Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo nono. Apartado 5 - El drama de Calles | Capítulo trigésimo. Apartado 2 - Las instituciones | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 30 - LAS INSTITUCIONES
LA MUERTE DE OBREGÓN
Después de los trágicos sucesos de Octubre, la República se entregó a los brazos del escepticismo político, cierto de que ni la ley ni la rebelión eran los instrumentos para democratizar a la Nación mexicana.
Tal escepticismo produjo profundos quebrantos en el seno y
orden de la sociedad; pues si la acción colectiva resultaba
ineficaz, ahora surgía en la mentalidad popular la idea de la
acción individual -del temerario y heroico, aunque siempre
estéril atentado individual.
Además, como los acontecimientos de Octubre, tuvieron
todas las exteriorizaciones de la represalia, ésta a su vez se
presentó, para el pueblo mexicano, con los caracteres de la
brutalidad, y por lo mismo si momentáneamente amedrentó a la
sociedad, poco adelante no faltaría quien urdiese los hilos de la
venganza secreta e irresponsable, que es el peor de los males que
puede sufrir una República.
Dentro de esa idea que se manifestaba, lo mismo en la
crítica del hombre común que en la agresividad de la prensa
periódica oposicionista, tomaba mayores vuelos entre el
cristerismo. Ahora, las actividades sediciosas de éste, las cuales
cada día eran más y más favorecidas aún por los liberales enemigos
de Obregón, se acercaban al desafío directo al Estado; pero
más que al Estado, al propio general Obregón.
Este, en efecto, estaba señalado por la voz corriente, como
el verdadero responsable de las tragedias ocurridas en Octubre.
Creíase hallar, en las pasiones nunca ocultas de Obregón, el
fuego de los agravios, el estallido de los odios, la desobediencia
a las leyes protectoras de las funciones políticas individuales y
colectivas; pues en Huitzilac y en otros lugares del país no sólo
habían sido fusilados los jefes militares rebeldes, sino también
adalides de la democracia que, como los licenciados Rafael
Martínez de Escobar y Otilio González representaban los ideales
más puros, aunque tal vez quiméricos, de la Revolución
mexicana.
Y como todo eso se atribuía, como queda dicho, a la
debilidad del presidente Calles y al poder detentatorio de
Obregón, todas las miradas de aversión y venganza estaban
dirigidas hacia éste. Obregón, de acuerdo con la corriente
dominante en el país, era el responsable de la persecución a los
obispos, del radicalismo anticlerical, de los trastornos electorales,
de las violaciones a la ley y de las órdenes que firmaba el
Presidente. Era asimismo el verdadero responsable de los
alzamientos católicos.
Contribuía a la formación y propagación de tal creencia el
hecho de que siendo la mayoría de los gobernadores, senadores,
diputados y comandantes militares de filiación obregonista, y
siendo el caudillo quien, desde 1914, envenenaba el ambiente
político contra los sacerdotes y fanáticos, era de considerarse
que el propio Obregón cargaba por sí solo con la responsabilidad
política, republicana, civil, moral y jurídica del país. De
todos los padecimientos nacionales, pues, se hizo culpable al
caudillo.
Ahora bien: el espíritu laborioso de aquel gran hombre que
había en Obregón era, en la realidad, motivo amenazante para la
tranquilidad doméstica. Obregón, sin ser militar, tenía las
características del guerrero, quien así como es capaz de dar
grandeza a las naciones, también abusa del poder que le
proporcionan el ingenio y la fuerza.
Por otra parte, como las brutalidades de aquel Octubre
terrible no vencieron el alma de México, sino que acicatearon la
indivualidad, el orgullo y la voluntad, los enemigos del
Gobierno, aunque sin manifestaciones ostensibles, católicos a su
vez, siguieron impertérritos y valientes en su alzamiento; y
creyendo que los obstáculos que el Estado ponía a la Iglesia
para una restauración de sus privilegios se debían únicamente a
Obregón; creyendo asimismo que la paz en las conciencias sólo
volvería a reinar en México con la desaparición del caudillo, no
dudaron en hacer cálculos magnicidas. Así, el tenebroso instrumento
del atentado personal, empezó a ser considerado como
medio de salvar al país de aquella situación contraria a los
intereses de un grupo que no estaba favorecido para llegar al
poder si no era por medio de la violencia.
