Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo octavo. Apartado 1 - La sucesión presidencial de 1924Capítulo vigésimo octavo. Apartado 3 - El triunfo del presidente Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 28 - EL GENERAL CALLES

LA SUBLEVACIÓN DELAHUERTISTA




Desde la hora en que Adolfo de la Huerta discutió con vehemencia el asunto político de San Luis Potosí, tratando de que el presidente Obregón se inclinase en favor del triunfo del partido de Jorge Prieto Laurens, el propio Presidente creyó descubrir en su colaborador las disposiciones personales y políticas llevadas al objeto de romper el triunvirato político y democrático que tanta fuerza y prestigio daba al obregonismo. También creyó Obregón hallar en De la Huerta la ambición de volver a la presidencia de la República. Obregón, en efecto, no supo ni pudo comprender una actitud compromisoria de su secretario de Hacienda con una parcialidad a la cual trataba de apaciguar mediante una concesión, a pesar de que era público y notorio que el Cooperatista estaba resuelto a hacer armas electorales contra la candidatura del general Calles.

Preocupado, pues, Obregón en aquellos motivos que a su parecer se presentaba en torno a la separación de De la Huerta, debió advertir para sí mismo que si no precisamente este último, sí los líderes delahuertistas estarían haciendo cálculos sediciosos, ya que, ciegos como se hallaban en sus proyectos de triunfo, no dudarían en acudir a cualquier medio, inclusive el de una violencia armada, para alcanzar sus fines de partido y personales. Además, bien sabía el Presidente que el país no iba a cambiar fácilmente la mentalidad bélica por la del orden y pacifismo, sobre todo tratándose de asuntos electorales; porque siendo los gobernantes de México correspondientes a toda una década producto de luchas armadas, persistía la idea de que el poder sólo se ganaba por la fuerza.

Esas advertencias preliminares de Obregón no eran ajenas a la realidad; tampoco a los proyectos de revuelta que empezaban a hacerse tanto entre los cooperatistas, como entre los resentidos con el obregonismo. Sin embargo. De la Huerta era ajeno a tales proyectos. Mucho trabajo le costó desarraigarse de la amistad fraternal, que tenía con Calles y Obregón. Muchas consultas y preocupaciones tuvo antes de aceptar formalmente su candidatura (18 de octubre), y excepcionales esfuerzos hizo para apaciguar los ánimos de sus partidarios, quienes consideraban que la sola decisión de De la Huerta bastaría para hacer cambiar la faz política de México.

Obregón, como queda dicho, conocedor de la naturaleza humana y sobre todo de la política revolucionaria, insistía a través de Pani y de otros colaboradores en precipitar cualquier acción del delahuertismo; y los adalides de este partido, sin medir sus posibilidades y haciendo omisión de las probabilidades, estaban seducidos por los propósitos de Obregón, sin darse cuenta que tomar la corriente de la violencia hacia la cual les conducía el saber político del Presidente, equivalía a perderse para siempre.

Sin embargo, los delahuertistas ya no estaban en condiciones de hacer alto. Habían comprometido a una sublevación a importantes jefes del ejército, así como a varios gobernadores, tocándoles la fibra democrática. La sola creencia de que Obregón se disponía a violar el Sufragio Universal para favorecer la candidatura de Calles constituía un incentivo sedicioso.

No ignoró De la Huerta los aprestos que hacían sus principales partidarios, y como era juicioso y conciliador, quiso acabar con el espíritu de aventura y de oportunismo violento y sangriento; pero tanto más pacífico se volvía, más aumentaba el imperio de sus partidarios, quienes empezaron a tenerle por tímido y titubeante.

Y no fue únicamente De la Huerta quien supo de los arrestos y preparativos bélicos de los cooperatistas. De ello estuvo informado el presidente Obregón con tiempo bastante y considerado, de manera que pudo prepararse, no tanto para evitar la lucha armada, cuanto para precipitarla, con lo cual no daría oportunidad a que se desarrollara organizadamente.

