Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 8 - Las luchas obreras | Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 10 - La preocupación anticlerical | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 27 - DEMOCRACIA POLÍTICA
LA TRAGEDIA DE LOS CAUDILLOS
Si los asuntos civiles, diplomáticos, jurídicos y económicos se presentaron al gobierno de Alvaro Obregón —aunque en medio de complicaciones— con disposiciones convenientes para que el Estado nacional pudiese consolidar sus cimientos, no por esto la tradición insurrecta dejó de ser amenaza para la paz
nacional. Todavía el cuerpo mexicano no estaba saturado por la
guerra. Los hombres seguían abrasados por la pólvora. El
espíritu de aventura idealizado en el triunfo a fuerza de armas,
seguía inquietando a los mexicanos. La falta de empleo para
quienes, por millares, habían concurrido a las acciones bélicas y
se habían sustentado de las mismas, movía a los desocupados a
nuevas empresas guerreras. Las armas, que continuaban en
poder de los vencidos, seguían incitando a la gente para resolver
sus cuitas mediante la violencia. Los jóvenes de 1922 que no
habían sido parte en las batallas de Celaya y León o en los
tantos combates, ya en el sur, ya en el norte de la República, no
ocultaban sus deseos de probar su valor y su estrella en hazañas
que sólo conocían por referencias.
Así, no podía borrarse del mapa mental de México el alma
insurrecta; e influía mucho en esta idiosincrasia popular, la
existencia de las guardias blancas; ahora que el Estado estaba
cierto de que para detener los ímpetus de éstas bastaban los
campesinos armados. Del número de los organizados en
batallones no existen noticias ciertas durante el presidenciado
de Obregón. Los informes de los líderes agrarios y gobernadores
tienen un palmario interés político y por tanto no merecen
verdadero crédito.
Tampoco temía el Gobierno a los hacendados; pues si éstos
hacían pública su decisión de defender sus propiedades con su
propia fuerza, el Estado no ignoraba cuán debilitada económica
y socialmente estaba tal clase. Además, los propietarios de
tierras nunca habían tenido una posición preponderante en el
país ni constituían una casta independiente ni levantisca.
Durante el régimen porfirista, no cumplieron otra misión que la
de ser parte de una mecánica política. Así, exceptuando a
aquellos que correspondían a la amistad personal del general
Díaz o gozaban de privilegios de oficio, la mayoría era ajena a
una composición nacional capaz de subvertir el orden.
La amenaza formal para la estabilidad del gobierno
obregonista estaba en San Antonio (Texas). Aquí se hallaban
reunidos los principales adalides del caído carrancismo, quienes
dedicaban su odio y ocio a la organización de expediciones
armadas a suelo mexicano, para lo cual habían dado poder y un
poco de dinero a los generales Francisco Murguía y Lucio
Blanco.
Este, personaje de grandes cualidades políticas, poseía
asimismo muchas dotes como hombre de guerra. Era inteligente,
organizador y valeroso; sabía también despertar simpatías en
torno de él, por lo cual muy fácilmente se hacía seguir por
quienes gustaban de la aventura. Además, como no había
abusado de las lides políticas, se le consideraba sujeto capaz de
limpias empresas. Faltábanle, sin embargo, la osadía y la
perspicacia y mucho le atolondraba la hiél del expulso; pues
expulso era desde 1915.
Esto último, sobre todo, le hacía perder de vista los
problemas de la realidad y de la realidad bélica principalmente,
de manera que sin la previsión maliciosa que es tan necesaria al
conspirador, preparaba un asalto a la guarnición gobiernista de
Nuevo Laredo.
Creyó Blanco que hallándose a sólo unos centenares de
metros de la plaza que proyectaba capturar, y amparado como
estaba por el suelo extranjero que pisaba, podría disponer
tranquila y eficientemente la ejecución de sus planes.
