Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 5 - Crédito en el exterior | Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 7 - Desarticulación agraria | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 27 - DEMOCRACIA POLÍTICA
DEUDA CON ESTADOS UNIDOS
Después de la reforma política de 1908 en Estados Unidos; la libre elección de senadores, el castigo a los muñidores electorales, los sistemas para garantizar la efectividad electoral, la reducción de los empleos elegibles y la doctrina de un gobierno responsable y visible, los negocios públicos
norteamericanos volvieron a tener un fuerte sacudimiento con el
triunfo del partido republicano en las elecciones de 1920. Esta
victoria republicana significaba el repudio nacional a la política
de Woodrow Wilson, quizás interpretada faccionalmente por los
adalides políticos del bando contrario.
El nuevo presidente de Estados Unidos Warren G. Harding,
censurando lo que llamaba el idealismo político de Wilson,
entregó la secretaría de Estado, siempre tan decisiva en los
negocios exteriores de la Casa Blanca, a un jurista, quien desde el primer día de sus funciones exigió una política escrita (y) de compromiso.
Las promesas y obligaciones de los países europeos hacia
Estados Unidos, que no habían sido cumplidas y que contenían
los visos de que tampoco serían cumplidas, provocaron una
reacción desfavorable hacia los compromisos o promociones
ilusivas. Otros tratos, con respecto al exterior, exigió el pueblo
norteamericano. Parecióle, en efecto, que sus armas, sus fuerzas,
sus vidas y sus intereses ofrendadas a la Libertad, correspondían
a una frustración total. ¡Tantos engaños así fueron los sufridos como consecuencia de las idealizaciones wilsonianas! La gente de Estados Unidos quería, pues, una realidad —la mayor de las realidades en los tratos con el
extranjero, pero principalmente con los europeos. A la potencia
industrial norteamericana, comprobada durante la guerra, seguía
ahora la potencia política de Estados Unidos.
Charles E. Hughes, el nuevo secretario de Estado, no sólo
por su tradición y mentalidad personales--de juez austero y
severo, antes también por las exigencias que hacía su pueblo tan
profundamente amargado por los desdenes y palabras fingidas
de Europa, dirigió una política exterior con el notorio propósito
de llevar al cabo una doctrina de aislamiento nacional.
Conforme al principio anunciado por Hughes, Estados
Unidos sólo corresponderían política y diplomáticamente a
donde tuvieran intereses, y siempre que tales intereses
estuviesen previamente garantizados por los Estados
extranjeros. No de otra manera, en el parecer de Hughes —y tal
era también el pensamiento de Albert B. Fall, presidente de la
Comisión Senatorial de Relaciones Exteriores— se podría evitar
que Estados Unidos asistiese a una repetición de hechos como
los registrados al final de la Primera Guerra Mundial, y en
consecuencia de los cuales los préstamos y ayudas de guerras
estaban convertidos en créditos irrecuperables.
Ahora bien: si la norma dictada por el secretario de Estado
tenía un fondo de justicia nacional, no por ello dejaba de estar
inspirada en la exageración. Además, daba la idea de que
Estados Unidos no tenían otro designio que la defensa de sus
intereses materiales, a los que parecían glorificar sobre los
grandes propósitos que ennoblecen a las naciones.
Dentro de la vida doméstica norteamericana, el principio
general de la política trazada por Hughes, tenía dos miras. Una,
la inspirada en la coacción que los pueblos determinan para
mantener su jerarquía en los conciertos universales. Otra, la del
regreso al dominio del Senado norteamericano en los asuntos de
carácter internacional, puesto que Wilson había desvinculado
esos asuntos de la función senatorial.
Estos nuevos preceptos de la política exterior de Estados
Unidos estaban en vigor, al iniciarse el gobierno nacional del
general Alvaro Obregón, quien para los tratos con el extranjero
comisionó al ingeniero Alberto J. Pani, con la categoría de
secretario de Relaciones Exteriores.
