Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo nono. Apartado 4 - La amenaza extranjeraCapítulo trigésimo. Apartado 1 - La muerte de Obregón Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 29 - CRISIS REVOLUCIONARIA

EL DRAMA DE CALLES




Quiso el destino que el general Plutarco Elias Calles, no obstante sus virtudes de político y gobernante, quedase estigmatizado al través de su carrera pública por las tragedias de la sangre que todavía asomarían en la República, dando pábulo a nuevos odios y venganzas. Y esto, de lo que tanto huían la sociedad y el Estado mexicano no parecían tener fin, sobre todo desde el comienzo de la campaña presidencial en la que competían los antirreeleccionistas que apoyaban las candidaturas de los generales Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez.

En las horas que precedieron a tal campaña no eran muchas las ventajas o privilegios que poseía Calles; aunque parecía que aquéllas y éstos eran tan numerosas que su personalidad y mando daban la idea de que en él, en Calles, existía un tirano. Sin embargo, hay pruebas documentales de que si Calles amaba y practicaba el alma de la autoridad y por lo mismo desafiaba incesantemente las libertades borrascosas o las violencias espartanas, también mantenía un excepcional culto hacia las instituciones democráticas; ahora que la suerte deseada para un individuo de su capacidad, no siempre llamó a las puertas del Palacio Nacional ni a las terrazas del Castillo de Chapultepec.

Calles, en efecto, con toda la gravedad y respetabilidad de un gobernante mexicano, conoció la decisión del general Alvaro Obregón de reelegirse en las elecciones nacionales de 1928; y aunque opuesto por principio y doctrina al reeleccionismo, conservó frente a tal decisión una actitud de impavidez imparcial —de Jefe de Estado—, sin objetar todo lo que al caso se produjo legal y políticamente, y que tuvo semejanzas a una abjuración revolucionaria.

Pero, más que el reeleccionismo de Obregón, lo que ensombreció al Presidente fue la nueva escisión que, asociada a exageraciones y atropellos, surgía entre los caudillos de la guerra civil y de la Revolución. Tales caudillos, quizás por ser tan numerosos para las cortedades de la ciencia democrática mexicana, se destruían a sí mismos, dejando vacantes tantas y tantas plazas que difícilmente se hallarían sinceros sustitutos, de la calidad de aquellos individuos que habían marchado a los campos de batalla en busca de las libertades públicas de México.

Y, en efecto, el reelecionismo intencional, causó tan grandes daños en la mentalidad popular y tan hondas lesiones en el cuerpo político de la nación, que entre unos y otros grupos de los veteranos revolucionarios brotaban los más descabellados proyectos llevados al fin de dar el triunfo a tal o cual partido. De éstos, como ya se ha dicho, los más vigorosos, dejando a su parte al obregonista, eran los que postulaban a los generales Serrano y Gómez.

Correspondía Serrano a ese género de hombres de cabeza pensativa ante todos los problemas, y de mano franca para todos los afectos. Poseía un talento clarísimo y una extraordinaria dirección de cosas y funciones. Gustaba a la gente por la sencillez de sus maneras y la prodigalidad de sus sentimientos; y aunque eran públicas sus dotes administrativas, su espíritu diligente y progresista reñía con lo oficinesco; y era de aquellos individuos que por sí solos se catalogaban en el culto a la amistad. De esta suerte, pudo reunir en torno de él, primero como general; luego como candidato presidencial a muy distinguidas personas de las clases ilustrada y media mexicanas.

Sobre Serrano, sin embargo, pesaba el odio de Obregón; porque habiendo sido jefe del estado mayor y ministro de la guerra de éste, el general Obregón, a pesar de conocer la capacidad de Serrano, le tenía por ingrato considerando que Serrano estaba en la obligación de serle siempre subordinado. Menospreciábale también, porque le parecía que carecía de la importancia correspondiente a una personalidad, y que por tanto no era más que un osado pretendiente a la presidenciabilidad. Por otra parte, no dejaba Obregón de sentir una amenaza en Serrano, pues bien sabía cuán grande era el aprecio que éste tenía en las filas del ejército nacional.

