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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 29 - CRISIS REVOLUCIONARIA
DIFICULTADES ENTRE EL ESTADO Y LA FE
Sin tener razón ni doctrina para inspirarse y ejecutar el agravio por el agravio, las luchas intestinas mexicanas, siempre tumultuorias y recelosas, queriendo vengar, como ya se ha dicho en otro libro, la muerte del presidente Francisco I . Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez y reparar, al mismo
tiempo, el desquiciamiento sufrido por el país, trataron de
encontrar y castigar, al través de sus numerosos episodios de
pensamiento y acción a los culpables de tales acontecimientos; y
aunque no existía una prueba fundamental o incontrovertible
que acusara a la Iglesia y Clero de México, como responsables o
casi responsables de atentados de esa naturaleza que eran tan
graves como despreciables, los caudillos de la guerra, siempre en
alas de las emociones que producen el rifle y la pólvora y que
constituyeron la vocación bélica de la época que remiramos, no
pudieron detener sus impulsos contra lo que significaba una
autoridad que, sin ser civil ni militar, representaba la responsabilidad de la conciencia; y como a lo anterior se agregó
el influjo del juarismo, considerado por el vulgo -y sólo por el
vulgo— a manera de ser la antinomia de la Iglesia, la fuerza de las
armas cayó atropellada y vigorosamente sobre todas la
manifestaciones de la jerarquía y oficios eclesiásticos de la
República.
La carga y descarga contra la Iglesia fue terrible. Así y todo, no se amenazó la existencia de la religión, puesto que ésta no
sólo poseía la categoría de inspiración y fé populares, sino
también, aunque vergonzosamente, creencia de numerosos
caudillos de las propias luchas intestinas. No dio, pues, la guerra ni
un decreto, ni una ley, ni un dictamen que amenazara la vida
y práctica de la religión en el país; aunque sí fueron expedidas
disposiciones transitorias y constitucionales, más que con el
objeto de agredir a la Iglesia y sus obispos, con el fin de tener
una acción faccional y o bélica en nombre de la cristiandad
mexicana.
Esto, sin embargo, dentro de un pueblo como México, sí
sirvió temporalmente a los caudillos revolucionarios; y lo
aceptaron también, con abnegación y dignidad, los obispos a
pesar de que vieron violados los recintos destinados al culto de
la Divinidad, siempre respetables por ser sosiego de almas
transidas por el dolor; si todo eso, se dice, fue sumisamente
admitido en vías de temporalidad, tampoco podía ser eterno. El
desorden de las mentes era fortuito de ninguna manera
permanente y destructor; el atropello de las armas, era
consecuencia del ardimiento humano que suele gozarse en las
funciones de la violencia. Así, la equidad y la razón deberían
volver a todos los ámbitos de la República y con ello restablecer
el reino del pensamiento y empresas humanos.
Pasados, pues, los sucesos violentos de la guerra, desde la
caída de Carranza; proclamadas una vez más las libertades
públicas, los católicos se creyeron amparados -y lo estaban- por
las leyes, y debido a esta consideración, tan explicable como
equilibrada, se unieron a las nuevas pléyades políticas; pero, ora
porque no pocos de los jóvenes líderes católicos se pasaron
incondicionalmente a las filas del partido de la Revolución, ora
porque los católicos carecían de recursos pecuniarios para
enfrentarse a la parcialidad política sostenida o apoyada con
el dinero del Estado, ora porque la conveniencia de los
incentivos que ofrecía el oficialismo neutralizó a un alto
porcentaje de la grey católica, el hecho es que el partido
confesional, languideció como tal.
Esto no obstante, existían tantos y arraigados rencores
dentro de una Fé postergada, que en el alma recóndita del
pueblo, y sobre todo en la correspondiente a la clase selecta del
cristianismo mexicano, se henchía la idea del desquite o la
venganza, que si como idea religiosa era inconcebible, sí tenía
función y compatibilidad como idea humana.
Ahora bien: preocupado el Estado por los grandes y
amenazantes problemas que lidiaban con la riqueza física del
país, no advirtió las proporciones que adquiría la explicable
malquerencia política de los líderes católicos, máxime que éstos
se sentían intencionadamente excluidos de la vida política y
civil de México. De esa suerte, considerando tal condición de
ánimo, no era difícil prever que cualquiera chispa, ya de la
ininteligencia, ya de las rozaduras casuales, podría llevar a
católicos y revolucionarios, no tanto a la controversia del
desengaño, cuanto a la guerra del desquite.
