Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo. Apartado 7 - Portes Gil en la presidenciaCapítulo trigésimo primero. Apartado 2 - Una época de incertidumbres Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 31 - DERECHO DE MANDO

EL PARTIDO NACIONAL REVOLUCIONARIO




Hombre con pensamiento y práctica de partido que sobresalía a sus intereses personales y a las ambiciones de grupo, el general Plutarco Elias Calles, sin faltar a la respetable memoria del general Alvaro Obregón, en quien más que al caudillo de la guerra y la política, vio al jefe del más grande, entusiasta, disciplinado, doctrinario y poderoso agrupamiento político de México, puesto que estaba originado en los ciudadanos armados de la Revolución; el general Calles, se dice, tentado por su amor inmensurable a las caracterizaciones revolucionarias y en aras de los fundamentos de una nueva organización institucional y oficial de México, en la que mucho confiaba, por creerla capaz de conducir al país a los más altos niveles de la democracia y del progreso, consideró que se requerían otros instrumentos políticos, aparte del material humano originario de la Revolución y de las leyes expedidas por los revolucionarios, que no fuesen precisamente los usados hasta la tragedia en la que perdiera la vida el general Obregón; y que esos instrumentos tuviesen como precisa misión, garantizar la estabilidad del Estado y llevar al cabo un programa pragmático capaz de transformar al país y de acercar al pueblo mexicano a una época de bienestar.

Mucho influyeron en el ánimo de Calles, llevado a intentar la renovación de los sistemas que hasta esos días correspondían a la política nacional, las observaciones personales que acostumbraba a tamizar en medio de sus horas reflexivas. Influyó también en tal ánimo, la creencia de que en México era posible realizar la evolución operada en los partidos políticos europeos; partidos que, desarrollándose paralelamente a los preceptos jurídicos y constitucionales de las naciones, eran a la vez regímenes sobre los cuales descansaban el progreso de la sociedad y la seguridad de las instituciones.

Aunque Calles ya había esbozado esta idea aplicada a México desde su campaña electoral de 1924, como consecuencia del contagio europeísta que en esos días sufrió, a la muerte de Obregón, y como coronamiento de su gobierno, consideró que era llegado el día de emprender los trabajos necesarios para fundar en la República un régimen de partidos, con el cual creyó posible acabar los males de índole política y administrativa, que sacudían a la nación frecuentemente y que no habían podido desterrar los gobiernos de México.

Tan arraigada fue esta idea en Calles, sobre todo después de advertir los aparentes bienes de los partidos políticos de Europa, que él, Calles, estudiaba con verdadera fruición y le parecía que era posible si no imitarlos, sí asimilarlos dentro de la mentalidad mexicana; tan arraigada, se repite, vivía esta idea en Calles, que con ella dio origen al mensaje del 1° de Septiembre de 1928.

Muy atrevida, por no tener los fundamentos necesarios para su desenvolvimiento y estabilidad, fue la proyectada innovación de Calles. En efecto, si de un lado México carecía de la tradición de partidos políticos; de otro lado, conducida la política nacional a partir de 1920 sobre el lomo de la idiosincrasia popular, pero principalmente pueblerina, el régimen sugerido por Calles no dejaba de encerrar manifiestos exotismos, que eran muy contrarios a la muy hincada doctrina de nacionalidad.

Existía además, dentro de los propósitos de Calles, una gran laguna de candor -de romanticismo político-; porque tal hombre, tan distinguido por sus aptitudes en el mando y gobierno de la República, y potencial heredero del obregonismo y jefe incuestionable de un partido propio como era el callista, sin vacilación alguna se dispuso a entregar su fuerza y su destino que le daba la oportunidad de seguir en el mando con el bien acepto oficial, a una fuerza que era posible, pero no probable; que correspondía a los contentos del ensayo y no a las responsabilidades de una realidad; que alteraba el pulso de una nación, agotada por los experimentos armados y pacíficos; que más se acercaba al tema de un visionario que de un ex Jefe de Estado.

La programada decisión de Calles constituía, indubitablemente, un acontecimiento nobilísimo, patriótico, de purísima cepa democrática, que contrastaba grande y gravemente con las inexcusables ambiciones de mando del general Obregón. Así y todo, no fue comprendida por los mexicanos. El título de verdadero servidor de la Nación, que mereció Calles, fue sustituido por indecorosos apellidos de que le hizo objeto la burla popular ignara, de manera que a partir de tales días, y hallándose ya sin función oficial aquel hombre fue, para el vulgo, ejemplo de la irresponsabilidad civil y política y por lo mismo individuo que, sin querer abandonar el influjo de su autoridad, seguía el camino de la desobligación constitucional y patriótica.

Erróneo, sin embargo, fue tal concepto que el pueblo tuvo de Calles; pues aquel deseo de instaurar la práctica de partidos, si ciertamente era controvertible, no significaba un teatro sui géneris desde el cual manejar por una sola persona, todos los hilos del Estado y la política. Así y todo, Calles, en acto de modestia cívica, dejó que Puig Casauranc, quien había sido el principal colaborador del documento hecho público en el Congreso, el 1° de Septiembre, fuese el encargado de divulgar las ideas acerca de los partidos y el iniciador del agrupamiento que iba a representar y hacer factible el programa de la Revolución; programa que en la realidad iban a trazar el general Calles y los principales líderes del callismo.