El otro personaje en la contienda electoral general Arnulfo R. Gómez, no se le veían cualidades con la estatura conveniente para ser el Jefe del Estado mexicano. Esto no obstante, en Gómez se descubrían grandes arrestos de jefe militar, así como las bastantes ambiciones para arrastrar a sus partidarios a una lucha armada, ya que el país daba por hecho que la competición electoral entre Obregón y los antirreeleccionistas sólo podía terminar a fuerza de armas. Ahora bien: ni Gómez ni Serrano marchaban ajenos a la necesidad de empuñar las armas para atajar los designios del general Obregón; y aunque entregado el uno y el otro a las preocupaciones y compromisos de sus respectivos partidos, no perdían oportunidad para conquistar a los comandantes de corporaciones militares, con el propósito de llevar a cabo un alzamiento.

Esto último lo proyectaban Serrano y Gómez con extraordinario sigilo; pero como día a día era mayor el número de comprometidos y más notorios los aprestos para la guerra, no demoró la noticia en llamar a la puerta del Palacio Nacional. Calles la tuvo por verídica hacia los últimos días de agosto (1927); aunque originalmente, tanto los partidarios de Serrano como los de Gómez consideraban la posibilidad de la contienda únicamente con el partido obregonista, de manera que colocaban al Estado dentro de un marco de neutralidad. Organizábase, en la realidad, un alzamiento contra el partido obregonista y no contrario a los intereses del Gobierno, a pesar de que numerosos eran los funcionarios públicos comprometidos con Obregón.

Este no vivía inadvertido de los preparativos que hacían los soldados veteranos de la Revolución. Tampoco ignoraba el desasosiego que se experimentaba en el país temeroso de que el triunfo del reeleccionismo fuese el comienzo de una larga temporada de gobierno personal, a propósito del cual muy duras enseñanzas había sufrido la Nación, durante los treinta años de régimen porfirista.

Calles, por su lado, aunque contrario a la reelección no podía tomar la bandera del antireeleccionismo, tanto porque su partido —el partido de él y de Obregón— apoyaba por unanimidad la candidatura de Obregón, cuanto debido a que estando ya incluido en la Constitución nacional el derecho de reelección, él, el presidente de la República, no podía desobedecer tal precepto.

En estas condiciones dentro de las cuales se contradecían la opinión personal con la decisión constitucional; la tradición revolucionaria con las obligaciones de partido, el Presidente realizó tres procuraciones, una por interpósita persona, y dos más por él mismo, a fin de que los generales Serrano y Gómez dejasen al margen de sus actividades políticas y electorales todo intento de violencia y por lo mismo establecieran un camino fijo de paz y entendimiento cívico.

Tal tarea, fue inútil. El odio y el temor combinado radicaban, bien enraizados, en el alma de los caudillos. No se quiso reconocer que el reeleccionismo no era meramente negativo. Tampoco quisieron admitir Gómez y Serrano, que en un país rural como México, el Sufragio universal no podía ser efectivo, y no porque lo burlase el Gobierno, antes por no existir el poder pleno y considerado de los ciudadanos, toda vez que el número de éstos, en la República mexicana, estaba reducido a un treinta por ciento frente a una mayoría de campesinos, para quienes la democracia era la independencia de la tierra y del ser que la trabaja y no el ejercicio público en los comicios.

Sin pretender ejercer autoridad o comprometer la autoridad en aquellas manifestaciones cerca de Gómez y Serrano, el Presidente quiso ser un pacífico y generosos mediador. La empresa, sin embargo, se perdió sin producir beneficio alguno. La nobleza dle poderoso no había bastado para convencer a los recelos del débil.

