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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 30 - LAS INSTITUCIONES
LAS INSTITUCIONES
No fácilmente salió la República mexicana del estado de estupor que le produjo el asesinato del general Alvaro Obregón, sobre todo por considerar que no se iba a presentar la oportunidad para variar el orden de cosas del que se hacía responsable,
de mala manera, al presidente Calles.
A esa condición de estupor que reinaba en el país, se agregó
la idea de opresión que sentía un pueblo que, como el mexicano,
se consideraba vencido por la violencia política; porque
cualesquiera que hubiesen sido las causas de represión autoritaria,
para el común de la gente, la acción del gobierno estaba
comprendido dentro de los actos de violencia.
De esta suerte, las voces de ley e instituciones, aunque
puestas en dudas, ya que el presidente Calles se había ganado,
sin razón el título de dictador; las voces de ley e instituciones,
se dice, loadas por Calles como piedra angulares de la Nación
produjeron un estado de calma nacional; pues se entrevió la
posibilidad, de que propios y extraños llegaran al convencimiento
de que ni la guerra de guerrillas ni el atentado personal
derrocarían al partido de la Revolución.
No dejó, sin embargo, por otro lado, de ser incomprensible
la expresión retórica de Calles; porque el país tenía la certidumbre
de que a excepción del período de la guerra civil, los
órganos constitucionales del poder soberano de la Nación
habían sido la esencia y práctica de todos los motivos oficiales;
y si las instituciones vivían incólumes, para el país, la frase del
Presidente, si ciertamente no dejaba de ser deslumbrante, poco
tenía de adecuada y cierta y menos de futura originalidad. De
aquí que, más allá de las fronteras oficiales, la palabra presidencial
no transformó el ánimo nacional.
Durante los días que remiramos, eran muy notorias las
deficiencias institucionales. Los organismos fundamentales de la
sociedad y del Estado, adolecían no sólo de errores congénitos,
sino también de quebrantos fortuitos; y esto produjo un
desnivel dentro de lo que debió ser una normalidad nacional.
Organismos, si no establecidos, sí reconocidos por las leyes de la
República —y tal era el caso de la Iglesia desde el momento en
que la libertad de su culto quedó constitucionalizada- se
manifestaron amenazados a par de amenazantes. Cuerpos
aceptados a manera de instrumentos incondicionales del Estado,
como los sindicatos obreros, se presentaron ya no en calidad de
coadyuvantes de los establecimientos gubernamentales, antes
con las características de una estructura superior a la del
gobierno, o bien en la condición de rivales en el mando
nacional.
Todo eso producía un desasosiego que hacía temer nuevas
oportunidades para la continuación de |as luchas intestinas, que
tanto amedrentaban al país por los cruentos e inútiles males que
podía sufrir, y de los cuales tenía pruebas incontables en lo
pasado; ahora que sólo reinaba la esperanza de que Calles
tuviera la capacidad de poner y hacer efectiva su autoridad
política en cualquier contratiempo que padeciera la República.
El país, dejando a su parte los pequeños agrupamientos
políticos que sobrevivían a las hecatombes subversivas y políticas, en la realidad no hacía un requerimiento general y decisivo para el cambio o readaptación de los cuerpos constitucionales. Las aflicciones se originaban en las rivalidades de los organismos sociales y los oficiales; y si esto no significaba una deturpación, sí advertía que la vida de México no era cabal ni
dichosa. Fue así muy común llamar a todo lo que emanaba del
Estado, gobiernista o imposicionista; como a lo procedente de la
gente que vivía al margen del Gobierno, apellidarlo independiente
u oposicionista. Con tales voces, si no había una exactitud
para calificar, sí se determinaba el divorcio existente entre
el Estado y la Sociedad.
Además de esas manifestaciones de las vidas institucional y popular de México, hubo un sinnúmero de aspectos accesorios,
que con ellos, por ser fáciles a la provocación de la alarma y del
descontento, o del escepticismo y la negación de la realidad, se
mantuvo una condición dentro de la cual no se sabía a dónde
estaba la Constitución y cuál era lo anticonstitucional.
Así y todo, y no porque con el general Obregón hubiesen
quedado sepultados los caudillos, que siempre son necesarios a
manera de faros de luz en la política y las artes, en las empresas
mercantiles y las escuelas filosóficas; no por eso, sino debido a
que la República merecía y exigía una rehabilitación moral,
jurídica y social de sus instituciones, fue por lo cual al llegar la
caída del año de 1928, pudo ser posible determinar el punto
final de una época mexicana que a su vez anunció el surgir de
nuevas apreciaciones y entendimientos.
México se inició, pues, si no en una era de pureza y efectividad institucional —vida que tuvo numerosos tropiezos al través
de hombres y caprichos; de intereses y ensayos a partir del
último cuarto del siglo XIX—, sí fue notorio que siguió el cauce
de una edad regimental de mucho respeto y consideración, que
fue producto de las ideas de esa época; de los hombres de tal
época y sobre todo de las necesidades de época; porque si esa
fue obra comprendida dentro de las previsiones de Calles, no
representó, en cambio, un adarme de la voluntad popular
consultada, manifestada y contada, puesto que ésta permaneció
indiferente y desdeñosa ante lo que pareció un mar de contento
administrativo más que político.
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