A pesar de esa situación muy cercana al trance, dentro de la
cual lo único que no se podía adelantar era de dónde partiría la
agresión cuando a ésta se resolvieran las partes, los católicos
aceptaron, con extraordinaria dignidad y heroísmo, concurrir a
un juego de provocación iniciado por los caudillos de la
Confederación Regional Obrera Mexicana, quienes empeñados en hacer méritos políticos, de manera que el gobierno de Calles se sintiera más comprometido con tal organismo, inventaron y
pusieron en práctica la idea de crear una iglesia católica
cismática,; y al efecto, burdamente levantaron un aparato propio
al caso, y empezaron la obra, ocupando (21 febrero, 1925)
violentamente el templo de la Soledad, en la ciudad de México,
entregándolo al sacerdote José Joaquín Pérez, quien sirviendo
con docilidad a los intereses políticos de la CROM, se proclamó patriarca de una Iglesia Mexicana, además de tomar otras descabelladas resoluciones.
El suceso, que dio origen a tumultos y agravios, debilitando
las simpatías populares merecidas por un gobernante como
Calles, cuando éste apenas empezaba su presidenciado, si no
condenado por el orden que mandan las leyes, sí fue
neutralizado por el Estado.
A tan negativo como inconducente suceso, se agregaron en
esos días las exageraciones anticlericales de los gobiernos de
Veracruz y Tabasco, que sin tener otro motivo que el de una
inoportuna glorificación liberal, dictaron medidas encaminadas
a limitar las funciones del sacerdocio. Al efecto, en Tabasco
fue expedido un decreto estableciendo que para ser ministro del
culto se requería ser casado y tener la edad de cuarenta años.
Además, tanto en uno como en otro estado, los grupos
oficialistas empezaron a editar folletos en los cuales con
lenguaje soez se atizaba la hoguera contra el clero; luego, se
mandó la vigilancia a los sacerdotes, con la amenaza de que a
cualquier falta que estos cometieran contra las leyes de
Reforma, los templos serían entregados a los cismáticos.
De esta manera, bien pronto comenzaron a exaltarse las
pasiones y el ambiente en el país quedó preñado de los más
negros presagios, máxime que los católicos ya no ocultaron el
propósito de defender a su Iglesia en el terreno al que se les
llevara.
Y, tratando de cumplir la advertencia, bajo la dirección de
Miguel Palomar y Vizcarra, René Capistrán Garza y Luis G.
Bustos, los católicos fundaron (14 de marzo, 1925) la Liga
Nacional de Defensa Religiosa. Era ésta, en la realidad, un ejército cristiano en ciernes, que pronto contó con numerosos
adeptos en los estados de Guanajuato, Michoacán, Aguascalientes
y Jalisco.
En este último, la Liga no tuvo las características de un mero agrupamiento de gente selecta dispuesta a hacer frente a las agresiones a su fe. En Jalisco, tal organización surgió como un movimiento, al que correspondieron las clases más pobres y
principalmente las rurales, que ya sin recato emprendieron
manifestaciones éncaminadas al ejercicio de la violencia; y al
caso, anunciaron su determinación de proceder a boicotear
impuestos y espectáculos y todo lo que tuviese conexión con los
asuntos y vida del Estado.
Los obispos, como ya se ha dicho, no tanto con el propósito
de inmiscuirse en asuntos que, como el pretender hacer
controvertible una Constitución nacional a la cual todo
mexicano estaba obligado a respetar, por ser tal la esencia de los
códigos, cuanto por el cúmulo de mortificaciones y responsabilidades
que llevaban en su ministerio, como consecuencia de
los atropellos a los templos y dignidades de su Iglesia, habían
detenido todas las manifestaciones rebeldes de su grey — manifestaciones que ahora trataban de hacer efectivas los jefes de
la Defensa.
Esa actitud de deliberado pacifismo cristiano, sin embargo,
no podría ser permanente e inalterable. Llegó el momento
en el cual, la beatitud episcopal fue impotente para seguir
oponiéndose a los designios del partido católico, que se sentía
humillado ante los nuevos y cada vez mayores arrestos
anticlericales de los funcionarios del gobierno, que sin necesidad
de Estado alborotaban y desafiaban los ánimos hasta de la gente
más tranquila y ajena a las luchas sociales o políticas.