Después de esos frustrados intentos de entendimiento para Calles no quedaba más que el ejercicio estricto de la ley; para Gómez y Serrano, la violencia. Todas las posibilidades para una retirada de los adalides y candidatos del antirreeleccionismo o de ua conciliación política, quedaron cortadas. Al frente de aquella situación sólo se dilataba el terreno de una contienda.

Dada, pues, la decisión de Gómez y Serrano de oponerse por la fuerza a la candidatura de Obregón, el presidente Calles, en previsión de un alzamiento, puso en manos del general Joaquín Amaro la responsabilidad de la paz nacional.

Amaro, en dos años de hallarse al frente de la secretaría de Guerra y Marina, había realizado, gracias a su intachable conducta personal, a su laboriosidad asombrosa y su alto espíritu revolucionario y guerrero, una obra extraordinaria para el país. En efecto, con su imperio y ejemplo había transformado a los viejos ciudadanos armados en soldados regulares de la República; y como además de aquella honrosa tarea que daba a México las seguridades del respeto y la paz, podía ufanarse de haber apartado al ejército de los daños y quebrantos que produce la política cuando penetra a los cuarteles, hacia 1927 era el brazo fuerte de las instituciones públicas y correspondiente principal a las designios constitucionales del Presidente.

De esta suerte, advertido Amaro de los proyectos levantiscos de Serrano y Gómez, con tacto y diligencia empezó a remover jefes de operaciones y comandantes de batallones y regimientos, de manera que para los primeros días de septiembre (1927), pudo estar seguro de que a pesar de las abiertas simpatías que hacia Gómez y Serrano tenían viejos y acreditados generales revolucionarios, la gran mayoría de los miembros del ejército permanecería leal al Gobierno, en el caso de un intento sublevatorio de los antirreeleccionistas.

La primera prueba de la organización y alerta del ejército la dio el general Amaro, sirviéndose de la puntualidad, el alma emprendedora y gallardía del general Abelardo L. Rodríguez, en el norte de Baja California, deteniendo a tiempo una sin igual y casi suicida aventura proyectada por el general Enrique Estrada.

Este, después de los sucesos de 1923, durante los cuales, como jefe del alzamiento delahuertista en el occidente de México, detuvo el avance de los soldados del presidente Obregón, pudo llegar a la frontera norte del país y asilarse en Estados Unidos a donde se dedicó a terminar una carrera profesional; pero a principios de 1926, estimulado por un grupo de mexicanos expulsos, hizo planes, en unión del general Ramón B. Amáiz, para acaudillar un grupo armado, irrumpir en el norte de Baja California y atacar los cuarteles del general Abelardo Rodríguez, gobernador y comandante septentrional de la península.

Y los planes de Estrada se hubiesen llevado al cabo metro a metro, de no ser que el general Rodríguez, por órdenes de Amaro, reforzó sus líneas de vigilancia y defensa, mientras que por otro lado, las autoridades norteamericanas, correspondiendo a una petición del gobierno de México, aprehendían (5 de agosto, 1926) en La Mesa (California) a los agentes principales de Estrada y a Estrada mismo, deshaciendo así la marcha de la columna revolucionaria, que se dirigía clandestinamente hacia Mexicali.

Menos fácil que la empresa contra el general Estrada, sería la de Amaro, tratando de evitar el levantamiento proyectado por los antirreeleccionistas, de quienes era verdadero jefe el general Gómez. Menos fácil, porque el campo de operaciones del antirreeleccionismo estaba dentro de la República; también, debido a que muy crecido era el número de jefes del ejército dispuesto a oponerse a la reelección de Obregón por medio de las armas.

Entre los jefes revolucionarios que velaban por el antirreeleccionismo, y que en consecuencia alentaba, en razón de principio político, la violencia contra el obregonismo estaba el general Eugenio Martínez, comandante militar de la ciudad de México, quien, además de su limpia y emérita hoja de servicios revolucionarios, gozaba de la confianza y estimación del presidente de la República.

