Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo octavo. Apartado 2 - La sublevación Delahuertista | Capítulo vigésimo octavo. Apartado 4 - Consecuencias de la guerra | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 28 - EL GENERAL CALLES
EL TRIUNFO DEL PRESIDENTE
Gracias a su incansable laboriosidad y a la incontrarrestable confianza en sí mismo; pues con su magna personalidaddad hacía omisión de su constitucionalidad, a mediados de enero (1924), el general Obregón pudo estar seguro de que la
sublevación delahuertista sería destruida; y esto, a pesar de que
sus soldados habían sufrido otros descalabros; ahora en Tabasco
y Yucatán.
En el primero de esos estados, el general José Vicente
González y sus lugartenientes Pedro León, Miguel Henríquez
Guzmán y Luis Vidal, sitiados en Villahermosa desde mediados
de diciembre, se habían rendido a los delahuertistas, aunque en
términos muy honrosos y después de una heroica defensa de la
plaza.
Los acontecimientos de Yucatán fueron intensamente
trágicos. Allí, pronunciado con todas sus fuerzas, el general
Juan Ricárdez Broca, hizo prisionero al gobernador constitucional
del estado Felipe Carrillo Puerto, a los familiares de éste
y a todos aquellos individuos que eran parte de la directiva del
Partido Socialista.
No ignoraba Ricárdez Broca cuantos enemigos políticos
tenía Carrillo Puerto. No ignoraba igualmente los odios que el
propio Carrillo había sembrado entre los ricos yucatanenses,
pues como había continuado con la confiscación de bienes a los
hacendados y hecho invariable una generosa empresa en favor
del proletariado, sin medir los agravios que ocasionaba a
quienes poseían tierras, no era escaso el número de personas que
pedía el fin de aquel gobierno.
Así, Ricárdez Broca, sin medir el alcance que podía tener
una decisión violenta, mandó que Carrillo Puerto fuese llevado a
un consejo de guerra, acusándosele de delitos administrativos
que no eran probables y señalándosele como el culpable de
desórdenes sociales y políticos, que no existían en Yucatán
hasta antes de la sublevación delahuertista.
Es innegable que Carrillo Puerto, como líder ya del Partido Socialista, ya de las Ligas de Resistencia no dejó de cometer
actos exagerados y en ocasiones estrafalarios; pero éstos fueron
producto de idealizaciones, y si no todo en él era excusable,
tampoco correspondía a delitos del orden penal. De aquí que el
consejo de guerra ante el cual fue llevado, constituyó en la
realidad, un pretexto para justificar las graves acusaciones que
indebida e injustamente se le imputaban, y para satisfacer el
espíritu de venganza de Ricárdez Broca y de los hacendados.
El consejo, como era de esperarse, condenó a muerte a
Carrillo Puerto y a doce de sus colaboradores, amigos y
parientes. El fusilamiento de tales hombres, que siempre será
causa de vergüenza y motivo de indignación, se llevó a cabo a la
madrugada del 3 de enero (1924), en el cementerio de Mérida.
Tal tragedia, que no pudo evitar el jefe de la sublevación
Adolfo De la Huerta, abrió un campo al crimen político en la
República; pero el presidente Obregón, condenó el atentado personal así como las violencias contra particulares, aunque éstos
tuviesen simpatías hacia De la Huerta.
Gracias a tan categórica decisión de Obregón se salvó de se
asesinado el general Francisco J. Múgica; y los proyectos de
atentados contra otras personas quedaron frustrados, aunque los
confabulados para cometer tales crímenes dejaron huellas probables
de sus designios.
Sin embargo, de esa reprobación presidencial a la violencia
política no se escapó el senador Francisco Field Jurado, sentenciado
secretamente a ser objeto de un atropello, al que no se dio
fronteras, por los líderes de la Confederación Regional Obrera Mexicana.
Field Jurado, se había opuesto en el seno del Senado a la
aprobación de los llamados Tratados de Bucareli, es decir de la convención conexiva al pago de los daños causados por la Revolución; y como por otro lado, muy pública era la filiación delahuertista de Field Jurado, y conocidos también sus enlaces con
los rebeldes, los adalides de la CROM creyeron que el castigo que se diese al senador serviría de escarmiento para evitar que continuara la conspiración delahuertista dentro de la ciudad de
México. También un medio para tomar una posición de beligerantes dentro de la lucha contra los rebeldes y poder reclamar a la hora de la victoria un lugar político prominente y ventajoso; pues bien sabían el poco aprecio que para ellos tenía el general Obregón.