Tal era el estado de cosas; tal el embarazo en que se hallaban católicos y anticlericales, cuando un reportero de El Universal, publicó una declaración del arzobispo de México, hecha en años anteriores, como declaración del día, en la cual el prelado censuraba los astículos 3°, 5°, 27°, y 30° constitucionales.
Las actualizadas palabras del arzobispo José Mora del Río,
causaron molestia y desagrado a la gente del Gobierno; y
aunque el prelado pudo esclarecer la verdad sobre el origen de
su declaración, no lo hizo por razón piadosa, pues habiéndosele
arrodillado, humilde y arrepentido el autor del refrito periodístico,
pidiéndole que no le perjudicara diciendo la verdad
de lo acontecido, accedió a callar, sin disipar las dudas oficiales
y tomando, la responsabilidad del hecho.
Frente a lo dicho por el obispo no fue necesaria una larga
espera para la respuesta oficial. En efecto, sin averiguar ni
examinar el fondo de las palabras episcopales, el secretario de
Gobernación coronel Adalberto Tejada, individuo generoso e
inteligente, pero político intolerante y caviloso, exagerando el
tono y el principio doctrinal de la autoridad nacional, acusó al
arzobispo de México de rebeldía y de incitar a la rebelión, de
lo cual estaba muy distante Mora del Río, pues era persona
tranquila dedicada al culto de la idea de Dios.
Hacia los días que recorremos, la autoridad episcopal que
había sido tan mermada durante las luchas intestinas, no tanto
dentro de su jurisdicción eclesiástica, cuanto en la controversia
con el Estado, ya no estaba tan débil,para hacer silencio en
torno a la acusación del coronel Tejada. Después de doce años
de tropiezos y amarguras, había surgido, como muro protector
de la fe, una pléyade de jóvenes, que sin desoir ni dejar de
venerar a los obispos, se consideraba llamada a acaudillar el
desquite político de la grey católica mexicana.
Por su parte, el gobierno nacional no columbró la fuerza que
representaba o podía representar la juventud católica, y
desdeñosamente la tuvo por endeble y asustadiza, y sin tenerla
en consideración, dejó que embarneciera, sin sospechar que esa
gente, ajena a las tácticas mansas y ordenadas del antiguo
partido católico y ajena también a los temores y horrores de la
guerra, era capaz de preparar una nueva lucha armada en el país.
Subestimando, pues, las empresas de la juventud e
insistiendo en sólo ver al partido católico histórico, el Estado
omitió todos los cálculos sobre las amenazas que representaba la
naciente élite de la fe, y en respuesta a las amenazas decretó más
restricciones para el ejercicio sacerdotal, lo cual únicamente
sirvió para exacerbar los ánimos de quienes estaban dispuestos a
convertirse en soldados de la Religión.
Y, ciertamente, la Liga de Defensa, dirigida por esos jóvenes valerosos e inteligentes, promovió en el país un fanatismo agresivo y clandestino, que en pocos días puso al gobierno en situación defensiva, porque la Liga ya no hizo oculto su propósito de tomar las armas, no tanto para evitar la destrucción de la Iglesia que nunca pensó en llevar a cabo el
Estado, cuanto para vengar las burlas y agravios que los
políticos revolucionarios habían hecho sistemáticamente a la
Iglesia y al Clero, desde 1913.
No apreció el gobierno todas las fases del movimiento iniciado por la Liga, y creyendo que los verdaderos responsables de las manifestaciones de descontentos, así como de los disturbios callejeros que se realizaron en la ciudad de México y las capitales de los estados, eran los obispos, mandó aprehender a los
prelados, incluyendo al delegado Apostólico.
Ahora bien: si algunos obispos, y entre estos el de Huejutla
José de Jesús Manrique y Zárate, se habían pronunciado literariamente
contra el Estado y la Constitución; si otros formaban
el punto de apoyo de las actividades que desarrollaba la Liga de Defensa, no todos los obispos correspondían a los preparativos insurreccionales que hacían los propios líderes de la Liga.
Estos, al efecto, sin calcular los males que iban a proporcionar a la República, y sin medir su responsabilidad como
caudillos de una rebelión, fácil y audazmente desenvolvieron sus
planes subversivos. No consideraron, dentro de ese camino, que
si en el campo de la paz no había sido posible lograr la tolerancia
oficial, con la guerra hecha a un Estado ya embarnecido, en
vez de obtener alguna ventaja para su credo, sólo ocasionarían el
sacrificio de una juventud altiva y hermosa a la cual, por otro
medio, que no fuese el de regar con su sangre el suelo patrio, la
habrían conducido a la libertad y respeto a su Iglesia.