Fiado, pues, en tal posición y en los trabajos fructíferos
para la adquisición de armas y municiones, el general Blanco
dejó de desarrollar sus proyectos en medio del sigilo usado en
los comienzos de una aventura, y de esta manera el presidente
Obregón pudo enterarse de lo que Blanco tramaba desde Laredo
(Texas); y con mucha cautela no sólo acrecentó la guarnición
federal en Nuevo Laredo, sino que miandó al general José
Hurtado, para que se hiciese cargo de la vigilancia de la plaza, al
tiempo que ordenó a la secretaría de Gobernación que
siguiera los pasos del conspirador dentro de suelo norteamericano.
Cuando esto sucedió, los planes de Blanco estaban ya muy
avanzados. Numerosos eran los comprometidos con él, en
ambos Laredos. Entre los mismos soldados de la guarnición de
Nuevo Laredo, la propaganda y promesas de Blanco habían
hecho efecto. Este, en realidad, no tenía descuidado un solo
punto de apoyo para el asalto, aunque olvidada la discreción de
manera que pudo señalar la noche del 1° de junio (1922) para
realizar sus proyectos.
Los hechos se desarrollaban con tanta rapidez y tantas
ventajas para Blanco, que el general Hurtado, temeroso de no
poder dar cumplimiento a la responsabilidad que el presidente
Obregón le había asignado, no halló otra manera de evitar el
golpe que acudir a una vulgar añagaza; y al caso comisionó a los
agentes de la secretaría de Gobernación Ramón García, Román
López y Alien Walker, para que, fingiéndose carrancistas
ofrecieran sus servicios a Blanco entregándole una veintena de
carabinas y varios miles de cartuchos a fin de inspirarle
confianza.
Ganada así tal confianza de Blanco, los agentes atrajeron a
éste hacia el puente internacioanl, ofreciéndole el apoyo de los
vigilantes fronterizos, que oportunamente habían sido
sustituidos por miembros del ejército nacional, a manera de que
siguiendo las indicaciones de sus supuestos partidarios, Blanco
se acercase al puesto de vigilancia a donde sería aprehendido y
conducido al cuartel general de Nuevo Laredo.
La trampa, sin embargo, no fue efectiva la noche
mencionada; pero como Blanco comunicó a sus amigos, entre
los cuales estaban los agentes de Gobernación, que a la noche
del 7 de junio cruzaría el río Bravo para unirse a una partida de
sublevados que le esperaría en suelo de México, García y López
se apresuraron a ofrecerle embarcación y gente para que la
maniobra se facilitara.
Aceptó Blanco. Ocupó la embarcación en compañía de
Aurelio Martínez; pero cuando se acercaba al lugar señalado
para pisar tierra fue agredido por García y una veintena
de soldados que, disfrazados de paisanos, aparecieron intempestivamente, haciéndolo prisionero y al caso, esposándolo.
Ante esto, Blanco enfurecido emprendió la lucha con sus aprehensores, y cayendo al agua en la refriega, murió ahogado.
El cadáver del caudillo revolucionario fue hallado al día
siguiente sobre la margen del Bravo correspondiente a Estados
Unidos, por lo cual, las autoridades de Laredo (Texas), bajo la
dirección del adusto, pero recto fiscal Juan Valls, abrieron una
averiguación severísima; y como García fue identificado como
agente de la secretaría de Gobernación, todo hizo suponer que
el secuestro de Blanco había sido ordenado y dirigido por tal
ministro y no por la autoridad militar de Nuevo Laredo que
estaba instruida para evitar la entrada de Blanco a territorio
mexicano, aunque no para acudir a la trágica violencia
empleada por el agente García en un momento de miedo y
responsabilidad.
El fracaso de la aventura y muerte de Blanco, no desanimó a
los enemigos de Obregón reunidos en San Antonio; y el general
Francisco Murguía, siempre en aras de una ilusión que hacía
creer a los revolucionarios que todos ellos eran capaces de
la hazaña de Madero en 1911, a la de Francisco Villa en 1913,
empezó a hacer planes para armar una expedición, penetrar a
suelo mexicano e iniciar una guerra a la cual se llamaba
nuevamente Constitucional; porque para Murguía y los
carrancistas, el régimen de la Constitución estaba interrumpido
desde la muerte de Carranza.
Murguía daba por cierto que en el país reinaba el descontento
político; que Obregón era autoridad odiada; que el pueblo
se alzaría en armas apenas se hiciese presente un caudillo
valiente y audaz y que el Gobierno, viviendo efímeramente,
caería a los primeros triunfos que tuviesen los insurgentes.