Para preparar un ambiente propio a una supuesta vindicta
pública, en cuyo nombre preparaban el atentado contra el
senador, el líder Luis N. Morones, con pretextos pacifistas,
incitó a sus compañeros para que acudieran a la violencia, tanto
como medio de auxiliar al gobierno del general Obregón, como
instrumento para vengar la muerte de Carrillo Puerto. La
incitación hecha por Morones fue a cielo abierto y con palabras
que no dejaban dudar cuán funesta sería para la tranquilidad y
las garantías individuales cualquiera acción atropellada y siniestra.
Dispuesto así el ambiente de violencia e ilegalidad, no
faltaron líderes secundarios de la CROM que se alistaran a desarrollar la idea de engañosa vindicación expresada por
Morones, aunque no tanto con fines delictuosos, cuanto con
propósitos de atemorizar a los enemigos emboscados del
Gobierno. Así, elegido Field Jurado como primera víctima, los
cromistas le siguieron los pasos, hasta que a la primera hora de
la tarde del 23 de enero (1924), exagerando el proyectado
castigo, le acribillaron a balazos en la calle Córdoba, de la
ciudad de México,
El asesinato, fue condenado, luego de comprobar la
concurrencia no de determinadas personas, pero sí del grupo
cromista, por el presidente Obregón; y esto con tanta severidad
y serenidad, que en documento suscrito al caso, condenó el
crimen político y sentó la idea de una probidad de Estado, lo
cual produjo un efecto popular de simpatía para el Presidente,
de quien quedaban recuerdos poco gratos sobre sus acciones
impulsivas y por lo mismo ajenas a la razón.
Reprobado el crimen, se operó un cambio en el país,
principalmente en el seno de los grupos políticos y de los jefes
militares: decrecieron las denuncias y asechanzas; los partidarios
de De la Huerta se doblegaron ante la benevolencia oficial;
terminaron los atropellos y violencias que dirigía el general
Arnulfo R. Gómez; los créditos al Gobierno fueron reabiertos;
los ferrocarrileros que mucha estimación tenían hacia el caudillo
de la sublevación, se desligaron del delahuertismo.
Por otro lado, los engreídos y soberbios líderes de la CROM, que se consideraban a sí mismos como uno de los principales pilares del gobierno, sintiéndose despreciados y condenados por el Presidente, se entregaron a la enemistad más rencorosa para
Obregón.
Este, siempre desdeñoso hacia los líderes subvencionados,
hizo omisión de ellos, máxime que para esas horas ya había
llegado a la Ciudad de México el primer tren con material de
guerra procedente de las fábricas norteamericanas. Veinte mil
rifles, tres millones de cartuchos y treinta ametralladoras
sumaron los abastecimientos recibidos por el gobierno; y los
cuales fueron tan oportunos que, ya pertrechado, el general
Martínez pudo aumentar a doce mil el número de sus soldados,
y sin pérdida de tiempo avanzó sobre Esperanza a donde estaba
atrincherado el general Guadalupe Sánchez con ocho mil
hombres.
Débil e inútil fue la resistencia de Sánchez; pues si sus
posiciones eran inmejorables, su tropa aparte de que no había
recibido haberes en veinte días estaba escasamente
municionada, por lo cual a la primera ofensiva de Martínez,
empezó a retroceder, y sin mucho combatir abandonó
Esperanza a donde Martínez entró triunfante el 24 de enero.
El acontecimiento no fue una victoria militar, aunque el
Gobierno le dió tal carácter pero sí fue un triunfo político de
Obregón, gracias a lo cual rehizo su prestigio no sólo en el país,
sino también en Estados Unidos; porque tanto para el mundo
nacional como para el extranjero el pronunciamiento de más de
la mitad del ejército nacional constituyó una merma a la
personalidad del Presidente.
Ese triunfo de Esperanza lo aprovechó Obregón para
ordenar un nuevo avance de Martínez; y ésto lo hizo tan
efectivo y con tanta experiencia en el mando de su gente y en el
engaño al enemigo, que una semana después de la toma de
Esperanza, tenía ya a la retaguardia de Sánchez dos columnas
volantes apoyadas por los agraristas organizados y estimulados
por el coronel Adalberto Tejeda, gobernador de Veracruz.
