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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 27 - DEMOCRACIA POLÍTICA
LAS LUCHAS OBRERAS
Paralelo a la recomposición que se operó en la vida rural de México, fue el desasosiego que experimentó el trabajador urbano. El agrarismo, en la realidad, constituyó un acicate para el obrerismo nacional, el cual, no obstante ser inferior en número al del proletariado rural, se presentó más definido e inindependiente,
y como si la Revolución le hubiese pertenecido.
A mediados de 1921, la suma de trabajadores organizados
en el país no era mayor a sesenta mil individuos. Sin embargo,
en sus actividades y con salarios y trabajo, daban la idea de
constituir una legión surgida inesperadamente en la República,
no tanto para presentar exigencias a los patrones, cuanto para
desafiar a las autoridades; porque el movimiento obrero, tenía,
aunque sólo en los grupos de su minoría, todas las características
de la agresividad hacia los propietarios y de violencia contra
el gobierno. Las huelgas, explicables dentro del reacomodamiento
económico nacional que se produjo a la caída del presidente
Carranza, se sucedieron una tras de otra durante el año de 1921,
contándose ochenta y nueve.
En dos facciones estaba dividido el obrerismo. Una, afiliada
a los intereses del Estado, con inclinaciones burocráticas. La
segunda, dirigida por anarcosindicalistas. La primera era la conocida
Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM); la otra fundada en 1921 (15 de febrero), era la Confederación General
de Trabajadores (CGT).
Formaban en esta última hombres de mucho fuste, entre los
cuales había no pocos extranjeros de calificación ideológica y moral, quienes dieron a la CGT, fuertes temas de combate. Así, esta Confederación condenó la acción política de los sindicatos; estableció la huelga general como finalidad de acción; fijó la autodeterminación sindical y la no intervención estatal y reglamentó la conducta de sus líderes y dispuso la organización obrera, ya por gremios, ya por industrias a par de predicar la posibilidad
de alcanzar el triunfo de una sociedad Comunista Libertaria. Las enseñanzas teóricas de Pedro Kropotkin y Miguel Bakunin, fueron el alma de aquella sociedad gremial.
A la fundación de la CGT, correspondió el Partido Comunista
Mexicano; ahora que éste, agrupando a dos centenares de
individuos, no tenía una función política. En tal parcialidad
estaban reunidos, más que marxistas, los simpatizadores de la
Revolución rusa. Esta, en la realidad, fue la única y pobre irradiación
que el acontecimiento eslavo tuvo en México.
En efecto, de la Revolución rusa se hablaba como un suceso
que había servido para exterminar al zarismo, y no como un
hecho transformativo de la vida social y menos a manera de una
representación de la libertad. El sólo apellido de dictadura del
proletariado, producía tanto desdén en un pueblo que, como el
de México, trataba de huir de cualquiera manifestación de tiranías,
que la Revolución rusa no tuvo eco en las clases populares
ni entre la élite revolucionaria.
Tanta cortedad reflejó en el país al acontecimiento ruso,
que el Partido Comunista Mexicano no sólo careció de calidad y cantidad, sino que se vio precisado a servir de comparsa en el seno de la Confederación General de Trabajadores y a juramentarse dentro de ésta, como agrupamiento político o ajeno a cualquier pretensión de dictadura proletaria en el seno de los sindicatos.
No demoró mucho esa coligación de la CGT y del Partido
Comunista; porque desechada la proposición para que aquélla se asociase a la Internacional Roja de Sindicatos y Uniones de
Trabajadores, los comunistas, ya de por sí, ya por ser expulsos, quedaron al margen de las actividades sindicales de la CGT.
Existía una tercera, pero pequeña facción obrera correspondiente al gremio ferrocarrilero, ajena a las cuestiones políticas y
ajena asimismo a las disposiciones y manifestaciones de la masa
obrera. Dentro de tal facción se halló un grupo del Partido Comunista y otro del Socialista, aunque ni el primero ni el segundo
salieron, durante el presidenciado obregonista, de un círculo de
pobreza militante.
Y esto, mientras que el movimiento obrero alcanzaba hazañas
sindicales, que conmovieron profundamente a la sociedad
mexicana; porque sobresaliendo a las lides del salario y de las
jornadas de trabajo, una gran parte de ese movimiento se entregó
a prácticar ejecutivas dentro de intereses que no eran meramente
industriales, de manera que en Veracruz, un líder ignorante,
pero emprendedor y audaz organizó a los inquilinos del
puerto, quienes condenando los abusos en los arriendos de
viviendas se negaron a pagar las rentas mensuales, suceso al cual
llamaron huelga inquilinaria. El capitán de ese novedoso, pero conmovedor acontecimiento, puesto que llegó al alma e intereses de las clases más pobres, fue Herón Proal.
