Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo nono. Apartado 4 - La amenaza extranjera | Capítulo trigésimo. Apartado 1 - La muerte de Obregón | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 29 - CRISIS REVOLUCIONARIA
EL DRAMA DE CALLES
Quiso el destino que el general Plutarco Elias Calles, no obstante sus virtudes de político y gobernante, quedase estigmatizado al través de su carrera pública por las tragedias de la sangre que todavía asomarían en la República, dando pábulo a
nuevos odios y venganzas. Y esto, de lo que tanto huían la
sociedad y el Estado mexicano no parecían tener fin, sobre todo
desde el comienzo de la campaña presidencial en la que
competían los antirreeleccionistas que apoyaban las candidaturas
de los generales Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez.
En las horas que precedieron a tal campaña no eran muchas
las ventajas o privilegios que poseía Calles; aunque parecía que
aquéllas y éstos eran tan numerosas que su personalidad y mando daban la idea de que en él, en Calles, existía un tirano. Sin embargo, hay pruebas documentales de que si Calles amaba y practicaba el alma de la autoridad y por lo mismo desafiaba incesantemente las libertades borrascosas o las violencias
espartanas, también mantenía un excepcional culto hacia las
instituciones democráticas; ahora que la suerte deseada para un
individuo de su capacidad, no siempre llamó a las puertas del
Palacio Nacional ni a las terrazas del Castillo de Chapultepec.
Calles, en efecto, con toda la gravedad y respetabilidad de
un gobernante mexicano, conoció la decisión del general Alvaro
Obregón de reelegirse en las elecciones nacionales de 1928; y
aunque opuesto por principio y doctrina al reeleccionismo,
conservó frente a tal decisión una actitud de impavidez
imparcial —de Jefe de Estado—, sin objetar todo lo que al caso
se produjo legal y políticamente, y que tuvo semejanzas a una
abjuración revolucionaria.
Pero, más que el reeleccionismo de Obregón, lo que
ensombreció al Presidente fue la nueva escisión que, asociada a
exageraciones y atropellos, surgía entre los caudillos de la guerra
civil y de la Revolución. Tales caudillos, quizás por ser tan
numerosos para las cortedades de la ciencia democrática
mexicana, se destruían a sí mismos, dejando vacantes tantas y
tantas plazas que difícilmente se hallarían sinceros sustitutos, de
la calidad de aquellos individuos que habían marchado a los
campos de batalla en busca de las libertades públicas de México.
Y, en efecto, el reelecionismo intencional, causó tan grandes
daños en la mentalidad popular y tan hondas lesiones en el
cuerpo político de la nación, que entre unos y otros grupos de
los veteranos revolucionarios brotaban los más descabellados
proyectos llevados al fin de dar el triunfo a tal o cual partido.
De éstos, como ya se ha dicho, los más vigorosos, dejando a su
parte al obregonista, eran los que postulaban a los generales
Serrano y Gómez.
Correspondía Serrano a ese género de hombres de cabeza
pensativa ante todos los problemas, y de mano franca para
todos los afectos. Poseía un talento clarísimo y una extraordinaria
dirección de cosas y funciones. Gustaba a la gente por la
sencillez de sus maneras y la prodigalidad de sus sentimientos; y
aunque eran públicas sus dotes administrativas, su espíritu diligente
y progresista reñía con lo oficinesco; y era de aquellos
individuos que por sí solos se catalogaban en el culto a la amistad.
De esta suerte, pudo reunir en torno de él, primero como
general; luego como candidato presidencial a muy distinguidas
personas de las clases ilustrada y media mexicanas.
Sobre Serrano, sin embargo, pesaba el odio de Obregón;
porque habiendo sido jefe del estado mayor y ministro de la
guerra de éste, el general Obregón, a pesar de conocer la capacidad
de Serrano, le tenía por ingrato considerando que Serrano
estaba en la obligación de serle siempre subordinado. Menospreciábale
también, porque le parecía que carecía de la importancia
correspondiente a una personalidad, y que por tanto no
era más que un osado pretendiente a la presidenciabilidad. Por
otra parte, no dejaba Obregón de sentir una amenaza en
Serrano, pues bien sabía cuán grande era el aprecio que éste
tenía en las filas del ejército nacional.