Creyó también el general Murguía que el estado de
Chihuahua era el lugar más propio para poner en pie de guerra a
los jóvenes, para hallar abastecimiento y hacer puente con los
norteamericanos vendedores de armas y municiones. Además,
bien sabía Murguía, que entre los chihuahuenses tenía un
verdadero prestigio de soldado, puesto que su campaña contra
Villa había sido casi epopéyica.
Todo eso, sin embargo, correspondía a los proyectos,
quimeras e ideas de Murguía; mas no a la realidad. En efecto,
Murguía contaba a Chihuahua, como si el estado y su gente
continuasen viviendo en 1918. Creía también que el país seguía
en medio de los desasosiegos de esos mismos días. Ignoraba, en
cambio, que el Gobierno se embarnecía de un mes a otro mes, y
que tanto el estado de Chihuahua como el de Durango, poseían
un nuevo y poderoso auxiliar para la paz: los campesinos
armados. Ahora, pues, la guerra no sería únicamente con los
soldados del ejército regular, sino contra millares de paisanos
que, ora con la esperanza de obtener tierras, ora con el deseo de
conservarlas si habían sido comprendidos en los repartimientos.
ora debido a los compromisos con los adalides políticos y los
gobernantes, estaban dispuestos a defender al Gobierno; y si
ciertamente carecían de disciplina y experiencia guerreras, en
cambio eran dueños de las malicias, mañas y decisiones propias
a la clase rural.
No consideró, pues, el general Murguía esas realidades de
México a la hora que resolvió entrar a territorio nacional, por lo
cual siguió estimando que su nombre y fama de valiente, su
osadía y su buena causa serían suficientes para abrirle el camino
del triunfo. Así para comenzar, aparte de armar una treintena
de hombres, expidió un manifiesto en el que después de anunciar
los remedios que se disponía a poner en práctica para aliviar
las condiciones del pueblo mexicano, ofreció el establecimiento
de un gobierno de justicia y constitucionalidad, de libertades y
democracia y que a la vez tuviese como finalidad cierta cumplir
las sagradas promesas de la Revolución.
La mala suerte acompañó a aquel hombre que tan denodadamente
luchara en los campos de batalla que dieron cuerpo a la
revolución; pues desde el día de su entrada a territorio de
México (1° de octubre, 1922), advirtió que era objeto de
engaños. En efecto, de sus treinta y cuatro primeros soldados,
once desertaron, convencidos de cuán inútil sería la lucha.
Después, cuando esperaba recibir diez mil cartuchos procedentes
de Estados Unidos, sólo le entregaron la tercera parte. Por
último, la promesa de que le proporcionarían dinero, quedó
incumplida, y pronto se sintió solo y sin medios para movilizarse
hacia los puntos que había trazado para el comienzo de su
campaña guerrera.
Errante de un lugar a otro; incapacitado pra atacar las guarniciones gobiernistas; seguido de cerca por las fuerzas del general José Gonzalo Escobar y sin comunicación con los campeones
políticos de la restauración carrancista, el general Murguía, ya
abandonado por la mayoría de sus acompañantes, buscó refugio
en un templo de Tepehuanes, a donde fue capturado, y pasado
por las armas horas después, en el cementerio del pueblo (31 de
octubre).
Solo diez días corrieron de aquel acontecimiento, para que
otro de los caudillos de la Revolución fuese también muerto.
Tal caudillo fue el general Juan Carrasco, quien sublevado en
Sinaloa contra su antiguo compañero y amigo el general Angel
Flores, y en apoyo de la frustrada sedición carrancista, cayó el 8
de noviembre (1922). Sus antiguos subordinados fueron sus victimarios.
Carrasco era una de las caracterizaciones más salientes de la
Revolución rural mexicana. Hombre rústico y analfabeto; pero
generoso y honesto, poseía una vocación creadora. Intuitivo por
naturaleza, amaba la libertad. Creía en la igualdad social y política
de los hombres. Entusiasmábale el progreso. Poseía una
inteligencia despierta y emprendedora, y sentía una verdadera
pasión por el mando y gobierno. Faltábale, en cambio, como a
la gran mayoría de la gente del campo, el sentido de la previsión,
por lo cual no pudo hacer la carrera que seguramente
ambicionaba y que además, dadas sus cualidades, merecía.
