Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo octavo. Apartado 5 - El presidente CallesCapítulo vigésimo nono. Apartado 1 - Halago a las muchedumbres Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 28 - EL GENERAL CALLES

RECONSTRUCCIÓN NACIONAL




Con señalada y prudente inteligencia, el general Plutarco Elias Calles fundió los principales brazos de su presidenciado en la unicidad. Al efecto, sin lesionar a los obregonistas puros y sin exteriorizar una práctica personalista, fundó un partido propio. Hubo así callismo desde el primero de diciembre. Tal partido careció de programa abierto, pero no ocultó sus definiciones, por más que éstas, como ya se ha dicho, tuvieron a veces tintes de un extremismo social inconducente, aunque amenazante.

Organizada una parcialidad casi esotérica, mas con reconocimiento preciso de callista, el Presidente labró hábil y discretamente un cuerpo legislativo, de manera que hizo que casi por unanimidad el Congreso de la Unión se convirtiese en asiduo y efectivo colaborador del poder Ejecutivo.

El problema más difícil que confrontó Calles al iniciar su período presidencial, fue el del ejército. Las luchas intestinas, los favores políticos, los halagos personales, las impropiedades de reclutamientos y ascensos y los privilegios de antigüedad revolucionaria se habían convertido en lacras, de manera que el ejército nacional sólo era una institución ideal, aunque efectiva en lo que respecta a su acción guerrera; también en lo referente a lo generoso de su origen.

Por todo eso, así como por los ejemplos anteriores a 1924, dentro del alma de los soldados latía la perniciosa idea insurreccional que hacía fácil la conducción del ejército a nuevos actos sublevatorios. A extirpar tal mal, considerando que sólo así podría dar solidez al Estado, se dirigieron las medidas del general Calles. Al caso, nombró secretario de Guerra y Marina, con facultades extraordinarias para cernir y pulir las filas del ejército al general Joaquín Amaro.

Era éste, paradigma de la rectitud y del orden. Poseía no sólo una singular hoja de servicios como soldado y general, sino también un vigoroso pulso, que en ocasiones exageraba de manera que con ello se hacía respetar y temer. Dentro de Amaro habitaba un alma sencilla, exquisita y generosa, no obstante que tales cualidades no aparecían en su ser externo; pues así como en él había mucho de ordenanza, más le abrasaban las dotes políticas. Para el vulgo, Amaro sólo correspondía a lo castrense. Sin embargo, sus papeles íntimos enseñan cuánto amaba la vida civil, y cómo perseguía el saber de la ciencia de gobierno. El uniforme y el sable fueron en Amaro acontecimientos fortuitos. La pólvora para él, constituyó el complemento de sus ideas — de las ideas democráticas que conoció y propagó desde 1910. Sus ideas formativas no fueron las de cuartel, sino las de libertad política.

Gracias a todo eso, tal hombre llevaba en sí tanta derechura y justicia, que colocado al frente del ejército fue con sus conocimientos prácticos, disciplina personal y patriotismo insondable, uno de los más eminentes colaboradores de Calles.

El nuevo Presidente, ya en el despacho de los asuntos de Estado no era el mismo hombre que se presentó a México como el ser impetuoso, agresivo e intolerante, durante la campaña electoral; y es que no se piensa lo mismo en lo alto de una tribuna popular, que en la silla presidencial.

Ahora, desde los primeros días de sus funciones, el general Calles asociaba a su discreción sus reflexivas resoluciones, de manera que con amplitud de criterio podía aplicar los proyectos que en gran número tenía en cartera, principalmente sobre los problemas económicos que, bajo el influjo del Socialismo europeo, consideraba como los esenciales de México.

