Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo octavo. Apartado 5 - El presidente Calles | Capítulo vigésimo nono. Apartado 1 - Halago a las muchedumbres | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 28 - EL GENERAL CALLES
RECONSTRUCCIÓN NACIONAL
Con señalada y prudente inteligencia, el general Plutarco Elias Calles fundió los principales brazos de su presidenciado en la unicidad. Al efecto, sin lesionar a los obregonistas puros y sin exteriorizar una práctica personalista, fundó un partido propio. Hubo así callismo desde el primero de diciembre. Tal partido
careció de programa abierto, pero no ocultó sus definiciones,
por más que éstas, como ya se ha dicho, tuvieron a veces tintes
de un extremismo social inconducente, aunque amenazante.
Organizada una parcialidad casi esotérica, mas con reconocimiento preciso de callista, el Presidente labró hábil y discretamente
un cuerpo legislativo, de manera que hizo que
casi por unanimidad el Congreso de la Unión se convirtiese en
asiduo y efectivo colaborador del poder Ejecutivo.
El problema más difícil que confrontó Calles al iniciar su
período presidencial, fue el del ejército. Las luchas intestinas,
los favores políticos, los halagos personales, las impropiedades
de reclutamientos y ascensos y los privilegios de antigüedad
revolucionaria se habían convertido en lacras, de manera que el
ejército nacional sólo era una institución ideal, aunque efectiva
en lo que respecta a su acción guerrera; también en lo referente
a lo generoso de su origen.
Por todo eso, así como por los ejemplos anteriores a 1924,
dentro del alma de los soldados latía la perniciosa idea
insurreccional que hacía fácil la conducción del ejército a
nuevos actos sublevatorios. A extirpar tal mal, considerando que
sólo así podría dar solidez al Estado, se dirigieron las medidas
del general Calles. Al caso, nombró secretario de Guerra y Marina, con facultades extraordinarias para cernir y pulir las filas del ejército al general Joaquín Amaro.
Era éste, paradigma de la rectitud y del orden. Poseía no
sólo una singular hoja de servicios como soldado y general, sino
también un vigoroso pulso, que en ocasiones exageraba de
manera que con ello se hacía respetar y temer. Dentro de
Amaro habitaba un alma sencilla, exquisita y generosa, no
obstante que tales cualidades no aparecían en su ser externo;
pues así como en él había mucho de ordenanza, más le
abrasaban las dotes políticas. Para el vulgo, Amaro sólo
correspondía a lo castrense. Sin embargo, sus papeles íntimos
enseñan cuánto amaba la vida civil, y cómo perseguía el saber de
la ciencia de gobierno. El uniforme y el sable fueron en Amaro
acontecimientos fortuitos. La pólvora para él, constituyó el
complemento de sus ideas — de las ideas democráticas que
conoció y propagó desde 1910. Sus ideas formativas no fueron
las de cuartel, sino las de libertad política.
Gracias a todo eso, tal hombre llevaba en sí tanta derechura y justicia, que colocado al frente del ejército fue con sus
conocimientos prácticos, disciplina personal y patriotismo
insondable, uno de los más eminentes colaboradores de Calles.
El nuevo Presidente, ya en el despacho de los asuntos de
Estado no era el mismo hombre que se presentó a México como
el ser impetuoso, agresivo e intolerante, durante la campaña
electoral; y es que no se piensa lo mismo en lo alto de una
tribuna popular, que en la silla presidencial.
Ahora, desde los primeros días de sus funciones, el general
Calles asociaba a su discreción sus reflexivas resoluciones, de
manera que con amplitud de criterio podía aplicar los proyectos
que en gran número tenía en cartera, principalmente sobre los
problemas económicos que, bajo el influjo del Socialismo
europeo, consideraba como los esenciales de México.
Tenía Calles la edad de cuarenta y siete años. Era originario
del puerto de Guaymas. Durante quince años había ejercido el
magisterio, y por lo mismo no dejaba la gravedad del maestro ni
abandonaba la ilusión de dar figura a la arcilla. De aquí su
vocación constructora. Era así una suma del espíritu creador de
la Revolución; y en ello corría tan paralelamente al general
Alvaro Obregón, que de aquí la afinidad de ambos caudillos.
