Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 6 - Deuda con Estados Unidos | Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 8 - Las luchas obreras | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 27 - DEMOCRACIA POLÍTICA
DESARTICULACIÓN AGRARIA
Mientras que la Ley de enero del 1915, por la cual se mandaron los repartimientos y restitucionas ejidales fue -y tal representó el espíritu de Venustiano Carranza y de la
Revolución— un mero problema de Derecho, puesto que se
trataba de llevar al cabo un reacomodo de la propiedad rural, el
agrarismo sólo tuvo las características de una cuestión llamada a
ser resuelta jurídicamente.
La Ley del 6 de enero, así como sus reglamentaciones y
decretos correlativos, no constituyó, en efecto, una promesa
insólida o desgaritada hecha a la gente de campo, en medio de
los azares de las guerras o de la Revolución. Fue esa Ley, sobre
todas las cosas, la continuación de un desenvolvimiento jurídico
de la propiedad rústica, por medio del cual se daba término a los
abusos o supuestos abusos cometidos al través de tres siglos por
los grandes y poderosos poseedores de tierras. No se entendía, al
través de las leyes o en los instrumentos interpretativos de éstas,
que los repartimientos y restituciones ejidales fuesen a manera
de una panacea agraria, conforme a la cual todos los pesares y
pobrezas de la gente de campo quedasen curados.
Sin embargo, desde los comienzos de la presidencia del
general Obregón, el agrarismo se presentó de manera semejante
a su origen y función de origen. En efecto, el nuevo agrarismo
tomó bien pronto las proporciones de un gigantesco
movimiento llevado al fin de remediar el desempleo rural, cada
día más desasosegado y amenazante, si no para la tranquilidad
del país, sí para la organización de la trasguerra.
Al paso de esa desarticulación agraria que se observaba en el
país, una nueva clase política nacional emergió de la
Revolución; clase que iba a encontrar un dilatado campo a sus
ambiciones; sólo que el desenvolvimiento de los hechos no sería
tan pacífico como lo hubiese querido la República, que no
consentía en volver a sufrir los agobios de la violencia.
En efecto, dejando a su parte el capítulo legal de los ejidos, la clase rural sin empleo, como ya se ha dicho, no halló otro
camino factible para la solución de su problema que el de
posesionarse atropelladamente de las tierras; y como esta idea
no sólo crecía utópicamente, sino que se convertía en
manifestación viva en algunos estados, el Gobierno aunque sin
analizar el verdadero origen de los acontecimientos, estimó
detener los impulsos de los campesinos, con decretos (1° y 25
de junio, 1921), que tuvieron por objeto dar cauce a la
ocupación violenta de terrenos.
Estas medidas, sin embargo, en vez de apaciguar los ánimos
entre la gente de campo, sirvieron para estimularlos; y al final de
1921, aparecieron en el horizonte de México los síntomas de
una lucha franca y abierta, y con anuncios de tragedia, entre
campesinos y hacendados.
El Estado, no obstante tales tintes, continuó buscando
reglamentaciones paliativas, sin ir al fondo del problema, de lo
cual se aprovecharon no pocos líderes agrarios, para atribuir
aquella situación al incumplimiento de las promesas de la
Revolución, lo cual estaba lejos de la realidad, puesto que la
Revolución no pudo hacer previsible aquel estado de cosas que
se desarrollaba como consecuencia de las guerras y de ninguna
manera por desdén o engaño hacia la clase rural, de la que eran
parte inseparable los propios revolucionarios.
Tan desazonado se halló el Estado corn tales acusaciones y
con el acrecentamiento de las demandas campesinas, que creyó
conveniente apresurar la legislación agraria; y, al efecto, decretó
la organización de colonias agrícolas (14 de septiembre, 1921)
la fundación (22 noviembre, 1921) de la procuraduría de
Pueblos; el aprovechamiento de aguas (6 agosto, 1922); las
superficies piloto para los repartos de terrenos (22 abril, 1922);
el establecimiento de colonias en Quintana Roo (2 agosto,
1923); la autorización para que la edad de 18 años fuese
suficiente para la petición de tierras (2 agosto, 1923),
Por otra parte, también los particulares concursaban pública
y apresuradamente en la exposición de proyectos, todos
llevados al objeto de evitar los desórdenes que producían los
agraristas en las cuatro esquinas del país, y que estaban
causando la alarma y desconfianza nacionales.
Pero, ni los decretos del Estado ni los planes y sugestiones
de los particulares, hicieron disminuir la tensión que se
manifestaba en el campo y que empezaba a dañar la producción
agrícola; pues si de un lado los hacendados huían y se abstenían
de continuar los cultivos; de otro lado, los labriegos seguían
ocupando tierras, apoderándose de las cosechas y negándose a
trabajar mientras no quedase resuelto el problema de unos y
otros.