Al caso, el Presidente nombró al general Arnulfo R. Gómez, individuo agresivo y presuntuoso, para que, como comandante militar del Valle de México procediera a menguar los delirios de fuerza del delahuertismo, ya por medio de amenazas, ya ejecutando actos de violencia; y como en realidad, Gómez era imperioso, diligente e imaginativo comenzó su función eficazmente.

Bien sabía Gómez que el cogollo delahuertista estaba en el seno de la cámara de diputados; que de ésta partían los emisarios de guerra; que allí, entre los representantes, se encendían y repartían los ensueños de triunfo político, y sin muchos escrúpulos se dispuso a acabar con aquella fuente de inquietudes, aunque guardando todas las formas convenientes a fin de que su acción no pudiese caer bajo el peso de las leyes democráticas.

Al efecto, sirviéndose de sus agentes, así como de los diputados callistas, hizo propalar la versión de que iba a invadir el salón de sesiones del Congreso para castigar a los delahuertistas, y como mucha fama tenía Gómez por sus órdenes atropelladas, los diputados empezaron, unos a ocultarse; otros a abandonar el Cooperatista; los terceros a hacer frente a los preparativos del comandante militar; y al efecto, creyendo estar en posesión de un secreto, denunciaron públicamente (3 de diciembre) el supuesto plan de Gómez.

Y no fueron ésos los únicos efectos del plan de Gómez; pues con el ocultamiento o conversión de los diputados, el Cooperatista perdió la mayoría en la cámara, lo cual fue aprovechado hábilmente por los callistas, quienes ya sin tropiezo pudieron ganar votos para integrar la Comisión Permanente.

Como consecuencia de estos sucesos que se desarrollaban con velocidad, no quedó más que un recurso al delahuertismo: la sedición. Sin embargo, De la Huerta se mostró contrario a la violencia. Consideró —y así lo expresó verbalmente y por escrito a sus más allegados— que no era patriótico ensangrentar el suelo nacional, cuando no existían pruebas precisas de que el general Obregón pretendiese burlar el Sufragio con la intención de hacer triunfar la candidatura de Calles en los comicios de 1924.

Esta era la firme resolución de De la Huerta, cuando a la noche del 3 de diciembre (1923), sus tres principales consejeros: el general Antonio I. Villarreal, el licenciado Rafael Zubaran Capmany y Jorge Prieto Laurens, le hicieron saber la versión, que daban como de fuente responsable y autorizada, de que el general Gómez pretendía invadir el recinto legislativo para castigar a los diputados delahuertistas y al propio De la Huerta. Diéronle asimismo la noticia de que el general Guadalupe Sánchez, jefe de las operaciones militares en Veracruz y comprometido a sublevarse, requería órdenes para el alzamiento, pues que tenía informe de que el Presidente había dispuesto destituirlo de la comandancia, y en tal caso el delahuertismo dejaría escapar su principal apoyo militar. Advirtiéronle, por fin, el significado legal que tenía la pérdida de la mayoría del Congreso, de todo lo cual se presentaba un trance que era necesario revolver en el acto.

Los tres consejeros, no sin comunicar sus temores de verse presos y castigados de una hora a otra hora, apremiaron a De la Huerta a una decisión; y ésta no podía ser otra que la de salir sigilosamente de la ciudad de México, dirigirse al puerto de Veracruz, ponerse al amparo de las tropas de Sánchez, desconocer al gobierno que en el concepto de los delahuertistas ya no era nacional, sino obregonista, y hacer de la plaza de Veracruz la ciudad capitana de la insurrección.

Dramatizada así la situación, muy grave pareció ser el estado de responsabilidad de De la Huerta; porque si de un lado, se podía convertir en un vulgar rebelde contra las instituciones constitucionales de México; de otro lado, tampoco podía abandonar a sus partidarios comprometidos precisamente por su causa; y como lo primero parecía explicable como defensa ineludible de los principios democráticos, en tanto que lo segundo no alcanzaba los niveles de la hombradía ni de la dignidad. De la Huerta, aunque sin reflexionar, optó por el camino de la rebelión.