El otro personaje en la contienda electoral general Arnulfo
R. Gómez, no se le veían cualidades con la estatura conveniente
para ser el Jefe del Estado mexicano. Esto no obstante, en
Gómez se descubrían grandes arrestos de jefe militar, así como
las bastantes ambiciones para arrastrar a sus partidarios a una
lucha armada, ya que el país daba por hecho que la competición
electoral entre Obregón y los antirreeleccionistas sólo podía
terminar a fuerza de armas. Ahora bien: ni Gómez ni Serrano marchaban ajenos a la necesidad de empuñar las armas para atajar los designios del
general Obregón; y aunque entregado el uno y el otro a las
preocupaciones y compromisos de sus respectivos partidos, no
perdían oportunidad para conquistar a los comandantes de
corporaciones militares, con el propósito de llevar a cabo un
alzamiento.
Esto último lo proyectaban Serrano y Gómez con extraordinario
sigilo; pero como día a día era mayor el número de comprometidos
y más notorios los aprestos para la guerra, no
demoró la noticia en llamar a la puerta del Palacio Nacional.
Calles la tuvo por verídica hacia los últimos días de agosto
(1927); aunque originalmente, tanto los partidarios de Serrano
como los de Gómez consideraban la posibilidad de la contienda
únicamente con el partido obregonista, de manera que colocaban
al Estado dentro de un marco de neutralidad. Organizábase,
en la realidad, un alzamiento contra el partido obregonista
y no contrario a los intereses del Gobierno, a pesar de que
numerosos eran los funcionarios públicos comprometidos con
Obregón.
Este no vivía inadvertido de los preparativos que hacían los
soldados veteranos de la Revolución. Tampoco ignoraba el
desasosiego que se experimentaba en el país temeroso de que el
triunfo del reeleccionismo fuese el comienzo de una larga
temporada de gobierno personal, a propósito del cual muy duras
enseñanzas había sufrido la Nación, durante los treinta años de
régimen porfirista.
Calles, por su lado, aunque contrario a la reelección no
podía tomar la bandera del antireeleccionismo, tanto porque su
partido —el partido de él y de Obregón— apoyaba por unanimidad
la candidatura de Obregón, cuanto debido a que estando ya
incluido en la Constitución nacional el derecho de reelección,
él, el presidente de la República, no podía desobedecer tal
precepto.
En estas condiciones dentro de las cuales se contradecían la
opinión personal con la decisión constitucional; la tradición
revolucionaria con las obligaciones de partido, el Presidente
realizó tres procuraciones, una por interpósita persona, y dos
más por él mismo, a fin de que los generales Serrano y Gómez
dejasen al margen de sus actividades políticas y electorales todo
intento de violencia y por lo mismo establecieran un camino fijo
de paz y entendimiento cívico.
Tal tarea, fue inútil. El odio y el temor combinado radicaban, bien enraizados, en el alma de los caudillos. No se quiso
reconocer que el reeleccionismo no era meramente negativo.
Tampoco quisieron admitir Gómez y Serrano, que en un país
rural como México, el Sufragio universal no podía ser efectivo,
y no porque lo burlase el Gobierno, antes por no existir el poder
pleno y considerado de los ciudadanos, toda vez que el número
de éstos, en la República mexicana, estaba reducido a un treinta
por ciento frente a una mayoría de campesinos, para quienes la
democracia era la independencia de la tierra y del ser que la
trabaja y no el ejercicio público en los comicios.
Sin pretender ejercer autoridad o comprometer la autoridad
en aquellas manifestaciones cerca de Gómez y Serrano, el
Presidente quiso ser un pacífico y generosos mediador. La
empresa, sin embargo, se perdió sin producir beneficio alguno.
La nobleza dle poderoso no había bastado para convencer a los
recelos del débil.
