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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 30 - LAS INSTITUCIONES
PRELIMINARES DE SUCESIÓN
Desde la muerte del general Alvaro Obregón, lo que para el país era el problema de la Sucesión presidencial, quedó sintetizado en la manera de buscar y hallar un hombre con la capacidad para el gobierno y mando de la República; y esto,
aunque de apariencia sencilla, constituyó un asunto con una
serie de capítulos embarazosos y desgraciados, y por lo mismo
de difícil condición y resolución.
Huérfano como quedó con la muerte del caudillo, el partido
obregonista, precisamente embargado por la situación que se
presentó en el horizonte político y electoral del país, no se
resignó a perder las posiciones y ambiciones de sus hombres e
intereses; máxime que en sus primeras filas militaban individuos
de mucho prestigio y capacidad, pero en quienes poco se creía
por haber vivido a la sombra de su poderoso líder.
Obregón, en quien residían elevados valimientos personales y
nacionales, fiado siempre en su buena estrella, como acontece a
los individuos que súbitamente se ven aureolados por la fama y
la autoridad, fue ajeno a la previsión de partido y Sucesión.
Entre sus colaboradores cercanos, así como dentro del
equipo de gobernadores que le era leal, no escaseaban —y se
reitera, de manera como hacen la reiteración, los documentos de
la época— adalides con las altas y esenciales cualidades requeridas
para un gobernante patriota y responsable; pero como
tales sujetos conocían la idiosincrasia de Obregón tan contraria a
las ventajas de los sobresalientes, prefirieron siempre realizar su
obra política y desenvolver su pensamiento en la oscuridad y el
silencio, a fin de no despertar los recelos del caudillo. Recordaban,
en efecto, lo que habían costado al país las empresas de
Adolfo de la Huerta y Francisco R. Serrano, quienes debido a
su alma emprendedora pronto hallaron el recelo de Obregón.
Teniendo a la vista tales precedentes, toda una generación
de directores políticos estaba perdida, como generación
práctica, eficiente y útil a las funciones del Gobierno nacional,
para la Revolución y la República, lo cual, como es natural,
decrecía la responsabilidad individual y el entendimiento
colectivo.
Tan precisa fue esta norma en la vida del país, que a
excepción del general Plutarco Elias Calles, no existía al finalizar
el año de 1928, otro hombre en quien la nación sintiera la
autoridad confortante y capaz de cortar los apetitos propios a
un estado conflictivo de personas y cosas. Sin embargo, Calles
estaba invalidado política, moral y constitucionalmente para
sustituir a Obregón, puesto que cualquier intento de él o de sus
allegados para continuar en la presidencia, habría equivalido a
hacer palmarias y efectivas las indecorosas y absurdas sospechas
de su supuesta intervención en el asesinato de Obregón.
Además, Calles mismo repugnaba con la idea reeleccionista,
debido a lo cual estaba de hecho y derecho al margen del
llamado problema de la Sucesión presidencial.
Debido, pues, a ese medio ambiente en el que se desenvolvían
los conflictos políticos de México, mientras que de un lado
crecía el atolondramiento de quienes se estimaban como
huérfanos del partido obregonista, de otro lado surgió, con
razón y poder extraordinarios, el liderato civil de Calles -un
nuevo tipo de liderato, conforme al cual el líder no era ni podía
ser la suprema autoridad de la Nación; pero sí el jefe de un
partido nacional con vinculaciones directas o indirectas con el
Poder y con los negocios del Poder. Calles, pues, iba a oficiar.
para no transgredir la Constitución ni agraviar los principios
revolucionarios, no como hombre de gobierno, sino como
hombre público. La República asistiría con esto a un novísimo
teatro político, del que no se tenían noticias y al cual sólo un
individuo de la estatura de Calles podía penetrar en calidad de
primera figura.