Aunque toda la política de Obregón, lo mismo en la pre-presidencia que en la presidencia tuvo mucha diafanidad, se
hizo incomprensible con el nombramiento de Pani; pues siendo
éste de formación matemática, difícilmente tendría la
ductilidad y sensibilidad necesarias para analizar y encauzar las
tareas humanísticas de la diplomacia. Además, dejando a su
parte la corta experiencia diplomática que había tenido en las
conferencias de Atlantic City (1916), el ingeniero Pani ignoraba
el panorama histórico del mundo; y aunque tuvo el buen tino de
elegir colaboradores conocedores de la materia, no por ello
alcanzó la perspicacia y el comedimiento tan necesarios para
dirigir los asuntos nacionales en sus relaciones con los
extranjeros.
A complicar la corta experiencia que poseía Pani en
cuestiones internacionales llegó la política del presidente
Harding. Esta, empeñada en contrariar la del partido
democrático, y principalmente la de Wilson, dudó en adoptar
todas aquellas medidas que de manera franca y abierta
constituyesen el lado opuesto al wilsoniano; y esta política,
aplicada a los asuntos mexicanos tuvo que agriar las relaciones
entre México y Estados Unidos.
La idea sostenida por el gobierno wilsoniano en lo referente
a sus relaciones con los países americanos de habla lusoespañola,
estuvo caracterizada, sin titubeos ni flaquezas, en el
reconocimiento a aquellos gobiernos que representasen una
probación completa de constitucionalidad; y como no era esta
virtud la exigida por el victorioso partido republicano, el
presidente Harding resolvió poner en coma las relaciones
méxico-norteamericanas.
De acuerdo, con la nueva doctrina puesta en práctica por el
secretario de Estado Hughes, el reconocimiento a los gobiernos
extranjeros sólo podía ser otorgado cuando tales gobiernos
quedasen previamente comprometidos a garantizar el respeto a
los intereses norteamericanos de inversión estable.
Esta política, que sometía las obligaciones y consideraciones
de Estado al poder del dinero, para dar forma con ello a una
engreída y amenazante plutocracia, no entrañaba, ciertamente la
glorificación del dólar, sino advertía la profundidad del
escepticismo al que se había entregado el pueblo de Estados
Unidos, como consecuencia de su derrota política y diplomática
en la trasguerra mundial. Si el trato liberal y benévolo de
Estados Unidos hacia los países europeos había sido una
frustación de intereses sociales y económicos, la explicable
reacción norteamericana pretendía ahora cuidar primero de sus
intereses materiales y después de sus preocupaciones
constitucionales.
Tal principio, sin embargo, no dañaría a las naciones
europeas como perjudicó a las americanas, pero sobresalientemente
a la Nación mexicana; pues no sólo la contigüidad
territorial, sino la suma de inversiones norteamericanas
en suelo de México, dio lugar a que una política
de apartamiento y desconfianza como era la inaugurada por el
gobierno republicano de la Casa Blanca, adquiriese pronto todos los visos de una política imperial, y protectora de un monopolio del dólar.
Tan desengañado estaba el pueblo norteamericano de la buena
fe de los Estados y pueblos extranjeros; tan airado el sentimiento
del departamento de Estado; tan convencido el gobierno de la
Casa Blanca de que sólo mediante exigencias financieras podría ser restaurado el crédito diplomático y político de Estados Unidos, que el secretario Hughes se dispuso a aplicar el nuevo
criterio precisamente en los asuntos mexicanos; y al objeto, el
senador Fall advirtió que ningún gobierno de México obtendría
el reconocimientó de la Casa Blanca, si no convenía previamente, por escrito, proteger a los ciudadanos norteamericanos, considerándose, por tanto, que una de las primeras
obligaciones del gobierno de Obregón, si es que éste
quería el reconocimiento norteamericano, consistía en aceptar
el pago de los daños causados por la Revolución a los ciudadanos
de Estados Unidos; daños que los republicanos estimaban
en sesenta millones de pesos oro.