Después de esos frustrados intentos de entendimiento para
Calles no quedaba más que el ejercicio estricto de la ley; para
Gómez y Serrano, la violencia. Todas las posibilidades para una
retirada de los adalides y candidatos del antirreeleccionismo o
de ua conciliación política, quedaron cortadas. Al frente de
aquella situación sólo se dilataba el terreno de una contienda.
Dada, pues, la decisión de Gómez y Serrano de oponerse por
la fuerza a la candidatura de Obregón, el presidente Calles, en
previsión de un alzamiento, puso en manos del general Joaquín
Amaro la responsabilidad de la paz nacional.
Amaro, en dos años de hallarse al frente de la secretaría de
Guerra y Marina, había realizado, gracias a su intachable conducta
personal, a su laboriosidad asombrosa y su alto espíritu
revolucionario y guerrero, una obra extraordinaria para el país.
En efecto, con su imperio y ejemplo había transformado a los
viejos ciudadanos armados en soldados regulares de la República;
y como además de aquella honrosa tarea que daba a México
las seguridades del respeto y la paz, podía ufanarse de haber
apartado al ejército de los daños y quebrantos que produce la
política cuando penetra a los cuarteles, hacia 1927 era el brazo
fuerte de las instituciones públicas y correspondiente principal a
las designios constitucionales del Presidente.
De esta suerte, advertido Amaro de los proyectos levantiscos
de Serrano y Gómez, con tacto y diligencia empezó a remover
jefes de operaciones y comandantes de batallones y regimientos,
de manera que para los primeros días de septiembre (1927),
pudo estar seguro de que a pesar de las abiertas simpatías que
hacia Gómez y Serrano tenían viejos y acreditados generales
revolucionarios, la gran mayoría de los miembros del ejército
permanecería leal al Gobierno, en el caso de un intento sublevatorio
de los antirreeleccionistas.
La primera prueba de la organización y alerta del ejército la
dio el general Amaro, sirviéndose de la puntualidad, el alma emprendedora
y gallardía del general Abelardo L. Rodríguez, en el
norte de Baja California, deteniendo a tiempo una sin igual y casi suicida aventura proyectada por el general Enrique Estrada.
Este, después de los sucesos de 1923, durante los cuales,
como jefe del alzamiento delahuertista en el occidente de México,
detuvo el avance de los soldados del presidente Obregón,
pudo llegar a la frontera norte del país y asilarse en Estados
Unidos a donde se dedicó a terminar una carrera profesional;
pero a principios de 1926, estimulado por un grupo de mexicanos
expulsos, hizo planes, en unión del general Ramón B.
Amáiz, para acaudillar un grupo armado, irrumpir en el norte de
Baja California y atacar los cuarteles del general Abelardo
Rodríguez, gobernador y comandante septentrional de la península.
Y los planes de Estrada se hubiesen llevado al cabo metro a
metro, de no ser que el general Rodríguez, por órdenes de
Amaro, reforzó sus líneas de vigilancia y defensa, mientras que
por otro lado, las autoridades norteamericanas, correspondiendo a
una petición del gobierno de México, aprehendían (5 de agosto,
1926) en La Mesa (California) a los agentes principales de
Estrada y a Estrada mismo, deshaciendo así la marcha de la
columna revolucionaria, que se dirigía clandestinamente hacia
Mexicali.
Menos fácil que la empresa contra el general Estrada, sería la de Amaro, tratando de evitar el levantamiento proyectado por
los antirreeleccionistas, de quienes era verdadero jefe el general
Gómez. Menos fácil, porque el campo de operaciones del antirreeleccionismo
estaba dentro de la República; también, debido a
que muy crecido era el número de jefes del ejército dispuesto a
oponerse a la reelección de Obregón por medio de las armas.
Entre los jefes revolucionarios que velaban por el antirreeleccionismo, y que en consecuencia alentaba, en razón de
principio político, la violencia contra el obregonismo estaba el
general Eugenio Martínez, comandante militar de la ciudad de
México, quien, además de su limpia y emérita hoja de servicios
revolucionarios, gozaba de la confianza y estimación del
presidente de la República.