Así las cosas, el candidato abandonó la capital con muchas precauciones, aunque Obregón tuvo noticias precisas de tan significativo suceso, si no dispuso la detención de De la Huerta se debió a que hizo demasiada confianza en las autoridades civiles de Veracruz que, al frente de los agraristas, le habían asegurado que se apoderarían del puerto y pondrían en fuga a los soldados de Sánchez. Pero como no fue así, De la Huerta llegó felizmente a la plaza, y el 5 de diciembre hizo saber al mundo que el país estaba nuevamente dividido por las facciones políticas y que empezaba una nueva lucha intestina.

Una vez más, pues, quedaron envueltos en peligros los derechos ciudadanos, los principios del orden, el fundamento de las instituciones y el espíritu de paz. Una vez más, los mexicanos, con el poder de la euforia que las guerras dan a los hombres, iban a pelear. Tantos y tantos eran los individuos despiertos a la ambición y tan corta la superficie para el ejercicio de ésta, que la riña tenía lógica y piedad.

Ahora bien: para mantener la tranquilidad del país, el Gobierno tenía un ejército de cincuenta mil treinta soldados, ocho mil quinientos ochenta y tres oficiales, dos mil setecientos cincuenta y ocho jefes y quinientos ocho generales.

Tales cifras correspondieron al 30 de noviembre (1923). Fueron otras a partir del 5 de diciembre, puesto que de aquel ejército que parecía ser la garantía absoluta de una paz perenne en la República, estaban alzados veintitrés mil soldados, tres mil jefes y oficiales y ciento dos generales. El Gobierno había perdido la mitad de sus clases, pero conservaba el sesenta por ciento de la parte selecta del ejército. Esto indicaba que estaba en posilidad de rehacer sus cuadros de número, puesto que no tenía perdida la calidad de mando. Y el fenómeno, observado desde luego por el Presidente, dio a éste la seguridad en la victoria del Estado.

Deploró, sin embargo, el general Obregón que sus órdenes de previsión no hubiesen sido cumplidas al tiempo de que él mismo incitaba a los delahuertistas para que iniciaran la revuelta. Deploró asimismo no haber dado fin a los proyectos para mejorar las condiciones del ejército; pues bien sabía que numerosos generales se hallaban postergados; que la oficialidad estaba mal pagada; que los soldados carecían de vestuario y hospitales. Todo eso lo quiso remediar Obregón desde que advirtió la cercanía de una nueva conflagración, pero las escaseces de dinero, por una parte; la poca experiencia administrativa de los jefes militares, por otra parte, fueron causa de demoras que ahora se iban a resentir con perjuicios para la Nación.

Pero el principal perjuicio sería el ocasionado en el alma de Obregón; porque éste, seguro de su ingenio político, seguro de su fuerza oficial y de su pulso de soldado y seguro asimismo de sus buenas intenciones democráticas, sintió que la revuelta constituía una afrenta no sólo para México sino para un gobierno recto como el que presidía, y con todo esto se entregó al despecho y con lo mismo a la venganza. Reapareció en él lo fiero, y si la rebelión constituía un mal al país, también lo era la crueldad. Fue más allá de lo que podía ir un Jefe de Estado y de Gobierno: volvió a la plataforma del caudillo desde la cual fue fácil dictar las más severas disposiciones para castigar al nuevo enemigo.

En medio de esos sentimientos, casi atropellados, que mandan el poder y la venganza, el general Obregón logró sobreponerse al iniciar la campaña contra los sublevados, organizando con ciencia y diligencia la defensa de una paz que tenía el deber constitucional de mantener en la República.

Un grave peligro confrontó el Presidente en los primeros cinco días de la rebelión: la ciudad de México estaba prácticamente a merced de los sublevados. Las fuerzas a las órdenes del general Gómez sumaban quinientos treinta y ocho soldados; las guarniciones cercanas a la capital reunían otros quinientos. Los sublevados, acercándose a Puebla con el abierto propósito de avanzar hacia el Valle de México sumaban cinco mil quinientos, y podían movilizar tres mil más de Aguascalientes e Hidalgo. La situación de Obregón no era nada tranquilizadora.

