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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 29 - CRISIS REVOLUCIONARIA
LA AMENAZA EXTRANJERA
Aquel hombre como el general Plutarco Elias Calles que no invocaba ni poseía otro designio desde la primera hora de ejercicio presidencial, que el de resolver los problemas principales de México dentro de las virtudes propias a las que se
presentan los equilibrios y tolerancias oficiales, cuando aquéllos
y éstas se derivan de principios y no son obras del azar; aquel
hombre, se dice, vio temblar en más de una vez los cimientos del
Estado mexicano.
Es innegable, que a pesar del carácter hosco y parcial que se
le atribuía. Calles eligió desde el 1° de diciembre de 1924, el
camino de un sincretismo político. Y esto era realidad en su
manera de proceder; aunque otras eran las exteriorizaciones que
percibía y comentaba el vulgo faccional o profano, puesto que
el país todavía no tenía la escuela política y económica capaz
de comprender a un Presidente que mucho se adelantaba a las
preocupaciones rutinarias de su pueblo.
Además los proyectos de Calles para fortalecer el Estado y
dar alma y vínculos a la sociedad, requerían la tranquilidad del
país, el optimismo de los ciudadanos y la colaboración estrecha
de la gente y el gobierno; y Calles lejos de hallar esa situación de
apoyo y progreso hubo de caminar, desde los primeros días de
su presidenciado, bajo una y seguidas tormentas, que no eran de
provocaciones intencionadas, antipatrióticas o desmembratorias,
sino consecuencia de las amargas condiciones que física y moralmente
padecía después de las contiendas armadas.
Mucho azogaban al presidente Calles tanto en los
documentos públicos y oficiales, como en sus tratos políticos y privados, los conflictos que se presentaban al Estado, máxime
que, como el de la controversia, disgusto y alzamiento de la
juventud católica, se había originado en un motivo que era
accesorio dentro de magnos problemas que diariamente
concurrían a entorpecer el progreso de la Nación y Pueblo
mexicanos. De esta manera, todos los asuntos que trataba el
Presidente y pretendía resolver bajo el signo de la paz y entendimiento nacionales, se perdían arrastrados por el peso de
nimiedades que nuevamente llevaban al país a cuestiones de
sangre y venganza; de contradicciones y apetitos.
Todavía no llegaba a México el día del orden; ahora que
todo hacía considerar que ese día, en el cual los desórdenes
quedasen tamizados acarrearía un bienestar al país. Por de
pronto, el gobierno de Calles tuvo que avanzar sin rumbos, pero
en medio de hondas preocupaciones, de un conflicto a otro
conflicto; y estos, no sólo de carácter doméstico, sino
señaladamente internacionales.
De esta suerte, y a pesar de los arreglos para el pago de la
deuda exterior y de la convención sobre reclamaciones, quedó
pendiente la controversia con las empresas petroleras, los
abogados de éstas en Estados Unidos y los intereses de crédito e
hipotecas de las mismas, sobre la aplicación del artículo 27
constitucional, que el gobierno se disponía a poner en vigor a
fin de cumplir con los designios de la ley y de la patria.
La empresa del Estado tenía, en la realidad, un fondo
heroico. La República estaba muy debilitada; la sociedad
mexicana, escindida; el gobierno amenazado por nuevas
divisiones y subdivisiones políticas; el erario sin dinero. Un
negro y hondo pesimismo dominaba a México. La creencia
vulgar de que Calles era un abominable dictador, a pesar de la
amplia vigencia que se daba a las instituciones y a las leyes,
tenía cargada la atmósfera de vapores oposicionistas.
Sin embargo, Calles era individuo de tan grande y singular
carácter; sentía tan profundamente la responsabilidad de
Estado; amaba y practicaba con rara intensidad el principio de
autoridad, que con todo ello reunía las exigencias que se pueden
pedir a un gobernante dispuesto a no abandonar una política de
eclecticismos a veces quimérica, y por lo mismo no dudó un
solo momento cambiar la idea principal de designios de
gobernante y patriota.
Así las cosas, a los cuatro meses de iniciado su gobierno,
mandó al congreso de la Unión un proyecto de la ley
reglamentado el artículo 27 constitucional, a manera de hacer
verdadera y efectiva nacionalización total del subsuelo de
México, exigiendo a las compañías petroleras transferir sus
antiguas concesiones por las nuevas que tuviesen vigencia
durante cincuenta años.