Con todo esto, el país dio el aspecto de estar en una nueva
guerra civil. La inseguridad en los pueblos aumentó; la
población rural alarmada reanudó su emigración a Estados
Unidos; los abastecimientos a las ciudades comenzaron a
escasear; el crédito mercantil pueblerino quedó extinguido y la
idea de que el Gobierno, a pesar de estar presidido por un general
invicto y ciudadano de brillante talento, era impotente para
mantener el orden nacional, se apoderó de la República.
En medio de esas incertidumbres rurales, el Presidente,
cuando apenas iniciaba su tercer año de mando y gobierno,
amargado por tan sombrío panorama y creyendo que aquella
desarticulación agraria provenía de la falta de orden en el
campo, ratificó un acuerdo expedido el 20 de octubre de 1921,
conforme al cual, los campesinos deberían ser armados a manera
de reserva de la guardia nacional, con el objeto de servir a la
seguridad rural y con ello a embarnecer la fuerza del Estado.
De esta manera, y sin que el general Obregón pudiese
advertir las consecuencias, puesto que la nueva clase
gobernadora de México carecía de la experiencia suficiente para
hacer previsiones; de esta manera, empezó una sombría guerra
de carácter social, que llevó al país a una enésima postración, de
la cual se culpó injusta e indebidamente al Presidente; hecha con
armas de fuego, sólo se originaba en una desarticulación
nacional que ni sujeto ni idea alguna podía ser capaz de evitar,
puesto que era efecto de las mismas causas que habían
producido la Revolución.
Armados los campesinos, como queda dicho, la hacienda
estaba condenada a muerte, y la propiedad rural llamada a
sufrir profundas transformaciones. El problema, pues, no
correspondía a aquellos que podían ser llevados a solución en
pocos días.
En 1921, la República tenía cuatrocientos treinta y un mil
trescientos once propietarios de tierras; ahora que sólo
veintiocho mil setenta y uno poseían terrenos con valor mayor
de cinco mil pesos.
Existía, hacia estos días entre los propietarios, una clase
minoritaria, de origen porfirista que disponía de créditos que
por inercia, no tenía más ley dentro de su jurisdicción que el
capricho del mismo dueño; que vivía al margen del régimen
fiscal y que mandaba sobre sus trabajadores con irrestricto
imperio. Tal condición, sin embargo, no era la de todos los
propietarios rurales.
Había una mayoría de terratenientes que no dependía de los
favores del pasado; que vivía aislada y taimadamente; que no
desconocía, pero no practicaba la sociabilidad del trabajo; que
amaba la tradición de sus posesiones que sin creerse obligada a
cumplir las leyes agrarias tampoco estaba resuelta a luchar con
el poder del Estado.
En medio de ese ambiente, dentro del cual cada parte se
mostraba dispuesta a encontrarse en el campo de la violencia, el
Estado fue llamado a dirimir la controversia, y aunque con la
obligación de exigir el cumplimiento de las leyes agrarias,
también se inclinaba a conducir la aplicación de éstas por
medios persuasivos y ordenados. Para esto último, sin embargo,
ya no había tiempo. El crecimiento del desempleo era un
problema de pan, por lo cual, más que al amor a la tierra, más
que el deseo de extinguir la hacienda, el labriego tenía frente a
sí la desesperación por la falta de techo y alimento. Una
población cuyo número no será posible fijar, por que no hubo
tiempo para censarla; pero que de todas maneras envolvía a la
inmensa mayoría de la clase rural, estaba exigiendo un remedio
a sus males; y el Estado, no por parcialidad, sino para hacer
efectiva la Ley y salvar al país de una nueva y grande
conflagración, en esta vez movida por el hambre, puso su poder
al lado de los campesinos.
No pudo prever el Estado, ya dentro de aquel hervidero de
necesidades agrarias, que su acción legal y social iba a traer otros
conflictos, tantos o más peligrosos que el desempleo. Así y
todo, con mucha decisión y bajo la inspiración populista del
general Elias Calles, el Estado puso su brazo a disposición del
proletariado agrícola.
El hecho produjo una reacción violenta entre la gente rural
acomodada, que sin ser tan poderosa como la del hacendado,
era agresiva y valiente; pero sobre todo, dispuesta a defender su
propiedad a todo precio, y como había facilidades para obtener
armamento, pues muy frescos estaban los acontecimientos
bélicos, pronto, y ya armada, empezó a agredir a los labriegos a
quienes se les dio el nombre general de agraristas.
La vida rural se llenó con amenazantes enconos; y de una
venganza se siguió la otra venganza; y de una violencia se originó
la segunda violencia. En Oropeo (Michoacán), a la sola petición
de tierras hechas por los campesinos, respondieron los
hacendados organizando una partida armada que asesinó (12 de
febrero, 1921) a una docena de indefensos labriegos; y a ese
encendido de guerra, continuó otro mayor en el estado de
Veracruz.