Pocas figuras del México de 1910, simbolizaron con tanta
precisión la condición y la aspiración de la clase rural mexicana
como Carrasco. No tenía la tenacidad de Zapata, ni la celebridad
de Villa, ni el alma osada de Cíntora, ni la temeridad de
Urbina; pero había en él una manifestación de ensueño pueblerino
de tanta magnitud, que ello bastaba para ennoblecerle y
darle nombre perenne. Carrasco, al igual de la gente de su origen
no sabía hacer daños, pues sólo quería dar bienes; y sin saber qué
era el progreso, correspondía a la mentalidad ranchera que deseaba
instaurar en su tierra todos los adelantos humanos de los que
tenía razón o noticia.
Después de Carrasco, si no víctima de la ilusión, o de la
deslealtad, o de la aventura guerrera, y sí víctima de personales
designios, el partido obregonista perdió (11 de febrero, 1923) al
general Jesús M. Garza, uno de sus principales adalides, de quien
se decía, aunque con la exageración propia del partidismo, que
era de madera heroica y se acercaba a la sabiduría.
Todas esas pérdidas, hechas en las personas de caudillos no
conmoverían tanto y tan profundamente al país, como el asesinato
del general Francisco Villa; asesinato que pareció el
preludio de una nueva catástrofe nacional.
Y el ambiente de México, ciertamente, estaba ya cargado de
negruras, cuando Villa cayó (20 de julio, 1923), atravesado por
balas que le dispararon desde un parapeto premeditado, en una
calle de Parral (Chihuahua).
Como ya se ha dicho, el general Villa, en seguida de su
rendición, y de acuerdo con los tratos hechos con el presidente
De la Huerta, recibió a manera de donación oficial, y para que
disfrutara de sus tierras y de su techo, y para que diese albergue
a sus principales subordinados, la hacienda de Canutillo.
Esta, no correspondía a un precio preciso. De mediana
calidad eran sus tierras; de ninguna hermosura ni comodidad su
casco. Un capricho de caudillo vencido y humillado, había
hecho a Villa aceptar aquella donación casi graciosa que le hacía
el Estado, más que para premiarle, a fin de tenerle siempre a la
vista; pues el caudillo estaba en la edad más ambiciosa del
individuo y podía entenderse que dentro del propio Villa no
existía la idea de quedar jubilado en Canutillo, sino que la
hacienda y vida de su supuesto hacendado eran un receso a las
impetuosas actividades guerreras de diez años. Villa necesitaba
un intermedio, y el Estado se lo concedió en Canutillo.
En la apariencia, nada se mostraba contrario a los menesteres
del caudillo. Sin embargo, el país no ignoraba que en Canutillo
se hallaba una fuerza potencial humana; porque eso era Villa.
Y en efecto, será difícil encontrar en las fuentes documentales de
México un individuo de tan portentosa y maravillosa acción
emprendedora como Francisco Villa. Las fuerzas todas que es
capaz de dar el individuo tenían vigencias en el alma de tal
hombre. A un vigor físico extraordinario asociaba un extraordinario
vigor mental. Faltábale racionabilidad, porque no existía
dentro de él ni enseñanza ni educación. Sus manos eran tan
silvestres como su cabeza; y para el ser y hacer humanos sólo le
salvaba la fuerza de su corazón. Si era brutal y en ocasiones
miedoso, se debía a que nadie puso a su alcance el principio del
orden y de la reflexión.
Así, si en la guerra Villa había sido un gigante conmovedor, no por ello la paz perturbaba sus cualidades ni sus designios. Todavía,
pues, el país estaba obligado a aguardar nuevas hazañas del caudillo;
y no siempre las posibilidades de las hazañas suelen acarrear la
tranquilidad en los Estados. Villa vivía tranquilo; ahora que la
tranquilidad no reinaba en torno a Canutillo.
