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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 31 - DERECHO DE MANDO
LA LUCHA ELECTORAL DE 1929
Aunque por su apellido, el Partido Nacional Antirreleccionista resultaba anacrónico en 1929, por sus adalides, su independencia, su osadía y su representación, constituía incuestionablemente
una autoridad moral dentro de las lides políticas y electorales de México. No poseía, sin embargo, una autoridad indiscutible en el campo electoral, puesto que en su organización se señalaban grandes lagunas, ya originadas por la escasez de recursos pecuniarios, ya por la falta de espíritu público
nacional, ya porque sus caudillos más creían en la audacia de sus
designios que en las ideas de sus socios, ya debido a que el
partido carecía de un programa capaz de atraer y apasionar a los
individuos y grupos sociales. El Antirreeleccionista, pues, se caracterizaba hacia los días que recorremos, más por la composición desinteresada de sus miembros; más por las fórmulas
combativas y desafiantes que hacían públicas sus líderes; más
por la vehemencia y sinceridad de su maderismo, que por el
total de sus ideas políticas; porque éstas, en la efectividad, no
alcanzaban los niveles emprendedores y prometedores de las que
presentaba el Partido Nacional Revolucionario, del cual sería el principal y más activo rival.
El país veía en el Partido Antirreeleccionista no tanto una fuerza política, cuanto una garantía de honorabilidad política y una puerta para que la juventud mexicana, que se mostraba franca y abiertamente antagónica a las limitaciones funcionales del Partido Nacional Revolucionario al que se agregaba el apellido de oficial, debido a que sus adalides eran funcionarios del Estado y además su régimen económico estaba solventado por las autoridades locales y nacionales; para que la juventud, se
repite, se iniciase en la lucha por las idealidades políticas del
antirreeleccionismo, y como grande era la simpatía a la que
aunaba el poco o mal entendimiento del callismo, se quiso
aprovechar aquel ambiente a fin de que un hombre de categoría
moral fuese, sin ser ajeno al espíritu creador de la Revolución, el
candidato de tal partido a la presidencia de la República.
No poco era el estado de abatimiento en que se hallaba el
Antirreeleccionista después de la tragediá de 1927. Sin embargo, estaba al frente del partido un líder que, como Vito Alessio Robles, unía a la disciplina y gallardía del soldado, la sencillez de su trato y lo bien intencionado y patriótico de sus designios.
Gracias a esto, Alessio Robles puso al antirreeleccionismo en pie
de guerra, para en seguida destacar las presidenciabilidades del
licenciado José Vasconcelos y del general Antonio I. Villarreal.
Este, si poseía más trato y conocimiento de los asuntos
públicos y sociales de México que Vasconcelos, era en cambio
un poco apático y fatalista, por lo cual llevaba las cuestiones
políticas muy parsimoniosamente, dando la idea inexacta de
que desdeñaba su propia figura, aureolada como paladín de las
libertades democráticas y de la Revolución.
Vasconcelos, por su parte, veleidoso, escurridizo y engreído,
sabía hacer brillar su cabeza; ahora que carecía del conocimiento interno de la política mexicana, lo cual constituía una rémora para una empresa electoral. Ignorante de los medios de que era necesario servirse en un país rural para alcanzar un triunfo presidencial, creía que era posible inventar una política. De esta suerte cayó en las redes de las idealizaciones, que con
ser muy bellas y sentenciosas no correspondían a las que
convencen y seducen; y como lo que contradecía a sus muy
personales juicios, lo estimaba adverso a la moral, a la justicia y
a la ley, quiso imponer, apenas iniciada la campaña electoral, un
concepto conforme al cual sólo él tenia aprisionada la verdad.
Así y todo, Vasconcelos, más que Villarreal significó en
1929, la posible cercanía de la República a un nuevo mundo
político democrático y mexicano; y como por otra parte
Vasconcelos se dirigió con marcada vehemencia a la juventud,
hablándole con las voces más zalameras, frescas y magníficas,
poniendo el futuro a los pies de las nuevas generaciones que no
estaban dentro de los cuadros oficiales y callistas, como si los
hombres maduros de la Revolución hubiesen terminado
tempranamente sus vidas, pronto sentó plaza de fuerza y mayoría
dentro del Partido Antirreeleccionista, que a la vez hizo retroceder, hasta ponerle fuera de sus filas, al general Villarreal.
Fue un infortunio para el Antirreeleccionista perder un
caudillo del valimiento de Villarreal. No lo vieron y comprendieron
así los líderes de tal agrupamiento, quienes apuntalados con
los jóvenes oradores, poetas, músicos, pintores, abogados y maestros de escuela, admiradores de Vasconcelos, creyeron asegurada la victoria de su candidato, a quien el mundo literario de México llamaba Maestro y a quien, ingenuamente, daban los visos de un generalato en receso, pero sin limitaciones para emprender la guerra en caso necesario.
Con esto último, Vasconcelos trató de burlarse de los
soldados y políticos de la Revolución, en quienes siempre vio
inferiores a él dentro del campo de la intelectualidad; aunque en
este aspecto tenía razón, pues aquella pléyade revolucionaria
nació no de las aulas ni de los ateneos, sino en las aldeas
más pobres y atrasadas de México, lo cual lejos de ser denigrante
constituía una gloria para el linaje humano y para la propia
Revolución.