El fenómeno registrado en Veracruz, que aparentemente fue
una mera y fortuita exaltación urbana, tuvo como fundamento
el crecimiento, sin medidas de previsión, de las ciudades de
México. Las guerras civiles, como ya se ha dicho, produjeron
una magna emigración rural, y los centros urbanos, que hacia
1920, eran mayores de veinte mil habitantes, se vieron invadidos
por una gran población flotante. Así, los casatenientes, aplicando
la ley de la oferta y la demanda acrecentaron el precio de los
arriendos; y de esto se originó una especulación de rentas.
Ahora bien: como los centros urbanos invadidos por los
emigrados rurales no estaban preparados al caso, y como por
otra parte, las antiguas viviendas no poseían las condiciones
internas convenientes ni durante diez años fue construida una
nueva casa en el país, pronto, con la concentración de población,
se presentaron a la vista grandes problemas; pero sobre
todo, los concernientes a las escaseces de agua, sanidad y alumbrado.
De tales condiciones provino un descontento popular; y como ni las autoridades ni los propietarios escucharon al vecindario,
la huelga inquilinaria de Veracruz, que pronto tuvo imitadores en el Distrito Federal y en los estados, adquirió tan
vasta proporciones que alarmó al Gobierno; y éste, sin examinar
el fondo del asunto, atribuyó tal empresa a la intromisión de
agentes extranjeros; y afin de hacer sentir su autoridad, mandó
que los forasteros sospechosos fuesen aprehendidos y expulsados
del país, de acuerdo con el artículo 33 constitucional.
Asimismo, a los últimos meses de 1922, quejándose del
abuso que hacían los sindicatos del derecho de huelga, el Estado
mandó que las fuerzas militares protegieran a los obreros que
quisieran regresar a sus trabajos, aunque la mayoría de un sindicato
hubiesen decretado la huelga. De este sistema, se originaron
no pocos agravios y no pocos abusos; también actos de crueldad.
La huelga dejó de ser una función constitucional, para
convertirse en movimientos casi subversivos, frente a los cuales
se hizo común la intervención de las armas, llegándose a producir
penosos y sangrientos sucesos, como el ocurrido en la
calle Uruguay (1° de febrero, 1923) de la ciudad de México, en
ocasión a una huelga de empleados tranviarios.
Esto, sin embargo, no fue obstáculo para que los altos
funcionarios del Estado loaran el sindicalismo; diesen empleos a
los líderes del movimiento obrero en las secretarías de Hacienda
y de Industria; patrocinaran empresas editoriales socialistas;
apellidaran oficialmente Día del Trabajo al 1° de Mayo; y cantaran, como lo hizo el secretario de Educación Vasconcelos, al tal Día.
Tampoco fue obstáculo, para que en seguida de la muerte de
Ricardo Flores Magón acaecida (20 de noviembre, 1921) en la
prisión norteamericana de Leavenworth, la Cámara de Diputados
rindiera honores luctuosos a tan extraordinario hombre y se
hablara de Socialismo, como de una materia común y corriente,
aunque sin que para ello fuese conocida la esencia socialista;
ahora que esto último, para los fines de la política oportunista o
circunstancial, carecía de importancia.
Y, tan poca monta se concedía a la substancia específica y efectiva del Socialismo, que el vocablo entró con mucha prisa al
vocabulario político nacional. De esta suerte, socialistas se
llamaron a sí propios los gobernadores de Tabasco y Veracruz.
Socialista se proclamó el yucatanense, al tiempo de que
oficialmente se computaba a Yucatán como la única y más
pequeña utopía en el mundo real o imaginario.
Apoyábase esto último, en el valimiento personal del
gobernador Felipe Carrillo Puerto, quien si, en efecto, ignoraba
lo que era el Socialismo, no por ello sus empresas políticas
dejaban de poseer un gran fondo generoso, de manera que fácil
y sinceramente se confundía una virtud del alma con un sistema
social.
Además, el gobernador Carrillo Puerto, en medio de sus
afanes políticos, novedosos y humanos, se había hundido hasta
el cuello en un tan grande golfo de ingenuas, aunque ingratas
falsedades, que todo lo llevaba a seguir entre tales aguas. Así, no
era extraordinario que de manera oficial el gobierno de Yucatán
aseverase en público que la Liga Central de Resistencia, dependiente del Partido Socialista tenía setenta y dos mil miembros; y que en el término de dos años hubiese repartido doscientas ocho mil hectáreas de tierra entre los campesinos y que el propio gobierno estaba transformando la demografía
yucatanense, mediante el control de la natalidad y, por
último, que en el mundo, Yucatán era el campeón de los
ideales radicalísimos.