Tal reglamentación correspondiente y consecuente a los
derechos más puros y rectos, más justos y soberanos de una
Nación, apenas hecha pública, fue censurada no sólo por las
empresas particulares extranjeras llamadas a cumplir con la ley
nacional, sino también por el gobierno de Estados Unidos, como
si las concesiones a las compañías forasteras tuviesen
jurisdicción universal y por lo mismo los gobiernos extranjeros
poseyesen derechos extraterritoriales.
Para el Estado norteamericano, la reglamentación mexicana
tenía el carácter de retroactiva y confiscatoria, y como si se
tratara de una propiedad dentro del suelo de Estados Unidos,
pretendía que las concesiones de explotación adquiridas a 1917,
fuesen elevadas a la categoría de derechos de propiedad
inalienable.
Poco afortunada fue la argumentación del departamento de
Estado norteamericano; y menos afortunada, porque escuchaba
como a un oráculo, pareceres y recomendaciones de su
embajador en México James R. Sheffield, individuo de cortos
alcances, escaso de ilustración, ignorante de la práctica
legislativa y quien asociaba a sus pequeñeces un marcado desdén
hacia el presidente Calles, y con lo mismo, no hacía más que
enconar los ánimos del departamento de Estado.
Sheffield, nombrado embajador de Estados Unidos en
México durante el mes de enero de 1925, no obstante —se
repite— lo ignorante que era en los asuntos mexicanos, apenas a
los cuatro meses de su misión diplomática, emprendió viaje a
Wáshington y sin considerar los males que iba a acarrear a su
país y a México, presentó un informe al departamento de
Estado que encendió el ánimo del secretario Frank B. Kellogg, lo
que produjo desde luego una declaración de éste (2 de julio,
1925), asegurando falsa y desacomedidamente, que las
condiciones reinantes en México eran insatisfactorias, y que
Estados Unidos esperaba el pago previo de cualquiera propiedad
norteamericana que en la República mexicana fuese tomada
ilegalmente.
No contento Kellogg con la amenazante declaración, sin
limitación de su voz y sin juicio previo, aseguró que el gobierno
de México estaba procesado ante el mundo. Después, quiso el
propio Kellogg hacer condicional el apoyo de Estados Unidos
al gobierno de Calles, y fue más allá de eso: acusó a Calles de
tener miras bolcheviques.
Con tales imprudencias del ministro de Estado norteamericano,
las relaciones diplomáticas y políticas de México y Estados
Unidos sufrieron un gran quebranto; y el gobierno de
la Casa Blanca fue acusado por sus propios connacionales de estar sirviendo exclusivamente a los intereses capitalistas correspondientes a un monopolio económico internacional.
Fue tanta la vehemencia que Kellogg quiso imprimir a su
política agresiva e intervencionista, que el Senado norteamericano
empezó a desconfiar de los bienes que a Estados Unidos podía
traer tal política, máxime que en septiembre de 1926, el
secretario de Estado, siempre pretendiendo aparecer como el
defensor de los intereses de inversión de sus connacionales,
logró que el presidente Calvin Coolidge ordenara un movimiento
amenazante para la soberanía mexicana. Al efecto, Coolidge
ordenó que la marina de guerra de Estados Unidos se movilizara
en dirección a las playas mexicanas, a manera de que en caso
necesario procediera a defender las propiedades petroleras de
empresas norteamericanas; y grandes males se hubiesen producido
con tan improcedentes e imprudentes acontecimientos si el
senador William E. Borah, con un elevado espíritu de liberalidad
y amor a la independencia de los pueblos, no logra que las
autoridades del departamento de Estado moderaran su política
hacia México, poniendo a examen de razón lo que pretendían
resolver con violencia y en vías de servir únicamente a una
facción social norteamericana.
Entre tanto, el presidente Calles halló un camino para
contrarrestar la política de la Casa Blanca; y al efecto, se dispuso a estimular un frente exterior contra Estados Unidos, de manera que el gobierno norteamericano detuviese los
abusos de su fuerza sobre México. Para tal fin, Calles se sirvió de
la situación que prevalecía en la República de Nicaragua.
Aquí, el gobierno de Estados Unidos, con el pretexto de
proteger sus intereses de inversión, había acantonado fuerzas de
invasión correspondientes a su marina de guerra, desde 1912,
produciendo con lo mismo la justa indignación de los patriotas
nicaragüenses y el disgusto de todos los pueblos americanos, que
vieron en tal intrusión una amenaza para la independencia y libertad en el Continente.
Las ocurrencias que con tal acontecimiento se produjeron
en los diferentes países americanos fueron tantas, que en 1925,
el presidente Coolidge resolvió retirar a los marinos,
restableciéndose así la libertad del pueblo nicaragüense, y pudiéndose efectuar elecciones presidenciales en tal nación.