Martínez, así como había cobrado fuertes odios hacia Obregón, sentía un insondable respeto para el presidente Calles; y como no era persona de alcances mentales y creía hallar solución a todos los problemas con sus virtudes casi patriarcales, concibió el proyecto de dar un golpe de audacia en la ciudad de México, prendiendo al general Obregón e independizando a Calles del dominio que, en el sentir de Martínez, ejercía, el primero sobre el segundo; y, al efecto, empezó a preparar sus planes.

Aparte de sus principios políticos y de su admiración por Calles, un sentimiento de amistad hacia el general Serrano empujó a Martínez en todos los preparativos para el golpe que se proponía; y aunque jamás se atrevió a mover, cerca del Presidente, sus propósitos, siempre le pareció que su determinación dejaría satisfecho a Calles; pues tenía la certeza de que éste, por -ser antirreeleccionista de corazón repudiaba, en el fondo no tanto a Obregón, cuanto al reeleccionismo obregonista.

Así, con la colaboración del general Héctor I. Almada, Martínez empezó a urdir los planes para la efectividad de su trama; y si de nada hizo manifestación al Presidente, por ser inmenso el respeto que le tenía, en cambio no dejó de comunicar sus proyectos a los generales Serrano y Gómez, sugiriendo a éstos la conveniencia de que se ausentaran de la ciudad de México, a fin de que quedasen exentos de toda responsabilidad y no se inhabilitaran constitucionalmente, para seguir como candidatos a la presidencia.

Muy confiado estaba Martínez de la sigilosa marcha de sus designios. Sin embargo, los más importantes capítulos de sus proyectos eran conocidos por el general Amaro, quien a su vez los comunicaba al Presidente.

Este, no ignoraba el afecto y respeto que le profesaba el general Martínez, y por varios medios trató de disuadir al comandante de México; pero Martínez, tanto más le hablaban de ceder, más crecía su empeño de libertar al general Calles y de castigar a los reeleccionistas, por lo cual, teniendo informes el Presidente de que el país estaba a pocos metros de la sublevación de Martínez, ordenó que éste fuese conducido, con las consideraciones debidas, a un tren especial y llevado desde luego a un puerto fronterizo, para que allí pasase libre y sanamente a Estados Unidos.

Expulso Martínez; vigilados los principales agentes del antirreeleccionismo y estando al frente de la comandancia de México el general Almada, a quien el general Amaro consideró incapaz de emprender una aventura rebelde, aparentemente todo hizo creer que el orden continuaría inalterable.

No sería así. Ahora, el general Almada creyéndose con la misma o superior capacidad del general Martínez, apenas supo el alejamiento de éste, mandó propios a entenderse con los generales Gómez y Serrano, quienes, debido a las advertencias de Martínez, se habían retirado a Veracruz, el primero; a Morelos, el segundo, con pretextos ajenos a la política.

Ya en entendimiento con el antirreeleccionismo y creyéndose suficiente al caso, Almada forjó un plan con el objeto de aprehender al Presidente y a los generales Obregón y Amaro.

Al efecto, habiendo ordenado la secretaría de Guerra, que las fuerzas de la guarnición del Valle de México llevaran a cabo unas maniobras en el campo de Balbuena el domingo 2 de octubre, a las que concurrirían Calles, Obregón y Amaro, el general Almada creyó que allí, en Balbuena, podría capturar a los tres personajes principales del teatro político nacional.

No sospechó Almada que las disposiciones de la secretaría de Guerra entrañaran una añagaza, por lo cual, llevado por las üusiones políticas, preparó todo de manera que no fracasaran sus proyectos.

Llegado así el día de las maniobras, y hallándose ya en Balbuena al frente de sus soldados, Almada advirtió que Amaro estaba al corriente de sus planes, y sin poder retroceder optó por sublevarse; y aunque tuvo la posibilidad de marchar sobre el Castillo de Chapultepec a donde estaban el Presidente y Obregón protegidos por escasos mil soldados, por ser individuo que carecía de arrestos, optó por emprender la marcha hacia el estado de Veracruz, para ponerse a las órdenes del general Arnulfo Gómez.

