Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo nono. Apartado 2 - Dificultades entre el Estado y la fe | Capítulo vigésimo nono. Apartado 4 - La amenaza extranjera | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 29 - CRISIS REVOLUCIONARIA
RETORNO A LA REELECCIÓN
Profundos y dilatados eran los conflictos domésticos de México al comenzar la guerra civil, en 1910; grandes los problemas rurales y urbanos y aunque el país daba la idea de prosperidad, lo cierto era que del lado positivo de entre todas
las cosas, sólo se presentaba la paz, y ésta como capítulo
suntuoso para la República. Ahora bien: de todos esos conflictos
y problemas, ninguno tenía la trascendencia, para México, como
el concerniente a la reelección de los gobernantes, y con el
mismo, en consecuencia, el del Sufragio Universal.
Madero, como caudillo de la Revolución, no pudo inventar
otros problemas; no necesitó inventarlos; pues aparte de no ser
hombre hecho a la fantasía ni para la fantasía, el país vivía tan
de cerca los males ocasionados por la burocracia pacífica, pero
empedernida, que la parte primera y principal de México se
hallaba a la vista de todos los mexicanos; y, al parecer, todos
querían el cambio de aquella situación. El camino hacia la
administración nacional estaba cerrado a quienes no por
herencia sino por derecho civil, ambicionaban concurrir al
dictado y aplicación de los bienes sociales y constitucionales. La
inmensa mayoría de los ciudadanos vivía al margen de la
circulación política y administrativa.
Tan cierto y conmovedor era ese problema; tan débiles y distantes de una realidad que afligía intensamente a la patria se
hallaban los mexicanos, que el pueblo acudió, ya a las armas, ya
a las negaciones, ya a la severidad de sus disposiciones, resuelto
a dar fin a los males que Madero hizo públicos. Ya no debieron
existir otros padecimientos mayores, puesto que ni fueron
denunciados ni reclamados por los revolucionarios. Y ello, a
pesar de la clarividencia no sólo de Madero, sino de los jefes de
la guerra y de la Revolución,
Esta, sin embargo, triunfante la No Reelección y hecho el Sufragio Universal norma irrefragable de la vida política de
México, fue creando -tal era el fuego del espíritu creador que
se desarrolló dentro de la Revolución— otros problemas. Y no
podía ser otra manera, porque las características emprendedoras
que iban acariciando y desenvolviendo intuitivamente el sentido
de reforma y progreso, se habían apoderado de todos los
filamentos sociales del país.
Mas sobre todo eso, que en ocasiones emergía como
novedad, a una década del triunfo maderista, el tema de la no
reelección seguía dominante. No existía, en efecto, un solo
gobernante, que a pesar de las penosas prácticas electorales,
renegara de los postulados primeros del maderismo. Para la
República, la No Reelección y el Sufragio Universal constituían
las metas que deberían ser alcanzadas, ya tarde, ya temprano.
La gente no entendía la Revolución, ni la Democracia, ni el
Bienestar Común, sin las elecciones libres y efectivas y sin la
renovación de sus gobernantes.
El arraigo popular y constitucional a ese tema, estaba al
margen de cualquiera actitud negativa. No se suponía que
hubiese individuo capaz de cambiar ese precepto que daba la
idea de ser congénito a la Nación mexicana.
Sin embargo, el consagrado principio sería cambiado; y esto,
más que a la voluntad popular iba a deberlo el país a la audacia
política del general Alvaro Obregón. Este, tan grande caudillo
como era, creyó que no sólo por favorecerse a sí propio, antes
por abrir un verdadero cauce a la democracia mexicana, haría
un bien a México modificando las estrecheces del programa de
1910.
Obregón, retirado por segunda vez a su tierra natal, desde la
entrega de la presidencia al general Plutarco Elias Calles, cuando
sólo habían transcurrido dieciocho meses de su aparente
retraimiento en el sur de Sonora, empezó a organizar entre los
políticos de primera fila, un ambiente favorable a la reelección.