Martínez, así como había cobrado fuertes odios hacia
Obregón, sentía un insondable respeto para el presidente Calles;
y como no era persona de alcances mentales y creía hallar
solución a todos los problemas con sus virtudes casi patriarcales,
concibió el proyecto de dar un golpe de audacia en la ciudad de
México, prendiendo al general Obregón e independizando a
Calles del dominio que, en el sentir de Martínez, ejercía, el
primero sobre el segundo; y, al efecto, empezó a preparar sus
planes.
Aparte de sus principios políticos y de su admiración por
Calles, un sentimiento de amistad hacia el general Serrano
empujó a Martínez en todos los preparativos para el golpe que
se proponía; y aunque jamás se atrevió a mover, cerca del
Presidente, sus propósitos, siempre le pareció que su determinación
dejaría satisfecho a Calles; pues tenía la certeza de que
éste, por -ser antirreeleccionista de corazón repudiaba, en el
fondo no tanto a Obregón, cuanto al reeleccionismo obregonista.
Así, con la colaboración del general Héctor I. Almada,
Martínez empezó a urdir los planes para la efectividad de su
trama; y si de nada hizo manifestación al Presidente, por ser
inmenso el respeto que le tenía, en cambio no dejó de comunicar
sus proyectos a los generales Serrano y Gómez, sugiriendo a
éstos la conveniencia de que se ausentaran de la ciudad de
México, a fin de que quedasen exentos de toda responsabilidad
y no se inhabilitaran constitucionalmente, para seguir como
candidatos a la presidencia.
Muy confiado estaba Martínez de la sigilosa marcha de sus
designios. Sin embargo, los más importantes capítulos de sus
proyectos eran conocidos por el general Amaro, quien a su vez
los comunicaba al Presidente.
Este, no ignoraba el afecto y respeto que le profesaba el
general Martínez, y por varios medios trató de disuadir al
comandante de México; pero Martínez, tanto más le hablaban
de ceder, más crecía su empeño de libertar al general Calles y
de castigar a los reeleccionistas, por lo cual, teniendo informes
el Presidente de que el país estaba a pocos metros de la sublevación
de Martínez, ordenó que éste fuese conducido, con las
consideraciones debidas, a un tren especial y llevado desde luego
a un puerto fronterizo, para que allí pasase libre y sanamente a
Estados Unidos.
Expulso Martínez; vigilados los principales agentes del
antirreeleccionismo y estando al frente de la comandancia de
México el general Almada, a quien el general Amaro consideró
incapaz de emprender una aventura rebelde, aparentemente
todo hizo creer que el orden continuaría inalterable.
No sería así. Ahora, el general Almada creyéndose con la
misma o superior capacidad del general Martínez, apenas supo el
alejamiento de éste, mandó propios a entenderse con los
generales Gómez y Serrano, quienes, debido a las advertencias
de Martínez, se habían retirado a Veracruz, el primero; a
Morelos, el segundo, con pretextos ajenos a la política.
Ya en entendimiento con el antirreeleccionismo y creyéndose
suficiente al caso, Almada forjó un plan con el objeto de
aprehender al Presidente y a los generales Obregón y Amaro.
Al efecto, habiendo ordenado la secretaría de Guerra, que
las fuerzas de la guarnición del Valle de México llevaran a cabo
unas maniobras en el campo de Balbuena el domingo 2 de
octubre, a las que concurrirían Calles, Obregón y Amaro, el
general Almada creyó que allí, en Balbuena, podría capturar a
los tres personajes principales del teatro político nacional.
No sospechó Almada que las disposiciones de la secretaría
de Guerra entrañaran una añagaza, por lo cual, llevado por las
üusiones políticas, preparó todo de manera que no fracasaran
sus proyectos.
Llegado así el día de las maniobras, y hallándose ya en
Balbuena al frente de sus soldados, Almada advirtió que Amaro
estaba al corriente de sus planes, y sin poder retroceder optó
por sublevarse; y aunque tuvo la posibilidad de marchar sobre el
Castillo de Chapultepec a donde estaban el Presidente y Obregón protegidos por escasos mil soldados, por ser individuo que carecía de arrestos, optó por emprender la marcha hacia el estado de Veracruz, para ponerse a las órdenes del general Arnulfo Gómez.