El general Obregón, como presidente de la República, tenía
ofrecidas todas las garantías necesarias a los propietarios e
inversionistas norteamericanos radicados en México; ahora que
todo esto, asociado a la justa repugnancia del Estado nacional
de lograr un reconocimiento del gobierno de Estados Unidos
mediante una fórmula condicional, no hizo más que exacerbar
los ánimos de las dos cancillerías.
Hacia los días que examinamos, y a partir del reconocimiento
al gobierno de Carranza (octubre, 1915), y
exceptuando los sucesos diplomáticos producidos por el asalto
de Villa a Columbus (marzo, 1916) y un fortuito encuentro de
fuerzas mexicanas y norteamericanas en Nogales (27 marzo,
1918), las relaciones entre México y Estados Unidos, habían
marchado en medio de una normal cordialidad, sin que se
anotaran exageraciones por una u otra parte, pues los asuntos
entre los dos países eran conducidos con cautela y la única
preocupación consistía en guardar íntegramente las fórmulas
constitucionales de manera que la Ley y todos los conceptos de
las libertad y democracia tuviesen los tintes de una verdadera
pureza.
Tal entendimiento, sin embargo, fue alterado por Estados
Unidos aprovechándose de los sucesos de 1920; y como los
pretextos para otorgar el reconocimiento al gobierno de
Obregón, ya no eran de carácter constitucional, sino sobre
derechos de propiedad y deudas en un país que tenía sus
propias leyes y en donde los inversores, nacionales o
extranjeros, estaban obligados a cumplir la legislación nacional,
el secretario de Relaciones Pani, creyó factible quebrantar las
taimadas pretensiones del gobierno de Wáshington presentando
a éste (11 mayo 1921) un proyecto de tratado de comercio.
Pani creyó intuir que las reticencias del departamento de
Estado hacia el reconocimiento, tenían por objeto forzar a
México a un tratado de esa naturaleza, que satisfaciera la avidez
de los inversionistas norteamericanos.
No era ese el designio de Wáshington; pues George T.
Summerlin, encargado de negocios ad interim de Estados
Unidos, había advertido (8 de mayo) a la secretaría de
Relaciones, que la Casa Blanca no trataría con el Gobierno de México sin una previa convención de reclamaciones. Era, pues, el pasado —las deudas del pasado— lo que Estados Unidos
quería amortizar con México y con todos sus deudores en el
mundo; y como tal trato se demoraba, ya que Pani intentaba
quebrantar la voluntad del contrario mediante diplomáticas
esperas, el departamento de Estado norteamericano, usando de
amaño y ventaja pretendió (27 de mayo) que México se
apresurase a dar garantías a los intereses de Estados Unidos
radicados en el país, pues que en su concepto —en el de
Estados Unidos-, tales garantías eran necesarias para la seguridad
de los derechos adquiridos legalmente por los ciudadanos
americanos, antes de la vigencia de la Constitución de
1917.
La pretensión del departamento de Estado fue más allá de
los primeros propósitos del secretario Hughes. Ahora, ya no se
hablaba de un cumplimiento de reclamaciones que México
había aceptado en virtud del artículo 5° de un decreto de
Carranza (10 de mayo, 1913). Ahora, otra era la exigencia, y
Obregón la rechazó con mucha dignidad y patriotismo.
Por desgracia, y seguramente como resultado de la corta
experiencia que tenía en el trato de los asuntos extranjeros, en
lugar de seguir el siempre plausible y eficaz camino de una
negociación diplomática, que le habría conducido al punto para
determinar un convenio de pago de reclamaciones, Pani tomó el
más peligroso sendero: el de la controversia; y en ésta se
enfrascó bien pronto con el departamento de Estado, sin más
resultado que el de oscurecer el entendimiento entre los dos
países.