Dos motivos, que para Obregón debieron ser poderosos, le
movieron a considerar necesaria la restauración reeleccionista.
Uno, fue el de creer que, agotados los hombres más importantes
de la Revolución, bien por haber caído en los campos de batalla,
bien debido a sus responsabilidades de anti Estado, bien por
incapacidades personales, sólo quedaban dos personajes aptos
para ser presidentes de la República. Primero, el general Calles; el
siguiente, él, el general Obregón. El motivo número dos, fue
eminentemente personal. Obregón después de probar la dura
suerte que corre un hombre retirado de las glorias del poder, no
se resignó a abandonar las lides civiles en las cuales ganara tantos
laureles y en las cuales podía seguir sirviendo para el bien de la
Nación, puesto que grandes eran sus virtudes públicas y políticas, grandes sus conocimientos y experiencias, grandes sus deseos de complementar la obra patriótica que había iniciado en 1920 y que dejara truncada no tanto por el fenecimiento del periodo presidencial cuanto por los males producidos por el
levantamiento delahuertista. En la realidad, muy corto y sin el
lucimiento que pudo tener, fue el gobierno obregonista. A los
deseos de seguir gobernando al país, uníase en Obregón el deseo
de terminar felizmente su responsabilidad como Jefe de Estado.
Venido, pues, a estas reflexiones, el general Obregón creyó
que sobre los principios románticos de la Revolución, existía la
obligación de proclamar la realidad política de México; y sin
que su proyecto reeleccionista trascendiera al mundo popular,
Obregón empezó a probar suerte entre los altos funcionarios del
Estado, pero principalmente cerca del presidente Calles.
Este, aunque sin hacer manifestación externa alguna,
consideró los designios del general Obregón no sólo como
antirrevolucionarios, sino también contrarios a su gobierno,
pues estimó que el caudillo no le tenía como individuo apto
para resolver el problema de la sucesión presidencial de 1928.
Calles, esto no obstante, guardó un leal e impenetrable silencio
sin dar el menor paso contrario a los propósitos de Obregón,
aunque tampoco dando señal que se pudiese tener como prueba
de que aprobaba la reforma reeleccionista.
Quedando el Presidente al margen de aquella contienda que
se avecinaba, apenas fueron columbrados los planes de Obregón,
se produjo la escisión en el fondo y forma de los viejos y nuevos
revolucionarios. De los primeros, en su mayoría empezaron a
pronunciarse, aunque con voz débil, en favor del antirreeleccionismo.
De los segundos, una fuerte mayoría se inclinó
al reeleccionismo. Este surgió así a manera de remozamiento
político. Pareció como si al fin, se hubiese encontrado la
piedra angular del edificio democrático mexicano. La idea
de prohibir el derecho de volver al poder era materia anticonstitucional,
prosperó bien pronto entre la juventud política
que constituía el principal sostén de Obregón; y como
éste, por otra parte, mucho había fomentado la organización de
un partido propio, el partido obregonista vivia dentro del
ejército y dentro del gremio oficinesco. Obregón, en la realidad,
era una fuerza que no podía ser subestimada; una fuerza mayor
que la del propio presidente Calles, quien depositaba su
capacidad de resistencia en los obreros y agraristas, quienes, si
representaban lo mayoritario, en cambio carecían de una
dirección política disciplinada, inteligente y audaz.
De esta suerte, con Obregón se reunían, aparte de los
valimientos de su personalidad, los grupos políticos más
homogéneos y diligentes. Asociados al obregonismo también
estaban la mayoría de los gobernadores y de los congresos
locales. Fianlmente, punto de apoyo principal para Obregón era
el ejército; ahora que no faltaban viejos generales que
consideraban el reeleccionismo como una negación de los
principios revolucionarios.