Así y todo, el Presidente mandó que Gómez pusiera sobre las armas a la policía del Distrito Federal, y que con sus cortas fuerzas procediera a manera de hacer creer al enemigo que la plaza había sido reforzada. Autorizó también al general Gómez, para que acudiera lo mismo a la leva que al castigo implacable, y como en esto último parecía gozar Gómez, pronto en la capital cayeron víctimas no tanto los sospechosos de delahuertismo, cuanto los maleantes. El comandante de la plaza, en efecto, en el extremo del orden, y como la policía del Distrito Federal era impotente para limpiar a la ciudad de rateros y asaltantes, se sirvió de las facultades que tenía para perseguir a unos y otros y entregarlos a la ley de fuga. Y el suceso no sólo sirvió para minorar el poder de la gente de mal vivir, antes para atemorizar a los partidarios de De la Huerta, de manera que ya no hubo quien conspirara contra el Gobierno; ahora que todo eso fue en descrédito de Gómez, atribuyéndose a éste crímenes políticos, que las fuentes originales hacen improbables. Los papeles y prendas de ropa de quienes perecieron durante los días de mando que tuvo Gómez indicaban que tales eran individuos correspondientes a un mundo bajo, despreciable y amenazante.

Estos hechos cometidos por Gómez no hubiesen tenido, por otra parte, eficacia alguna, si el Presidente no sólo da facultades al comandante militar de la plaza, sino que, con entereza admirable, no obstante que el enemigo se acercaba violentamente sobre el Distrito Federal apenas transcurridas cuarenta y ocho horas de la sublevación, anunció que serían organizados ciento sesenta y tres nuevos regimientos de caballería, veintinueve batallones de línea, seis auxiliares y cuatro regimientos de ametralladoras.

Para esta empresa militar, Obregón requería dinero y hombres; y estos estaban pronto a sus órdenes. Al efecto, aparte del gran número de oficiales que no defeccionaron, los agraristas de San Luis Potosí, Michoacán, Durango, Veracruz, Puebla y Zacatecas, a una sola voz hicieron presente su adhesión al Gobierno; y como tales agraristas estaban armados en su mayoría y tenían cerca de catorce mil caballos, el Presidente ordenó que la oficialidad leal procediera a darles instrucción a fin de organizarlos en regimientos. Además, los líderes políticos del agrarismo se convirtieron voluntariamente en los primeros jefes de los improvisados soldados, de manera que dentro del territorio ocupado por los sublevados quedaron las reservas agrarias a las que el Presidente había armado en 1921.

Por lo que respecta al dinero, la tesorería de la nación estaba casi exhausta de dinero, y esto no por los despilfarros atribuidos a De la Huerta, sino debido a los déficits que venía arrastrando desde 1920. La desequilibrada situación, sin embargo, no produjo desmayo alguno al Presidente.

El Gobierno requería, para iniciar la campaña contra los sublevados, cincuenta mil rifles, cincuenta millones de cartuchos, veinte aeroplanos y un millón de pesos diarios. El material bélico necesario tenía un valor total de sesenta millones de pesos; y otros sesenta millones eran indispensables para organizar las nuevas corporaciones, con la seguridad de que al terminar el bimestre, la rebelión estaría si no vencida, cuando menos en condiciones críticas. Obregón conocía los recursos económicos militares y económicos del enemigo.

De la Huerta, dejando a su parte los veintisiete mil quinientos soldados sublevados en su favor, disponía de cuatro millones de pesos que se hallaban en las aduanas y jefaturas ocupadas por los rebeldes; y ese dinero, unido a los préstamos que pudiera imponer el delahuertismo no podía dar más de diez millones de pesos, por lo cual, la caja de los sublevados sólo tendría recursos para hacer la guerra durante un corto mes.

Obregón, en cambio, estaba en aptitud de acrecentar sus recursos; y al efecto, con prontitud y desenvoltura se dirigió a las compañías petroleras pidiéndoles un préstamo de quince millones de dólares. Las compañías estaban al margen de la jurisdicción de la autoridad delahuertista y tenían empeño en que el Gobierno restableciera la paz, puesto que un nuevo período bélico interrumpiría la alta bonanza del aceite, las propias empresas acudieron en consulta al gobierno de Estados Unidos, obteniendo al caso una respuesta satisfactoria del presidente Calvin Cooligde y del secretario de Estado Hughes.

