, advirtió que desconocería cualquier trato que no se llevase a cabo a través del propio Comité y sirviendo de garantía los banqueros europeos y norteamericanos.

La resolución de Lamont y socios comprometió seriamente al Gobierno de México para tener y hacer un trato directo con los tenedores. Así y todo, De la Huerta, lejos de titubear, aprovechó la coyuntura y se dispuso a iniciar esos tratos directos con los interesados; pero a fin de no caer en la red que era notorio que preparaban los acreedores, comisionó (noviembre, 1921) a Manuel Gómez Morín y Carlos F. Félix a fin de que le sirviesen de agentes observadores en Nueva York. De esta manera, bien pronto pudo estar informado de los proparativos reclamatorios de los tenedores de bonos.

No dejó de comprender De la Huerta cuán comprometido podía ser para México el trato con el Comité de Lamont. Era necesario, ante todo, evitar cualquier menoscabo a la dignidad de México. Al caso, de ninguna manera era dable aceptar que los banqueros se presentasen como reclamantes o que el gobierno de México apareciera como entregado a las obligaciones de sus créditos vencidos o futuros. Así, con mucha cautela, el secretario de Hacienda tenía que establecer los puntos de contacto honorables entre los proyectos del gobierno mexicano y los designios de los banqueros extranjeros.

Para llevar a cabo la tarea que se había propuesto, De la Huerta aceptó previamente, con una sencillez difícil de hallar en los hombres de Gobierno, su impreparación financiera; y no dudó en llamar a su auxilio a los mexicanos más distinguidos en el orden de las finanzas y del hacendismo, mientras que él mismo se preparaba, como se ha dicho, con todos los antecedentes que sobre los tratos de la deuda exterior existían en los archivos oficiales.

El problema esencial de la deuda exterior de México no radicaba únicamente en llevar a cabo arreglos para la reanudación de los pagos suspendidos desde 1913. El problema esencial, en defensa de los derechos y obligaciones del país, consistía en determinar las cifras exactas de tal deuda, así como de sus intereses; y esto, porque originados tales débitos en empréstitos contratados durante el siglo XIX, esos mismos empréstitos habían sido objeto de conversiones, generalmente complicadas o caprichosas, de manera que los montos verdaderos se perdían en un dédalo de números, que ya en 1921, de hecho, sólo podían corresponder a cálculos, ora realizados de buena fe, ora fundados en meras especulaciones.

Tan inciertas eran las cifras tanto de los acreedores como del Estado nacional, que de los documentos consultados por el secretario de Hacienda se pudo considerar que las obligaciones mexicanas ascendían, más o menos, a mil millones de pesos oro, y los intereses acumulados desde la suspensión de pagos hasta 1922, a quinientos millones de pesos oro.

Preparado hasta donde las fuentes oficiales dieron luces, puesto que en las conversiones, como queda dicho, pero especialmente en la efectuada en 1913, las cifras precisas sobre las deudas habían sido omitidas a cambio de nuevos empréstitos prontos y efectivos, De la Huerta se dispuso a iniciar las negociaciones con el Comité de Banqueros. Previamente, el presidente Obregón le autorizó para llevar al cabo tales tratos.

Antes de viajar a Estados Unidos, el secretario de Hacienda reunió en la ciudad de México (2 de mayo, 1922) a los representantes de las compañías petroleras, para pedirles el cumplimiento de nuevo plan de impuestos. A esto, los petroleros respondieron en manifiesta aceptación a par de indicar sus deseos de servir al Gobierno de México, haciendo más expedita la confianza de los tenedores de bonos hacia cualquier arreglo en proyecto.

No tan confiados como los petroleros se mostraban los mexicanos a propósito de las negociaciones que iba a emprender De la Huerta. Parecía al país, que el secretario de Hacienda no tenía aptitudes para emprender tratos de esa naturaleza. Era, en realidad, la primera experiencia que iban a tener los hombres de la Revolución en materia de empréstitos y conversiones; y para México, tales hombres además de su ignorancia, carecían de las prendas de quien, como José Yves Limantour, había manejado los créditos nacionales en el extranjero con habilidad probada.