De esta suerte, y mientras que Sánchez pedía a De la Huerta
dinero, armas y municiones y éste se veía obhgado a confesarle
que carecía de tales abastecimientos, el general Martínez puso
su vanguardia a pocos kilómetros de Orizaba, obligando a los
delahuertistas no sólo a evacuar la plaza, sino a seguir
retirándose y evacuar a continuación la plaza de Córdoba,
ocupada por las fuerzas del Gobierno el 5 de febrero (1924).
Por otra parte, después de la toma de Esperanza, seguro de
que el enemigo no sería capaz de hacer resistencia formal en el
frente oriental, el general Martínez, obedeciendo órdenes de
Obregón, organizó una columna de cuatro mil hombres que
puso a las órdenes del general Juan Andreu Almazán, dando
instrucciones a éste para que avanzara violentamente sobre
Oaxaca con el objeto de atacar y destruir a los rebeldes
generales Manuel García Vigil y Fortunato Maycotte
Con la toma de Esperanza y los movimientos de Martínez
hacia Córdoba y de Almazán en dirección a Oaxaca, Obregón
pudo tener la seguridad de que la sublevación en el oriente de
México estaba dominada, y que De la Huerta no podría
sostenerse en Veracruz; porque agotados sus pertrechos de
guerra e imposibilitado para adquirirlos en Estados Unidos,
debido al embargo de armas decretado por el gobierno de
Wáshington; y sabiendo que los fondos federales de los que se
habían apoderado los pronunciados en las aduanas y otras
oficinas recaudadoras apenas serían suficientes para dos meses
más de sostenimiento en las filas del enemigo, el Presidente, ya
sin mayor amenaza, pudo cargar todo el peso de su ejército y de
la tesorería nacional sobre el frente occidental. Aquí, el general
Estrada, individuo de mucha empresa y sentido común, tenía
establecida su línea de defensa sobre la margen izquierda del río
Lerma, apoyándose en la plaza de Ocotlán.
Muy bien elegido estaba el punto principal de la defensa de
Estrada; porque aparte de las ventajas que le daba el cauce del
río, en cuya margen mandó construir loberas, tenía abiertas a sus
espaldas todas las fuentes de abastecimientos que le llegaban
regularmente de Guadalajara y otras poblaciones. Sin embargo
entre tales abastecimientos no se contaba el material de guerra,
que le era tan escaso que en el informe pormenorizado (31
enero, 1924) que le rindió el general Gustavo A, Salas, le
comunicó que de los seis mil ochocientos hombres que
defendían los pasos del río, solamente cuatro mil quinientos
cincuenta tenían armas regulares del ejército, y que estos
últimos poseían una dotación de cuarenta cartuchos por plaza;
aunque con la esperanza de reforzar tal dotación con ciento
cincuenta mil cartuchos más procedentes de Colima.
Tenían además los estradistas, ochocientas ochenta bombas
de mano, ocho ametralladoras y esperaban reconstruir cuatro
aviones que se hallaban en los hangares de Guadalajara, a fin de
concurrir a la defensa de Ocotlán.
Previendo la escasez de material bélico para la defensa del
frente de Ocotlán, el general Estrada cambió sus planes
originales, conforme a los cuales, mientras el general Rafael
Buelna se movilizaría de Guadalajara a Morelia, a fin de atacar
esa plaza, y él, Estrada, avanzaría a lo largo de la vía férrea hacia
Irapuato a donde el Presidente tenía su cuartel general, y el
general Diéguez, con una división marcharía a hostilizar en
guerrillas a la retaguardia del ejército gobiernista en los estados
de Querétaro y Michoacán; Estrada, se dice, cambió sus planes
con el objeto de apoderarse, si la suerte le favorecía, de una
buena cantidad de armamentos del Gobierno.
Al efecto, teniendo noticias de que Obregón había
concentrado en Morelia ocho mil rifles y medio millón de
cartuchos, destinados aquellos y éstos para armar a los agraristas
michoacanos, ordenó que las fuerzas de Buelna y Diéguez se
uniesen para organizar una columna de seis mil quinientos
hombres, hecho lo cual, tal columna, al mando de Buelna y
llevando como lugarteniente a los generales Diéguez, Samuel de
los Santos, Ramón B. Arnáiz, Petronilo Flores y José Rentería
Luviano, marchase violentamente sobre Morelia, para atacar y
apoderarse de la plaza y del material de guerra destinado a los
agraristas.