Al igual que los veteranos de la Revolución, la población
civil al margen del mundo oficial, asistía con disgusto a los
trabajos en favor del reeleccionismo; y esto no tanto por ser
contraria al tema político, cuando por seguir creyendo en un
supuesto carácter tempestuoso de Obregón, que hacía temer la
prolongación de las violencias desatadas en torno a la rebelión
cristera. Además, sin lección previa de doctrina política, la
gente intuía que los argumentos de Obregón en favor del
reeleccionismo no marchaban acordes con la evolución del país.
Ciertamente, a aquel talento deslumbrante como el de
Obregón se le escapaba un hecho real y positivo como era el de
que, si no había en la República un carácter tan genial como el
de él, de Obregón, en cambio, como consecuencia de la
Revolución, existía una pléyade dentro de la cual se destacaba
una docena o más de individuos que sin alcanzar el nivel de lo
genial, muy cerca estaban de lindar con tal nivel, de lo cual se
desprendía lógicamente que el país contaba con una clase que,
sin corresponder a la categoría del caudillismo, estaba
catalogada como clase gobernante.
La naturaleza, número y peso de esa clase era bien conocida
por el país. Por haberla ignorado. Carranza cayó en el error que
le costó su caída. Por desconocerla, el general Obregón, como
presidente de la República, fue agente del alzamiento
delahuertista. Por seguir subestimándola o poniéndola al margen
de la vida nacional, provocaba hora tras hora a aquella nueva
hornada de políticos, algunos de ellos de mucha altura.
En quince años, el país había sufrido tan profundo cambio
de hombres, cosas, sistemas y pensamientos que si, en 1926,
faltaban los instrumentos principales para modelar un nuevo
vivir económico y social, no era posible negar que sobraban
hombres, provistos de cualidades jamás imaginadas —tal era la
gloria, ya verificada, de la Revolución. Así, el general Obregón
vivía en el engaño creyendo que solo él poseía las virtudes
necesarias para ser presidente. La época del cesarismo mexicano
que había producido, como materia indisoluble e incuestionable,
la No Reelección y el Sufragio Universal iba quedando
atrás ante las perspectivas que ofrecía la naciente élite
revolucionaria.
Debido a todo esto, surgían en el horizonte político de
México una serie de contradicciones que invitaban tanto al
estudio como a la lucha. Y, en efecto, no había un sólo
mexicano que se quisiese quedar atrás en esa tarea considerada,
y con razón, del más alto temor patriótico. Por eso mismo, la
juventud católica no despreció la oportunidad de presentarse en
la contienda, puesto que en sus filas se registraba también el
fenómeno de una nacimiento de políticos y gobernantes. Por
eso mismo, aunque la figura y personalidad de Obregón tenía
una insuperable majestad, no por ello fue posible detener el
impulso valiente, desafiante y casi aventurero de una juventud
revolucionaria que se creía llamada a gobernar la República, con
el mismo perfecto derecho de los líderes obregonistas.
Ahora bien: si Obregón y los obregonistas no comprendían
el cómo y porqué de la evolución política del país, no acontecía
igual con la gente del común que, atónita, presenciaba los
preparativos reeleccionistas, de una parte; los del antirreleccionismo,
de otra parte. Sin embargo, ni los de una parcialidad
ni los de la segunda parcialidad, estaban dispuestos a
ceder; pues si éstos, que se creían herederos firmes del
maderismo, tenían por cierto que el triunfo de Obregón
equivaldría a un renacimiento cesarista; aquéllos llegaron al
extremo del caudillismo, haciendo suya, por unanimidad, la
exclamación del licenciado Ezequiel Padilla: ¡Obregón o el
caos!
Pero lo principal en tales días era reformar la Constitución,
cuando todavía no cumplía diez años de vigencia. Reformarla
en sus artículos 82 y 83, no sólo para hacer lícita la reelección
del general Obregón, sino también a fin de ampliar a seis años el
período presidencial, pues el propio Obregón decía que un
sexenio era poco para un buen presidente y cuatro años
muchos para un mal presidente.