¿Cómo, pues, aquellas tareas de Limantour, celebradas por mexicanos y europeos podían ser llevadas a cabo por un individuo que como De la Huerta no había pasado por la escuela administrativa y por tanto era un improvisado? ¿De qué armas se serviría el secretario de Hacienda para hacer frente, sin caer en error, a los dragones de las finanzas internacionales? ¿No era una mera audacia, capaz de perjudicar los intereses patrios, la de aquel sonorense llegado a las altas funciones de las rentas públicas por la casualidad que siempre forjan las guerras civiles?

Aun dentro del Gobierno, altos funcionarios, y entre estos el ingeniero Alberto J. Pañi, veían como muy peligrosa lo que llamaban aventura del secretario de Hacienda; ahora que éste, lejos de titubear, tomó el camino de Nueva York, el 23 de mayo (1922).

De la Huerta llegó al punto de reunión con excepcionales desenvoltura y gallardía. No desconocía que frente a él estaban los enemigos de México; porque aquel grupo de banqueros presidido por Lamont formaba en el corro europeo y norteamericano de quienes creían que la Nación mexicana estaba llamada a desaparecer; que su gente era ingobernable; sus apetitos incontenibles y su condición económica insolvente. Mucha de mala fama ganada por México al través de los años de luchas intestinas, se debía a los intereses de inversión y crédito extranjeros, de los que eran parte aquellos tenedores de bonos representados por Lamont.

La atmósfera contraria a México no fue oculta al comenzar las reuniones en Nueva York. Sin embargo, la manifiesta hostilidad de los banqueros la sorteó De la Huerta con admirable habilidad, y si no pudo competir, puesto que su ilustración en la materia era exclusivamente nacional y desconocía el escenario de las altas operaciones financieras, con las notas de cultura económica que dieron los banqueros extranjeros apenas iniciada la conferencia, sí se significó como extraordinario negociador. Sus disposiciones e inteligencia para llevar adelante los tratos con los banqueros brillaron bien pronto; y esto, que no era cosa fácil penetrar en el laberinto de cifras y en proposicones financieras que se presentaban con un sin números de altibajos. Los banqueros, en efecto, trataban de llevar a De la Huerta a discusiones académicas y a ejemplos dramáticos a manera de obtener los mejores beneficios para sus representados. La frialdad plutocrática estaba puesta dentro de la conferencia; y a ésta respondía De la Huerta con una sencillez que hace memorable aquella conferencia.

Y no era únicamente la sencillez de De la Huerta el sistema de defensa empleado en favor de los intereses mexicanos. Mucho valimiento tuvo la vehemencia patriótica del secretario de Hacienda a la que unía el deseo de llegar a un arreglo satisfactorio sin sobrepasar las posibilidades económicas de México, tan explicables después de diez años de luchas intestinas. La honorabilidad de México, ciertamente, no radicaba en las cifras, sino en el reconocimiento de sus deudas y el propósito de pagarlas; y pagarlas a plazo justo y con los réditos normales.

En efecto, la tarea más ímproba de De la Huerta consistió en deshacer el nudo de una deuda absoluta como pretendían los banqueros. Así, sin retroceder ante la agresividad de los acreedores que no perdían las horas tratando de obtener de México las ganancias del agiotismo, De la Huerta rechazó el reconocimiento de las deudas extraconstitucionales; y probando que los excesos de pagos que pretendían los acreedores quedarían incumplidos si no llegaba a una convención racional, hizo que el Comité de Banqueros recomendara a los tenedores de Bonos la reducción de sus demandas, y renunciaran a todos los intereses tanto de las obligaciones del Gobierno como de los ferrocarriles vencidos hasta el 2 de enero de 1923.