Mientras tanto, el Presidente conocedor del poco valimiento de Almada y seguro de que la mayoría de las fuerzas de éste desertarían, permaneció impávido en Chapultepec, dispuesto a castigar, de acuerdo con la ley a los rebeldes; y al efecto, mientras que Amaro ordenaba la persecución de Almada, Calles mandó que el general Juan Domínguez procediera a la aprehensión del general Francisco R. Serrano y de las personas que acompañaban a éste en Cuernavaca. Los términos conciliatorios usados por el Presidente habían fenecido desde el momento de la sublevación de Almada, quien había arrastrado a la aventura cuatro corporaciones militares.

Serrano, como queda dicho, se hallaba en el estado de Morelos hacia adonde marchó en seguida de efectuar dos conferencias con el general Gómez (24 y 26 de septiembre) y de tener informes de que el presidente de la República estaba enterado de los planes de Martínez y otros generales; pero al recibir noticia de que Almada se había sublevado en Balbuena, y confiado en las fuerzas numéricas alzadas, llegó a Cuernavaca, creyendo qu allí se uniría a los sublevados el comandante general Juan Domínguez.

Este, sin poder apartar de sí los sentimientos de una vieja y cariñosa amistad que le ligaba al general Serrano, al recibir la orden del Presidente, sin vacilación alguna, para no faltar a sus deberes militares, de un lado; a fin de no mancillar el principio de la amistad de otro lado, dispuso que el general Enrique Díaz González, jefe del 57 batallón, se pusiera a las órdenes de gobernador de Morelos Ambrosio Puente, mientras que él Domínguez, salía de la plaza.

Enterado Puente de lo mandado por Calles y de acuerdo con el general Díaz, procedió, con excesos de brutalidad y no obstante ser gobernador constitucional y por lo mismo estar obligado al cumplimiento de las leyes civiles, a la aprehensión de Serrano y de quienes a esa hora acompañaban al candidato presidencial, entregando los prisioneros al general Díaz González, quien los trató atropelladamente.

Hecha la entrega de los prisioneros. Puente comunicó al Presidente lo acontecido, y en seguida, emprendió la baja tarea de buscar en hoteles, pensiones y restoranes a quienes creyó, por meras sospechas, más propias de un sabueso que de un gobernador, que estaban complicados con el levantamiento de Almada. El número de detenidos en Cuernavaca ese día, que fue el 3 de octubre (1927), ascendió a más de cuarenta. Muchos de ellos turistas, a quienes Puente y su policía trataron como vulgares maleantes.

El informe de Puente, haciendo saber que Serrano y sus acompañantes estaban detenidos en la comandancia de la plaza de Cuernavaca, bajo la custodia del jefe del 57 batallón, lo recibió el Presidente a la mañana del mismo día 3. Púsolo en sus manos el general Amaro.

A esa hora, y después de haber permanecido de pie la noche del 2 al 3, Calles se hallaba rodeado, en la llamada recámara de la Emperatriz, en el Castillo de Chapultepec, por un grupo de oficiales de su estado mayor y de los jefes y oficiales que habían acudido al tener noticias de lo acontecido en Balbuena.

En la misma habitación, callado y apartadizo, estaba el general Alvaro Obregón. Allí era, al parecer, un mero espectador; y no hay un solo documento verbal o escrito que haga intervenir a Obregón en las órdenes y resoluciones de Calles. Este, por su parte, obraba con la independencia, imperio y constitucionalidad de un Presidente, y cuidaba que sus órdenes fuesen cumplidas al pie de la letra. Los informes telegráficos que iba recibiendo el secretario de la Guerra, los entregaba en seguida al general Calles, quien en voz alta iba dictando sus acuerdos.