Pero el dinero prestado por las compañías petroleras no fue bastante para que el Presidente pudiera llevar a cabo sus planes militares, puesto que el gobierno norteamericano tenía decretado el embargo de armas; y al efecto de que tal estado de cosas cambiara y el gobierno mexicano pudiese adquirir material de guerra, empezó a trabajar la diplomacia dé México.

No se hicieron esperar mucho los resultados de las agencias. El presidente Coolidge, del Partido Republicano, quien habrá sucedido (3 de agosto, 1923), a Warren G. Harding, frente a la petición de la cancillería mexicana, para dar una resolución acudió a los antecedentes que sobre la materia tenía la Casa Blanca a partir de 1913; y de tales exámenes halló que Estados Unidos estaba obligado a permitir la venta de armamentos al Gobierno constitucional mexicano. Nos pondremos en ridículo si no ayudamos a Obregón como gobernante constitucional, dijo Coolidge, al tiempo que el secretario de Guerra John W. Weeks daba órdenes para que se permitiese a los fábricantes norteamericanos el envío de aviones y material bélico al gobierno de México. Por otro lado, el propio Weeks prohibió la venta de pertrechos de guerra a los delahuertistas; y esto a pesar de que la popularidad aureolaba a De la Huerta y de que muy importantes caudillos de la Revolución estaban alzados y se movilizaban hacia el centro del país con el objeto de copar a Obregón.

La insurrección contra el presidente Obregón se había dilatado rápidamente a la mayor parte de la República; pues apenas llegado De la Huerta a Veracruz y ya en franca rebeldía las fuerzas al mando del general Guadalupe Sánchez, el general Enrique Estrada, comandante de Jalisco y Colima, comunicó al general Obregón (7 de diciembre) que tenía el alto honor de desconocerlo ... como revolucionario que había claudicado, y en virtud de lo cual se ponía sobre las armas. A esto, el Presidente contestó reprochando a Estrada su actitud de rebelde, puesto que dos semanas antes no sólo lo había abastecido de municiones, sino que también había sido su padrino de bodas.

Estrada, que era hombre de relevantes méritos como organizador y emprendedor, omitió las cuestiones emotivas y se dedicó diligentemente a levantar un cuerpo de ejército, y en dos semanas tuvo bajo sus órdenes quince mil soldados; ahora que sólo logró armar y municionar a un poco más del cincuenta por ciento. Antes, sin embargo, mandó al coronel Ramón B. Arnáiz para que se apoderase de la plaza de Aguascalientes a fin de interrumpir el tráfico ferrocarrilero entre la ciudad de México y Ciudad Juárez; y Arnáiz cumplió su misión (8 de diciembre) con actividad sin par.

Tan rápidamente se sucedían los acontecimientos, que el 9 de diciembre, mientras el general Guadalupe Sánchez formaba un frente de batalla sobre la vía del Ferrocarril Mexicano para detener cualquier avance de fuerzas gobiernistas sobre Veracruz, el general Antonio I. Villarreal, al frente de dos mil soldados y mil voluntarios se apoderó de la plaza de Puebla.

También al norte del Distrito Federal, los delahuertistas, al mando del general Marcial Cavazos, se presentaron amenazantes a las puertas de Pachuca; y el 14 de diciembre, el gobernador de Oaxaca, el general Manuel García Vigil, asociado al Congreso local, desconoció la autoridad de Obregón, y el general Fortunato Maycotte, tan valiente como audaz, se unió a la revuelta con mil doscientos hombres.

Pronto, pues, la guerra se encendió en todo el país, máxime que viejos y aguerridos revolucionarios como los generales Manuel M. Diéguez, Salvador Alvarado, Cándido Aguilar y Rafael Buelna, pasaron a formar en las filas delahuertistas, de manera que De la Huerta tuvo bajo sus órdenes a uno de los grupos más selectos de jefes y generales de la Revolución: y con todo eso, se dispuso a avanzar militarmente hacia Michoacán y Tamaulipas; Guanajuato y Nuevo León; Durango y México.