La reforma, no obstante que la mayoría de las legislaturas,
como ya se ha dicho, correspondían al partido obregonista, no
dejó de encontrar tropiezos. El silencio del presidente Calles
alentaba a los antirreeleccionistas y hacía dudar a un partido
que empezaba a llamarse callista; pero era tan vigoroso y resuelto el grupo director del obregonismo; tanta la audacia de los diputados partidarios del caudillo, puesto que en sus declaraciones decían que por encima del criterio legal estaba el criterio político, que pronto quedó dominado el campo de la neutralidad y con éste el del antirreeleccionismo.
Y mientras los trabajos de reforma constitucional se
desenvolvían en el país, Obregón se mostró discreto; y sólo con
las acusaciones que le hacían los contrarios apellidándole
contrarrevolucionario, se sintió obligado a explicar que
revolucionario era aquel que quería la consolidación de los
derechos de los muchos, aunque con perjuicio de los pocos, o
bien, el hombre que pugnaba para que predominasen en
México los valores morales y espirituales, con lo cual
colocaba dentro de una esfera de amoralidad y materialismo a
dos de sus principales rivales: los generales Francisco R. Serrano
y Arnulfo R. Gómez. Estos, en efecto, se manifestaban resueltos a enfrentarse a Obregón; aunque poniendo a la vanguardia de una cercana lucha
al Partido Nacional Antirreeleccionista, del cual era líder de muchos quilates el ingeniero Vito Alessio Robles; pues éste, además de su honorabilidad personal, era valiente y osado y
poseía una limpísima hoja de servicios políticos que hacía de él
un caudillo político intachable.
Con una personalidad como la de Alessio Robles, el
Antirreeleccionismo pronto tomó el camino de las burlas y amenazas para el obregonismo, lo que provocó un ambiente de hostilidad nacional hacia el caudillo, empezando con lo mismo
una amenaza a la paz nacional; pues el alma de la subversión
volvió a ser tema político.
Los primeros síntomas de los odios que siempre preceden a
las luchas intestinas, se manifestaron en el noroeste de México.
Sonora y Sinaloa fueron una vez más cuna de la oposición; y aunque sin conexión precisa con la marcha política del país, en
septiembre de 1926, cuando el general Obregón viajaba en
ferrocarril por el sur de Sonora, los yaquis, en actitud de guerra,
salieron al paso del convoy y trataron (12 de septiembre) de
secuestrar al caudillo; y éste habría sido muerto, si no pone en
juego su valor y audacia, excitando a los pasajeros y soldados de
la escolta militar a hacer resistencia a los asaltantes, y si no
llegan en su auxilio las fuerzas del general Francisco R. Manzo.
Tanta era, en realidad, la animadversión hacia Obregón, que
el vulgo de los estados noroccidentales le atribuyó en esa misma
temporada de amenazantes rivalidades, la muerte del general
Angel Flores, aspirante a la presidencia de la República, fallecido
(31 de marzo, 1926) en Sinaloa, a pesar de que no existía
prueba alguna para la acusación y de que ésta tenía los visos de
una insensatez política.
Blanco, pues, de intrigas y amenazas fue un hombre tan
singular por su talento y sus osadías como era Obregón; ahora
que cuantos más peligros sentía sobre su cabeza, mayor acopio
de ímpetus hacía para defenderse y asimismo agredir, puesto
que mucho gustaba de llevar siempre las ventajas en la política
violenta de la ofensiva; y tales días correspondían, por
esencia, a una política violenta, ya que no se veía en el
horizonte otra manera de triunfar electoralmente que por ese
medio. Así, para Obregón, ni las protestas y acusaciones de los
antiguos antirreeleccionistas ni los enojos y conspiraciones
dentro del ejército, le hacían retroceder. Consideraba Obregón,
frente a todo eso, que tenía la obligación de cumplir la
responsabilidad de Estado que dejó truncada no sólo por la
cortedad del período que había cumplido, sino también por
causa de la sublevación delahuertista. Además, sabía de
antemano, por ser tan conocedor de los hombres y las cosas
políticas, que aprobada la reforma a la Constitución, no hallaría
más obstáculo a su nuevo ascenso al poder y que, por otra parte,
colocado ya dentro de la constitucionalidad, su candidatura
sería irreprochable y con lo mismo gozaría del apoyo de la ley y
de los servidores de la ley.