En espera de lo que ocurriese en Cuernavaca estaba Calles, cuando llamó al general José Gonzálo Escobar, ordenándole que se pusiese al frente de una columna militar destinada a perseguir a Almada y a Gómez. Después, ya enterado de la aprehensión de Serrano, mandó que se presentara el general Roberto Cruz a fin de darle instrucciones.

La situación del Presidente no era nada halagadora; pues si Obregón sabía que Calles no correspondía interiormente al reeleccionismo. Calles, por su parte, consideraba que cualquier debilidad del gobierno nacional en aquellos minutos dramáticos, haría creer a Obregón que él, Calles, estaba comprometido con los antirreeleccionistas y que por lo tanto no sólo podía defraudar los lazos de amistad y de partido, antes también faltar a los preceptos de la Constitución, ya reformados por el Congreso de la Unión. Amargos, pues, eran tales minutos para el Presidente, quien defendiendo por obligación constitucional una causa que no era la suya, se veía compelido a dictar represalias de sangre de las que siempre había huido; porque demasiado, por naturaleza, amaba las reglas del orden y la jerarquía.

Pero esa lucha interna de Calles tenía que ser resuelta prontamente y sin lugar a disyuntivas. Como presidente de la República lax ley, en aquellos momentos, no podía significar amparo para los sublevados, sino castigo; y el castigo para los perturbadores del orden tenía que ser el máximo —el de la pena suprema.

La tragedia conmovedora e imperecedera llegaba por desgracia, una vez más a la República. Calles ya no era el amigo de Obregón ni de Serrano; tampoco el partidario del antirreeleccionismo o del reeleccionismo: era el Jefe de Estado; y dentro de esta investidura que mucho realzaba su personalidad, recibió el informe de la aprehensión de Serrano, y como a esa hora estaba presente el general Roberto Cruz, llamado al caso, el Presidente le mandó que se pusiera en camino a Cuernavaca; que el general Díaz González le haría entrega de los prisioneros; que se hiciera cargo de ellos y rindiera parte de haberlos fusilado.

Cruz, con mucha dignidad y valentía pidió al Presidente que le relevara de tal comisión, recordándole la amistad, casi fraternal, que le unía al general Serrano.

Aceptó el Presidente, en silencio, la excusa de Cruz; y a continuación ordenó la presencia del general Claudio Fox, jefe de las operaciones en Guerrero, quien a la sazón se hallaba en la ciudad de México, y acudido que hubo Fox, el general Calles reiteró lo dicho a Cruz. Hízole verbalmente; después por escrito. La orden terrible, que salvaba la constitucionalidad, pero que hundía a la nación en una de las más oscuras y criminales de sus noches, dice:

Al C. General de Brigada Claudio Fox, jefe de las Operaciones Militares en Guerrero. Presente, sírvase usted marchar inmediatamente a la ciudad de Cuernavaca, Morelos, acompañado de una escolta de cincuenta hombres del Primer Regimiento de artillería de campaña, para recibir del general Enrique Díaz González, jefe del 57 batallón, a los rebeldes Francisco R. Serrano y personas que le acompañan, quienes deberán ser pasados por las armas sobre el propio camino a esta capital por el delito de rebelión contra el Gobierno Constitucional de la República, en la inteligencia de que deberá rendir el parte respectivo, tan pronto como se haya cumplido la presente orden, directamente al suscrito. Reitero a usted mi atenta consideración. Sufragio Efectivo. No Reelección. Castillo de Chapultepec, 3 de octubre de 1927. El Presidente Constitucional de la República, Plutarco Elias Calles.

Portador del instructivo presidencial, Fox se dirigió al encuentro de los prisioneros, quienes salieron de Cuernavaca en autómoviles custodiados por los soldados de Díaz González, no sin antes sufrir las vejaciones ordenadas por el gobernador Puente, quien en medio de un estado febril que le hizo soez y estúpido, olvidó las consideraciones humanas que se deben a los sentenciados a muerte; pues ya sabía que fin le esperaba a Serrano.