La vocación constructiva de Calles, tenía que llevar a éste al trato directo de la moneda y de las instituciones bancarias, que
estaba tan íntimamente asociado a las cuestiones de la hacienda
pública. Para penetrar a tan ardua cuanto peligrosa tarea, el
Presidente contó con tres instrumentos. Uno, su idea de
progreso; el siguiente, su deseo de generar la nacionalidad en
todos sus aspectos, pero sobre cualquiera otro, en aquel que
lidiaba con el fortalecimiento del Estado mexicano. Por último,
el que significaba el apoyo y empresa de su secretario de
Hacienda ingeniero Alberto J. Pani.
La idea del progreso en Calles, si se analizan los documentos
oficiales y privados del Presidente, era vasta, pero a la vez
ilusiva. Esto no obstante, con señalada decisión no dudó en la
necesidad de que el Estado concurriese al acrecentamiento del
presupuesto nacional, a la constitución de una reserva monetaria
y finalmente al desenvolvimiento de obras públicas, considerando
que con esto último aliviaría el conflicto de la
desocupación rural que en su desarrollo orgánico, no hallaba
otra fórmula factible para darse remedio que la de tomar tierras
por medios violentos y al amparo de la Ley agraria. Para Calles
era indispensable, por otra parte, aumentar el poder de compra
de los campesinos; pues entre los tropiezos que presentaban las
estadísticas oficiales de la época podía establecerse que el per
cápita anual de la clase rural mexicana sólo llegaba a ciento
ochenta y cuatro pesos. De esta suerte no mucho se había
adelantado a las condiciones del jornalero de los días porfiristas.
Dió el Gobierno a esta parte de su programa de ayuda rural
no un carácter de intervencionismo estatal, sino una manera de
cooperación estatal, llevada al objeto de hacer más factible y
pronta la incorporación de la masa rural a la vida económica,
administrativa y política de la Nación. Además, el Presidente
indicó, con franqueza, que esa incorporación no únicamente se
realizaría con el aumento de poder de compra entre los
campesinos, antes también colocando a éstos dentro del influjo
de la economía urbana.
Ahora bien: no ignoró Calles que para realizar la obra que se
proponía en lo que respecta a la vida rural, el Estado requería
dinero en abundancia así como la estabilidad de una moneda
sana; y lo uno y lo otro estaba al margen de las posibilidades del
país. Penetró así el Presidente a una esfera que parecía ajena a
las preocupaciones presidenciales. Calles penetró, en efecto, a
los ámbitos monetarios, y calladamente fue estudiante de una
materia que consideró eje del futuro nacional.
En medio de sus estudios y preocupaciones monetarios, el
general Calles no se apartaba de una idea principal —la misma
idea que alimentó Carranza—: la de omitir la vieja táctica de
acudir a los empréstitos extranjeros. Consideró el Presidente que
sólo de esa manera podría ser construida una economía
mexicana exenta de los riesgos y venturas a la que había estado
sujeta durante el régimen porfirista.
Guióse Calles para la empresa que se proponía, no
únicamente en sus propios análisis, sino en las discretas
consultas que hacía, por intermedio de Andrés Molina
Enríquez, al licenciado Luis Cabrera; y tal discreción se debía a
que de ninguna manera deseaba contrariar al general Alvaro
Obregón en sus odios irreconciliables hacia Cabrera. Este hacía
compatibles las consultas del Presidente, puesto que abundaba
en criterio nacionalista.