Tenía Calles la edad de cuarenta y siete años. Era originario del puerto de Guaymas. Durante quince años había ejercido el magisterio, y por lo mismo no dejaba la gravedad del maestro ni abandonaba la ilusión de dar figura a la arcilla. De aquí su vocación constructora. Era así una suma del espíritu creador de la Revolución; y en ello corría tan paralelamente al general Alvaro Obregón, que de aquí la afinidad de ambos caudillos.

La vocación constructiva de Calles, tenía que llevar a éste al trato directo de la moneda y de las instituciones bancarias, que estaba tan íntimamente asociado a las cuestiones de la hacienda pública. Para penetrar a tan ardua cuanto peligrosa tarea, el Presidente contó con tres instrumentos. Uno, su idea de progreso; el siguiente, su deseo de generar la nacionalidad en todos sus aspectos, pero sobre cualquiera otro, en aquel que lidiaba con el fortalecimiento del Estado mexicano. Por último, el que significaba el apoyo y empresa de su secretario de Hacienda ingeniero Alberto J. Pani.

La idea del progreso en Calles, si se analizan los documentos oficiales y privados del Presidente, era vasta, pero a la vez ilusiva. Esto no obstante, con señalada decisión no dudó en la necesidad de que el Estado concurriese al acrecentamiento del presupuesto nacional, a la constitución de una reserva monetaria y finalmente al desenvolvimiento de obras públicas, considerando que con esto último aliviaría el conflicto de la desocupación rural que en su desarrollo orgánico, no hallaba otra fórmula factible para darse remedio que la de tomar tierras por medios violentos y al amparo de la Ley agraria. Para Calles era indispensable, por otra parte, aumentar el poder de compra de los campesinos; pues entre los tropiezos que presentaban las estadísticas oficiales de la época podía establecerse que el per cápita anual de la clase rural mexicana sólo llegaba a ciento ochenta y cuatro pesos. De esta suerte no mucho se había adelantado a las condiciones del jornalero de los días porfiristas.

Dió el Gobierno a esta parte de su programa de ayuda rural no un carácter de intervencionismo estatal, sino una manera de cooperación estatal, llevada al objeto de hacer más factible y pronta la incorporación de la masa rural a la vida económica, administrativa y política de la Nación. Además, el Presidente indicó, con franqueza, que esa incorporación no únicamente se realizaría con el aumento de poder de compra entre los campesinos, antes también colocando a éstos dentro del influjo de la economía urbana.

Ahora bien: no ignoró Calles que para realizar la obra que se proponía en lo que respecta a la vida rural, el Estado requería dinero en abundancia así como la estabilidad de una moneda sana; y lo uno y lo otro estaba al margen de las posibilidades del país. Penetró así el Presidente a una esfera que parecía ajena a las preocupaciones presidenciales. Calles penetró, en efecto, a los ámbitos monetarios, y calladamente fue estudiante de una materia que consideró eje del futuro nacional.

En medio de sus estudios y preocupaciones monetarios, el general Calles no se apartaba de una idea principal —la misma idea que alimentó Carranza—: la de omitir la vieja táctica de acudir a los empréstitos extranjeros. Consideró el Presidente que sólo de esa manera podría ser construida una economía mexicana exenta de los riesgos y venturas a la que había estado sujeta durante el régimen porfirista.

Guióse Calles para la empresa que se proponía, no únicamente en sus propios análisis, sino en las discretas consultas que hacía, por intermedio de Andrés Molina Enríquez, al licenciado Luis Cabrera; y tal discreción se debía a que de ninguna manera deseaba contrariar al general Alvaro Obregón en sus odios irreconciliables hacia Cabrera. Este hacía compatibles las consultas del Presidente, puesto que abundaba en criterio nacionalista.