Organizó Puig el núcleo central director del partido; indicó los propósitos del mismo, aunque sin delinear un cuerpo de ideas; abrió las puertas de tal agrupamiento a todos los revolucionarios y hombres de buena voluntad y anunció que la constitución formal del partido se efectuaría al descender Calles de la plataforma del poder; y, al efecto, cuando ya todo estaba preparado al caso, apenas entregó la presidencia de la República al licenciado Portes Gil, Calles procedió a dar forma y fondo (1° de diciembre, 1928) a aquella nueva modalidad institucional a la que se dio al nombre de Partido Nacional Revolucionario; nombre conocido bien pronto con las siglas P.N.R.

Quedó al frente del P.N.R. el propio Calles; y sus colaboradores más directos fueron el licenciado Aarón Sáenz, el ingeniero Luis L. León, el general Manuel Pérez Treviño, el diputado Manlio Fabio Altamirano y los profesores Basilio Vadillo y Bartolomé García Correa.

Los hombres habían sido seleccionados cuidadosamente. En ellos no escaseaban la limpieza moral, ni la autoridad política, ni el espíritu emprendedor, ni el superior talento de la nueva pléyade mexicana. Entre ellos parecían eliminados todos los apetitos personales, de manera que el país les podía fiar su provenir, máxime que los cimientos que echaba tal grupo eran de aquellos que desde los comienzos anunciaban la perdurabilidad si no de acontecimientos de efectividad democrática, sí de hechos trascendentales para la vida del país.

La organización, en su aspecto exterior y al través de sus primeros pensamientos advirtió que su incuestionable caudillo era el general Calles; pero como éste al paso de la organización del partido, consideró inconveniente hacer compatible su silencio respecto a los ataques enderezados por los líderes de la Confederación Regional Obrera (que de hecho representaba al oficialismo) a los gobernadores e indirectamente también al presidente Portes Gil, determinó, como ya se dijo, retirarse del P.N.R.; y al efecto, escribió con cierta puerilidad política:

Vuelvo a la más sencilla situación de cualquier ciudadano; y así como antes afirmé que nunca aspiraría nuevamente a la presidencia de la República, declaro ahora que Plutarco Elias no volverá a ser, ni intentará jamás ser, factor político en México.

Sólo una debilidad momentánea acompañada por el desencanto que le produjo el digno, aunque violento e irrevente reproche del presidente Portes Gil, pudieron haber sido las pausas de aquel dictado de Calles, que riñó con la categoría de gran hombre; ahora que también señaló la decencia romántica del expresidente; porque si el ejemplo democrático tenía muchos atributos, ¿quién, dentro de las luchas políticas nacionales, iba a duplicar aquel espíritu de abnegación ciudadana de que daba pruebas el general Calles?

Por otra parte, como una de las principales preocupaciones de Calles fue la de mantener invariable el respeto individual y colectivo hacia el Estado y sobre todo hacia el primer Magistrado de la Nación, quiso, con aquella prueba de disciplina cívica, confirmar el principio de sumisión política en aras de la fortaleza y unidad autoritaria de México. Comprendió Calles, en efecto, que una palabra suya, en respuesta a la irreflexiva interrogación de Portes Gil, podía ser capaz de producir un cisma en el partido de la Revolución y una grieta en el monumento estatal, que en medio de numerosos sacrificios estaba erigido en la República.

No consideró así el vulgo el silencio de Calles ni la salida de éste del P.N.R. El vulgo cayó en la creencia de que todo lo ocurrido significaba el anonadamiento del caudillo; que éste, acompañado de su partido, estaba derrotado y que el presidente Portes Gil, sin la fuerza de apoyo que en torno de él representaba el callismo no sería capaz de sobrevivir a tales acontecimientos como jefe de Estado.

Es innegable que Portes Gil con su violenta impugnación a los líderes de la CROM y su reacción contra la personalidad de Calles, llevó a una prueba, de la más alta calidad, el valimiento de la autoridad presidencial y constitucional; pero de no haber topado su actitud con la serena y patriótica doctrina de Calles, los males a la Nación habrían sido innúmeros y profundos. Con un programa de rutina, y sin un partido de principios y coraje dispuesto a apoyarle y a la vez acercarle a la fuerza de la popularidad, el gobierno de Portes Gil se habría visto a poca distancia del naufragio.

Sin embargo, aquel Presidente que en los primeros días de su interinato no midió, pesó el efecto de las voces que se emiten en las tribunas y las que se expresan en la presidencia de la República, pronto cayó en las redes del discernimiento y llegando así al campo de las realidades, admitió el daño que hace dejarse guiar por la velocidad de las vanidades autoritarias y los caprichos de la impreparación; y lo que pareció, con gusto extremo de la vieja Contrarrevolución amenazante para la unidad en torno al Estado que había embarnecido el partido de la Revolución, luego se convirtió en una nueva comunión revolucionaria.

Al caso, sin menoscabar la autoridad que poseía de Primer Magistrado ni ser causa de una mengua de su personalidad, Portes Gil buscó la mano de Calles y del callismo; porque si no nécesitaba de aquélla para la incolumidad y seguridad del Estado, sí la requirió como garantía de una unidad de partido, con lo cual salvó al país de una crisis que se presentaba amenazante en todos los órdenes de la vida nacional.
Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo. Apartado 7 - Portes Gil en la presidenciaCapítulo trigésimo primero. Apartado 2 - Una época de incertidumbres Biblioteca Virtual Antorcha