Mas, la inocencia e irreflexión juveniles, entregadas a la idea de Dios, por un lado; la violencia de un Estado que después de
innúmeras vicisitudes estaba temeroso de volver a la anemia que
producen las guerras intestinas, por otro lado, eran fuerzas
destinadas a chocar. Ni un puente, para una retirada honrosa,
benévola y humana dejó abierto ni una parte ni la otra parte, de
manera que los primeros síntomas (abril, 1926) de la juvenil
rebeldía cristiana, produjo en el Gobierno todos los temas y
acciones de la violencia que por naturaleza manda el poder
público, aún cuando no sienta amenazados sus cimientos.
Un único esfuerzo para evitar aquella contienda tan desigual
como trágica, en la que un puñado de jóvenes inspirados por su
fe iba a combatir con un ejército fogueado en las batallas casi
incesantes de diez años, fue hecho para evitar tamaña
conflagración que de antemano se sabía iba a lacerar el alma
nacional. Tal esfuerzo lo llevaron al cabo siete obispos
norteamericanos, quienes en su noble propósito no titubearon en
dirigirse al presidente de Estados Unidos pidiéndole sus buenos
y generosos oficios, humanos y no oficiales, para que se evitara
el derramamiento de sangre mexicana.
Sin embargo, tal nobleza de ánimo, en vez de servir a la
procuración de la paz, tuvo tanta semejanza a una intrusión
extranjera, que únicamente sirvió para caldear el ambiente y
sobre todo para producir la indignación de la autoridad civil de
México.
Así, y sin que nadie más pensara en servir de mediador en la
contienda que se avecinaba, nuevos y muy dolorosos días se
acercaban para la patria mexicana, sin que se avistara un poder
moral bastante y considerado a fin de evitar los acontecimientos
que se dibujaban en el horizonte y que se agravaban día a día;
porque en efecto, tomados por la Liga de Defensa los dispositivos bélicos, los obispos inconsultamente procedieron a cerrar los templos, con lo cual soliviantaron los ánimos
populares; porque al tiempo de aquellas iras del mundo católico,
expresadas en atropelladas procesiones, en colectas clandestinas
para la compra de pertrechos de guerra, en excitativas insidiosas
y en juntas conspirativas, el Estado puso en vigor (2 de julio,
1926) la ley reglamentaria del artículo 130 constitucional, a la
que se llamó Ley Calles, que sin ser atentoria al credo religioso, fué útil para que los caudillos católicos tuvieron motivos de las primicias del martirio, hasta el cual se elevó al fanatismo en la lucha armada de la juventud católica de México.
Esas manifestaciones de angustia y sacrificio de los jóvenes
mexicanos, tuvieron efectos de mucha consideración, más en el
extranjero que en el país; pues en el exterior, durante esos días,
y como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, el mundo
civilizado sentía un verdadero culto de las libertades, de manera
que la suspensión de oficios religiosos en los templos de México
(31 de julio, 1926), no se tuvo en el mundo solamente como
consecuencia de los atentados cometidos por el Estado
mexicano a la Iglesia, sino que dio la idea de fatal e incivilizado
atropello a las libertades constitucional y de creencia.
Además, el Vaticano que había seguido una inalterable y
sabia política de neutralismo en las controversias mexicanas, no
sólo aprobó la suspensión del culto, sino que el Sumo Pontífice
censuró al Gobierno de México y el secretario del Estado
Vaticano declaró impropia y atentoria la conducta del
presidente Calles, debido a lo cual la República mexicana quedó
en el entredicho de los gobiernos europeos. Esto, como es
natural, produjo gran detrimento al país, y detuvo los trabajos
de reconstrucción nacional que llevaba a cabo Calles.
La clausura de los templos, la voz condenatoria de la Santa
Sede, la propaganda sediciosa o casi sediciosa de la juventud
católica que se hallaba bajo el influjo insurreccional de la
Revolución mexicana, todo, todo eso condujo a los agresivos
adalides del cristianismo y a los agentes del Gobierno nacional a
una condición de odios, que no demoró en asomarse al campo
de la violencia; violencia del cuerpo oficial y violencia del
populismo católico, de lo cual se llegó públicamente a la certeza
de que el país estaba entregado a un conflicto entre la Iglesia y
el Estado.