Dando forma, pues, a los cimientos de una solidez monetaria. Calles empezó por aumentar con todos los recursos metalíferos de México, la circulación monetaria; y como la República, gracias a la moderación del Presidente, se hallaba deseosa de reconquistar la confianza económica doméstica y extranjera haciendo a un lado los proyectos novedosos o atropellados. Calles pudo asegurar, antes de cumplir su primer año de gobernante, una reserva nacional de cuarenta y cinco millones de pesos; y como el precio de la plata sufrió en esos días una baja en el mercado mundial, mandó aumentar al máximo la acuñación de pesos fuertes. De esta suerte, para agosto de 1926, fue posible verificar que el promedio de moneda plata por habitante de México había ascendido a doce pesos veintiocho centavos, lo cual significó un alivio directo para la clase rural, que en 1920 sólo alcanzaba un promedio de tres pesos plata per cápite.

Estas tareas de desarrollo y estabilidad monetarios no habría sido completa si el Estado no reorganiza los regímenes bancarios, y si no embarca en sus proyectos a las instituciones particulares metropolitanas.

Para realizar esta empresa, el general Calles se sirvió del secretario Pani, pues si éste era ignorante en los asuntos hacendarios, poseía, en cambio, un excepcional ingenio para los trazos y modos de la arquitectura económica, con lo cual no desmentía su verdadera vocación; y así los proyectos constructivos de Pani fueron un verdadero incentivo para poner en movimiento los ahorros y pequeños capitales que estaban en receso desde las guerras intestinas y que ahora reaparecían aplicados a la edificación de inmuebles, de manera que con esta fuente de trabajo y progreso dentro del Distrito Federal, surgió, casi la comodidad y el progreso doméstico, con lo cual se promovió la velocidad del dinero y del trabajo, y entre 1925 y 1926, la apagada circulación monetaria se convirtió en fluente y cierta.

Consecuencia del desarrollo en el ramo de la construcción fueron los primeros síntomas de un auge metropolitano, tan importante para la ciudad, como la de México, que siendo el espejo del país, su progreso tendría que repercutir a lo ancho y largo de la República.

De esta suerte, en el invierno de 1925, se inició la conversión de la vida rural hacia la vida urbana. En la ciudad de México, el ramo de construcción dio trabajo a siete mil quinientos hombres, y seis grandes empresas de urbanización anunciaron la dilatación de la área metropolitana. La estadística del año, indica que la capital de la República tenía tres mil setecientos cuarenta y cuatro talleres, cuatrocientas cincuenta y dos fábricas, trescientas noventa y cuatro boticas y farmacias, seiscientos cuarenta y nueve expendios de pan, cuatrocientos treinta y ocho restoranes, setecientas veintisiete cantinas, trescientos diecinueve hoteles y pensiones y ciento veintitrés expendios de gasolina, que era un número quintuplicado en cuatro años y que correspondía un aumento de automóviles, autobuses y camiones, que en la República sumaban cincuenta y tres mil.

Pero ni el acrecentamiento en velocidad y cantidad del dinero ni el acomodo que el ramo de construcción dio a los parados, bastaban para asegurar el porvenir económico de México. El Presidente estaba pues empeñado en llevar a cabo su plan renovador en todos los órdenes de la economía nacional, pero, como ya se ha dicho, substancialmente en los referentes a la rehabilitación, consolidación y efectividad de la moneda; y todo esto, sin apartarse del meollo de la Revolución que era la nacionalidad.

Puesto en actividad el espíritu de empresa y ganada la confianza monetaria; iniciada la reserva nacional y hecho el primer contacto a través de una convención con los banqueros de México y teniendo a la vista las opiniones y dictámenes de los concurrentes a la primera reunión bancaria efectuada en 1924, el Presidente expidió la ley General de Instituciones de Crédito. Esta, sin embargo, en la realidad, no era más que un preliminar para la fundación del Banco de México -la institución que debería ser el centro de un Socialismo sin Marx.

Mucho y poderoso, sin embargo, era el pesimismo que reinaba en el país sobre tal banco; pues si de un lado se temía que con ello el Estado ejercería un monopolio financiero, debilitando la iniciativa particular y por lo mismo preparando el terreno para un franco intervencionismo estatal; de otro lado se creía imposible la existencia de una institución bancaria de la magnitud que tenía el proyecto de Calles, sin contar con las fuentes del capital extranjero.