Dando forma, pues, a los cimientos de una solidez
monetaria. Calles empezó por aumentar con todos los recursos
metalíferos de México, la circulación monetaria; y como la
República, gracias a la moderación del Presidente, se hallaba
deseosa de reconquistar la confianza económica doméstica y extranjera haciendo a un lado los proyectos novedosos o
atropellados. Calles pudo asegurar, antes de cumplir su primer
año de gobernante, una reserva nacional de cuarenta y cinco
millones de pesos; y como el precio de la plata sufrió en esos
días una baja en el mercado mundial, mandó aumentar al
máximo la acuñación de pesos fuertes. De esta suerte, para
agosto de 1926, fue posible verificar que el promedio de
moneda plata por habitante de México había ascendido a doce
pesos veintiocho centavos, lo cual significó un alivio directo
para la clase rural, que en 1920 sólo alcanzaba un promedio de
tres pesos plata per cápite.
Estas tareas de desarrollo y estabilidad monetarios no habría
sido completa si el Estado no reorganiza los regímenes
bancarios, y si no embarca en sus proyectos a las instituciones
particulares metropolitanas.
Para realizar esta empresa, el general Calles se sirvió del
secretario Pani, pues si éste era ignorante en los asuntos
hacendarios, poseía, en cambio, un excepcional ingenio para los
trazos y modos de la arquitectura económica, con lo cual no
desmentía su verdadera vocación; y así los proyectos
constructivos de Pani fueron un verdadero incentivo para poner
en movimiento los ahorros y pequeños capitales que estaban en
receso desde las guerras intestinas y que ahora reaparecían
aplicados a la edificación de inmuebles, de manera que con esta
fuente de trabajo y progreso dentro del Distrito Federal, surgió,
casi la comodidad y el progreso doméstico, con lo cual se
promovió la velocidad del dinero y del trabajo, y entre 1925 y
1926, la apagada circulación monetaria se convirtió en fluente y cierta.
Consecuencia del desarrollo en el ramo de la construcción
fueron los primeros síntomas de un auge metropolitano, tan
importante para la ciudad, como la de México, que siendo el
espejo del país, su progreso tendría que repercutir a lo ancho y
largo de la República.
De esta suerte, en el invierno de 1925, se inició la
conversión de la vida rural hacia la vida urbana. En la ciudad de
México, el ramo de construcción dio trabajo a siete mil
quinientos hombres, y seis grandes empresas de urbanización
anunciaron la dilatación de la área metropolitana. La estadística
del año, indica que la capital de la República tenía tres mil
setecientos cuarenta y cuatro talleres, cuatrocientas cincuenta y
dos fábricas, trescientas noventa y cuatro boticas y farmacias,
seiscientos cuarenta y nueve expendios de pan, cuatrocientos
treinta y ocho restoranes, setecientas veintisiete cantinas,
trescientos diecinueve hoteles y pensiones y ciento veintitrés
expendios de gasolina, que era un número quintuplicado en
cuatro años y que correspondía un aumento de automóviles,
autobuses y camiones, que en la República sumaban cincuenta y
tres mil.
Pero ni el acrecentamiento en velocidad y cantidad del
dinero ni el acomodo que el ramo de construcción dio a los
parados, bastaban para asegurar el porvenir económico de
México. El Presidente estaba pues empeñado en llevar a cabo su
plan renovador en todos los órdenes de la economía nacional,
pero, como ya se ha dicho, substancialmente en los referentes a
la rehabilitación, consolidación y efectividad de la moneda; y
todo esto, sin apartarse del meollo de la Revolución que era la
nacionalidad.
Puesto en actividad el espíritu de empresa y ganada la
confianza monetaria; iniciada la reserva nacional y hecho el
primer contacto a través de una convención con los banqueros
de México y teniendo a la vista las opiniones y dictámenes de
los concurrentes a la primera reunión bancaria efectuada en
1924, el Presidente expidió la ley General de Instituciones de
Crédito. Esta, sin embargo, en la realidad, no era más que un
preliminar para la fundación del Banco de México -la
institución que debería ser el centro de un Socialismo sin Marx.
Mucho y poderoso, sin embargo, era el pesimismo que
reinaba en el país sobre tal banco; pues si de un lado se temía
que con ello el Estado ejercería un monopolio financiero,
debilitando la iniciativa particular y por lo mismo preparando el
terreno para un franco intervencionismo estatal; de otro lado se
creía imposible la existencia de una institución bancaria de la
magnitud que tenía el proyecto de Calles, sin contar con las
fuentes del capital extranjero.