De la Huerta, como queda dicho, se estableció en Veracruz. Aquí, organizó una Junta de Gobierno, en seguida de lo cual se dirigió al país para explicar el porqué de la sublevación.

Dos causas fundamentales argüyó De la Huerta. Una, el ataque e invasión a la soberanía de los estados, como lo enseñaba el caso político de San Luis Potosí, en el cual, el Presidente desconoció el resultado de la voluntad popular para elegir a quien él, el Presidente, había querido. Otra, la imposición que Obregón pretendía hacer llevando a la presidencia de la República al general Plutarco Elias Calles.

Muy insólidos fueron los argumentos de De la Huerta para explicar la causa de su sublevación, que en el fondo, no era más que la reacción de aquellos políticos y generales que habían idealizado las libertades públicas y el Sufragio Universal contra el fracaso de la democracia electoral; porque el Gobierno nacional, en efecto, no había encontrado a pesar de sus notorios esfuerzos, la fórmula para hacer efectivo el voto ciudadano.

Grandes eran los justificados obstáculos para el ejercicio real y verdadero de la función electoral. El país era testigo de que allí a donde aparecieron los muñidores, se presentó el desdén de las clases rurales hacia los comicios; allí, en las poblaciones que estaban en formación urbana, a donde no existieron fórmulas desdeñosas, ocurrió el atropello y la violencia electorales, allí a donde no faltó la violencia y el atropello, se descubrió que no había partidos, ni programas, ni adalides; allí, a donde se contó con adalides, programas y partidos, surgió la intervención oficial a la cual se le dió el apellido de imposición.

Todo, pues, fue adverso a la democracia electoral, lo mismo en los días anteriores a 1920 que en los que se siguieran durante la presidencia del general Obregón que tantos ensueños había motivado, ya que no se dudó que, al fin, llegada era la hora de convertir a México en un paraíso de democracia electoral.

Ahora bien: aquel gran fracaso, originado en la incompatibilidad de un sistema hecho para los ciudadanos y una realidad organizada por subciudadanos, que de acuerdo con la ortodoxia electoral eran los campesinos; aquel fracaso, que para el vulgo no ofreció otra explicación que la de una abjuración oficial a los deberes constitucionales, no halló entre aquellos grandes revolucionarios mexicanos, otro remedio que el de revitalizar el sufragio por medio de la acción armada. El alzamiento, de esta manera, no era una ilegalidad, sino una función para reivindicar uno de los primeros preceptos de la Constitución. Con esta mentalidad, el alzamiento no era punible, y sí admisible.

No haría estas mismas consideraciones el presidente Obregón, puesto que llegado legalmente al Poder, y no habiendo contra él más que acusaciones propias a cualquier acontecimiento político y electoral, toda violencia armada estaba al margen de la ley y por lo mismo dentro de los castigos ordenados por los códigos.

Así, envuelto, y con razón, en ese concepto de su responsabilidad y autoridad, con extraordinaria impavidez observó los primeros movimientos de los rebeldes —movimientos a los cuales él mismo les había virtualmente empujado—, y vistiendo nuevamente uniforme de campaña, sin detenerse a calcular las cortedades de sus fuerzas, de dinero y pertrechos, se dispuso a la guerra.

Al efecto, organizó dos frentes defensivos. Uno, hacia el oriente, para evitar un avance sorpresivo de Guadalupe Sánchez; otro, para detener al general Enrique Estrada, a quien si no estimaba como caudillo político, sí le tenía como soldado emprendedor y bizarro, por lo cual, sintiéndo la amenaza hacia Jalisco, marchó con sus tropas al oeste, confiando el mando oriental al general Eugenio Martínez; ahora que comisionó al general Francisco R. Serrano a fin de que llevase la iniciatativa cerca de Martínez; pues si éste era hombre aleccionado en la guerra, solía entregarse fácilmente a una molicie desesperante. Serrano, en cambio, aparte de su talento, poseía cualidades agresivas, de manera que unido a Martínez, era posible una sola y eficaz dirección bélica tras de la cual, por supuesto, estaría el espíritu emprendedor y audaz de Obregón.