Sin estar ungida, pues, al examen propio a los estados reflexivos del ánimo y pensamiento, tal idea de violencia empezó a
generalizarse; y esto de manera tan súbita que pudo hacer un
ambiente favorable; porque si ciertamente, la Iglesia no la apoyaba,
tampoco la condenaba a pesar de que el ambiente estaba
cargado de posibles actos atropellados.
Por todo eso, cuando todavía el país estaba guardando el
más riguroso de los lutos por la tragedia de Octubre, un grupo
católico identificado con la Liga de Defensa y dirigido por el ingeniero Luis Segura Vilches, resolvió dar muerte al general Obregón.
Con verdadero sigilo se llevaron a cabo los preparativos para
cometer el atentado, a pesar de que los concursantes al crimen
carecían de experiencia y tuvieron que organizar una vasta red
de cómplices, la mayor parte jóvenes y adolescentes; algunos de
ellos monaguillos.
Lejos de lo que se tramaba en su contra, pues siempre llevó
la confianza en sus triunfos dentro de sí mismo, el general
Obregón nunca cambió sus costumbres, de manera que el 13 de
noviembre (1927), cuando paseaba a bordo de un automóvil por
las calzadas del bosque de Chapultepec, de otro vehículo en
movimiento, le arrojaron una bomba de dinamita, que no hizo
más efectos que el estallido.
Tan neófitos eran los dinamiteros; tan exótico el procedimiento, que fácil y prontamente fueron aprehendidos los
autores y directores del atentado, quienes diez días después, sin
haber sido consignados a las autoridades competentes, fueron
fusilados espectacularmente en el patio de la Inspección de
policía, que estaba dentro del corazón de la metrópoli.
Un nuevo castigo a los muchos que anteriormente le impuso
Obregón, sufrió la ciudad de México viendo caer atravesados por
las balas, los cuerpos del sacerdote Miguel Agustín Pro Juárez,
del ingeniero Luis Segura Vilches, de Humberto Pro y de Juan
Tirado Arias. Los cuatro habían sido los responsables directos
del atentado.
Atolondrado quedó el país con tal acontecimiento, cuya
ejecución fue resuelta bajo las mismas fórmulas circunstanciales
registradas en el Castillo de Chapultepec a la mañana del 3 de
octubre. El panorama político no pudo ser cambiado de octubre
a noviembre. Si el general Obregón no daba órdenes, sí
continuaba escribiendo la Historia.
Y tanta certeza tenía la gente acerca de la autoridad civil de Obregón, que no obstante el frustrado atentado, seguía hirviendo
la idea de la venganza personal; aunque también, para los
jóvenes católicos no se hallaba otro remedio a fin de lograr un
cambio de la política del Estado, que dar más impulsos a la
rebelión cristera. Con aquellos sucesos de noviembre, pero
principalmente con el fusilamiento del sacerdote dinamitero Pro
Juárez, se creyó que el desquite de los creyentes estaba justificado;
y nuevas oleadas de jóvenes ingenuos a par de catolicísimos,
abandonaron sus hogares para entregarse al sacrificio,
dando con ello un ejemplo de fe apenas comparable con edades
pretéritas. Los grupos rebeldes del cristerismo, que parecian
estar apagados, volvieron a ser fuego y luz. Las partidas del
cristerismo se acercaron al Valle de México; volvieron a dilatarse
hacia Tierra Caliente; se jugaron la vida en el Bajío.
Ante las nuevas acometidas, el Estado hizo nuevas movilizaciones de tropas y agraristas armados. Los estados de Jalisco,
Michoacán, Colima, Guanajuato y Aguascalientes asistieron a un
despliegue de fuerzas armadas; y todo esto, hecho con tanta
eficacia, que los cristeros perdieron su cuartel general en
Atotonilco (Jalisco) y asistieron a la muerte de uno a uno de sus
principales cabecillas.
Así, los rebeldes fueron reducidos a zonas, mientras que la
población civil, advertida de que serían pasados por las armas
quienes abasteciesen con pertrechos de guerra o dinero a los
alzados, empezó a dejar de proteger a los cristeros, gracias a lo
cual, las ventajas del Estado quedaron consolidadas.