Así y todo, cuando empezaba a ver los primeros frutos de la confianza que inspiraba la tolerancia y firmeza de su presidencia, el Presidente firmó (28 de agosto, 1925) la ley por la cual estableció el Banco de México.

Las atribuciones de la naciente institución, de la cual el Estado poseía el cincuenta y uno por ciento de sus acciones, parecieron haber sido inspiradas por la audacia o bien por la intención de crear un capitalismo de Estado. El Banco, de acuerdo con la ley respectiva, estaba llamado a regular la circulación monetaria con la emisión de billetes, a descontar el servicio de la Tesorería nacional, a proteger el progreso y estabilidad de las instituciones del ramo, a abrir horizontes a modernos sistemas crediticios, a mantener la confianza de ahorradores y depositantes bancarios y a garantizar una moneda nacional.

Y, en efecto, a pesar del pesimismo de los viejos banqueros y economistas, mexicanos, la moneda nacional no sólo ganó crédito, sino que sobrepasó la normalidad monetaria, con lo cual abrió el camino imaginado por Calles. El Banco de México, por otra parte, hizo que el Estado dejase de ser dependencia de los bancos que con títulos mexicanos operaban por razones extranjeras. El primer paso formal para dar cuerpo y copa al Estado nacional estaba realizado. La secretaría de Hacienda dejó de tener contigüidad con la especulación mercantil y bancaria privada y se apartó de las obligaciones morales y financieras que había tenido, sobre todo durante el período de la guerra, con las empresas privadas extranjeras que llegaron a tener en sus manos los hilos conductores de la hacienda pública nacional.

El suceso pareció un milagro pero sólo fue el ejemplo y la resolución del orden. Después de un dilatado período mexicano preñado de temores y desesperanzas, tenía que llegar la hora del choque de las contradicciones; y de lo que era desorden —que no siempre fue fatal para el país— surgió la acción recíproca, manifestada palmariamente en aquella nueva institución que no tuvo limitaciones de clase ni de credos.

De tal establecimiento procedió el presidente Calles a derivar otras dos columnas para desarrollar una economía que debería sustentarse precisamente de principios revolucionarios, pero sobre todo en aquellos que constituían el remedio para uno de los grandes conflictos que se habían originado en la trasguerra.

Al efecto, empezando a producirse un cambio en la vida rural mexicana como consecuencia de la aplicación de la Ley Agraria, se presentaba a la vista y necesidad del país ayuntar al naciente régimen de tierras un sistema económico, para que la República no resintiera los efectos de la renovación agrícola. Así, ya con esa mira, Calles fundó (10 de marzo, 1926) el Banco Nacional de Crédito Agrícola, para lo cual el Gobierno suscribió dieciocho millones de pesos, los particulares adquirieron acciones por valor de dos millones doscientos cincuenta y siete mil pesos y los estados de Tamaulipas, Yucatán, Guanajuato, Campeche y San Luis Potosí contribuyeron con ciento siete mil pesos.

Seguida a la fundación del Banco, fue promulgada la primera ley de crédito agrícola, con la cual se inauguró una temporada de optimismo rural, principalmente en Sonora y Sinaloa a donde, gracias a los préstamos, pronto florecieron los campos en frutos y esperanzas de tanta magnitud práctica, que ambos estados se convirtieron en un nuevo emporio agrícola, restando importancia al Bajío, que hasta 1924 había sido el vientre de México.

Con esto, se originó un cambio importante en los valores del país; pues el poder que había tenido el altiplano desde los días de la Independencia hubo de ser compartido con el poder que empezaron a conquistar las zonas constaneras que en la pre-Revolución solamente constituían el adorno tropical de la República. El miedo y desdén a las que se llamaban zonas insalubres de México se convirtió en optimismo y ambición; y la población sonorense y sinaloense que tan mermadas habían sido por las guerras y las emigraciones, se rehizo prontamente.