Mientras tanto, el Presidente conocedor del poco valimiento
de Almada y seguro de que la mayoría de las fuerzas de éste
desertarían, permaneció impávido en Chapultepec, dispuesto a
castigar, de acuerdo con la ley a los rebeldes; y al efecto,
mientras que Amaro ordenaba la persecución de Almada, Calles
mandó que el general Juan Domínguez procediera a la aprehensión
del general Francisco R. Serrano y de las personas que
acompañaban a éste en Cuernavaca. Los términos conciliatorios
usados por el Presidente habían fenecido desde el momento de
la sublevación de Almada, quien había arrastrado a la aventura
cuatro corporaciones militares.
Serrano, como queda dicho, se hallaba en el estado de
Morelos hacia adonde marchó en seguida de efectuar dos conferencias con el general Gómez (24 y 26 de septiembre) y de tener informes de que el presidente de la República estaba enterado de los planes de Martínez y otros generales; pero al recibir noticia de que Almada se había sublevado en Balbuena, y confiado en las fuerzas numéricas alzadas, llegó a Cuernavaca, creyendo qu
allí se uniría a los sublevados el comandante general Juan
Domínguez.
Este, sin poder apartar de sí los sentimientos de una vieja y
cariñosa amistad que le ligaba al general Serrano, al recibir la
orden del Presidente, sin vacilación alguna, para no faltar a sus deberes militares, de un lado; a fin de no mancillar el principio
de la amistad de otro lado, dispuso que el general Enrique Díaz
González, jefe del 57 batallón, se pusiera a las órdenes de
gobernador de Morelos Ambrosio Puente, mientras que él
Domínguez, salía de la plaza.
Enterado Puente de lo mandado por Calles y de acuerdo con
el general Díaz, procedió, con excesos de brutalidad y no
obstante ser gobernador constitucional y por lo mismo estar
obligado al cumplimiento de las leyes civiles, a la aprehensión de
Serrano y de quienes a esa hora acompañaban al candidato
presidencial, entregando los prisioneros al general Díaz González, quien los trató atropelladamente.
Hecha la entrega de los prisioneros. Puente comunicó al
Presidente lo acontecido, y en seguida, emprendió la baja tarea de buscar en hoteles, pensiones y restoranes a quienes creyó, por meras sospechas, más propias de un sabueso que de un gobernador, que estaban complicados con el levantamiento de Almada. El número de detenidos en Cuernavaca ese día, que fue
el 3 de octubre (1927), ascendió a más de cuarenta. Muchos de ellos turistas, a quienes Puente y su policía trataron como vulgares maleantes.
El informe de Puente, haciendo saber que Serrano y sus
acompañantes estaban detenidos en la comandancia de la plaza
de Cuernavaca, bajo la custodia del jefe del 57 batallón, lo
recibió el Presidente a la mañana del mismo día 3. Púsolo en sus
manos el general Amaro.
A esa hora, y después de haber permanecido de pie la noche
del 2 al 3, Calles se hallaba rodeado, en la llamada recámara de
la Emperatriz, en el Castillo de Chapultepec, por un grupo de
oficiales de su estado mayor y de los jefes y oficiales que
habían acudido al tener noticias de lo acontecido en Balbuena.
En la misma habitación, callado y apartadizo, estaba el
general Alvaro Obregón. Allí era, al parecer, un mero espectador;
y no hay un solo documento verbal o escrito que haga
intervenir a Obregón en las órdenes y resoluciones de Calles.
Este, por su parte, obraba con la independencia, imperio y
constitucionalidad de un Presidente, y cuidaba que sus órdenes
fuesen cumplidas al pie de la letra. Los informes telegráficos que
iba recibiendo el secretario de la Guerra, los entregaba en
seguida al general Calles, quien en voz alta iba dictando sus
acuerdos.