A esto, como siempre acontece cuando los asuntos
políticos, ya interiores, ya exteriores, se entregan a la
controversia, se siguió el capítulo de las suspicacias, que siempre
va aparejado a los tratos ineficaces entre las naciones. Y tantas,
en efecto, fueron esas suspicacias, que de un problema que pudo
ser resuelto con la dignidad y patriotismo tan preclaros en el
ánimo de Obregón, se pasó a las amenazas. De éstas se originó
una movilización armada de Estados Unidos hacia la frontera de
México (15 de febrero, 1923), primero; la exclusión voluntaria
del gobierno mexicano a la quinta Conferencia Panamericana
(25 de marzo), después.
Sin embargo, ya para esta última fecha, apremiado por las
circunstancias, y comprendiendo cuán inútil era la discusión que
se hacía larga y reiterada con la Casa Blanca; discusión a la cual le incitaban sus consejeros, el secretario Pani aceptó (3 de marzo) la posibilidad de llegar a un entendimiento con el
departamento de Estado, puesto que, advirtió el propio Pani,
habían desaparecido tres de los cinco obstáculos que el gobierno
de Estados Unidos ponía para el reconocimiento del gobierno
de Obregón.
Esos tres obstáculos a los cuales se refirió Pani fueron la
confirmación, mediante un fallo de la Suprema Corte de Justicia, de que el artículo 27 constitucional no tenía efectos retroactivos y por lo mismo no amenazaba a los intereses norteamericanos radicados en México, como afirmaba el departamento de Estado; la promesa de protección a los
derechos adquiridos por las compañías petroleras, anteriores a la
aprobación de la Constitución de 1917 y, finalmente, la firma
del convenio De la Huerta—Lamont, -que establecía la
responsabilidad mexicana para el pago de las deudas exteriores y
por lo mismo reabría el crédito mexicano en el mundo.
Estos tres puntos básicos, que de ninguna manera
comprometían el nombre de México, ni la dignidad del gobierno
nacional, ni la integridad de los principios revolucionarios,
sirvieron para abrir el campo de las negociaciones con el
departamento de Estado; y Pani, tomando en sus manos la
palanca de una inteligencia de suyo propia; palanca que había
olvidado para entregarse al lucimiento de una controversia,
comunicó (4 de abril, 1923) con mucho carácter al
departamento de Estado, la conveniencia, de que, en el caso de
desearse llegar a un arreglo con México, se dejase a un lado el
sistema de notas, siempre controvertibles, para sustituirlo por el
de pláticas directas.
El acontecimiento, que en sí encerraba un preliminar
diplomático, cambió automáticamente, sin que se lesionara el
decoro de México en lo más mínimo ni se hiciese abjuración
alguna de la conducta revolucionaria, aquella situación a la que
condujo de un lado, una regla general inventada por Estados
Unidos, para servir a su política doméstica; de otro lado, la
errónea, aunque muy patriótica creencia de la cancillería
mexicana, de que la exigencia de una convención previa para
obtener el reconocimiento diplomático de Estados Unidos fuese
un precio —un precio y no una doctrina a la que tiene derecho
la Soberanía— que México, por dignidad elemental, no estaba
dispuesto a pagar.
Tan justo, exacto y hábil estuvo el Estado mexicano al
aprovecharse de tres realidades jurídicas, para entablar
negociaciones formales con Estados Unidos, que la Casa Blanca, advirtiendo lo inminente de su derrota diplomática y sintiendo igualmente un movimiento popular dentro de su propio país, en
favor de la posición de México, no desaprovechó la oportunidad
que le ofreció Pani para poner fin a una situación tan amarga
como infantil, y aceptó llevar al problema a conclusiones de una
junta mexico-norteamericana que debería efectuarse en la ciudad
de México.
Para concurrir a tal conferencia, como delegados mexicanos,
Obregón nombró a Ramón Ros y Fernando González Roa; el de
Estados Unidos a Charles B. Warren y John B. Payne; y elegidos
los comisionados, éstos se reunieron el 14 de mayo (1923) en la
ciudad de México, dándose cita en el edificio de la secretaría de
Gobernación.