Tan lógica y espontánea surgió en el campo político de
México esa caracterización del hombre público y de la responsabilidad
de éste como jefe de partido, que sin necesidad de
consulta popular, puesto que el caso era urgente y se presentaban
a manera de salvación política, todas las fuerzas de la
autoridad nacional se asociaron y consolidaron en torno a
Calles. Los mismos obregonistas, que no ocultaran a la caída de
su caudillo sus desconfianzas hacia Calles, aceptaron la nueva
postura de éste como una realidad incontrovertible.
Con ese reconocimiento a la autoridad moral de Calles, el
país, ya sin preguntar cuáles serían las facultades de aquel
improvisado liderato político concurrió sin esfuerzo a un nuevo,
aunque corto período de tranquilidad, como estuvo también en
aptitud de asistir a un capítulo tan importante como el del
fortalecimiento del Estado que hubiera perdido jerarquía y decoro si, en vez de darse aquel intermedio al callismo, se
entrega a la lucha de bandos, de ocurrir lo cual la República se
hunde en un nuevo caos provocado por una guerra civil de
mucha medida y consecuencias; porque una subversión obregonista,
al compás de la rebelión cristera y de una revuelta popular
que se desarrollaba nacionalmente en potencia, habrían llevado
a México hacia días deplorables.
Impuesta, pues, la figura de Calles tanto por ser la del
presidente de la República como debido a sus propios
merecimientos y a la falta de caudillos obregonistas, el país
pudo asistir a un excepcional espectáculo dentro del cual un
solo hombre quedó en posesión de las facultades suficientes
para hacer un gobierno personalísimo, que no iba únicamente a
terminar en medio de la paz y del orden un período de mando,
sino que, estando investido moral y políticamente de mucha
autoridad, se hallaba en posesión del derecho de elegir a su
sucesor.
Colocado en esa posición que le hacía abarcar un dilatado
horizonte, Calles pudo poner los primeros eslabones de una
cadena de mando y gobierno nacionales capaz de servir para
muchos años adelante de él. Sin embargo, como de un lado era
hombre cauteloso; y de otro lado creyó posible realizar un
programa que llevaba dentro de sí mismo, y que no había
exteriorizado por el respeto que tenía a Obregón y por el temor
patriótico de alterar el pulso de México, puesto que los hombres
diferían en pensamientos y prácticas, creyó prudente obrar con
limpio, aunque no fundamental criterio democrático; y como
por otra parte consideró que era el momento de establecer en
México un régimen de partidos, empezó por limitar a sí mismo
las facultades que las circunstancias le daban y quiso que los
grupos políticos personales se desenvolvieran en todos los
órdenes, y con ello se sintieran en libertad de proponer hombres
y programas a fin de llenar con ello lo futuro de México.
En este capítulo, Calles venció su cautela, pues su proyecto
con ser desinteresado y patriótico, fue audaz; pues enconados
ya los ánimos de los capitanes políticos; entregados los mandos
de tropa a jefes que no tenían la capacidad de digerir los bienes
y males de la política ligera, y excitadas las ambiciones de los
primeros y los segundos, se expuso al país a sufrir las contingencias
de lo imprevisto. De esta suerte, sólo un hombre de los
quilates de Calles pudo abrir las páginas de una empresa tan
osada como la que estaba frente a la Nación.
Ahora bien: dentro de tamaña audacia, a Calles no únicamente
le interesaba un ensayo democrático capaz de probar la
verdadera naturaleza popular de México. También le llevó el
propósito de sondear el ánimo de los generales y jefes del
ejército, cuya filiación obregonista había sido incondicional y quienes desde la muerte del Caudillo se mostraban veleidosos y sutiles.
Para los hombres más importantes del ejército nacional que
representaban la parcialidad del obregonismo, muerto el general
Obregón no existía un mexicano, ya civil, ya militar, con las
características del caudillo invicto que poseía el propio
Obregón. A Calles, más por conveniencia y engaño que realidad,
los jefes militares le llamaban estadista, con lo cual, al tiempo de
negarle un título de mando en armas —título que sí tenía, pues
lo había ganado muy cumplida y efectivamente-, le ponían al
margen del soldado y con lo mismo abrían la oportunidad para
acicatear los apetitos de viejos revolucionarios y guerrilleros que
se creían con derecho a heredar la espada de Obregón.