Así y todo, cuando empezaba a ver los primeros frutos de la
confianza que inspiraba la tolerancia y firmeza de su
presidencia, el Presidente firmó (28 de agosto, 1925) la ley por
la cual estableció el Banco de México.
Las atribuciones de la naciente institución, de la cual el
Estado poseía el cincuenta y uno por ciento de sus acciones,
parecieron haber sido inspiradas por la audacia o bien por la
intención de crear un capitalismo de Estado. El Banco, de
acuerdo con la ley respectiva, estaba llamado a regular la
circulación monetaria con la emisión de billetes, a descontar el
servicio de la Tesorería nacional, a proteger el progreso y estabilidad de las instituciones del ramo, a abrir horizontes a
modernos sistemas crediticios, a mantener la confianza de
ahorradores y depositantes bancarios y a garantizar una moneda
nacional.
Y, en efecto, a pesar del pesimismo de los viejos banqueros
y economistas, mexicanos, la moneda nacional no sólo ganó
crédito, sino que sobrepasó la normalidad monetaria, con lo
cual abrió el camino imaginado por Calles. El Banco de México,
por otra parte, hizo que el Estado dejase de ser dependencia de
los bancos que con títulos mexicanos operaban por razones
extranjeras. El primer paso formal para dar cuerpo y copa al
Estado nacional estaba realizado. La secretaría de Hacienda dejó
de tener contigüidad con la especulación mercantil y bancaria
privada y se apartó de las obligaciones morales y financieras que
había tenido, sobre todo durante el período de la guerra, con las
empresas privadas extranjeras que llegaron a tener en sus manos
los hilos conductores de la hacienda pública nacional.
El suceso pareció un milagro pero sólo fue el ejemplo y la
resolución del orden. Después de un dilatado período mexicano
preñado de temores y desesperanzas, tenía que llegar la hora del
choque de las contradicciones; y de lo que era desorden —que
no siempre fue fatal para el país— surgió la acción recíproca,
manifestada palmariamente en aquella nueva institución que no
tuvo limitaciones de clase ni de credos.
De tal establecimiento procedió el presidente Calles a
derivar otras dos columnas para desarrollar una economía que
debería sustentarse precisamente de principios revolucionarios,
pero sobre todo en aquellos que constituían el remedio para
uno de los grandes conflictos que se habían originado en la
trasguerra.
Al efecto, empezando a producirse un cambio en la vida
rural mexicana como consecuencia de la aplicación de la Ley
Agraria, se presentaba a la vista y necesidad del país ayuntar al
naciente régimen de tierras un sistema económico, para que la
República no resintiera los efectos de la renovación agrícola. Así,
ya con esa mira, Calles fundó (10 de marzo, 1926) el Banco
Nacional de Crédito Agrícola, para lo cual el Gobierno suscribió
dieciocho millones de pesos, los particulares adquirieron
acciones por valor de dos millones doscientos cincuenta y siete
mil pesos y los estados de Tamaulipas, Yucatán, Guanajuato,
Campeche y San Luis Potosí contribuyeron con ciento siete mil
pesos.
Seguida a la fundación del Banco, fue promulgada la
primera ley de crédito agrícola, con la cual se inauguró una
temporada de optimismo rural, principalmente en Sonora y Sinaloa a donde, gracias a los préstamos, pronto florecieron los
campos en frutos y esperanzas de tanta magnitud práctica, que
ambos estados se convirtieron en un nuevo emporio agrícola,
restando importancia al Bajío, que hasta 1924 había sido el
vientre de México.
Con esto, se originó un cambio importante en los valores del
país; pues el poder que había tenido el altiplano desde los días
de la Independencia hubo de ser compartido con el poder que
empezaron a conquistar las zonas constaneras que en la pre-Revolución solamente constituían el adorno tropical de la República. El miedo y desdén a las que se llamaban zonas insalubres de México se convirtió en optimismo y ambición; y la población sonorense y sinaloense que tan mermadas habían sido por las guerras y las emigraciones, se rehizo prontamente.