Con Fox, aparte de los soldados iban los coroneles Hilario Marroquín y Nazario Medina, el teniente coronel Carlos S. Valdez, el mayor José Pacheco y el capitán Pedro Mercado. Los dos primeros llevaban instrucciones precisas del general Amaro de vigilar que se cumpliera la orden.

Fox esperó a los prisioneros en las cercanías del pueblo de Huitzilac. Allí se los entregó Díaz González, quien pronto se alejó del lugar, haciendo Fox que los prisioneros ocuparan otros vehículos, pues se hallaba vacilante sobre el punto más propio para la ejecución. Además, tampoco tenía resuelto en qué forma llevar a cabo los fusilamientos.

Pocos minutos siguieron a los titubeos de Fox. Después de una breve marcha, hizo detener los vehículos frente a un lugar despejado sobre la derecha del camino; luego mandó que los prisioneros pusieran pie en tierra y encomendó a Marroquín los fusilamientos.

Este, en un arranque de histerismo, sintiéndose responsable del crimen que iba a ser cometido, bruscamente hizo que sus soldados redujeran a los prisioneros hacia un mismo punto , y sin esperar más, ordenó que se abriera el fuego sobre el grupo. El salvajismo se apoderó en ese momento de los victimarios. El propio Marroquín asesinó al general Serrano; luego le destrozó el rostro a balazos.

El crimen —el crimen del horror y de la locura del Poder, realizado en invocación legal, pero de aplicación ilegal— quedó consumado. A la vera del camino estaban los cadáveres de los generales Francisco R. Serrano, Carlos Vidal, Miguel A. Peralta, Daniel Peralta y Carlos V. Ariza; de los licenciados Rafael Martínez de Escobar y Otilio González; del escritor Alonso Capetillo; de los jóvenes Augusto Peña, Antonio Jaúregui y José Villa Arce y de los ayudantes de Serrano Octavio Almada y Ernesto Noriega Méndez.

La tragedia ocurrió a la caída del día 3 de octubre. Tres horas después. Fox se presentó con los catorce cadáveres al pie del Castillo de Chapultepec. Estaba cumplida la orden, aunque por escrúpulos personales no había presenciado la ejecución de la que Marroquín se jactaba haber llevado a cabo por su propia mano.

Informado el Presidente de lo sucedido en Huitzilac, mandó que los cadáveres fuesen llevados, y entregados al hospital militar, para que al día siguiente quedasen en manos de sus deudos.

Tan repugnante suceso, del cual se hizo responsable único el presidente Calles, prendió la hoguera de la saña y organizó el culto a la satisfacción que se creía dar al Presidente con nuevas y criminales acciones.

En efecto, el enojo ciego, con el cual pareció que se harían méritos cerca del Poder público y se pondría fin a todos los males subversivos que se presentasen en la Nación mexicana, siguió sin tregua alguna. El silencio misterioso con que el general Obregón apacentaba las órdenes violentas y atropelladas de un hombre que en aquellas horas estaba sometido a las desconfianzas del caudillo de las guerras intestinas, era signo que mandaba exterminio de los enemigos.

Así, mientras el general José Gonzalo Escobar salía del Distrito Federal al frente de una improvisada columna en persecución de los rebeldes capitaneados por el general Almada, en Torreón eran desarmados los soldados del 16° Batallón, comprometidos, según los informes que tenía el general Amaro, para sublevarse; y simultáneamente a tal hecho, fueron aprehendidos el teniente coronel Augusto Manzanilla y dieciséis oficiales, que a continuación fueron pasados por las armas.

Y no terminó allí la tragedia de Torreón; pues el 4 de octubre, también pagaron con sus vidas por sostener las ideas antirreeleccionistas que les inspiraban, Luis Alvarez Otaduy y el general Agapito Lastra.