El número de personas procedentes de Estados Unidos, reincorporadas a Sonora en los años de 1925 y 1926, ascendió a cuarenta y cuatro mil; en Sinaloa, las tierras abiertas al cultivo en ese mismo período ascendió a poco más de veinticinco mil hectáreas.

No dejó de observar el Presidente, que mientras que en los suelos de Sinaloa y Sonora renacía la agricultura, en el centro del país, a donde los repartimientos de tierras habían sido numerosos y efectivos, la producción agrícola languidecía y se presentaba amenazante la escasez de semillas para el año de 1927.

En estas condiciones. Calles procedió a construir una segunda columna financiera con el objeto de habilitar a los ocupantes, ya fortuitos, ya legales de las tierras expropiadas a los hacendados; puesto que en el discurso de un quinquenio, el país tenía millón y medio de nuevos poseedores de parcelas, a quienes, para empezar a producir no bastaba ser los dueños de terreno. En la realidad, los agraristas, ya propietarios de tierras, requerían el financiamiento para la adquisición de semillas e implementos de labranza.

A satisfacer la demanda de esta gente acudió el Presidente fundando el Banco Ejidal. La idea presidencial, de acuerdo con la ley (16 de marzo) y el reglamento de la institución (10 de abril) fue la de que el Estado sirviese a la clase campesina más pobre a título de crédito, pero con la certeza de que tales créditos no tendrían devolución en dinero contante y sonante, sino en esfuerzos de trabajo. No quiso Calles que el Estado apareciera como un generoso donante de fondos, sino como parte de una gran empresa agrícola y humana.

Dos instrumentos, pues, proporcionó Calles para la rehabilitación rural que, para él, Calles, constituía la esencia de la reincorporación de la clase rústica o indígena a la viva Nación mexicana. Más no terminaba con ello el desarrollo del plan presidencial. Ahora en la vasta empresa de asociar al pueblo y al Estado, se hacía necesario dotar de agua a los nuevos propietarios de tierras. Con esto se inició la política de irrigación.

Los problemas de la aridez y la sequía señalaron las dos grandes preocupaciones del Presidente; y aunque los fondos del Estado no alcanzaban, por de pronto, para llevar a cabo la construcción de embalses y canales de riego, el general Calles, con singular clarividencia procedió a empezar la mayor de las empresas del Estado, dando ser orgánico a la Comisión Nacional de Irrigación (marzo, 1926), y a continuación asoció a las restituciones y dotaciones de tierras, las dotaciones y restituciones de aguas.

Hasta antes de esta decisión de Calles, si la hacienda, no había gozado de los privilegios que suele otorgar el Estado en el orden de la producción ni en lo que respecta a la contratación de brazos, en cambio sí había tenido, como concesión excepcional del régimen porfirista, el monopolio de las aguas.

Hecho tan importante como grave pasó inadvertido durante las guerras intestinas para los caudillos revolucionarios; para el general Emiliano Zapata, inclusive, de manera que si la hacienda perdía tierras no por ello menguaba su poder de producción, puesto que era la dueña de las aguas. A transformar ese régimen llegó la observación y sagacidad del presidente Calles, quien al establecer (8 de abril) las restituciones dotaciones de aguas dio al agro un espíritu de justicia social, con lo cual hizo que un mero capítulo jurídico se convirtiese en problema de equidad colectiva, sobre todo en un país de arideces y sequías a donde un privilegio de aguas significaba un acto de desigualdad humana violatorio a los preceptos constitucionales.