Este, en efecto, confiado en Serrano y Martínez pudo concentrar lo principal de sus planes en el frente occidental, sin que se sospechara qué se proponía; pues su verdadero propósito era dar tiempo al tiempo, con objeto de que las compañías petroleras entregaran el préstamo o adelanto de impuestos ofrecido al secretario de Hacienda y que el Presidente tenía dispuesto que fuese destinado a la adquisición de material bélico.

Esa intencionada demora, sin embargo, no fue obstáculo para que Obregón dejase de realizar una y muchas fintas en un frente y en el otro. Al caso, simulaba movilizaciones, que hacían creer a los pronunciados en cercanas batallas; y con lo mismo, los generales García Vigil, Maycotte y Sánchez se abstenían de ordenar un avance firme de sus tropas sobre una zona que, como la del frente oriental, les podía abrir fácilmente las puertas de la ciudad de México.

Incansable, pues, el Presidente iba de un punto al otro punto. Suprimió en esos días, como él mismo lo dijo a sus lugartenientes, el reloj, el sol, las estrellas. No tuvo más que un cielo, siempre luminoso, y dió facultades al general Serrano, su brazo derecho, para proceder con manga ancha, de manera que los generales del ejército regular fuesen favorecidos a toda hora, con todas las ventajas y privilegios posibles, con lo cual se les estimuló para mantener una vigilancia permanente sobre el enemigo, y entregarse sin titubeos al servicio oficial.

A la actitud meramente defensiva que siguió Obregón durante los meses de diciembre (1923) y enero (1924), el Gobierno tuvo un plan más. En efecto, habiendo entregado a los campesinos, durante los años de 1922 y 1923, veinte mil rifles, con una dotación promedio de cincuenta cartuchos por plaza, el Presidente esperaba no sólo que terminase el adiestramiento de esta gente, sino también darle el material de guerra necesario para llevarla a los campos de combate; ahora que mientras llegaba tal hora decretó que los campesinos armados tuviesen las facultades de una policía rural a fin de que la tropa de línea pudiese ser concentrada a los frentes, sin peligro de sublevaciones sorpresivas a su retaguardia.

De esta suerte, el general Obregón pudo disponer de las corporaciones militares que estaban acuarteladas en San Luis, Zacatecas, Aguascalientes, Durango y Querétaro, para movilizarlas a Puebla e Irapuato; reuniendo así cinco mil hombres en el primero de los puntos; ocho mil, en el segundo.

Obregón, se ha dicho, desde los primeros días de la sublevación advirtió el peligro que ofrecía el frente occidental, pues bien conocía el espíritu emprendedor del general Enrique Estrada. Además, entre los generales estradistas había antiguos jefes revolucionarios de muchos valimientos y capaces de audacias.

No tuvo, en cambio, la misma preocupación por lo que respecta a la línea oriental. Aquí, descansaba su confianza en la capacidad y veteranía de los generales Martínez y Serrano; también en que sabía las escaseces bélicas y económicas de los pronunciados que estaban al mando de los generales Guadalupe Sánchez y Antonio I. Villarreal. Este se había aventurado a ocupar la ciudad de Puebla, no obstante que sus soldados sólo tenían un promedio de diez cartuchos por plaza, debido a lo cual no pudo hacer resistencia a los primeros movimientos ofensivos de Martínez, viéndose obligado a abandonar la plaza el 23 de diciembre (1923).

Este acontecimiento, si no pareció decisivo para los planes guerreros, para el gobierno sólo constituyó la la recuperación de una importante plaza, sino que con ello quedó eliminado el peligro de un asalto intempestivo o un asedio a la ciudad de México.