El número de personas procedentes de Estados Unidos,
reincorporadas a Sonora en los años de 1925 y 1926, ascendió a
cuarenta y cuatro mil; en Sinaloa, las tierras abiertas al cultivo
en ese mismo período ascendió a poco más de veinticinco mil
hectáreas.
No dejó de observar el Presidente, que mientras que en los
suelos de Sinaloa y Sonora renacía la agricultura, en el centro
del país, a donde los repartimientos de tierras habían sido
numerosos y efectivos, la producción agrícola languidecía y se
presentaba amenazante la escasez de semillas para el año de
1927.
En estas condiciones. Calles procedió a construir una
segunda columna financiera con el objeto de habilitar a los
ocupantes, ya fortuitos, ya legales de las tierras expropiadas a
los hacendados; puesto que en el discurso de un quinquenio, el
país tenía millón y medio de nuevos poseedores de parcelas, a
quienes, para empezar a producir no bastaba ser los dueños de
terreno. En la realidad, los agraristas, ya propietarios de tierras,
requerían el financiamiento para la adquisición de semillas e
implementos de labranza.
A satisfacer la demanda de esta gente acudió el Presidente
fundando el Banco Ejidal. La idea presidencial, de acuerdo con
la ley (16 de marzo) y el reglamento de la institución (10 de
abril) fue la de que el Estado sirviese a la clase campesina más
pobre a título de crédito, pero con la certeza de que tales
créditos no tendrían devolución en dinero contante y sonante,
sino en esfuerzos de trabajo. No quiso Calles que el Estado
apareciera como un generoso donante de fondos, sino como
parte de una gran empresa agrícola y humana.
Dos instrumentos, pues, proporcionó Calles para la
rehabilitación rural que, para él, Calles, constituía la esencia de
la reincorporación de la clase rústica o indígena a la viva
Nación mexicana. Más no terminaba con ello el desarrollo del
plan presidencial. Ahora en la vasta empresa de asociar al pueblo
y al Estado, se hacía necesario dotar de agua a los nuevos
propietarios de tierras. Con esto se inició la política de
irrigación.
Los problemas de la aridez y la sequía señalaron las dos
grandes preocupaciones del Presidente; y aunque los fondos del
Estado no alcanzaban, por de pronto, para llevar a cabo la
construcción de embalses y canales de riego, el general Calles,
con singular clarividencia procedió a empezar la mayor de las
empresas del Estado, dando ser orgánico a la Comisión Nacional
de Irrigación (marzo, 1926), y a continuación asoció a las
restituciones y dotaciones de tierras, las dotaciones y restituciones de aguas.
Hasta antes de esta decisión de Calles, si la hacienda, no
había gozado de los privilegios que suele otorgar el Estado en el
orden de la producción ni en lo que respecta a la contratación
de brazos, en cambio sí había tenido, como concesión
excepcional del régimen porfirista, el monopolio de las aguas.
Hecho tan importante como grave pasó inadvertido durante
las guerras intestinas para los caudillos revolucionarios; para el
general Emiliano Zapata, inclusive, de manera que si la hacienda
perdía tierras no por ello menguaba su poder de producción,
puesto que era la dueña de las aguas. A transformar ese régimen
llegó la observación y sagacidad del presidente Calles, quien al
establecer (8 de abril) las restituciones dotaciones de aguas dio
al agro un espíritu de justicia social, con lo cual hizo que un
mero capítulo jurídico se convirtiese en problema de equidad
colectiva, sobre todo en un país de arideces y sequías a donde
un privilegio de aguas significaba un acto de desigualdad
humana violatorio a los preceptos constitucionales.
Este mismo asunto de las aguas y del privilegio que traía
consigo, lo había examinado y previsto el presidente Francisco
I. Madero al decretar (13 de diciembre, 1912), el derecho
nacional y popular a las aguas; pero como después de Madero la
autoridad revolucionaria fue la negación del maderismo, los
líderes del carrancismo no cayeron en las virtudes políticas y administrativas de Madero, olvidaron tan esencial asunto, hasta
que Calles los rehizo y lo asoció al problema agrario.