Más pronto de lo que esperaban los jefes militares concurrían
a las operaciones en el centro de la República, los cristeros
perdían terreno. Los caudillos de la Liga, que no dejaban de incitar al fanatismo y de recaudar fondos para la rebelión, se vieron obligados después de dos años de guerra a amainar en la lucha armada. Habían sufrido derrotas en San Francisco del
Rincón, Irapuato, Manzanillo, Coalcomán, Acámbaro y Apatzingan. Animábales, sin embargo, la vehemencia de sus líderes.
Estos, desde Estados Unidos mantenían latente el corazón
del antigobierno. Al efecto, nombraron presidente de México a
René Capistrán Garza y agente confidencial en Wáshington a
Juan de Dios Bravo, Seguían, al caso, las huellas de los viejos
revolucionarios mexicanos; y aunque sin hacer gestión alguna
ante las autoridades de Estados Unidos, a los comienzos de
1928, pudieron introducir armas a suelo nacional lo cual les
dio mayores arrestos. Tantos así que fácilmente se perdieron
los esfuerzos del secretario de la National Catholic Welfare
Conference John J. Burle y de algunos obispos mexicanos,
para acercarse a hacer la paz con el Estado.
Y entre tanto, las armas del Estado y de los cristeros
chocaban, aunque no estrepitosamente; y en tanto los obispos
pacifistas continuaban haciendo insinuaciones para la cesación
de la lucha armada, el presidenciado de Calles llegaba a su fin.
Los días transcurrían en espera de las elecciones nacionales
convocadas para el primer domingo de julio (1928); y si no
existían síntomas de nuevos trastornos domésticos, se debía a
que el general Alvaro Obregón era el candidato único a la
presidencia de la República; pues el general Antonio I. Villareal,
quien se disponía a presentarse como oponente apoyado por el
Partido Nacional Antirreeleccionista, fue vencido antes de las elecciones por haber sido aprehendido y luego expulso del país. Tal era la condición dictatorial que amenazaba a México.
Obregón, pues, llegó a las elecciones seguido por un
poderoso partido que, si no estaba organizado, sí manifestó sus
fuerzas al través de grandes y ruidosas procesiones políticas,
especialmente constituidas por la gente rural asociada por
obligación al Estado; porque el presidente Calles, en efecto,
fabricó recios lazos entre el Estado y los agraristas y obreros,
hasta poner los unos y los otros, de hecho, bajo la tutela del
partido gobiernista.
Esto no obstante, las elecciones de julio, dado que Obregón
no tenía rival alguno, fueron la expresión del escepticismo
nacional. Las votaciones populares carecieron de interés; ahora
que la República consintió y admitió el triunfo unánime de
Obregón. Así, en seguida de los comicios de julio, todo pareció
llevado a ser la paz y el orden de México. Los cálculos de
tranquilidad nacional y de los beneficios de ésta llegaron a la
cima del optimismo. Y no había razón para lo contrario, puesto
que la rebelión cristera estaba en punto de crisis; los obispos
deseaban la reanudación del culto; Obregón, dispuesto a la
tolerancia; el anticlericalismo, condenado a morir con la
cesación de la atmósfera callista; el país, en general, anhelaba la
normalidad de México.
Sin embargo, la bizarra y audaz juventud católica de México
no cejaba en sus disposiciones combativas; y como los planes
para medir las armas y las vidas con las vidas y armas del ejército
nacional estaban fracasados, y empezaba a considerarse como
cierto el poder civil mexicano y a darse como veraz la existencia
no de un partido en el mando de la Nación, sino de un Estado
cimentado y embarnecido por la Revolución, tanto la Liga como los agrupamientos de la juventud católica, comenzaron a sentir cuán favorable era a los jóvenes audaces y valientes el clima del atentado personal.
Desarrollóse así la idea, siempre tentadora, de la aventura
conspirativa; del sigilo compromisorio y del clandestinaje infrahumano;
y como era innegable la existencia de un ambiente
según el cual la mano propia al brazo criminal, puesta al servicio
de cualquiera creencia, era justicia de hecho, todo llegó a
asociarse para hacer explicable o tratar de hacer explicable el
atentado personal.