Todos los movimientos de esta columna fueron efectuados
con la precisión que Estrada daba a sus órdenes; pero habiendo
llegado sin tropiezo alguno a las goteras de Morelia, y hallándose
las fuerzas pronunciadas en gran estado de ánimo, quiso Buelna
aprovechar las circunstancias y sin medir las consecuencias de su
arrojo y de lo bien parapetado que estaba el enemigo, tomó la
vanguardia de sus tropas, y a pesar de las advertencias de sus
ayudantes, quiso dirigir personalmente el asalto a la primera
defensa gobiernista; pero todo tan imprudente y apresuradamente,
que a los primeros disparos el joven general cayó
herido de muerte (19 de enero) y a poco de ser retirado del
trágico lugar, expiró.
Fue aquel suceso verdadera fatalidad para los pronunciados.
Reunía Buelna no pocas virtudes. A su desmedido valor asociaba
una inteligencia despierta, perspicaz y codiciosa. A la decisión
de su mando unía su educación de suyo natural, con la que
ganaba leales y aguerridos subalternos. Había dentro de él, un
notable ser político que le empujó a las lides democráticas desde
1909, gracias a todo lo cual tenía probados los infortunios de la
caída y las glorias de los triunfos.
Para Estrada, no obstante que en aquella expedición
figuraba uno de los conjuntos más notables de la veteranía
revolucionaria de México, la pérdida de Buelna fue un
desgraciado suceso.
Aquella columna, sin embargo, bajo el mando de tan
connotados jefes de la Revolución, no podía fracasar en
Morelia; y no fracasó, porque en seguida de la muerte de
Buelna, tomando la iniciativa los generales Diéguez y Rentería
Luviano, fue generalizado el ataque a la plaza, dentro de la cual,
sus defensores, a pesar de su corto número, lucharon con
señalada bizarría, viendo caer a la mayor parte de su gente.
La plaza quedó en poder de los estradistas el 21 de enero
(1924); y no sin pesar para los triunfadores, se aclaró que el
depósito de armas y municiones que había sido el imán de los
pronunciados para el ataque a la plaza, sólo correspondía a una de
las tantas fintas acostumbradas por el general Obregón; ahora
que la pérdida de Morelia fue un golpe para el Gobierno, y no
dejó de considerar el Presidente los peligros que entrañaba el
tener a su retaguardia a generales tan aguerridos cómo Diéguez,
Flores y Rentería Luviano.
Esto mismo hizo comprender a Obregón la necesidad de
seguir concentrando tropas en el frente de Ocotlán, para un
ataque pronto y formal.
Reunió así el Presidente frente a las trincheras de Estrada lo más selecto del ejército nacional, dando el primer lugar a su
derecha al general Joaquín Amaro.
Este, además de su tradición revolucionaria y de su probidad
personal era la caracterización del orden y de la reflexión. Sin
corresponder a la clase castrense, Amaro era un soldado por las
precisiones de su pensamiento y acción, por lo cual tenía un
verdadero mando sobre su gente y el respeto de todos los jefes
del ejército.
Amaro, pues, con los generales José Amarillas, Roberto
Cruz y Eulogio Ortiz, tenía la responsabilidad, después del
Presidente, en la batalla de Ocotlán que se acercaba hora a hora.
El ataque a las fortificaciones de Estrada era materia de
estrategia y valor, también de sangre. Estrada no sólo había
elegido un punto defensivo muy ventajoso; pues el paso de
Lerma estaba muy protegido con una serie de loberas y no
había más punto para trasponer el río que un puente defendido
por nidos de ametralladoras.
Las fuerzas del gobierno, aparte de sus aguerridos jefes, de
sus organizados abastecimientos y del apoyo de tres mil agraristas
a las órdenes de José María Sánchez, líder político de mucha
popularidad, notable intuición y gran alteza de ideales,
contaban con el poder de la aviación; ahora que si ésta había
sido ineficaz en el primer desarrollo del delahuertismo, pues no
había causado daño a las concentraciones militares de Estrada,
ahora, en Ocotlán, a las órdenes de Amaro empezó a debilitar
los atrincheramientos del enemigo.
Para esto último, el poder de la fuerza aérea se había
acrecentado gracias a los aviones adquiridos en Estados Unidos.
Así, ya aumentada tal fuerza, el jefe de la misma, general
Alberto Salinas, estuvo en posibilidad tanto de vigilar los
movimientos del enemigo, como de iniciar los bombardeos
sobre las trincheras de Estrada en Ocotlán.