Esto no obstante, en dos años de retraimiento, Villa tenía
ganado el respeto de sus antiguos y nuevos amigos; y como llevaba
su jerarquía con decoro, hablaba a los funcionarios del Gobierno
con cierta autoridad, de manera que sin exigir, obligaba a que se le
extendiesen créditos, y todo acudía pronto a serle útil y benévolo.
Aparentemente, el caudillo marchaba ajeno a los asuntos
políticos del país. Fingía, al efecto, creer en la agricultura y en las
ganancias de los cultivos. Fingía asimismo el contento de su
aislamiento y el aprecio hacia los hombres del Gobierno.
Sin embargo, tanta altivez y seguridad en sí mismo había
alcanzado Villa como caudillo de la guerra, y tantos odios y
venganzas albergaba en su alma, que dentro de él seguían bullendo
otros deseos más importantes que los de levantar buenas cosechas
o de acrecentar el número de cabezas de ganado. Lo de ranchero
rico que llevaba con dignidad y decoro era una nueva y obligada
fase de su vida. No olvidaba los aplausos, y creía que bien podría servir para una noche oscura; y aunque no se comunicaba con los adalides
de la política nacional ni con los antiguos líderes políticos del
villismo, no por ello dejaba de estar al corriente de lo que acontecía
en la República, sobre todo, acercándose, como se acercaba el
problema de la sucesión presidencial de 1924.
Mantenía correspondencia epistolar con algunos funcionarios
públicos; pero tal para tratar negocios agrícolas o mercantiles.
Sentía un respetuoso cariño hacia el secretario de Hacienda Adolfo
de la Huerta; ahora que tampoco se entregaba a éste, a pesar de
que De la Huerta le ayudaba discretamente en los tantos asuntos
que se suscitaban con la administración de Canutillo.
Pero, si el general Villa no tenía tentáculo alguno dentro del Gobierno, éste, en cambio, le vigilaba las veinticuatro horas del
día. El presidente Obregón, siempre temeroso de que aquel hombre
intrépido, popular y aguerrido volviese a las armas, para
entusiasmar y levantar a la clase rural, ordenó al general Eugenio
Martínez que le vigilase, de manera que la secretaría de Guerra
pudiese estar al corriente de cuanto ocurría en Canutillo o en la
vecindad de Canutillo.
Martínez, sin embargo, no poseía, capacidad, ni instrucción,
ni agentes, para llevar a cabo con eficacia tal vigilancia, y pidió al
Presidente que comisionase en la jefatura de operaciones de
Chihuahua, de la cual era comandante el propio Martínez, a
individuos con práctica en materia de espionaje, a fin de que las
informaciones no alteraran la verdad y fuesen capaces de provocar
un trastorno tanto a la vida de Villa como a la tranquilidad de la
región.
Ningún otro propósito que el de mera seguridad, persiguió el
Presidente al mandar la vigilancia de las empresas de Villa. Los
documentos oficiales son precisos y de los consultados, no se
desprende ningún sospechoso designio oficial.
Ahora bien: como los únicos agentes investigadores competentes estaban empleados en la secretaría de Gobernación, la
orden presidencial fue turnada a tal secretaría, que dispuso la marcha
de cinco parejas de vigilantes, que deberían instalarse en
Chihuahua para ponerse a las órdenesdel general Martínez.
No llevaban tales agentes, cuando menos es lo que enseñan los
documentos consultados, ningún instructivo específico, como en
el caso de la vigilancia a Lucio Blanco y de los conspiradores de
Laredo (Texas). Los agentes no tenían más misión que la de ponerse
a las órdenes del general Martínez, y como no se guardó
mucha reserva sobre la presencia de los investigadores, pronto se
supo que había vela sobre Villa.
El suceso, llevado a los extremos de la murmuración, hizo
creer a los viejos y numerosos enemigos de Villa, que éste se hallaba
en grave entredicho y que por tanto, cualquier ocurrencia llevada
al objeto de perjudicar a Villa, sería bien vista por el Gobierno.
Así, el acontecimiento estimuló a no pocos individuos que, estando
al margen del mundo oficial creyeron poder abrir una puerta a
su destino causando algún mal al caudillo, inclusive dándole muerte.