En espera de lo que ocurriese en Cuernavaca estaba Calles,
cuando llamó al general José Gonzálo Escobar, ordenándole que
se pusiese al frente de una columna militar destinada a perseguir
a Almada y a Gómez. Después, ya enterado de la aprehensión de
Serrano, mandó que se presentara el general Roberto Cruz a fin
de darle instrucciones.
La situación del Presidente no era nada halagadora; pues si
Obregón sabía que Calles no correspondía interiormente al
reeleccionismo. Calles, por su parte, consideraba que cualquier
debilidad del gobierno nacional en aquellos minutos dramáticos,
haría creer a Obregón que él, Calles, estaba comprometido con
los antirreeleccionistas y que por lo tanto no sólo podía defraudar
los lazos de amistad y de partido, antes también faltar a los
preceptos de la Constitución, ya reformados por el Congreso de
la Unión. Amargos, pues, eran tales minutos para el Presidente,
quien defendiendo por obligación constitucional una causa que
no era la suya, se veía compelido a dictar represalias de sangre
de las que siempre había huido; porque demasiado, por naturaleza,
amaba las reglas del orden y la jerarquía.
Pero esa lucha interna de Calles tenía que ser resuelta prontamente y sin lugar a disyuntivas. Como presidente de la República
lax ley, en aquellos momentos, no podía significar amparo para
los sublevados, sino castigo; y el castigo para los perturbadores
del orden tenía que ser el máximo —el de la pena suprema.
La tragedia conmovedora e imperecedera llegaba por desgracia,
una vez más a la República. Calles ya no era el amigo de
Obregón ni de Serrano; tampoco el partidario del antirreeleccionismo
o del reeleccionismo: era el Jefe de Estado; y dentro
de esta investidura que mucho realzaba su personalidad, recibió
el informe de la aprehensión de Serrano, y como a esa hora
estaba presente el general Roberto Cruz, llamado al caso, el
Presidente le mandó que se pusiera en camino a Cuernavaca; que
el general Díaz González le haría entrega de los prisioneros; que
se hiciera cargo de ellos y rindiera parte de haberlos fusilado.
Cruz, con mucha dignidad y valentía pidió al Presidente que
le relevara de tal comisión, recordándole la amistad, casi fraternal,
que le unía al general Serrano.
Aceptó el Presidente, en silencio, la excusa de Cruz; y a
continuación ordenó la presencia del general Claudio Fox, jefe
de las operaciones en Guerrero, quien a la sazón se hallaba en la
ciudad de México, y acudido que hubo Fox, el general Calles
reiteró lo dicho a Cruz. Hízole verbalmente; después por escrito.
La orden terrible, que salvaba la constitucionalidad, pero que
hundía a la nación en una de las más oscuras y criminales de sus
noches, dice:
Al C. General de Brigada Claudio Fox, jefe de las Operaciones Militares en Guerrero. Presente, sírvase usted marchar
inmediatamente a la ciudad de Cuernavaca, Morelos, acompañado
de una escolta de cincuenta hombres del Primer Regimiento
de artillería de campaña, para recibir del general Enrique
Díaz González, jefe del 57 batallón, a los rebeldes Francisco R.
Serrano y personas que le acompañan, quienes deberán ser
pasados por las armas sobre el propio camino a esta capital por
el delito de rebelión contra el Gobierno Constitucional de la
República, en la inteligencia de que deberá rendir el parte
respectivo, tan pronto como se haya cumplido la presente
orden, directamente al suscrito. Reitero a usted mi atenta
consideración. Sufragio Efectivo. No Reelección. Castillo de
Chapultepec, 3 de octubre de 1927. El Presidente Constitucional
de la República, Plutarco Elias Calles.
Portador del instructivo presidencial, Fox se dirigió al encuentro de los prisioneros, quienes salieron de Cuernavaca en
autómoviles custodiados por los soldados de Díaz González, no
sin antes sufrir las vejaciones ordenadas por el gobernador
Puente, quien en medio de un estado febril que le hizo soez y
estúpido, olvidó las consideraciones humanas que se deben a los
sentenciados a muerte; pues ya sabía que fin le esperaba a
Serrano.