Sin embargo, hasta finales de julio (1926), las
manifestaciones hostiles de una parte hacia la otra parte, no
pasaban de tener las características de escarceos políticos. El
gobierno acrecentó las exigencias hacia los sacerdotes, obligando
a los curas a un registro de notoria represalia; y aunque acusó a
los obispos de estar fomentando la rebelión, tal aparato no tuvo
más objeto que amedrentar al clero y poner a los obispos en
el campo de la ilegalidad; ahora que éstos no comprendieron el
alcance de la finta oficial y yendo más adelante, los prelados de
Yucatán, Michoacán, Jalisco, Nuevo León y Oaxaca, suscribieron
una pastoral, confirmando la suspensión del culto y
aconsejando a los padres de familia que no enviaran a sus hijos a
las escuelas oficiales.
En este tren de exaltaciones, tumultuarias, en las que no
faltaron los cálculos optimistas y las heróicas empresas, los
líderes católicos cayeron en el error de los conspiradores:
desestimaron el poder del Estado y creyeron en la fuerza de su
número, de manera que se situaron tan lejos de la realidad, que
tuvieron la ocurrencia de decretar, por medio de la Liga de
Defensa, un boycot a la vida económica de México, llevados por el ensueño de que con tal boycot se desquiciaría un orden
fundado en un sin número de poderosos agentes civiles,
mercantiles, militares, bancarios, diplomáticos y jurídicos. Tan
magno fue en esos días el delirio de la fe acongojada que no se
dudó en el desenvolvimiento del siempre supuesto poder de lo
inerme.
A partir de ese momento, los movimientos de la Liga de Defensa, dejando a su parte los epopéyicos, se convirtieron en juegos infantiles que el Estado, en su obligación incuestionable de defenderse, conocía y estaba en aptitud de exterminar.
Las esperanzas, pues, de los adalides liguistas, de un
levantamiento general y popular en la República pudieron darse
como propias a un exagerado optimismo. Mas no fue así;
porque la actitud desafiante y antigobiernista de la gran
mayoría de los mexicanos fue tenida como pie de una acción
bélica; ahora que mucho distaba la masa católica de tal fin.
Graves desórdenes callejeros se produjeron ciertamente en
Chihuahua y San Luis Potosí, en Hidalgo y Nayarit, en Colima y
Tabasco; y si en tales desórdenes se registraron no pocos abusos
de autoridad y con los mismos se estimuló el espíritu de
rebelión, todo éso no bastó para que la gente se lanzara a los
campos de batalla. Los católicos, una vez expresado su
descontento en procesiones y peroratas, en proclamas y
decretos, volvían al sosiego hogareño.
El único y verdadero tema que vivió profundamente entre la
grey católica, fue el de reunir dinero para defender a la religión
contra los atentados del gobierno; y a contribuir concurrieron
los católicos ricos y pobres; aunque las sumas recaudadas
debieron ser muy cortas, puesto que aquel mar de la fe tan
agotado a los comienzos de agosto de 1926, no levantó mayores
murmurios urbanos en el resto del año.
No aconteció lo mismo en la población rural a donde los
adalides de la Liga trasladaron sus actividades; porque ahora animaban al pueblo de México a un alzamiento. Y, al efecto, la juventud católica de Jalisco y Michoacán se ponía al frente de
grupos armados.
Muy penosa fue para el país aquella situación; muy penoso
para el Estado interrumpir sus tareas constructivas; muy penoso
para propios y extraños los nuevos derramamientos de sangre.
Calles no podía retroceder, porque el asalto de los líderes
católicos no era precisamente contra el partido callista, sino
contra el propio Estado mexicano.
Hubo, en medio de esa amarga situación, un intento, más
cordial que político, para borrar la idea del desquite católico. Al
efecto, el licenciado Eduardo Mestre concertó una conferencia
del presidente de la República con los obispos Leopoldo Ruíz y
Flores y Pascual Díaz. Pero esto se hizo a destiempo. Las
pasiones levantiscas y vengativas estaban ya incrustadas
principalmente en la gente pueblerina. No era posible reintegrar
al sosiego las ilusiones bélicas de la juventud católica, ni el
gobierno, dispuesto a liquidar los intentos insurreccionales,
podía obtener sus ordenes, sobre todo porque bajo el influjo de
la propaganda oficial, el ejército se sentía entusiasmado por la
guerra. Las esperanzas de la victoria en una nueva contienda
armada llenaban el ambiente del país; y como era fácil advertir
que los católicos carecían de dinero y pertrechos; de caudillos
guerreros y cuerpos organizados, para el ejército nacional se
presentaba una perspectiva de triunfo prometedor.