La represión vengativa, asociada a la delación y a la función de los méritos políticos, no tuvo espera ni límites; pues si en Zacatecas cayeron asesinados los generales Alfredo Rodríguez y Norberto C. Olvera, en Pachuca condujeron al paredón, por sospechoso antirreeleccionista al general retirado Arturo Lasso de la Vega y en la capital de Chiapas, un grupo de soldados asaltó vandálicamente el palacio de gobierno y asesinó alevosamente al gobernador Luis Vidal, hermano del general Carlos A. Vidal, quien había sido muerto al lado de Serrano.

Esas negruras con las que estaba cubierto el cielo de México eran inspiración de las desatadas iras del energúmeno constituido por el compromiso y la venganza, no parecían llamadas a desaparecer. Al desorden de los hombres seguía el desorden de las leyes. A la defensa de una autoridad se asociaba la defensa de una pasión. El juicio no tenía medida; el molde del mérito no podía ser otro que el de quienes habían consumado las ejecuciones de Huitzilac. A tales horas, el perdón estaba tan estigmatizado que nadie se atrevía a otorgarlo. Los hombres del Gobierno o los amigos de aquéllos no se atrevían ni siquiera a insinuar un punto y coma en el hilo de la catástrofe; pues era ciertamente difícil que el poderoso pudiese doblar la hoja de la tradicionalidad autoritaria, para mostrarse generoso.

Así, rendido, el general Rueda Quijano fue fusilado en el Distrito Federal. Así también, capturado, después de un inútil ensayo subversivo, la ejecución (4 noviembre) del candidato presidencial general Arnulfo R. Gómez, no fue mas que un acontecimiento normal de la constitucionalidad aconstitucionalizada del general Calles.

Tanta riqueza en hombres dio la Revolución mexicana, que pareciendo estorbarse los unos a los otros, quienes caían eran capítulos más; capítulos menos, de aquel tan grande y lujurioso acontecimiento; ahora que no por ello, la sociedad dejaba de llorar el fusilamiento (18 de noviembre) del joven general Oscar Aguilar, quien estando a unos metros de suelo norteamericano a donde pensaba pedir asilo, fue denunciado por uno de sus viejos compañeros de armas y de masonería y ejecutado en Nuevo Laredo; y pocos días adelante, y luego de ser capturados en Tabasco, los generales Horacio Lucero y Francisco Bertani cayeron (5 de diciembre) acribillados por las balas de un pelotón de soldados.

El país estaba consternado; y la consternación era mayor debido a que el vulgo creía que el Presidente estaba entregado fácil y dócilmente a los brazos de Obregón, lo cual reñía con la realidad; pues Calles nunca dejó, durante su cuatrienio, la vara de mando; aunque doblegado por el inútil derramamiento de la sangre de hombres que habían sido ejemplos de virtudes cívicas, para explicar los sangrientos sucesos tuvo que entrar al camino de los titubeos y falsedades con lo cual mermó la esencia de su jerarquía; ahora dentro de tales explicaciones dictadas a un periódico de Nueva York, puede entreverse su sentimiento humano, que buscaba con ansia la disculpa, no para salvar su persona, sino para lavar las manchas que cayeron sobre toda la investidura del Estado mexicano, aunque dieron la idea de la consolidación y cumplimiento de la Constitución.

Muy difícil, pues, sería para Calles rehacer su verdadera figura moral. Las concesiones benévolas que los pueblos siempre otorgan a los jefes de Estado fueron negadas a Calles; y ello se debió sobre todas las cosas, a que aquel Presidente no pudo fijar, por pundonor de partido y majestad de gobernante, que su única falta consistió en no decidir la Historia. Esto último correspondió al poder de caudillo que ejercía el general Alvaro Obregón.
Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo nono. Apartado 4 - La amenaza extranjeraCapítulo trigésimo. Apartado 1 - La muerte de Obregón Biblioteca Virtual Antorcha