Gracias a este servicio de aviación, el Presidente se enteró de que el general Estrada, en seguida de la toma de Morelia, había
movilizado, con mucho sigilo, y con cálculo de verdadero
estratego, una columna de cinco a seis mil hombres, que debería
quedar acuartelada en Acámbaro, lista para avanzar
violentamente en el momento oportuno sobre la retaguardia del
ejército de Obregón, cuando éste iniciara el ataque formal a
Ocotlán, de manera que el ejército del Gobierno quedara entre
dos fuegos.
Unida a los informes de la aviación, la sagacidad de Obregón
pudo advertir cuál era el propósito del bien meditado plan de
Estrada; y dispuesto a deshacerlo, el Presidente ordenó que el
general José Gonzalo Escobar, con una columna volante de
soldados escogidos, se dedicara a vigilar una línea paralela a la
vía férrea de Celaya a Irapuato, con el objeto preciso de
observar los movimientos del enemigo y evitar de esa manera un
ataque sorpresivo de los estradistas.
Yendo de un lado a otro lado, sin advertir la presencia de los pronunciados. Escobar no descansó dando cumplimiento a las
órdenes de Obregón, a quien directamente rendía los partes.
Mientras tanto, el general Estrada, continuando el desarrollo
de sus planes, se había trasladado a Acámbaro y reforzada la
tropa allí acuartelada, organizó con soldados veteranos una
columna de cuatro mil quinientos hombres, y tomando el
mando de los mismos se puso aparentemente en marcha a un
punto diferente al que en la realidad se proponía.
Y, ciertamente, el plan de Estrada consistía en moverse sin
ser sentido por el flanco derecho de sus posiciones en Ocotlán, a
manera de formar una escuadra con sus atrincheramientos
originales, para obligar al general Obregón a abrir un nuevo
frente, para el cual no estaba preparado. Desde ese nuevo frente
Estrada consideró que estaría en aptitud de atacar y derrotar
uno de los flancos más débiles de Obregón.
Previamente, gracias a sus marchas sigilosas, a la selección de su gente y a sus buenos caballos, Estrada caería intempestivamente
sobre Irapuato luego asaltaría los trenes gobiernistas
de La Piedad y desde aquí tendería su nuevo y amenazante
frente.
Con mucha confianza en sus propósitos, el general Estrada
salió de Acámbaro; pero descubierto el movimiento por los
aviones de reconocimiento del Gobierno, y a pesar de que los
pilotos cayeron en la finta estradista, Obregón, siempre
malicioso y conocedor de la guerra, pudo advertir cuales
podían ser los designios verdaderos de Estrada, y ordenó que la
columna de Escobar, fuese violentamente reforzada y a
continuación dio órdenes al propio Escobar, quien durante un
mes había estado espiando los movimientos del enemigo, para
que saliese en busca de Estrada, y sin detenerse trabase
combate.
Estrada, por su parte, avanzó con seguridad y fortuna hasta
un punto llamado Palo Verde, a donde desde sus avanzadas le
comunicaron que el general Escobar, con cinco mil jinetes,
marchaba a su encuentro, por lo cual, observando que las
condiciones del terreno le podían ser favorables, resolvió hacer
frente al enemigo.
Palo Verde está formado por una línea de lomas de difícil
acceso. Estrada eligió la central que era la más dominante, y a la
izquierda de la cual se extendía una laguna que mucho le
protegía; y cómo le quedaba descubierto el flanco derecho,
mandó que el general Diéguez, con mil quinientos hombres de
caballería se movilizara sigilosamente tomando caminos
extraviados, para situarse a la retaguardia del atacante y procediera oportunamente a hostilizarlo con toda la fuerza.
Diéguez se movilizó prontamente sin que el enemigo se
percatara de su presencia, quedando Estrada con el grueso de la
tropa en un frente que parecía inexpugnable por la topografía
del terreno, y en el que mandó improvisar trincheras.
El general Escobar llegó al frente de Palo Verde poco
después del medio día correspondiente al 13 de febrero (1924),
y ordenó que sus soldados, sin trabar acción formal con los
estradistas, avanzaran en la línea de tiradores, hasta llegar a unos
cuantos metros de distancia de las trincheras del enemigo, y a
esa hora emprender un asalto general.
Debido a las irregularidades del suelo, que los protegía
felizmente, los soldados de Escobar, pie a tierra avanzaron sin
grandes pérdidas y luego, a una sola voz de mando y cuando ya
estaban a un centenar de metros del enemigo, se lanzaron al
asalto, que fue tan violento y efectivo, que en menos de una
hora Escobar pudo llegar a la parte más alta de la loma central,
poniendo en fuga a la gente de Estrada que escapó en todas
direcciones. A esa hora, ya de triunfo gobiernista, apareció la
caballería del general Diéguez, quien visto el desastre se retiró
sin combatir.