Los asuntos comprendidos en la agenda de la reunión no
eran de aquellos que comprometiesen el honor de las patrias, o
previesen o anunciasen conflagraciones, o amenazasen con la
comisión de instrucciones en la vida doméstica de uno u otro
país, o rebajasen la dignidad de gobernantes o comisionados, o
intentasen humillar a una de las partes. Pani había dicho, con
señalada inteligencia, que las conferencias serían un suplemento
de las notas escritas entre un Estado y otro Estado; y esto
comprendía, en la realidad, los temas que frente a sí tendrían
los comisionados de una y otra nación.
Obregón, con la experiencia de sus tratos con las
autoridades militares de Estados Unidos y con el conocimiento
que, gracias a su extraordinario talento, poseía de la mentalidad
norteamericana, quiso dirigir personalmente las negociaciones,
que no eran más que una prolongación de lo que habían tratado
las dos cancillerías en el discurso de dos años; y sin excluir
oficialmente a Pani, nombró a Ramón Ros como comisionado
particular. Ros era individuo ignorante en asuntos internacionales
y convenciones conexivas a reclamaciones; pero
tenía una gran capacidad informativa, de manera que podía
comunicar prolijamente al Presidente cuanto se ventilaba en las
reuniones. Además, como Ros carecía de ideas propias, muy
fácil era para él respetar fiel y convencidamente las
instrucciones de Obregón, con lo cual, la República podía estar
cierta de que las juntas, llamadas de Bucareli por ser ésta la calle en la cual se ubicaba la reunión, no se apartarían del más elevado patriotismo, que de suyo llevaba el general Obregón a todos sus actos.
Ahora bien: no siendo Ros individuo de ilustración ni capaz
de polemizar; y como González Roa, el segundo comisionado,
sólo era un idealista, ambos, tan atinadamente elegidos,
deshicieron los propósitos de razonamientos controvertibles que
animaban a los norteamericanos. Así, llevando González Roa la
palabra docta al través de las reuniones, se limitó a exponer y
conjugar los preceptos constitucionales de México, sin exagerar
ni minorar la teoría de fondo, pudiendo llegar al final de aquella
reunión, exteriormente aparatosa y con visos de misteriosa, que
costó no pocos quebrantos a políticos e internacionalistas,
puesto que unos y otros hicieron, con intencionalidad, motivos
maliciosos de las menudencias y suposiciones que se suscitaron
en el país en torno a las juntas de Bucareli.
Estas terminaron, con la firma de minutas llevadas al objeto
de la aceptación mexicana de una convención de reclamaciones,
firmada en México (10 de septiembre, 1923) y Wáshington
(septiembre 28); convención que en su fondo verificaba un
compromiso contraído desde la Primera Guerra Civil con todos
los intereses extranjeros radicados en el país.
Pero, más que el compromiso contraído con la firma de tal
instrumento, las conferencias sirvieron para esclarecer los
inquebrantables derechos de México sobre su subsuelo y fijar la
garantía de la no retroactividad constitucional, que tantas
inquietudes había producido en el departamento de Estado y
que dio pretexto para demorar el reconocimiento diplomático
del gobierno presidido por el general Obregón.
Utiles también para desmalezar el campo diplomático que
separaba, en sus relaciones de entendimiento, a México de
Estados Unidos, fueron tales conferencias; porque tanta claridad
tuvieron las leyes y reglamentaciones nacionales; con tanta
franqueza y sentido de realidad se expresó el Gobierno
mexicano y tan eficaz se hizo ese medio de comprensión
internacional, que poco antes de que las convenciones quedasen
firmadas, la Casa Blanca otorgó su reconocimiento al gobierno del general Obregón.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 5 - Crédito en el exterior Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 7 - Desarticulación agraria
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