En un pais eminente rural como Nicaragua, todos los errores
propios a la democracia electoral salieron a flor de tierra, y dos
candidatos, el general Adolfo Díaz y Juan B. Sacasa, se
declararon constitucionalmente elegidos presidentes de la
República; y aunque el conflicto correspondía al orden
doméstico de Nicaragua, pronto se convirtió en materia
internacional, pues México reconoció la legitimidad de Sacasa,
mientras Estados Unidos, la de Díaz.
En seguida, aunque no tanto por las resoluciones de las
cancillerías mexicana y norteamericana, cuanto debido a las
graves rivalidades internas que existían entre los adalides
políticos nicaragüenses, surgió en Nicaragua un estado de guerra
intestina; y el gobierno de la Casa Blanca, correspondiendo a una petición del general Díaz, mandó desembarcar nuevamente a sus soldados de marina que pronto volvieron a invadir el suelo de tan infortunado país.
La indignación en el Continente contra la política invasora
de Estados Unidos fue casi unánime; y Coolidge, tratando de
hallar una justificación y solución a sus absurdas disposiciones
intervencionistas, envió a Henry L. Stimpson para que buscara
cerca de los líderes políticos nicaragüenses, la fórmula para que
la Casa Blanca saliera de aquel apuro.
Stimson era un político hábil e inteligente; pero apenas
conocía geográficamente la existencia de Nicaragua. Así y todo,
con audacia y poder, se creyó llamado a redimir al pueblo
nicaragüense, y ya en el suelo de Nicaragua, y en seguida de
conversar con las partes en conflicto y quebrantando todos los
principios universales sobre la independencia y soberanía de los
pueblos, dio dictamen acerca de los partidos y candidatos en
lucha; dictamen aceptado momentáneamente por los caudillos
y guerrilleros, de uno y otro bando, a excepción del jefe
revolucionario Augusto César Sandino, quien indignado por la
intrusión de Stimpson hizo saber su resolución de continuar
alzado en armas luchando por la libertad de su patria.
Sandino, además de sus cualidades personales de guerrillero
y patriota; de su carácter audaz y de su sin igual optimismo; de
su rara inteligencia y de una perseverancia en él feliz, para tomar
tan gallarda determinación contó con el apoyo que desde
México le ofrecieron los líderes del callismo, animados éstos por
la ocurrencia del presidente Calles de favorecer en Nicaragua
una situación contraria a los intereses intervencionistas de
Estados Unidos.
Ninguna manifestación, ciertamente, hizo el presidente de
México que tuviese el menor asomo de intervenir, a su vez, en
los asuntos domésticos de Nicaragua. Diose a tal asunto, todos
los aspectos —y de hecho así lo era— de una ayuda mexicana a
la libertad e independencia de los pueblos; y aunque las fuentes
señalan el interés de Calles movido al objeto de producir un
impacto en la política exterior de Estados Unidos, es innegable
que las disposiciones del presidente de México en lo que
respecta al conflicto nicaragüense, colocaron a la patria
mexicana en la más alta plataforma de las libertades, mientras
Estados Unidos quedaba en la categoría de las naciones
opresoras.
Tan ventajosa fue la posición nacional, que a la primera
derrota (julio 1927) que Sandino causó a las fuerzas
norteamericanas, si de un lado produjo la indignación popular en
Estados Unidos por el impropio proceder de la Casa Blanca; de otro lado, y asociándose a la política mexicana, se levantó una oleada de contento en los pueblos americanos de habla
española, y la figura de dictador inconsecuente y perseguidor de
las religiones que la juventud católica había dado a Calles en el
Continente, empezó a desvanecerse.
El acontecimiento que, como se dice, movió el alma de los
países americanos de habla española en favor de Sandino y del
principio de no intervención, produjo tanto debilitamiento
dentro del departamento de Estado norteamericano, que los
tratos de la Casa Blanca con México y los pueblos del Centro y Sudamérica empezaron a ser modificados, de manera que ante la fuerte corriente de opinión contraria a las amenazas e
invasiones militares de Estados Unidos, el distinguido jurista y
ex secretario de Estado Charles Evans Hughes, se vio obligado,
durante la Sexta Conferencia Panamericana reunida en la
Habana (enero, 16, 1928), y a la cual concurrió el presidente
Coolidge, a cubrir el error y fracaso del intervencionismo
norteamericano con un vocablo de política oportunista. Hughes,
al efecto, llamó al arte de intervenir en un país extranjero una
interposición; interposición a la cual no podía negarse
-dijo- ninguna nación, puesto que era enunciado de las leyes
internacionales.