Y mientras eso ocurría en Palo Verde, el teatro principal de
la guerra estaba en Ocotlán, en donde el general Obregón,
tratando de ahorrar la vida de sus soldados había procedido
cautelosamente. El frente enemigo era de cinco kilómetros, con
emplazamientos de ametralladoras, minas en los puentes y doble
fila de loberas protegidas con alambrado de púas. No era, pues,
tan fácil, penetrar en aquella defensa que el general Estrada
había preparado con extremado celo guerrero.
Así y todo, y teniendo ya concentrados doce mil hombres,
aparte de los que guarnecían las poblaciones sobre los flancos, y
los que andaban en la columna a las órdenes del general
Escobar, el Presidente dió la orden de asaltos a las trincheras
estradistas el 9 de febrero.
Antes de ponerse en movimiento la infantería, los aviones
militares piloteados por Samuel Rojas, Roberto Fierro, Luis
Farell y Pablo Sidar, iniciaron un bombardeo sobre las
posiciones sur del enemigo, produciendo grandes estragos y
obligando a más de dos mil soldados rebeldes a replegarse más
allá de la línea de defensa.
Tan eficaz fue tal bombardeo, que pronto quedó expedito
un camino para el avance de la infantería; ahora que ésta tenía
que tomar dos puentes, sobre los cuales se entabló un reñido
combate que duró doce horas, pues fue necesario avanzar metro
a metro, hasta que terminadas sus municiones y sin esperanzas
de refuerzos, los estradistas comenzaron a retirarse hasta
abandonar sus posiciones.
La retirada de los estradistas, que al principio fue ordenada, pues se esperaba la llegada de un auxilio, al entrar la noche se
convirtió en desbandada. Los pronunciados abandonaron sus
armas y equipos o bien se entregaron a los vencedores. Habían
peleado con singular valentía y decisión; ya que grande era la
admiración que tenían al general Estrada. La suerte, sin
embargo, les había sido adversa.
Destruido el frente de Ocotlán, el camino a Guadalajara
quedó expedito para el general Obregón, quien el 10 de febrero
mandó que el general Roberto Cruz se pusiera en marcha hacia
la capital de Jalisco, a donde Cruz entró triunfalmente, al frente
de tres mil quinientos hombres, el 12 de febrero.
Este mismo día, el general Eugenio Martínez ocupó el
puerto de Veracruz, que De la Huerta y sus colaboradores
habían abandonado, en seguida de admitir que, careciendo de
material bélico, era imposible pretender seguir combatiendo en
el frente oriental.
De la Huerta, al efecto, desde el día en que estableció su
Junta de Gobierno en Veracruz, comprendió que de no poder adquirir pertrechos de guerra en Estados Unidos, su
alzamiento estaría perdido. Confiaba De la Huerta en lograr
tales abastecimientos en un supuesto crédito que a su nombre
y a su prestigio de gobernante mexicano, le otorgarían
los fabricantes norteamericanos. Confiaba asimismo en que el
departamento de Estado, colocaría a los sublevados en las
mismas condiciones de facto que existían para la autoridad
institucional de Obregón, puesto que el gobierno de Estados
Unidos no estaba llamado a calificar la situación doméstica de
México. Esto, sin embargo, correspondía a una idealización no
tanto de De la Huerta cuanto de sus principales colaboradores,
puesto que la Casa Blanca tenía reconocido a Obregón como presidente constitucional de la República y por lo mismo no podía colocar en ese mismo nivel a los sublevados, aún cuando a
estos correspondiesen a un poco más del cincuenta por ciento
del ejército nacional.
Este grave error de De la Huerta, del cual se apartaban las
proclamas de los jefes rebeldes y las locuciones de los líderes
cooperativistas refugiados en Veracruz, fue comprendido por el
país que, como queda dicho, olvidó sus simpatías, casi totales
en favor del delahuertismo, para favorecer los intereses oficiales.
De la Huerta, sin embargo, se sostuvo valientemente en
Veracruz y sólo cuando el frente de guerra que estaba a las
órdenes del general Sánchez quedó destrozado, resolvió
abandonar la plaza, embarcando a Tabasco, a donde pretendió
continuar la resistencia; aunque a poco, convencido de que era
inútil pelear sin dinero y armas, optó por nombrar un
lugarteniente y emprender él mismo viaje a Estados Unidos, con
la idea de procurar personalmente un crédito de armamentos
entre un grupo de particulares, para continuar la guerra más
adelante. Esto a pesar de que el triunfo del Gobierno hacía
imposible otra experiencia insurrecional.