Expedida la ley sobre aguas; bien comprendió el Presidente
que tal ley no sería suficiente para satisfacer las necesidades
agrícolas del país y menos para compensar las esperanzas del
millón y medio de nuevos tenientes de tierras. De aquí su
resolución de poner en plan de práctica la construcción de
grandes obras de irrigación; pero a manera de prever que tales
obras no pudiesen ser aprovechadas en lo futuro para la utilidad
personal de caudillos políticos o mercaderes, el Presidente
decretó (4 de junio, 1926) que todas las obras que de ese género
realizara el Estado serían exclusivamente destinadas a la utilidad
pública y de ninguna manera podrían ser monopolizadas por
intereses particulares. Con esto, quedó grabada para siempre la
idea de que el Estado mexicano debía servir no tanto a los
individuos o facciones, cuanto al bien común.
Hecho todo eso, se observó que faltaba, como complemento
para los asuntos de la tierra, iniciar a los campesinos en los
problemas técnicos; y al objeto el Gobierno fundó (15 enero,
1926), el Consejo Educacional de Agricultura, al tiempo de
decretar (27 de enero) la organización de cooperativas ejidales.
De éstas, fueron las primeras las fundadas (noviembre, 1926) en
el estado de Hidalgo, el cual fue dotado de cincuenta de esos
establecimientos con un capital de cuarenta y ocho mil pesos.
Desenvueltos los principales capítulos de la vida rural,
aunque a veces con excesivo optimismo y con aprovechamientos
no siempre lícitos para los líderes agraristas, el Presidente se
dispuso a dar atención a los asuntos urbanos. Para ello, fue
necesario empezar por dar alivio a la condición de los empleados
públicos, tan escasos en sus emolumentos, como ajenos a la
protección.
Con tal fin, el Gobierno fundó la dirección de Pensiones,
fijando el derecho de jubilación para los funcionarios del Estado
a la edad de sesenta años, estableciendo un descuento
obligatorio del tres al nueve por ciento mensual a los sueldos de
los oficinistas, con el objeto de constituir un fondo de garantía
para una clase que había sido menospreciada y víctima de los
intereses políticos.
La idea de que el Estado debería dilatar los regímenes
proteccionistas, se convirtió en pie de doctrina, debido a lo cual,
el Presidente mandó la liberalización del Nacional Monte de
Piedad, que conservaba invariable el sistema del agio. Al efecto,
el Monte de Piedad, cuyos fondos ascendían en 1927 a cuatro
millones setecientos mil pesos, estableció una nueva tabla de
intereses, amplió los plazos de vencimientos y humanizó los
procedimientos de préstamos.
No sólo los trabajadores del mundo oficial vinieron a recibir
los beneficios de la cruzada social y humana emprendida por el
Estado. Ahora, el Estado, tratando de poner a cubierto de
riesgos, venturas y extorsiones a los particulares, decretó un
nuevo régimen para las compañías de seguros. Estas, en su casi
totalidad correspondían a las inversiones y explotaciones extranjeras,
por lo cual, la ley (11 de marzo) sobre tales compañías
de seguros y fianzas, determinó un principio de nacionalización
a par de fijar una responsabilidad para las empresas y
una garantía para los asegurados.
El propósito central de Calles consistió en analizar y remediar los males que padecía la Nación mexicana; y aunque
no era posible abarcar a una sola vez todos esos males, no por
ello se desanimó para ir abriendo surco a lo que el Estado se
sentía con la obligación de mejorar. De esta suerte, y a fin de
que en lo futuro el país pudiese medir y pesar su evolución, se
efectuó la primera reunión (23 de abril) nacional de estadística,
gracias a lo cual se movió el interés de los mexicanos para
conocer sus verdaderas condiciones de vida y progreso.