Además, eran tantos los sufrimientos, más de carácter
emotivo que de realidad eclesiástica, para la comunidad religiosa
mexicana, que el sacrificio de la corona de espinas se convirtió
en un tema al cual los más celosos guardianes del catolicismo
deseaban corresponder, a fin de no ser menos en la posteridad.
De esta manera, no entre un grupo de personas, antes en medio
de feligresías importantes y populares, el atentado fue mirado
con naturalidad; y adolescentes y adultos, beatas y religiosas,
pusieron sus almas en el juego de ese pensamiento tan trágico
como desdichado.
Originóse así, un estado de infijeza moral, dentro del cual
dominó la idea de venganza, que sirvió a la incubación de un
poseso. Este fue José de León Toral.
Un misticismo delirante a par de conmovedor se hizo
doctrina esotérica circunstancial, que pronto se situó más allá
del cristianismo piadoso y de la idea de Dios pura. El tetragrámaton quedó sustituido por la tentación que en el alma humana produce lo que puede puede conducir a una beatificación ensoñadora, y los recursos de la fuerza religiosa fueron hipótecados a la voluntad del designio individual. El horror a la
pólvora se convirtió momentáneamente —y sólo momentáneamente-
en signo de desquite y gloria. La conquista del Cielo ya
no dependió del arrepentimiento, sino de la ejecución violenta y
atropellada de los impulsos humanos; y con todo eso, el corazón
de José de León Toral se colmó de votos secretísimos y
excelsos, pero que eran incompatibles con la exégesis del
Cristianismo.
León Toral, pues, aceptó armar su mano para matar al
futuro Jefe del Estado mexicano, inspirado por un fervor
rogatorio, dentro del cual el espíritu del hombre se endulza y las
mentes se trastornan; dentro del cual se pierden las fronteras del
derecho y la justicia, y el ser enervado es víctima de lo heroico
—o de lo que la inconciencia le hace creer que es heroico.
Las personas que operaron en torno a Toral, no eran brazos
de la Iglesia, pero sí cabezas anonadadas por un mirar superlativo
de las penas que sufría la Nación, y que ellos creían que eran
penas exclusivas de su religión; porque la Nación, sin querer
dictar más castigos ni hacer más víctimas, deseaba encontrar un
remedio a las guerras y un bálsamo para la paz; ahora que sin
considerar la responsabilidad de tal sentimiento ni previó el
daño que a la moral y autoridad de la República podía ser aquel
ambiente tan propio a lo hazañoso y osado y tan impropio al
entendimiento social y a la aplicación de las leyes.
Fortalecido así, por la atmósfera reinante y el medio de un
misticismo clamoroso, León Toral se dispuso a cometer el
crimen aconsejado por los secretos quiméricos que se producen
en los aislamientos misteriosos y oscuros.
Preparado de esa manera, y creyendo ser el llamado a
cumplir con un designio divino, León Toral no perdió de vista al
general Obregón, y presentándose la ocasión de acercarse a su
señalada víctima, durante un banquete, efectuado el 17 de abril
(1928) en el restorán La Bombilla, que se hallaba en la jurisdicción
de San Angel, tras el engaño y la traición, le hizo disparos a
la altura de la nuca.
Obregón cayó sin vida. También Toral pudo perderla en
medio de la indignación de quienes asistían a la fiesta; pero le
salvaron quienes en los destellos del ingenio comprendieron que
la existencia de Toral era esencial para descubrir el origen del
crimen.
Consideró la nación esta nueva tragedia patria como un
castigo inmenso que el destino daba a un pueblo que había
permitido los episodios dramáticos de 1924 y 1927. Considerólo
a manera de una criminal satisfacción de la venganza que la
ciudad de México, rencorosa y soberbia, ejercía contra aquel
jefe revolucionario, en quien, no obstante su casi deslumbrante
talento, su acendrado patriotismo, su vida recta y diligente, se
seguía viendo al caudillo lugareño que odiaba a la metrópoli, y en quien todavía hasta enero de 1928, había pedido a su esposa
—tan grande así era su alma rencorosa— que a su muerte por
ningún motivo se le sepultase en la capital de la República.