Con Fox, aparte de los soldados iban los coroneles Hilario
Marroquín y Nazario Medina, el teniente coronel Carlos S.
Valdez, el mayor José Pacheco y el capitán Pedro Mercado. Los
dos primeros llevaban instrucciones precisas del general Amaro
de vigilar que se cumpliera la orden.
Fox esperó a los prisioneros en las cercanías del pueblo de
Huitzilac. Allí se los entregó Díaz González, quien pronto se
alejó del lugar, haciendo Fox que los prisioneros ocuparan otros
vehículos, pues se hallaba vacilante sobre el punto más propio
para la ejecución. Además, tampoco tenía resuelto en qué forma
llevar a cabo los fusilamientos.
Pocos minutos siguieron a los titubeos de Fox. Después de
una breve marcha, hizo detener los vehículos frente a un lugar
despejado sobre la derecha del camino; luego mandó que los
prisioneros pusieran pie en tierra y encomendó a Marroquín los
fusilamientos.
Este, en un arranque de histerismo, sintiéndose responsable
del crimen que iba a ser cometido, bruscamente hizo que sus
soldados redujeran a los prisioneros hacia un mismo punto , y
sin esperar más, ordenó que se abriera el fuego sobre el grupo.
El salvajismo se apoderó en ese momento de los victimarios. El
propio Marroquín asesinó al general Serrano; luego le destrozó
el rostro a balazos.
El crimen —el crimen del horror y de la locura del Poder,
realizado en invocación legal, pero de aplicación ilegal— quedó
consumado. A la vera del camino estaban los cadáveres de los
generales Francisco R. Serrano, Carlos Vidal, Miguel A. Peralta,
Daniel Peralta y Carlos V. Ariza; de los licenciados Rafael
Martínez de Escobar y Otilio González; del escritor Alonso
Capetillo; de los jóvenes Augusto Peña, Antonio Jaúregui y José
Villa Arce y de los ayudantes de Serrano Octavio Almada y
Ernesto Noriega Méndez.
La tragedia ocurrió a la caída del día 3 de octubre. Tres
horas después. Fox se presentó con los catorce cadáveres al pie
del Castillo de Chapultepec. Estaba cumplida la orden, aunque
por escrúpulos personales no había presenciado la ejecución de
la que Marroquín se jactaba haber llevado a cabo por su propia
mano.
Informado el Presidente de lo sucedido en Huitzilac, mandó
que los cadáveres fuesen llevados, y entregados al hospital
militar, para que al día siguiente quedasen en manos de sus
deudos.
Tan repugnante suceso, del cual se hizo responsable único el
presidente Calles, prendió la hoguera de la saña y organizó el
culto a la satisfacción que se creía dar al Presidente con nuevas
y criminales acciones.
En efecto, el enojo ciego, con el cual pareció que se harían
méritos cerca del Poder público y se pondría fin a todos los
males subversivos que se presentasen en la Nación mexicana,
siguió sin tregua alguna. El silencio misterioso con que el general
Obregón apacentaba las órdenes violentas y atropelladas de un
hombre que en aquellas horas estaba sometido a las desconfianzas
del caudillo de las guerras intestinas, era signo que
mandaba exterminio de los enemigos.
Así, mientras el general José Gonzalo Escobar salía del
Distrito Federal al frente de una improvisada columna en
persecución de los rebeldes capitaneados por el general Almada,
en Torreón eran desarmados los soldados del 16° Batallón,
comprometidos, según los informes que tenía el general Amaro,
para sublevarse; y simultáneamente a tal hecho, fueron aprehendidos
el teniente coronel Augusto Manzanilla y dieciséis
oficiales, que a continuación fueron pasados por las armas.
Y no terminó allí la tragedia de Torreón; pues el 4 de
octubre, también pagaron con sus vidas por sostener las ideas
antirreeleccionistas que les inspiraban, Luis Alvarez Otaduy y el
general Agapito Lastra.