La declaración, sin embargo, del estadista norteamericano,
fue tan ingenua como falsa, ya que el acto de interceder, no es
un derecho que corresponde a la violencia, puesto que es la
negación de la violencia misma; y Estados Unidos, mediando en
los negocios interiores de Nicaragua o de cualquier otro país
americano, no tenía el derecho de hacerlo utilizando el poder de
sus fuerzas armadas.
Esa retirada militar de Estados Unidos de suelo
nicaragüense, asociada a la retracción de la diplomacia
amenazante empleada contra México, constituyó un gran
capítulo de los asuntos intercontinentales; y tal capítulo lo
llenó Calles no sólo con su entereza y capacidad de hombre de
gobierno y Jefe de Estado, sino también con la habilidad que es
proverbial como medio patriótico y moral, que para salvar a los
pueblos, que no poseen más instrumentos a fin de preservarse
de amenazas superiores que los derivados del buen juicio
humano.
Con esa defensa extraordinaria en inteligencia y decisión
que hizo Calles de su patria y del Continente, pudo quedar
desvirtuado, quizás para siempre, el intervencionismo
norteamericano en los países de América. Calles, por otra parte,
señaló de manera inequívoca, el camino de una diplomacia
sosegada, llana y respetable. Así, cuando un gobernante salva a
su patria de las contingencias y penas que ocasionan las
violencias y atropellos extraños, puede decirse que ha
conquistado un lugar entre los eméritos del mundo.
Y fue tan notoria la autoridad moral alcanzada por el
presidente de México con aquellos acontecimientos, que el
presidente Coolidge buscó entre sus connacionales un hombre
de mucha estatura mental, asi como de persuasivas y comedidas
cualidades y acostumbrado al trato de los negocios e individuos
más difíciles en dignidad y respetabilidad, y que a todo eso
uniera las características de visionario, para que con todas esas
virtudes representara a Estados Unidos en México. El hombre
buscado y elegido por Coolidge fue Dwight W. Morrow.
Este había servido a Coolidge durante la campaña
presidencial como uno de los mejores, más leales e inteligentes
partidarios; mas en seguida del triunfo electoral, Coolidge había
desdeñado la colaboración de tal amigo, a lo cual Morrow
correspondió retirándose de los asuntos políticos para asociarse
a los intereses de J. P. Morgan y Compañía, dentro de cuyas
filas daba la idea de ser una parte firme del engranaje
plutocrático de Estados Unidos.
No era asi; tampoco era por eso mismo que Coolidge le
menospreciara. El presidente de Estados Unidos sentía hacia
Morrow el justo y reconocido celo que sienten siempre los Jefes
de Estado hacia quienes irradian talento y simpatía; ahora de
cambiar la diplomacia de la interposición y de la grosera e
ineficaz política favorable a los intereses de inversión, Coolidge
ya no se detuvo para buscar y tener la colaboración de Morrow.
La necesidad venció los recelos.
Así, el 23 de octubre (1927) Morrow llegó a México como
embajador de Estados Unidos.
No traía en su portafolio el improvisado plenipotenciario
más que este breve instructivo personal de Coolidge: Cuídenos
de una guerra con México. El embajador era, pues, un enviado
de paz —y de paz considerada.
Iba a cumplir Morrow un excepcional encargo de su
Gobierno; y al efecto, portándose discretamente, empezó su
tarea diplomática apartándose de las viejas reglas de la
plenipotencia, para encontrarse frente a la digna austeridad del
presidente de México; porque Calles era un Presidente.
También halló Morrow en aquel encuentro la afabilidad
inteligente, sagaz y concertante de Calles. Morrow pudo, pues,
caminar con discreción y paciencia; Calles avanzó con
firmeza y convencimientos. Así, de conversación en
conversación entre aquellos dos hombres, Estados Unidos
abandonó sus recelos sobre el supuesto propósito confiscatorio
de la reglamentación del artículo 27 y México fijó su inalienable
derecho de legislador sobre el patrimonio de sus hijos. Morrow
procuró borrar los odios de los mexicanos hacia su grande y
poderosa nación. Calles, a su vez, introdujo el espíritu de la
conciliación de pueblo a pueblo; de nación a nación.
Aquel entendimiento entre el Presidente de México y el
representante del Presidente de Estados Unidos, si no canceló la
deuda de los agravios pretéritos, sí liquidó los temores de los
subterfugios y tortuosidades.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo nono. Apartado 3 - Retorno a la reelección Capítulo vigésimo nono. Apartado 5 - El drama de Calles
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