Aquí, los hacendados organizaron gavillas que perseguían y
castigaban a todos aquellos, ya hombres, ya mujeres, que hacían
un intento para pedir ejidos; y como las hazañas de tales gavillas
y guerrillas fueron venturosas en sus comienzos, los propietarios
armaron mayor número, que recorrían casi impunemente la
costa veracruzana robando ganado, amedrentando a los
campesinos y desafiando a las autoridades. A tales grupos
armados les apellidaban los propios hacendados guardias
blancas.
Fue esta parte belicosa de los hacendados, quienes creían
que atemorizando a los campesinos cortarían de raíz el
conflicto de tierras, la que resolvió al Estado a concurrir al
campo de los sucesos. Sin embargo, si de un lado, el gobierno de
Veracruz como consecuencia de las parciales opiniones de la
secretaría de Gobernación alentaba a los agraristas; de otro lado,
el jefe de operaciones militares en el Estado recibía órdenes para
dar protección a los hacendados. Este juego, en el cual se
entendía la existencia de una política para el equilibrio de las
partes, lejos de solucionar el conflicto, no hizo más que
acrecentarlo.
Tan llena de amenazas para la paz y la vida humana se
desenvolvía aquella lucha social, que a manera de respuestas a
las guardias blancas, se organizaron los campesinos en Veracruz.
De aquí, que la Liga de Comunidades Agrarias, dirigida por Ursulo Galván, reuniese en marzo de 1923, cincuenta mil miembros y organizase quince guerrillas, que desde luego se
dispusieron a llevar la fuerza de sus armas hasta las puertas de las
haciendas. Galván era individuo de muchos valimientos. Habíase
iniciado en el campo del anarcosindicalismo; después fue
marxista. Por último, de los primeros en afiliarse al agrarismo
político.
De esta suerte, violencia y ocupación de tierras fueron
sinónimos; y ello no solamente en Veracruz, sino al través de
toda la República. En la región de Futía (Puebla), los agraristas se
apoderaron durante los primeros seis meses de 1923, de
veintidós haciendas. En La Paz (San Luis), en Frontera
(Tabasco), en Analco (México) y en Atoyac (Guerrero), la
sangre de labriegos y propietarios manchó el suelo patrio. En
Nayarit, el senador Pedro López Souza, el presidente municipal
de Acaponeta y catorce individuos entre labriegos y líderes
politicos, fueron asesinados por cuestión de tierras. En Puebla,
quedó muerta la hacendada Rosalie Evans; y la desolación y el
luto, el crimen y la amenaza parecieron posesionarse del país.
Las más ambiciosas ilusiones sacudieron a los políticos, y la
competencia fue mayor entre los nuevos adalides, puesto que las
luchas agrarias producían líderes y con estos, apetitos. La
organización campesina fue así un acontecimiento inesperado,
pero real y efectivo. Luego, con la confirmación de permisos
para la asociación armada de los agraristas, ya no fueron bandas
las que operaron en el país; ahora se presentó el comienzo de
una institución.
La Revolución rural, en efecto, surgió como partido agrario.
En el Distrito Federal, a pesar de que en su superfice no había
tierras de repartimiento, sino para un cinco por ciento de la
población, un congreso de campesinos demandó terrenos y
aguas, mientras que el general Antonio I. Villareal organizaba (9
marzo, 1923), la Confederación Nacional Agraria advirtiendo que del seno de la masa campesina habría de salir el futuro presidente de México.
Frente a la Confederación de Villareal se levantó el Partido
Nacional Agrarista presidido por Antonio Díaz Soto y Gama,
que pareció ser el agrupamiento político de mayor porvenir en
el país. Y Soto y Gama, al efecto, censuró gobernadores, guió
procuraciones de tierras, proyectó diputados y ejerció, en fin,
un sacerdocio agrario al que dio tintes de doctrina, de manera
que cuando reunió (1° de mayo, 1923), el primer Congreso
Agrario, surgieron nuevas esperanzas políticas; también una
nueva pléyade política. Todo esto con el apoyo incondicional
de los generales Obregón y Calles. Soto y Gama, alcanzó con
este movimiento, asociado a su talento y probidad el apellido de
repúblico.
La desarticulación agraria tuvo tantas imágenes como efectos.
Advirtió una transformación de la prosperidad rural, y con
ello, la reiteración de una contribución mexicana al Derecho.
Con ello asimismo, la incorporación total y definitiva de la clase
rural nacional a la vida de México en todos los órdenes y aspectos
del ser y hacer mexicanos.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 6 - Deuda con Estados Unidos Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 8 - Las luchas obreras
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