Y no se hizo esperar mucho la reforma restableciendo la
reelección presidencial; pues aprobada por las legislaturas, fue
promulgada el 22 de enero (1927). Con ello, quedaba abierto el
camino para el triunfo obregonista.
Sin embargo, como la aprobación de la reforma produjo
enconadas controversias, y los hombres que se hallaban cerca
del presidente Calles se mostraban reservados, Obregón, no
obstante que no era tal su carácter, resolvió operar
sensatamente, dejando que se apaciguaran los ánimos y que el
país entendiera que su vuelta al poder no era para satisfacer un
interés personal, sino con el objeto de evitar fatales luchas de
tipo electoral o político entre personas que, al parecer de
Obregón, carecían de méritos y que movidas por las ambiciones
estaban a punto de llevar al país a una nueva guerra.
Obregón no tenía un fundamento público y juicioso para
sostener tal idea. El argumento era muy privado, pero le servía
al caso de explicar su nueva empresa, que indicaba de manera
clara y precisa cuán grande riqueza en hombres poseía la Nación
mexicana desde la iniciación del proceso histórico de la
Revolución. Aquel despertar de individuos, que en calidad y
cantidad sobresalían a las grandes conmociones humanas
registradas por la historia universal, era incontenible. Así, si de
un lado el país se sentía lesionado por tantas rivalidades
políticas; de otro lado, bien podía ser envidiado por disponer a
un tiempo, y casi inagotablemente, de tantos y distinguidos
hombres que se sentían capaces, y con probada razón, de ser
gobernantes de su patria.
Pero volviendo a la reforma constitucional, es de decirse que
promulgada ésta, fue organizado el partido obregonista con
grupos oficialistas, agrarios y obreros; y en seguida, el general
Obregón anunció (26 de junio, 1927) que era candidato
presidencial, para combatir a la reacción confabulada con el
partido conservador.
Estas palabras de Obregón, aunque con un dejo de
ingenuidad política, fueron el comienzo de la lucha con los
opositores a la reelección. Al efecto, el general Arnulfo R.
Gómez, aspirante a la presidencia de la República, las contestó
(17 julio) diciendo atropelladamente y con deseos de amedrentar
al obregonismo, que él, Gómez, tenía preparados alojamientos
para Obregón y los amigos de éste, en las Islas Marías o a dos
metros bajo tierra.
Tal amenaza dio, desde luego, idea de lo trágico que podía
ser la contienda electoral; y que los ánimos políticos en lugar de
servir a la enseñanza y desarrollo de la democracia, sólo
tenderían a ennegrecer las horas que se avecinaban. Obregón, sin
ignorar hacia dónde era posible llegar con su oposicionistas, y
dispuesto a subir el tono de su voz y de su empresa, inició en
Hermosillo (5 de julio), su campaña presidencial, que no fue
muy feliz en sus comienzos; pues el caudillo fue abucheado en
algunos lugares del trayecto, aunque correspondiendo a tales
agravios con la táctica de contestar a la violencia con la
violencia, sin considerar los males que en alarma y bienes
causaba a la Nación y a las empresas del presidente Calles, que
ya oscurecidas por los cristeros y que ahora estaban a punto de
sufrir una segunda pérdida en medio de los temores y amenazas
que experimentaba la República.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo nono. Apartado 2 - Dificultades entre el Estado y la fe Capítulo vigésimo nono. Apartado 4 - La amenaza extranjera
Biblioteca Virtual Antorcha