A pesar de la ventaja lograda, todavía al caer el 1923, el porvenir militar del Gobierno parecía muy incierto; pues si aparte de tal ventaja, en Sonora, el poder del obregonismo se acrecentó con la negativa de la comunidad yaqui para apoyar la sublevación delahuertista y con la extraordinaria diligencia del gobernador de Baja California Abelardo L. Rodríguez, quien en seguida de allegar fondos al gobierno nacional, movilizó sus soldados para fortalecer las guarniciones en Sonora, en cambio el poder del delahuertismo en Jalisco aumentó militarmente.

Aquí, a los últimos días de diciembre (1923), el general Estrada logró organizar una división de diez mil hombres, aunque irregularmente armados; y como tuvo informes de que Obregón, tratando de seguir su vieja táctica de amenazar la retaguardia del enemigo, había destacado una columna de caballería a las órdenes del general Lázaro Cárdenas, para que realizara tan importante misión, se dispuso a contrariar y destruir el plan del Presidente.

Al efecto, Estrada ordenó que el general Rafael Buelna al frente de una columna de dos mil hombres se movilizara para ir al encuentro del enemigo.

Buelna, inteligente y ansioso de triunfos, con iniciativa y astucia, ya en marcha, se propuso atraer a Cárdenas a un punto conveniente para combatirlo y derrotarlo; y con facilidad lo llevó a Teocuitatlán, a donde lo venció e hizo prisionero.

Este triunfo de sus fuerzas, así como la idea práctica de orden que estableció en Jalisco, hicieron de Estrada un caudillo respetado y admirado; tanto así que la gente adinerada de Guadalajara acudió violentamente a reunir fondos para favorecer a los sublevados; y sólo los hacendados jalicienses contribuyeron con doscientos mil pesos.

La posición de Estrada después del triunfo de Buelna en Teocuitatlán fue realmente privilegiada; pues aparte del apoyo moral de la población civil a la que dejó exenta de las exacciones y persecuciones propias a la guerra, afianzó y dominó una de las más preciadas zonas agrícolas y mercantiles de México. El cuartel general estradista en Guadalajara se convirtió en la ciudad capitana del occidente de México.

Bajo las órdenes de Estrada, sin contar la división organizada en Guadalajara estaban seiscientos soldados de línea en el estado de Colima, al mando del general Isaías Castro; quinientos ochenta en Aguascalientes con el coronel Arnáiz, y un igual número del general Alfredo García y del coronel Miguel Ulloa en Zacatecas.

Muy importante para Estrada fue la adhesión del general Manuel M. Diéguez, soldado de fama por su bizarría y sus créditos de revolucionario; y Diéguez reclutaba gente con el proyecto de organizar una segunda división.

Pero lo decisivo para Estrada era iniciar el avance hacia el centro del país, con el objeto de amagar la ciudad de México; y al caso, dispuso la organización de tres columnas. Una, a las órdenes del coronel Ramón B. Arnáiz, que avanzaría de Aguascalientes hacia León. La segunda, mandada por el general Buelna quien, internándose en el Estado de Michoacán, debería atacar y tomar la plaza de Morelia a fin de acabar con el enemigo a la retaguardia y poder así avanzar sobre la metrópoli, y una tercera, de la cual tendría el mando el propio Estrada y que, movilizándose a lo largo del camino de hierro de Guadalajara a México, debería atacar al presidente Obregón en su cuartel general de Irapuato.

Para esos días, ya existían otros dos focos de insurrección: Guerrero y Durango. En aquél, el general Rómulo Figueroa, unido a los generales Jesús Lobo, Javier Echeverría y Crisóforo Ocampo, se disponía a avanzar hacia Morelos; y en suelo duranguense, los generales Manuel Chao, Hipólito Villa, Domingo Arrieta y Nicolás Fernández, en continuadas escaramuzas habían logrado posesionarse de una gran parte del estado, y de hecho sólo tenían la resistencia de los grupos de campesinos armados.

No era, pues, muy tranquilizadora la situación para el gobierno del general Obregón. Este, sin embargo al entrar el año de 1924, se mostraba tranquilo y optimista, aunque no dejaba una hora sin hacer nuevos y cada vez más importantes aprestos para la guerra.
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