Ese tren de improvisación verbal socialista, si de un lado
favorecía a algunos grupos políticos, de otro lado producía la
alarma nacional y desvirtuaba obras generosas. Así, para el
vulgo, el establecimiento de un sistema de desayunos escolares
debido al espíritu de empresa humana de Elena Torres, fue
tenido por el vulgo como evidencia de que dentro de la
secretaría de Educación se fraguaba un plan para comunizar la
escuela y arrancar a la niñez de la tutela de sus padres. Así
también, el envío hecho por el gobierno de México de diez mil
sacos de maíz y tres mil de arroz a la Cruz Roja de Rusia, fue
considerado como una probación de las inclinaciones soviéticas
de los funcionarios mexicanos; y ello, a pesar de que el
presidente Obregón se había declarado antibolchevique y
anunciado que el gobierno aniquilaría a los agentes del
bolchevismo en México.
A esos relampagueos de un Socialismo trasnochado, se
siguió, entre los azoros del país una cauda de literatura
socialista, con todo pedestre e improvisada, de manera que en
los centros obreros y en las fuentes estudiantiles pronto
abundaron los folletos de publicaciones periódicas, ya
anarquistas, ya marxistas; ahora que tal literatura, no obstante
ser agresiva, tenía una gran calidad destinada al proselitismo, y
estaba destinada a destruir con mucho juego de palabra y
amenazas a los comunistas, quienes abandonando su original
actitud negativa, ahora se presentaban como luchadores
políticos, aunque esto con pobreza mental, como ausencia de
realidad, puesto que pusieron al frente de su partido al pintor
Diego Rivera.
Este, como queda dicho, había llegado a México favorecido
por José Vasconcelos para pintar frescos, y no tenía en su haber
ni un sólo signo de conocimiento político, y menos de
conocimiento político de una patria de la cual se había
desarraigado durante veinte años. Tampoco poseía Rivera una
mentalidad política. Su talento estético estaba derrochado en
una polularidad extravagante, que mucho se acercaba a los
regímenes publicitarios de grandes empresas mercantiles o
industriales. Casi, pues, parecía inconcebible, que un partido
político encomendase su dirección a un hombre que era tan
admirable dibujante como miserable director de asuntos
concernientes a la ciencia de gobernar a los pueblos.
Tanto desdén produjo entre los gobernantes de México la
presencia de Rivera como caudillo del Comunismo en el país,
que no dudó en entregar, no con fines artísticos, sino como
medio decorativo, al propio Rivera, los muros del Palacio
Nacional, en los cuales el pintor, sin entender cuál era la
verdadera misión que le encomendaba el Estado, dejó escenas
antipatrióticas, deformó y humilló a los grandes hombres de
México, dio al proletariado mexicano los tintes de la estupidez,
violó la armonía de los colores y subestimó los orígenes de la
Independencia, la Reforma y la Revolución, para dar
preferencia a los literatos políticos extranjeros. Finalmente,
estrujó el buen gusto, oscureciendo la línea magnifica del arte
prehispánico entre los matorrales de un partido ajeno a la
mentalidad mexicana.
A estas prevaricaciones a las cuales se pretendió llevar el
alma mexicana, no obstante que muy identificada estaba ésta con
los regímenes políticos antiimperiales, se siguieron no pocas
tolerancias, como si hubiese la intención de borrar las huellas
nativas de la Revolución y dar cabida a las rapsodias ideológicas
que desde esos días apuntó el politicismo circunstancial.
El país no dejó de asistir, atónito a esas manifestaciones y
contramanifestaciones oficiales en materia social, y todo hacía
comprender que empezaba a decrecer la firmeza y sagacidad
política nacional; ahora que también hacía comprender que
otros eran, y entre ellos principalmente el administrativo, los
problemas principales que bullían en la mente de lo
gobernantes conforme el país avanzaba a la segunda mitad del
presidenciado de Obregón.
Por otra parte, los resúmenes de las cuentas documentales
hacen incuestionable el hecho de que el Estado, en los cinco primeros
años desde la firma de la Constitución, había adquirido no
sólo preponderancia y resolución pragmática, sino también
brillantez. Para esto, mucho servían las personalidades tan
distinguidas que si significaban en Obregón, Calles y De la
Huerta.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 7 - Desarticulación agraria Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 9 - La tragedia de los caudillos
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