Así, con toda sagacidad, y dentro de aquel ambiente de
inquietudes y malicias tan amenazantes para la gobernación,
Calles quiso probar el valimiento de su autoridad poniéndose en
la boca del poder que a esas horas ejercían los jefes del ejército;
y en vez de acudir a la consulta y apoyo de los líderes políticos,
reunió (5 de septiembre, 1928) a los principales generales, y
antes de que estos pudiesen reparar en los temores, preocupaciones
y proyectos del Presidente, éste les circundó de la ilusión
de ser ellos, precisamente ellos, los militares, quienes resolviesen
pacíficamente y en medio de una armonía que pudo ser
superficial, pero de todas maneras con los signos de la armonía,
el conflicto que presentaba la Sucesión presidencial.
Con mucho tino, al tiempo de advertir que en solemnes
horas la voz del ejército nacional debería ser escuchada en tan
importante asunto, Calles sin dejar que los generales se entregasen
a las cavilaciones o escuchasen las palabras de la codicia,
indicó la conveniencia de que el nuevo presidente de la República
no fuese militar.
Calles surgió así, frente a aquella pléyade de antiguos
ciudadanos armados convertidos en los comandantes de un
nuevo y brillante ejército, como el guía que en previsión de
discordias sentaba las bases de un entendimiento pacífico,
amistoso y casi fraternal.
Tales halagos a aquellos soldados, haciéndoles responsables
tanto de la designación venturosa y civil del Jefe de Estado,
como del respeto y apoyo que tal Jefe requeriría del ejército,
quebrantó los apetitos y altiveces que aquel grupo selecto de
revolucionarios pudo haber abrigado; y esto a pesar de que en
ese grupo estaban los generales de mayor crédito nacional,
algunos de los cuales representaban la impolutés militar y política de México. Allí estaban, en efecto, Joaquín Amaro y
Lázaro Cárdenas, José Gonzalo Escobar y Juan Andreu
Almazán, Alejandro Mange y Andrés Figueroa, Jesús M.
Ferreira y Saturnino Cedillo.
Dominados, pues, los altos jefes del ejército, el presidente
Calles se dispuso a tomar todas las providencias necesarias, para
evitar el estallido de las rivalidades políticas entre los agrupamientos
civiles en las cuales pudieron verse envueltos los
generales.
Al caso, con señalada atingencia encerró a los soldados en el
compromiso solemne, y desde luego inexcusable, de que no
serían candidatos a la presidencia de la República; y en seguida
se dirigió al examen de los apetitos civiles, que se mostraron
correspondientes a la idea pacífica y concordante del Presidente.
Hecho lo primero, que constituía el capítulo más importante
y decisivo, Calles heredó automáticamente la autoridad moral
que sobre el ejército había poseído el general Obregón; y realizado lo segundo, colocó la primera piedra de un régimen político de partidos, con el cual, creyó sinceramente organizar una vida nacional más democrática.
Sin embargo, para hacer efectivo aquel gran conjunto de
hombres y circunstancias; de proyectos y realidades, olvidó
Calles volverse hacia la masa popular que vivía al margen del
Estado. Esta omisión disminuyó el valimiento político del
callismo, puesto que en lugar de hacerse en tales días una
asociación nacional en torno a la nueva presidenciabilidad,
fueron abiertas las fuentes de una división nacional, que sacudió
hondamente al país, de manera que el callismo, con ser tan
poderoso, pareció ser un partido muy personal y por lo mismo
ajeno a las necesidades y voluntades de la Nación mexicana.
Así y todo, la idea general de Calles buscando en los
preliminares examinados la tranquilidad del país y la unidad
precisa de quienes eran las columnas del Estado, no dejó de ser
admirable.
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