Además, la salida del propio De la Huerta quebrantó los
ánimos rebeldes y democráticos; y si generales como Alvarado
Diéguez y Villarreal quedaban todavía en el campo de lucha
armada, su permanencia sublevatoria tenía que ser precaria.
Vencidos los frentes de occidente y oriente, el general
Obregón disponía ahora de un poderoso y victorioso ejército,
que se dispuso a exterminar los grupos restantes del delahuertismo,
que estaban concentrados principalmente en el sur del
país, y en los estados de Tamaulipas, Guerrero e Hidalgo.
El Presidente, en efecto, mandó hacer una operación de
limpia, empezando por el estado de Hidalgo a donde operaba el
general Marcial Cavazos, rebelde aguerrido, desinteresado y audaz. Cavazos había conquistado mucha fama en cortos dos
meses de correrías; pues en una guerra sin cuartel castigó a los
soldados del ejército regular y llegó a constituir una amenaza
para la ciudad de México.
Dispuesto, pues, a dar fin a Cavazos y a las guerrillas de éste, el general Obregón puso en operaciones cinco mil soldados,
debido a lo cual, Cavazos, ya a la defensiva, empezó a decrecer
en sus ímpetus hasta el 19 de febrero, (1924), en que fue
muerto, mientras que sus capitanes más allegados eran hechos
prisioneros, fusilados o asesinados. Una semana bastó para que
el número de ejecutados en esa parte del país ascendiera a una
cincuentena.
Ahora, ya no tanto el general Obregón, sino sus generales
entraban al terreno de la venganza, y en tal ánimo, sin esperar
las órdenes del Presidente, procedieron a aniquilar las guerrillas
sin conmiseración. Allí a donde se hallaba un jefe rebelde, ya
rendido, ya oculto, allí había un fusilamiento.
Para perseguir a los alzados fugitivos, el Gobierno comisionó
a los agraristas armados; y éstos, aparte de aprovechar la
oportunidad para vengar viejas rivalidades aldeanas a los agravios
que les habían ocasionado los hacendados y principalmente los
mayordomos de haciendas, cargaron sus violencias contra
quienes huían. No hubo ley moral ni militar de conmiseración;
tampoco jueces que condenaran a los prisioneros. El triunfo no
pareció suficiente para asegurar un futuro nacional de paz, y
todo hacía considerar que era necesario el castigo. Y no sólo el
castigo al alzamiento, antes también a la ambición. La ambición
de mando y poder que se despertó con la Revolución requirió,
para el entender oficial, un muro de contención y como éste no
podía ser la Ley, puesto que los castigos aplicados por los
ímpetus, equivalían a contrariar los preceptos constitucionales,
se utilizó el instrumento de la fuerza.
El Presidente que tan tolerante y generoso se mostró al
estallar la sublevación, ahora, llegada la hora de derrotar al
enemigo y examinado que hubo los tantos males causados por el
alzamiento al país y principalmente a la hacienda pública;
ahora, considerando el deber de preservar al Estado de nuevas
perturbaciones nacionales, volvió a la fiereza de la Guerra Civil,
y cerró todos los caminos capaces de conducir a los perdones.
En cada jefe revolucionario que todavía continuaba moviendo la
bandera de la sedición, el Presidente vio un peligro para la
estabilidad del Estado; de un Estado que empezaba a considerar
como una entidad superior a la de su gobierno.
Así, cuando el general Juan Andreu Almazán entró a la
ciudad de Oaxaca (8 de marzo), abandonada por las fuerzas de
los generales Manuel García Vigil y Fortunato Maycotte,
Obregón dió órdenes para que la persecución a los rebeldes se
llevase a cabo sin descanso y sin darle fin hasta no exterminar a
los caudillos y cabecillas.
Almazán, pues, marchó en seguimiento de los jefes rebeldes,
y habiendo capturado a García Vigil, ordenó su fusilamiento.
Junto a García Vigil cayó el poeta oaxaqueño Ignacio C. Reyes,
que era ajeno a las armas, aunque amigo personal del general.
Después, las columnas volantes de Almazán dieron alcance a un
grupo de jóvenes oaxaqueños que acompañaban a García Vigil
en la infortunada aventura, y los capturados fueron también
ejecutados. La revuelta en Oaxaca terminó con la muerte del
general Maycotte.