De esta suerte, la conferencia del Presidente con los
prelados, se perdió en palabras más cercanas al desafío que a la
armonía; y como si sólo esperaran los resultados de la
entrevista, el 6 de septiembre ocurrió un levantamiento en San
Juan de los Lagos. Fue un alzamiento cual el vulgo llamó
Cristera desde esos días; apellido que los propios sublevados aceptaron y adoptaron para designarse.
Una vez más, la República estaba entregada al estruendo de
las armas. El 29 de octubre (1926) el general Rodolfo Gallegos
se proclamó jefe de la rebelión cristera en el estado de
Guanajuato. En Nueva York, René Capistrán Garza, la promesa
mayor de la juventud católica mexicana, fue presentado a la
jerarquía católica como delegado de la Liga de Defensa en Estados Unidos; después, ya como caudillo de la propia Liga, Capistrán firmó un documento (3 de diciembre) en el que apareció como Jefe del Gobierno de México, suponiendo que
para tal fecha, los cristeros habrían triunfado en el país. En
Yurécuaro (Michoacán), los rebeldes católicos, luego de tomar y
entrar a la plaza, pasaron revista a poco más de dos mil
combatientes: el ejército católico empezaba a ser una realidad,
mientras que José F. Gándara se proclamaba a si propio general
en jefe de tal ejército.
En la realidad documental, no existían ni gobierno ni
ejército cristeros. Había en el país grupos de alzados católicos;
pero tales grupos padecían la falta de coordinación, de armas y
municiones y de cabecillas audaces; ahora que todas esas faltas
eran sustituidas magistralmente por la fe y sacrificio de aquellos
improvisados capitanes y soldados que se decían de Cristo Rey.
Ahora bien: mientras los grupos de alzados iban de un
punto a otro punto del altiplano mexicano a donde estaba
radicado el meollo de la rebelión, el presidente de la República,
sin precipitación alguna, queriendo dejar que la rebelión acabase
de brotar con el objeto de combatirla más eficazmente, mandó
organizar los cuerpos militares, que formarían en las columnas
de ataque.
Hacia los últimos días de diciembre (1926), el número de
cristeros ascendió a siete mil hombres. Solo siete mil soldados
había podido dar la grey católica de México, aunque esto no por
falta de valor y amor a su religión, sino por sus escaseces
pecuniarias. El Estado, en cambio, movilizó hacia los estados de
Michoacán, Jalisco y Guanajuato, veinticinco mil hombres. El
Presidente situó otros seis mil en México y Querétaro e Hidalgo
y mandó avanzar al general Saturnino Cedillo con diez mil
agraristas armados hacia Guanajuato y Querétaro. Con tales
aprestos de lucha, el cristerismo no sólo estaba amenazado, sino
prácticamente derrotado. Sólo una guerra de guerrillas podría
mantenerlo con vida activa; y para ese género de lucha también
estaba preparado el presidente Calles.
Sólo los milagros de la fe, asociados al tempestuoso
continente de la juventud mexicana que había nacido en el
nudo de las contiendas armadas, y que por lo mismo llevaba en
el alma la idea de que la violencia era su tabla de salvación; sólo
los milagros de la fe, se dice, unidos a las fuentes de la juventud
eran capaces de seguir inspirando las empresas cristeras, que no
hacían alto a pesar de los excesos que cometían los soldados del
gobierno, ni de los atropellos que sufrían católicos pacíficos, ni
del acrecentamiento de las fuerzas militares del Estado, ni de las
derrotas que los cristeros experimentaban cada vez que
presentaban el pecho a las balas del orden. Cerrados los ojos a la
realidad, los católicos rebeldes, se empeñaron en continuar
aquella guerra, que si para ellos tenían las características de
santa, para la sociedad mexicana era estéril y para el bien de la
patria negativa, completamente negativa.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo nono. Apartado 1 - Halagos a las muchedumbres Capítulo vigésimo nono. Apartado 3 - Retorno a la reelección
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