Una tabla de obligaciones, que si no fue precisa, puesto que al través de las conferencias se verificó la imposibilidad de rehacer las conversiones —tabla en que quedaron incluidas las deudas principales incluyendo la de ferrocarriles— fue la que De la Huerta empezó a negociar formalmente cuando los banqueros desistieron de sus pretensiones originales. Para esto, los propios banqueros admitieron la conducta del Gobierno de México como acto de buena fe, lo que equivalió a establecer que se consideraba como primera parte de cualquier convenio de probidad del gobierno de Obregón.

La tabla de obligaciones fijó en quinientos millones de dólares oro, el total que México debería de pagar, para dejar limpio su crédito en el extranjero, entendiendo que de ser aceptada tal tabla, quedarían suprimidas cualesquiera reclamaciones o convenciones posteriores. El trato, al que se llamó De la Huerta—Lamont, tendría validadez de ley al ser ratificado por el Congreso de la Unión.

Ahora bien: para el pago de los intereses, considerados a partir del 2 de enero de 1923, el Gobierno de México destinaría y reservaría un fondo que durante el primer año iba ascender a treinta millones de pesos oro y que sería aumentado anualmente durante un período de cuatro años en no menos de cinco millones de pesos.

De todo cuanto se trató en las reuniones con el Comité de Banqueros De la Huerta tuvo el cuidado de informar al Presidente. Las comunicaciones telegráficas fueron prolijas. De la Huerta se excedió hasta llevar a Obregón a las cuestiones accesorias y suplementarias. Con esto, quiso el secretario de Hacienda confirmar el respeto que le merecía el primer Magistrado; quiso también que éste aceptase la responsabilidad de un aeontecimiento tan importante como aquel que se efectuaba en Nueva York.

Sin embargo, en medio de las negociaciones, De la Huerta intuyó que Obregón flaqueaba; que el Presidente se sentía escéptico sobre los resultados de las negociaciones. No dejó de advertir el ministro, que dentro de aquel gran cuadro de números, propósitos y compromisos, empezaban a moverse las intrigas y envidias. Además como la publicidad periodística que se daba al acontecimiento, no tanto para el bien del Estado mexicano cuanto para el lustre de las propias publicaciones, tenia muchos excesos iban a producir recelos en el ánimo del Presidente y la sospecha de que el secretario de Hacienda se valía de todas esas coyunturas con miras ulteriores.

Tan tensa llegó a ser la situación, que el secretario de Hacienda estuvo a punto de dejar inconclusas las negociaciones, aunque Obregón se apresuró a reiterarle su confianza y a autorizarle plenamente para que firmara el Convenio (16 de junio), con la reserva de que el documento debería ser ratificado por el Congreso.

Obregón, en efecto, si no había dudado precisamente sobre las aptitudes de De la Huerta, sí sobre las concesiones que aparentemente hacía éste a los banqueros. La intriga, se repite, tenía minado el ambiente dentro del Palacio Nacional. Ahora, la capacidad de De la Huerta como financiero y hacendista se ponía en punto y coma, de manera que el Presidente estuvo a punto de mandar un alto en las negociaciones; y si no lo hizo se debió a la intervención del general Calles, quien pronto advirtió cómo la envidia estaba tratando de quebrantar el triángulo sonorense.

De todas maneras, las negociaciones de Nueva York no pudieron ser perfeccionadas por el secretario de Hacienda, y así como tuvo que dejar pendiente un nuevo trato con los representantes de las compañías petroleras establecidas en México, conforme al cual se iba a introducir un reglamento para la mexicanización del personal en campos y refinerías, así también quedaron en suspenso los preliminares para el empréstito destinado a la fundación del Banco Unico.

Esto no obstante, el crédito internacional de México quedó expedito, y ello debido a la empresa de De la Huerta, quien con este acontecimiento colocó al gobierno de la Revolución en una nueva plaforma nacional y universal.
Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo séptimo. Apartado 4 - El petróleo magnoCapítulo vigésimo séptimo. Apartado 6 - Deuda con Estados Unidos Biblioteca Virtual Antorcha