Villa tenía un buen número de enemigos; pero estos correspondían a un período de guerra y de ninguna manera a quienes
trataban de ejercer venganza con el crimen. Las fuentes examinadas
sobre los días y la gente de Chihuahua que revisamos, no señalan
huella importante, ora de individuo, ora de familia, ora de
comunidad a quien Villa hubiese lesionado tan grave y efectivamente
que estuviese esperando la hora del desquite. El caudillo
había ordenado, durante sus campañas, cruentos castigos a enemigos
de su partido; pero no se conocían actos de represalias personales
capaces de estar aguardando el momento de cobrar agravios.
Además, la función vengativa no habría esperado que llegasen los
días en los cuales, ya advertido Villa de que era espiado, mucho
cuidado ponía en sus movimientos cada vez que salía de Canutillo.
Villa, en efecto, se dio cuenta de la acechanza oficial de que era objeto desde los comienzos de abril (1923), y aunque mucho
le molestó tal espionaje y así lo comunicó al secretario de Hacienda,
en quien hacia confianza, resolvió afrontarlo paciente y tranquilamente
y con ese objeto empezó a exhibirse más a menudo,
para lo cual realizaba viajes a Parral, de manera que la secretaría de
Guerra estuviese al corriente de que él, Villa, vivía ajeno a cualquier
título sedicioso.
Mas este proceder franco y abierto de Villa sirvió a quienes
estaban empeñados en asesinarle, no para cumplir determinadas
venganzas, sino con el objeto de congraciarse con la supuesta
creencia de que el presidente Obregón deseaba la muerte del caudillo,
ese proceder, se dice, sirvió para facilitar los planes criminales
que se estaban desarrollando en Parral.
Aquí, Melitón Lozoya y Jesús Salas Barraza, contados por su
espíritu entre los últimos aventureros de la guerra civil, sin ningún
peso ni agravio del villismo pasado, pero sí entregados al apetito
de hacer algún mérito que les sacara de la oscuridad y les diese
categoría de defensores del Estado y de la paz nacional, trazaban
planes para dar muerte a Villa. Ninguna deuda tenía éste con ellos;
ninguna liga poseían éstos con gente que esperase el momento de
alguna venganza. Tampoco, en el orden de un proyecto criminal,
ni Salas Barraza ni Lozoya estaban en tratos con personaje político
mexicano. Las fuentes examinadas enseñan que los dos sujetos
obraban por su propia cuenta sin coautores superiores. La idea de
matar a Villa se originó dentro de ellos mismos y con incuestionables
fines personales.
Esto no obstante, no está alejado del buen juicio, considerar
que el general J. Félix Lara, comandante militar de Parral, no
podía vivir ignorante de que se tramaba el asesinato del caudillo.
Lara tenía bajo sus órdenes cuatrocientos soldados, y le habían
encomendado, por ser hombre práctico y sagaz y gozar de la confianza
completa del general Martínez, la vigilancia del punto militar
más importante de la República, puesto que dentro de su jurisdicción
residía y se movía el incansable y misterioso caudillo de la
guerra que era Villa.
Lozoya y Salas Barraza eran individuos conocidos en Parral y,
ya por las actividades políticas del segundo, ya por la amistad que
unía el primero con familias parralenses, no extrañaba su presencia
en la población ni sus ires y venires a Chihuahua y otros puntos
del estado; tampoco podía llamar la atención las reuniones que
tanto Salas Barraza como Lozaya tenían con antiguos villistas o
carrancistas.
En cambio, está al margen de la realidad el hecho de que el
general estuviese ignorante de las actividades sospechosas de Lozoya y Salas Barraza, máxime que los agentes de la secretaría de Gobernación tenían la misión de vigilar a Villa y a todo lo que pudiese desarrollarse en torno a éste.
Ahora bien: Lozoya y Salas Barraza habían arrendado en
Parral, una casa en la calle Gabino Barreda, a la altura del cruzamiento con la Benito Juárez a no mucha distancia del cuartel
general de Lara, y en ella hacían los preparativos para cazar al
caudillo. En efecto, el plan de los asesinos consistió en hacer de
la casa dicha una verdadera fortaleza, pues como mucho temían
a Villa y no querían fracasar en su criminal proyecto, todo lo
dispusieron con premeditación, alevosía y ventaja. Ni el menor
recurso de defensa quedaba a Villa aun en el caso de que a las
primeras descargas no cayese muerto.