Había un problema al cual no fácilmente era posible
penetrar; pues estaba circundado de oscuridades. Además,
parecía como si tal problema estuviese consagrado a favorecer a
los fuertes y castigar a los débiles. Tratábase del ramo de
justicia.
Al caso, el Gobierno empezó por robustecer el derecho de
amparo, con el propósito principal de hacer de ese derecho un
medio de patente popularidad, puesto que hasta los días
prerrevolucionarios se entendía que el amparo estaba destinado
únicamente a la protección de las clases acomodadas.
Este acontecimiento, sin embargo, no fue más que el
preliminar para la gran tarea de legislador a la cual se había
obligado moralmente Calles. La gran tarea legislativa estaba en
la reforma a los códigos penal y civil; y aunque para realizar tal
tarea el Presidente estaba investido de amplias facultades por el
Congreso de la Unión, las reformas fueron estudiadas
cautelosamente.
No faltaron en esos estudios opiniones audaces y caprichosas. Queríase dar la impresión de que Calles
trasformaba las ideas napoléonicas expidiendo códigos de
carácter socialista. Sin embargo, las modificaciones dentro del
derecho civil, fueron llevadas al propósito de fortalecer las
raíces de la propiedad privada; y lo que se llamó Socialización
del derecho, en el vulgar vocabulario político de la época, sólo
quedó como apuntamiento verbalista.
Dentro de aquel esfuerzo sobrehumano para significar el
poder que la Revolución otorgaba al Derecho, sobre todas las
cosas, se sintió el designio de extinguir para siempre en México
el influjo de la legislación española que, en la realidad,
continuaba rigiendo en México a un siglo de la Independencia.
Tan difícil fue esa empresa reformista de Calles, que a pesar
de los trabajos de consulta, cotejo y redacción de los nuevos
códigos, éstos, empezados al 21 de junio de 1926, uno; el 7 de
enero de 1926, el otro, sólo entraron en vigor cuatro años
después de que Calles dejó la presidencia de la República. Esto
no obstante, la obra completa correspondió a la iniciativa y la
laboriosidad, espíritu de justicia y anhelo de renovación humana
del general Calles.
Adelantado, como queda dicho, en la legislación civil y penal, aquel incansable gobierno que llenó el cuatrienio de
1924 a 1928, no podía dejar sin legislar sobre los conflictos
concernientes al capital y trabajo. Estos, cada vez mayores y
graves en el país, requerían una solución clara y valiente; y
como Calles no era de los gobernantes que por temor a las
controversias ocultaba los negocios de la Sociedad y del Estado,
procedió a establecer las obligaciones morales y jurídicas tanto
del capital industrial como de los asalariados, consideramos que
de no operar así el Estado sería un vicio político y no una
coordinación social y nacional.
Al efecto, el gobierno, ya en ese tren de coordinador,
empezó a legislar (marzo, 1925) sobre los gravámenes a la
industria de hilados y tejidos de lana y algodón, primero; de la
minería, después; y en seguida de tales preliminares penetró a
las convenciones obrero-patronales del ramo textil, organizando
un sistema de consulta, gracias al cual anticipó el proyecto de
obligar a las partes en conflicto a concurrir al cumplimiento de
los preceptos de un código de trabajo que proyectaba, pero que
no daba a la luz, tanto por querer analizar cuidadosamente la
naturaleza humana de los trabajadores y patrones, cuanto por
evitar el peligro de caer en las exageraciones del Socialismo
marxista.
Además, no era oculta la indisposición de la clase industrial
hacia una legislación del trabajo que se creía de inevitable favor
para la clase obrera, máxime que se tenía al gobierno callista
como excesivamente complaciente hacia los intereses laborales.
Así, el gobierno fue midiendo poco a poco la oportunidad para
expedir la ley del trabajo; pues se quiso evitar los trastornos a la
economía —a una economía que sin ser correspondiente al Alto
Capitalismo, de todas maneras concurría a dar orden y progreso
al naciente capital mexicano.
Por otra parte, a fin de amortiguar los efectos de una
aplicación instantánea y radical de un código del trabajo, el
gobierno expidió un decreto (14 abril, 1926) para el fomento de
las industrias de transformación, abriendo con ello una puerta a
la organización de una clase mexicana industrial, base de un
capital nacional.