Este mismo asunto de las aguas y del privilegio que traía consigo, lo había examinado y previsto el presidente Francisco I. Madero al decretar (13 de diciembre, 1912), el derecho nacional y popular a las aguas; pero como después de Madero la autoridad revolucionaria fue la negación del maderismo, los líderes del carrancismo no cayeron en las virtudes políticas y administrativas de Madero, olvidaron tan esencial asunto, hasta que Calles los rehizo y lo asoció al problema agrario. Expedida la ley sobre aguas; bien comprendió el Presidente que tal ley no sería suficiente para satisfacer las necesidades agrícolas del país y menos para compensar las esperanzas del millón y medio de nuevos tenientes de tierras. De aquí su resolución de poner en plan de práctica la construcción de grandes obras de irrigación; pero a manera de prever que tales obras no pudiesen ser aprovechadas en lo futuro para la utilidad personal de caudillos políticos o mercaderes, el Presidente decretó (4 de junio, 1926) que todas las obras que de ese género realizara el Estado serían exclusivamente destinadas a la utilidad pública y de ninguna manera podrían ser monopolizadas por intereses particulares. Con esto, quedó grabada para siempre la idea de que el Estado mexicano debía servir no tanto a los individuos o facciones, cuanto al bien común.

Hecho todo eso, se observó que faltaba, como complemento para los asuntos de la tierra, iniciar a los campesinos en los problemas técnicos; y al objeto el Gobierno fundó (15 enero, 1926), el Consejo Educacional de Agricultura, al tiempo de decretar (27 de enero) la organización de cooperativas ejidales. De éstas, fueron las primeras las fundadas (noviembre, 1926) en el estado de Hidalgo, el cual fue dotado de cincuenta de esos establecimientos con un capital de cuarenta y ocho mil pesos.

Desenvueltos los principales capítulos de la vida rural, aunque a veces con excesivo optimismo y con aprovechamientos no siempre lícitos para los líderes agraristas, el Presidente se dispuso a dar atención a los asuntos urbanos. Para ello, fue necesario empezar por dar alivio a la condición de los empleados públicos, tan escasos en sus emolumentos, como ajenos a la protección.

Con tal fin, el Gobierno fundó la dirección de Pensiones, fijando el derecho de jubilación para los funcionarios del Estado a la edad de sesenta años, estableciendo un descuento obligatorio del tres al nueve por ciento mensual a los sueldos de los oficinistas, con el objeto de constituir un fondo de garantía para una clase que había sido menospreciada y víctima de los intereses políticos.

La idea de que el Estado debería dilatar los regímenes proteccionistas, se convirtió en pie de doctrina, debido a lo cual, el Presidente mandó la liberalización del Nacional Monte de Piedad, que conservaba invariable el sistema del agio. Al efecto, el Monte de Piedad, cuyos fondos ascendían en 1927 a cuatro millones setecientos mil pesos, estableció una nueva tabla de intereses, amplió los plazos de vencimientos y humanizó los procedimientos de préstamos.

No sólo los trabajadores del mundo oficial vinieron a recibir los beneficios de la cruzada social y humana emprendida por el Estado. Ahora, el Estado, tratando de poner a cubierto de riesgos, venturas y extorsiones a los particulares, decretó un nuevo régimen para las compañías de seguros. Estas, en su casi totalidad correspondían a las inversiones y explotaciones extranjeras, por lo cual, la ley (11 de marzo) sobre tales compañías de seguros y fianzas, determinó un principio de nacionalización a par de fijar una responsabilidad para las empresas y una garantía para los asegurados.

El propósito central de Calles consistió en analizar y remediar los males que padecía la Nación mexicana; y aunque no era posible abarcar a una sola vez todos esos males, no por ello se desanimó para ir abriendo surco a lo que el Estado se sentía con la obligación de mejorar. De esta suerte, y a fin de que en lo futuro el país pudiese medir y pesar su evolución, se efectuó la primera reunión (23 de abril) nacional de estadística, gracias a lo cual se movió el interés de los mexicanos para conocer sus verdaderas condiciones de vida y progreso.