Pero volviendo a Toral. Este, salvado de las furias del
obregonismo reunido en La Bombilla, fue entregado a la policía;
luego al potro del tormento. Creíase que aquel joven fanático,
representante de las angustias, desquites y suficiencias de la élite
juvenil católica, había sido instrumento de la política del
presidente Calles, específicamente.
Originóse tan falsa y cuanto atrevida creencia a que, a través de un discurso lógico, la muerte de Obregón sólo favorecía a
Calles y al partido callista, puesto que de los grandes líderes
revolucionarios no había otro que, dentro de las funciones del
Estado, sobresaliese al Presidente,
Vino asimismo esa opinión, al hecho de que el adalid
obrerista Luis N. Morones, cercano colaborador de Calles,
estaba clasificado como enemigo de Obregón, y se le atribuían
frases despectivas y amenazadoras para éste.
Ahora bien: como el clima político y social de esos días se
prestaba a las especulaciones más atrevidas, aun cuando éstas
estuviesen dirigidas a difamar al Jefe del Estado, la versión se
presentó tan amenazante desde la primera hora del crimen, que
el Presidente, con mucha cordura y decisión, queriendo poner
de relieve no sólo el significado de su inocencia, sino también la
precisión de sus altos ideales políticos, entregó la tarea de
investigación sobre aquellos fatales y conmovedores sucesos a
los amigos del general Obregón; aunque con ello evitó que Toral
hubiese sido examinado sin instrumentos políticos y juzgado sin
un espíritu faccional, lo que luego sirvió para que la ingenuidad
popular le diese la corona de espinas que no merecía.
Por otra parte, la sola sospecha de que Calles hubiese intervenido en el crimen era de lo más reprobable. Para los intereses
políticos que se marchitaban con aquel funesto suceso, no
bastaban las pruebas de lealtad al caudillo, ni los castigos a los
sublevados de Octubre, ni el fusilamiento de los dinamiteros de
noviembre. De hecho lo que ambicionaban era el Poder —la
entrega incondicional del Poder al obregonismo clásico. Todo el
encadenamiento de razones y hechos realizado por el Presidente,
para someter sus principios antirreeleccionistas a las
determinaciones de los congresos locales y a las proposiciones
de Obregón, parecían haber sido estériles. Las acusaciones,
hechas por los antecedentes que tenía advertidos Obregón,
como por el despecho y desesperanza de los líderes políticos de
tales días, que comprendieron su incapacidad de alcanzar las
más altas funciones de la República, no fueron ocultas, de
manera que poco adelante se pretendió hacer de las mismas una
bandera de partido y de subversión.
Sin embargo, el Presidente con extraordinario decoro, no
sólo soportó las difamaciones que pudo castigar con la misma
crueldad con que condujo las represalias sobre los sublevados y
supuestos sublevados de 1927, sino que buscó la fórmula
honrosa, digna y legal a fin de que el obregonismo concurriese al
proceso de León Toral y tomara el mando político al fenecer el
cuatrienio.
Por otra parte, y como si con ello quisiera dejar la prueba
indeleble de que no había traspuesto, durante su ejercicio de
autoridad suprema de la Nación, los altos sentimientos de
respeto a la vida humana y a los derechos políticos, el 1° de
septiembre, al leer su informe anual al Congreso de la Unión,
Calles al tiempo de hacer patente su credo antirreeleccionista y
su propósito de dejar la presidencia a quien designara el
Congreso, anunció el fin de los caudillos mexicanos y el
comienzo de la época institucional.
El informe presidencial de Calles, al efecto, sin apartarse de la rutina administrativa, fue un nuevo tipo de documento de
Estado. Dio Calles a su palabra las características de una
doctrina política. El pensamiento empezó, con tal documento, a
tener un lugar en el estado político de México. La política fue
anunciada como una ciencia que sustituía la obra de circunstancias
originada en las guerras civiles; ahora el Estado se
significaba como el conjunto de las instituciones legales, llevadas
todas al servicio de la sociedad.
No escasearon en tal informe frases literarias que restaban
poder efectivo a las ideas de Calles; pero fue de considerarse que
ello se debió a la parte que en la redacción del documento tuvo
el doctor José M. Puing Casauranc, quien a pesar de sus
cortedades literarias tenía la osadía de proporcionar vuelo a sus
escritos políticos y de ficción.