Todavía quedaban levantados para esos días algunos
generales de la vieja guardia revolucionaria; y la persecución se
hizo más tenaz; también las denuncias y deslealtades más
frecuentes. Víctima de estas últimas fue el general Salvador
Alvarado, quien fue muerto (9 de junio), en Tabasco.
En Alvarado tuvo la Revolución una verdadera caracterización
de la vocación creadora porque tal hombre no sólo fue
extraordinario en promociones, magno en idealismos, definido
en propósitos y valiente en sus decisiones, sino que tuvo las
cualidades de un preciso constructor. Amó intensamente a su
patria; luchó desinteresadamente por la Revolución; detestó las
tiranías; ambicionó la armonía humana; despreció los contentos
y satisfacciones personales y se creyó capaz de acarrear por sí
solo todos los bienes posibles a la República. Alzóse en armas
no tanto por cuestiones de partido, sino por considerar que
castigando a Obregón, castigaba una vez más el despotismo del
poder político. Esto último hizo saber que sólo faltó en
Alvarado la ilustración sólida, que hace a los hombres reflexivos
y prudentes para corregir -mediante estas dos virtudes los errores
o agravios que puedan cometer los gobernantes.
No sería Alvarado la última víctima de aquellos desenfrenados
castigos. Poco después, el general Manuel M. Diéguez
fue capturado y pasado por las armas en Chiapas.
A Diéguez debía la Revolución sacrificio y victorias; ideas y
gobierno. Era Diéguez individuo de carácter violento y tenaz
pero de una intachable rectitud personal y revolucionaria.
Debíasele también la reforma al alma del estado de Jalisco;
porque este estado, un poco desdeñoso para la Revolución, dio
al fin, gracias a Diéguez, una pléyade de políticos y gobernantes.
Del corazón y pulso de Diéguez salieron hombres que por años
y años representarían la esencia de la vida mexicana. Así, tantos
fueron los méritos de Diéguez, que es posible decir, sin
hipérbole, que allí a donde éste puso su alma, hubo frutos y es
que Diéguez fue ejemplo vivo de lo grande y generoso.
Levantóse en armas no para saciar apetitos, antes a fin de
cumplir con su devota admiración y respeto a las libertades
públicas; y si ello constituía una quimera, ésta no alcanzaba
todavía a tocar la racionabilidad de aquellos individuos que
hechos súbitamente en la Revolución, sólo se guiaban por la
sensibilidad de su intuición.
Tantos males produjo aquella desventurada sublevación de
1923, que perdido el equilibrio Social, olvidado el respeto que
merecen los seres humanos y traspuesto el umbral de las leyes,
ya no se dudó en acudir a los atropellos más siniestros. De esta
suerte, el general Lázaro Alanís, viejo socialista mexicano y revolucionario intachable, levantado en armas por considerar
que había llegado la hora de instaurar en México un sistema de
gobierno popular, fue secuestrado en el estado de Hidalgo y
conducido a la capital de la República, a donde lo sacrificaron
(21 de mayo), como un delincuente vulgar.
El alzamiento de 1923, costó la vida a numerosos jefes
revolucionarios, que tanto se habían distinguido en las batallas
contra Huerta y Villa. Para aquellos ex compañeros de la guerra
y del vivaque, el presidente Obregón fue inmisericorde, no
obstante que estaban rendidos y algunos ya inermes.
Y no fueron tales desgracias las únicas sufridas por México
en tan tempestuosos y desdichados días. La sublevación sumió a
la nación en un intenso sopor de descrédito y temor; también la
condujo a una baja de sus valores y créditos económicos, pues
sólo la hacienda pública anotó, en cuatro meses, una pérdida de
sesenta millones de pesos.
Ahora bien: sin ese alzamiento, el país no hubiese advertido
cuán profundas raíces tenía echadas el árbol de la democracia
política y social, plantado por Francisco I. Madero. Por eso
mismo, tales vehemencias políticas, manifestadas en sucesos
armados, servirían para que el pueblo comprendiese que la
conciliación de sus derechos constitucionales con las realidades
rurales del país, no dependía de la violencia, sino del desarrollo
natural de las cosas, los hombres y los pensamientos.
Cualesquiera, pues, que hayan sido los males o bienes
producidos por aquella intensa tragedia, la verdad documental,
prueba que con esa jornada terminó la edad heroica de la
Revolución.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo octavo. Apartado 2 - La sublevación Delahuertista Capítulo vigésimo octavo. Apartado 4 - Consecuencias de la guerra
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