Había un problema al cual no fácilmente era posible penetrar; pues estaba circundado de oscuridades. Además, parecía como si tal problema estuviese consagrado a favorecer a los fuertes y castigar a los débiles. Tratábase del ramo de justicia.

Al caso, el Gobierno empezó por robustecer el derecho de amparo, con el propósito principal de hacer de ese derecho un medio de patente popularidad, puesto que hasta los días prerrevolucionarios se entendía que el amparo estaba destinado únicamente a la protección de las clases acomodadas.

Este acontecimiento, sin embargo, no fue más que el preliminar para la gran tarea de legislador a la cual se había obligado moralmente Calles. La gran tarea legislativa estaba en la reforma a los códigos penal y civil; y aunque para realizar tal tarea el Presidente estaba investido de amplias facultades por el Congreso de la Unión, las reformas fueron estudiadas cautelosamente.

No faltaron en esos estudios opiniones audaces y caprichosas. Queríase dar la impresión de que Calles trasformaba las ideas napoléonicas expidiendo códigos de carácter socialista. Sin embargo, las modificaciones dentro del derecho civil, fueron llevadas al propósito de fortalecer las raíces de la propiedad privada; y lo que se llamó Socialización del derecho, en el vulgar vocabulario político de la época, sólo quedó como apuntamiento verbalista.

Dentro de aquel esfuerzo sobrehumano para significar el poder que la Revolución otorgaba al Derecho, sobre todas las cosas, se sintió el designio de extinguir para siempre en México el influjo de la legislación española que, en la realidad, continuaba rigiendo en México a un siglo de la Independencia.

Tan difícil fue esa empresa reformista de Calles, que a pesar de los trabajos de consulta, cotejo y redacción de los nuevos códigos, éstos, empezados al 21 de junio de 1926, uno; el 7 de enero de 1926, el otro, sólo entraron en vigor cuatro años después de que Calles dejó la presidencia de la República. Esto no obstante, la obra completa correspondió a la iniciativa y la laboriosidad, espíritu de justicia y anhelo de renovación humana del general Calles.

Adelantado, como queda dicho, en la legislación civil y penal, aquel incansable gobierno que llenó el cuatrienio de 1924 a 1928, no podía dejar sin legislar sobre los conflictos concernientes al capital y trabajo. Estos, cada vez mayores y graves en el país, requerían una solución clara y valiente; y como Calles no era de los gobernantes que por temor a las controversias ocultaba los negocios de la Sociedad y del Estado, procedió a establecer las obligaciones morales y jurídicas tanto del capital industrial como de los asalariados, consideramos que de no operar así el Estado sería un vicio político y no una coordinación social y nacional.

Al efecto, el gobierno, ya en ese tren de coordinador, empezó a legislar (marzo, 1925) sobre los gravámenes a la industria de hilados y tejidos de lana y algodón, primero; de la minería, después; y en seguida de tales preliminares penetró a las convenciones obrero-patronales del ramo textil, organizando un sistema de consulta, gracias al cual anticipó el proyecto de obligar a las partes en conflicto a concurrir al cumplimiento de los preceptos de un código de trabajo que proyectaba, pero que no daba a la luz, tanto por querer analizar cuidadosamente la naturaleza humana de los trabajadores y patrones, cuanto por evitar el peligro de caer en las exageraciones del Socialismo marxista.

Además, no era oculta la indisposición de la clase industrial hacia una legislación del trabajo que se creía de inevitable favor para la clase obrera, máxime que se tenía al gobierno callista como excesivamente complaciente hacia los intereses laborales. Así, el gobierno fue midiendo poco a poco la oportunidad para expedir la ley del trabajo; pues se quiso evitar los trastornos a la economía —a una economía que sin ser correspondiente al Alto Capitalismo, de todas maneras concurría a dar orden y progreso al naciente capital mexicano.