El acontecimiento principal dentro del informe fue, sin
embargo, el talento para expresar su credo y abrir un campo a la
tolerancia política, sin lastimar la memoria del general Obregón
y sin agitar el alma emotiva de los obregonistas, quienes estaban
al pendiente del más pequeño desliz presidencial para proceder a
justificar una acción violenta contra Calles y el callismo.
Calles, pues, no sólo cerró las puertas al oportunismo y
personalismo políticos, sino que, negando las razones que
pudiese tener el caudillaje nacional y local para existir, estableció
con señalada fijeza, la necesidad de un vigoroso Estado
nacional; de una renovación del respeto a las leyes; de una
relación definida entre ciudadanos y Estado; de un retorno a las
tradiciones indígenas; de una solución integral del problema
agrario; de una organización industrial mexicana, principalmente de la petrolera; de un régimen de partidos; de un sistema vial
de manera que el país tuviese a la mano los efectos principales
de las reformas ofrecidas por la Revolución.
Calles volvió, al través de tal documento al origen de la
Revolución. El 1910 no estaba perdido; pero sí amenazado, por
lo cual era indispensable el retorno, y con éste, la esencia
revolucionaria. Hacíase necesaria la reiteración incesante de los
valores de la Revolución; porque si existía un partido, no podía
ser otro que el revolucionario.
Tal partido, sin embargo, debería dar probación pública de
los bienes que forjaba para la República, empezando por los
realizados durante el ejercicio del propio Calles en el discurso de
cuatro años: carretera a Acapulco; ferrocarril de Nogales a
Guadalajara; reglamentación de los capitales de inversión;
desarrollo de la escuela rural que en tres años tenía ganada una
población de doscientos mil alumnos; progreso de la Universidad
nacional, que en 1928, empezaba a brillar con nueve mil
trescientos estudiantes; espíritu de independencia y asilo que la
Revolución había dado a México, como refugio de patriotas y
políticos, tales como César Augusto Sandino, Víctor Haya de la
Torre y Julio Antonio Mella; ingreso a las lides políticas de una
nueva generación que Calles acariciaba al final de 1928 en
individuos como Carlos Riva Palacio y Narciso Bassols.
Así, una revisión documental del gobierno de Calles,
complementada con el hallazgo de las palabras adecuadas para
analizar y juzgar, hacen ir al encuentro de un mundo patriótico
y emprendedor, pacífico y comprensivo; mundo para el cual
Calles trabajó infatigablemente en medio de los tantos tormentos
sufridos como el gobernante del cuatrienio presidencial.
En efecto, fueron tantos los sufrimientos del pueblo y del
Estado, que Calles no pudo desenvolver sus grandes preocupaciones
y aptitudes de hombre de Estado, como tampoco fue
capaz de evitar los actos de crueldad que han de desdorar
siempre, si no precisamente al propio Calles, sí a aquella época
fatigosa e incierta, durante la cual la Nación mexicana dudaba
de sí misma, de sus hombres, de su autonomía, puesto que no
solamente los individuos y comunidades, antes también las
autoridades civiles y militares, marchaban sin brújula científica,
sintiéndose amenazados a cada paso, tanto por los individuos
como por la naturaleza salvaje del país que parecía dispuesta a
evitar que la producción y la cultura, el respeto y el amor se
asociaran para el bien de México.
Si de Calles, pues, se puede decir que no dejó de ser excesivo en el mando y gobierno de la República, sí es dable asegurar -y
tal es el resultado del análisis documental— que fue un excelso
emprendedor en quien se descubrió una cualidad con la que
pocas veces visten los hombres de gobierno o de Estado: la
cualidad de luchar incansablemente, sin atender a la esperanza
de una recompensa, para dar redondez a las cosas y pensamientos.
Esta cualidad de Calles, correspondió a la suprema ambición
de individuos y Estado a través de los dictámenes de la conciencia,
de las sensibilidades que registra la Historia y de todas
aquellas realidades que lleva en sí el linaje humano.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo nono. Apartado 5 - El drama de Calles Capítulo trigésimo. Apartado 2 - Las instituciones
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