Tan ajenos eran aquellos criminales preparativos a la función
de la venganza individual o familiar o partidista, que los cómplices
de Lozoya y Salas Barraza eran meros mercenarios. De los doce
contratados, sólo dos habían sido soldados revolucionarios; y
aunque de los otros no se poseen noticias precisas, de los documentos
consultados se deriva que eran sujetos dedicados desde
años anteriores a actos de mero bandolerismo.
Seguros, pues, de que si no tenían el apoyo del general Lara ni de ninguna otra autoridad civil o militar, tampoco tenían que
cuidarse en sus preparativos criminales de tales autoridades,
Lozoya y Salas Barraza pudieron perfeccionar sus parapetos,
acechar a villa, reunir sus armas, y ejercitar sus aptitudes de tiradores sin hallar obstáculo alguno.
Así, todo dispuesto al crimen, Lozoya y Salas Barraza sólo tuvieron que saber esperar, seguros de que sus vidas no estarían en
peligro y de que el general Villa atacado a unos cuantos metros de
distancia desde un parapeto casi perfecto, sería muerto.
La espera no fue muy prolongada. Villa, como se ha dicho,
tratando de probar al Gobierno cuán ajeno era a cualquier
proyecto de subversión, se obstinaba en hacerse presente en las
calles de Parral, de manera que le viesen siempre las autoridades
civiles y militares, que bien sabía le eran hostiles; pues Lara
siempre se había contado entre los más leales soldados de
Obregón.
Dispuesto el teatro del delito a las ocho y media de la
mañana del 20 de julio (1923), Lozoya y Salas Barraza fueron
advertidos por su bien organizado cordón de espionaje, que
Villa se acercaba al lugar señalado para su muerte. Y así era;
pues el caudillo, conduciendo su automóvil y en compañía de
cuatro de sus allegados, se dirigía del barrio de Guanajuato al hotel
Hidalgo, que era de su propiedad, debiendo por lo mismo pasar
por la calle Juárez a donde le esperaban los criminales.
Villa, en efecto, luego de avanzar por la calle Juárez iba a
torcer por la Gabino Barreda, cuando se escuchó una descarga
de fusilería. El caudillo hizo un instantáneo movimiento
defensivo; sólo un movimiento; pues nueve balas lo acribillaron.
Cayeron a su lado, por viajar en el mismo coche Miguel Trillo,
Daniel Tamay, Claro Hurtado y Rosario Rosales.
Desde sus parapetos, Lozoya y Salas Barraza vieron
consumado su designio, y sin precipitación alguna, salieron de
la casa y a poco estaban lejos de la población, sin que en su
retirada se les molestara. El general Lara, a la mañana de ese
mismo día se había ausentado de Parral al frente de sus
soldados, para llevar a cabo prácticas militares; comunicando lo
sucedido a las autoridades de la secretaría de Guerra, y excusándose de no perseguir a los delincuentes por carecer de caballada.
Las investigaciones judiciales sobre el crimen no ocultaron
su superficialidad. Pareció como si la muerte del caudillo
hubiese producido la tranquilidad de Estado. Salas Barraza se
presentó voluntariamente a las autoridades, haciéndose único
responsable del crimen que atribuyó a una función negativa;
pero sin que tal manifestación tuviese aceptación alguna. La
personalidad de los hombres a quienes se atribuyó la inspiración
del crimen estuvo muy por la cima de aquella acción tenebrosa
y repugnante.
Grande fue la responsabilidad de Villa llevando a su patria,
por un capricho de partido y jerarquía a una cruenta guerra. Así
y todo, en Villa quedó singularizada la Alta Epoca de la clase
rural de México, también la esencia popular de la Revolución
mexicana.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 8 - Las luchas obreras Capítulo vigésimo séptimo. Apartado 10 - La preocupación anticlerical
Biblioteca Virtual Antorcha