Por otra parte, a fin de amortiguar los efectos de una aplicación instantánea y radical de un código del trabajo, el gobierno expidió un decreto (14 abril, 1926) para el fomento de las industrias de transformación, abriendo con ello una puerta a la organización de una clase mexicana industrial, base de un capital nacional.

Pero aquella obra sabia y previsora de Calles no habría sido completa si a las nacientes industrias, a la constitución del comercio mexicano, a los progresos agrícolas y al renovado fondo de la propiedad rural no se le dan vías de comunicación. Sin una política de este género, llevada al fin de entrelazar el campo a la ciudad y de hacer fácil las migraciones domésticas, la incorporación de la clase rural a la vida total de la República que era la esencia de la Revolución, habría quedado defraudada. De aquí, que Calles tuviese la virtud de saber abarcar las necesidades del país dentro de un mismo plan, de manera que el gobierno se excediese en un lado y redujese al otro lado, acrecentando con ello las desigualdades e incompatibilidades que tanto dañaban a la República.

Para realizar ese otro capítulo de la reconstrucción de México, el presidente Calles fundó la Comisión Nacional de Caminos (31 de marzo, 1925), decretando, al objeto de realizar las grandes obras de comunicaciones que proyectaba, un impuesto sobre el consumo de gasolina, impuesto que debería ser aplicado en su totalidad a la construcción, conservación y mejoramiento de los caminos.

Demasiado optimista pareció al país el vasto plan de carreteras anunciado por el Estado. Sin embargo, cinco meses después de fundada la Comisión de Caminos, empezaron los trabajos para la construcción de las carreteras a Puebla, Pachuca y Acapulco.

Para realizar tan grandes empresas pareció como si el Presidente estuviese empeñado en demostrar, a manera de enseñanza para la posteridad, que no era sólo el dinero lo que determina el progreso y estabilidad de los Estados; que a tal fin se requiere, sobre todas las cosas, el talento, el orden, la perseverancia y el patriotismo de los gobernantes; porque, en efecto, cortos eran los adelantos de la hacienda pública; ahora que los concurrentes a la convención fiscal de agosto (1925), se habían manifestado optimistas respecto a las recaudaciones para los años siguientes, considerando que todos aquellos compromisos del presidente Calles, que en ocasiones tuvieron las características de la osadía, podían ser complementados con los progresos del erario nacional, con lo cual, como es natural, se daba todavía más realce a las emprendedoras tareas del primer Magistrado.

Ahora bien: Calles no descuidó, dentro de aquel nuevo y gran teatro al que llevó al país, de cubrir los flancos del erario pues aparte de los recursos fiscales, de la fundación del Banco de México, del aumento de numerario circulatorio, de las obras públicas y de las reformas jurídicas, procuró y realizó un nuevo entendimiento con el Comité Internacional de Banqueros, conviniendo en reanudar los pagos de la deuda exterior en el plazo de un año a partir de 1926; conviniendo asimismo en una tabla de pagos para la deuda ferrocarrilera, conforme a la cual, México quedó en la posibilidad de adquirir la totalidad de la vías férreas; y la soberanía nacional sobre las comunicaciones, significaba el paso mayor para asegurar definitivamente la mexicanidad.

De todo eso que el país iba siguiendo con interés, aunque en medio de los temores que despertaban la política agresiva y multitudinaria del callismo, pudo establecerse que si Calles no poseía los vuelos políticos del general Alvaro Obregón, sí tenía la virtud de dilatar y realizar los proyectos que tendían no únicamente a componer un todo con sus partes integrantes, antes también a probar los bienes transformativos de la Revolución Mexicana. Hízose así innegable el poder de continuidad y progreso de la propia Revolución; poder del que tanto se dudó, creyéndose que el acontecimiento revolucionario era específicamente el suceso armado y no aquel por el cual surgían la promoción y desarrollo de la vida individual y colectiva de los mexicanos.
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