Pero aquella obra sabia y previsora de Calles no habría sido
completa si a las nacientes industrias, a la constitución del
comercio mexicano, a los progresos agrícolas y al renovado
fondo de la propiedad rural no se le dan vías de comunicación.
Sin una política de este género, llevada al fin de entrelazar el
campo a la ciudad y de hacer fácil las migraciones domésticas, la
incorporación de la clase rural a la vida total de la República que
era la esencia de la Revolución, habría quedado defraudada. De
aquí, que Calles tuviese la virtud de saber abarcar las
necesidades del país dentro de un mismo plan, de manera que el
gobierno se excediese en un lado y redujese al otro lado,
acrecentando con ello las desigualdades e incompatibilidades
que tanto dañaban a la República.
Para realizar ese otro capítulo de la reconstrucción de
México, el presidente Calles fundó la Comisión Nacional de
Caminos (31 de marzo, 1925), decretando, al objeto de realizar
las grandes obras de comunicaciones que proyectaba, un
impuesto sobre el consumo de gasolina, impuesto que debería
ser aplicado en su totalidad a la construcción, conservación y mejoramiento de los caminos.
Demasiado optimista pareció al país el vasto plan de
carreteras anunciado por el Estado. Sin embargo, cinco meses
después de fundada la Comisión de Caminos, empezaron los
trabajos para la construcción de las carreteras a Puebla, Pachuca
y Acapulco.
Para realizar tan grandes empresas pareció como si el
Presidente estuviese empeñado en demostrar, a manera de
enseñanza para la posteridad, que no era sólo el dinero lo que
determina el progreso y estabilidad de los Estados; que a tal fin
se requiere, sobre todas las cosas, el talento, el orden, la
perseverancia y el patriotismo de los gobernantes; porque, en
efecto, cortos eran los adelantos de la hacienda pública; ahora
que los concurrentes a la convención fiscal de agosto (1925), se
habían manifestado optimistas respecto a las recaudaciones para
los años siguientes, considerando que todos aquellos
compromisos del presidente Calles, que en ocasiones tuvieron
las características de la osadía, podían ser complementados con
los progresos del erario nacional, con lo cual, como es natural,
se daba todavía más realce a las emprendedoras tareas del
primer Magistrado.
Ahora bien: Calles no descuidó, dentro de aquel nuevo y
gran teatro al que llevó al país, de cubrir los flancos del erario
pues aparte de los recursos fiscales, de la fundación del Banco de
México, del aumento de numerario circulatorio, de las obras
públicas y de las reformas jurídicas, procuró y realizó un nuevo
entendimiento con el Comité Internacional de Banqueros,
conviniendo en reanudar los pagos de la deuda exterior en el
plazo de un año a partir de 1926; conviniendo asimismo en una
tabla de pagos para la deuda ferrocarrilera, conforme a la cual,
México quedó en la posibilidad de adquirir la totalidad de la
vías férreas; y la soberanía nacional sobre las comunicaciones,
significaba el paso mayor para asegurar definitivamente la
mexicanidad.
De todo eso que el país iba siguiendo con interés, aunque en
medio de los temores que despertaban la política agresiva y
multitudinaria del callismo, pudo establecerse que si Calles no
poseía los vuelos políticos del general Alvaro Obregón, sí tenía
la virtud de dilatar y realizar los proyectos que tendían no
únicamente a componer un todo con sus partes integrantes,
antes también a probar los bienes transformativos de la
Revolución Mexicana. Hízose así innegable el poder de
continuidad y progreso de la propia Revolución; poder del que
tanto se dudó, creyéndose que el acontecimiento revolucionario
era específicamente el suceso armado y no aquel por el cual
surgían la promoción y desarrollo de la vida individual y colectiva de los mexicanos.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo octavo. Apartado 5 - El presidente Calles Capítulo vigésimo nono. Apartado 1 - Halago a las muchedumbres
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