La represión vengativa, asociada a la delación y a la función
de los méritos políticos, no tuvo espera ni límites; pues si en
Zacatecas cayeron asesinados los generales Alfredo Rodríguez y Norberto C. Olvera, en Pachuca condujeron al paredón, por sospechoso antirreeleccionista al general retirado Arturo
Lasso de la Vega y en la capital de Chiapas, un grupo de
soldados asaltó vandálicamente el palacio de gobierno y asesinó
alevosamente al gobernador Luis Vidal, hermano del general
Carlos A. Vidal, quien había sido muerto al lado de Serrano.
Esas negruras con las que estaba cubierto el cielo de México
eran inspiración de las desatadas iras del energúmeno constituido
por el compromiso y la venganza, no parecían llamadas
a desaparecer. Al desorden de los hombres seguía el desorden de
las leyes. A la defensa de una autoridad se asociaba la defensa de
una pasión. El juicio no tenía medida; el molde del mérito no
podía ser otro que el de quienes habían consumado las ejecuciones
de Huitzilac. A tales horas, el perdón estaba tan estigmatizado
que nadie se atrevía a otorgarlo. Los hombres del
Gobierno o los amigos de aquéllos no se atrevían ni siquiera a
insinuar un punto y coma en el hilo de la catástrofe; pues era
ciertamente difícil que el poderoso pudiese doblar la hoja de la
tradicionalidad autoritaria, para mostrarse generoso.
Así, rendido, el general Rueda Quijano fue fusilado en el
Distrito Federal. Así también, capturado, después de un inútil
ensayo subversivo, la ejecución (4 noviembre) del candidato
presidencial general Arnulfo R. Gómez, no fue mas que un
acontecimiento normal de la constitucionalidad aconstitucionalizada
del general Calles.
Tanta riqueza en hombres dio la Revolución mexicana, que
pareciendo estorbarse los unos a los otros, quienes caían eran
capítulos más; capítulos menos, de aquel tan grande y lujurioso
acontecimiento; ahora que no por ello, la sociedad dejaba de
llorar el fusilamiento (18 de noviembre) del joven general
Oscar Aguilar, quien estando a unos metros de suelo norteamericano
a donde pensaba pedir asilo, fue denunciado por uno de
sus viejos compañeros de armas y de masonería y ejecutado en
Nuevo Laredo; y pocos días adelante, y luego de ser capturados
en Tabasco, los generales Horacio Lucero y Francisco Bertani
cayeron (5 de diciembre) acribillados por las balas de un
pelotón de soldados.
El país estaba consternado; y la consternación era mayor
debido a que el vulgo creía que el Presidente estaba entregado
fácil y dócilmente a los brazos de Obregón, lo cual reñía con la
realidad; pues Calles nunca dejó, durante su cuatrienio, la vara
de mando; aunque doblegado por el inútil derramamiento de la
sangre de hombres que habían sido ejemplos de virtudes cívicas,
para explicar los sangrientos sucesos tuvo que entrar al camino de
los titubeos y falsedades con lo cual mermó la esencia de su
jerarquía; ahora dentro de tales explicaciones dictadas a un
periódico de Nueva York, puede entreverse su sentimiento
humano, que buscaba con ansia la disculpa, no para salvar su
persona, sino para lavar las manchas que cayeron sobre toda la
investidura del Estado mexicano, aunque dieron la idea de la
consolidación y cumplimiento de la Constitución.
Muy difícil, pues, sería para Calles rehacer su verdadera figura moral. Las concesiones benévolas que los pueblos siempre
otorgan a los jefes de Estado fueron negadas a Calles; y ello se
debió sobre todas las cosas, a que aquel Presidente no pudo
fijar, por pundonor de partido y majestad de gobernante, que su
única falta consistió en no decidir la Historia. Esto último
correspondió al poder de caudillo que ejercía el general Alvaro
Obregón.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo nono. Apartado 4 - La amenaza extranjera Capítulo trigésimo. Apartado 1 - La muerte de Obregón
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