Hecho, pues, candidato presidencial del Partido Antirreeleccionista,
los discursos y manifiestos de Vasconcelos correspondientes
a los primeros dos meses de 1929, insinuaron la
posibilidad de que el Partido Oficial o Nacional Revolucionario,
no obstante su notoria pujanza y sus compromisos con un
mundo arraigado en funciones y empleos del Estado, cedería
amable y justamente al vasconcelismo la categoría que poseía,
como representante de las victorias políticas y guerreras de la
Revolución.
La ingenuidad de tales creencias no tenian paralelo. El
Antirreeleccionismo, reforzado con un innumerable agrupamiento de jóvenes valientes y lozanos, atrevidos y entusiastas, no entendió que el estímulo a la lucha cívica y electoral que le
ofrecía el Estado y el callismo correspondía al plan para
establecer un régimen de partidos en México ideado y apoyado
por el general Calles y que por tanto, los trabajos del vasconcelismo
constituía, para el partido oficial, un mero ensayo
democrático, del cual se quería hacer motivo de laboratorio.
Calles era, pues, en esos días, no un impostor, sino un
observador metódico que, sin exponer a su partido en aventuras
electorales, trataba de servirse de éstas a fin de dar un orden
electoral a su patria y evitar las frustraciones que se habían
realizado anteriormente y que tantos males acarrearon a
México.
Sin embargo, llevado por las figuras e imágenes más ilusivas
y propias de todos los actos políticos siempre engañosos, puesto
que nunca describen adónde esta la ficción y adónde la realidad;
llevado por las imágenes y figuras de las procesiones, aplausos y
discursos políticas, Vasconcelos no advirtió los proyectos
oficiales; tampoco fueron advertidos por una juventud hermosa
a par de golosa, que junto a la aventura jugaba a la política, y consideraba posible retrotraer los efectos multitudinarios de 1929 a las causas de 1910.
El gobierno de Portes Gil no sólo estimulaba a Vasconcelos
con una supuesta neutralidad a fin de dar realce a la oposición y realce también a las libertades públicas que en apariencia
respetaba. El Gobierno, además de los planes ideales de Calles,
pretendía alentar al vasconcelismo para que tomara una actitud
levantisca y se uniese a lo generales y políticos obregonistas que
preparaban una subversión nacional. Por otra parte, el propio
Gobierno utilizaba a Vasconcelos para mantener divididos a los
grupos políticos que amenazaba a las fuerzas oficiales.
Estas se hallaban bien preparadas. El poder de un partido
que había heredado todos los triunfos de la revolución:
hombres, ideas, leyes, instituciones, experiencia y dinero, era
casi inmensurable dentro de la vida mexicana. Además, ese
poder tan fuerte como brillante, estaba apoyado por una organización,
cuyas raíces se hincaban en el derecho de posesión de
tierras. Tras del gobierno se hallaba, pues, el poderoso agrarismo
incalculado por los vasconcelistas y por quienes, desde 1923,
creían que las victorias políticas urbanas eran las victorias
definitivas en la política nacional.
Y no era esa, durante los días que estudiamos, la única
estructura politica del mundo oficial mexicano. Ahora, el
Partido Nacional Revolucionario poseía una función precisa y de seguro eficiente, puesto que ni Calles ni el presidente Portes Gil iban a dejar resbalar o caer un agrupamiento dentro del cual estaban comprometidos los más distinguidos políticos revolucionarios
y los más elevados funcionarios del Estado. Creer que
tal partido cedería el puesto al vasconcelismo, cuando Calles,
como secretario de Gobernación, no lo había fiado en los dotes
de mando y gobierno de Vasconcelos, constituía en esos
días, la mayor de las ingenuidades.
Además, el P.N.R. no representaba únicamente los designios de Calles o los de Portes Gil. Significaba de manera inequívoca el orden y ambición de los principales grupos políticos emanados de la guerra civil; de las ideas políticas de 1910 y de
los compromisos personales y colectivos dictados por la razón
revolucionaria que había realizado el milagro de convertir las
luchas domésticas en leyes e instituciones que, con todos sus
errores y defectos, correspondía inequívocamente a la planta
formal y vigorosa del Estado mexicano.
A pesar del poderlo que encerraba política y electoralmente
el Partido Nacional Revolucionario, ninguna acción definida y precisa para el futuro podía ser considerada sin la certidumbre de que era capaz de vencer la crisis de 1929, que no consistió
únicamente en la amenaza que se cernía sobre el gobierno de
Portes Gil dados los preparativos sediciosos de quienes se
llamaban obregonistas puros, sino en mantener unido el espíritu
de las parcialidades políticas, que a la muerte del general
Obregón, reconocieron la jefatura del general Plutarco Elias
Calles.
Tal condición conflictiva era de lo más difícil a par de ser
bien amarga de cuantas había pasado la Revolución desde los
sucesos que precedieron el asesinato del presidente Venustiano
Carranza; porque eran tan vastos y heterogéneos los intereses a
conciliar dentro del P.N.R., que por ello, los generales y civiles comprometidos a sublevarse demoraban su determinación subversiva. Así, los líderes del P.N.R. cuidaban sus posiciones y palabras y de ninguna manera querían dar la idea de entorpecer la acción política y electoral del vasconcelismo. Un error politico en esos días dentro o al margen del P.N.R. habría restado autoridad a Calles y con ello embarnecimiento a los inocultos enemigos del Gobierno.
Atentos a todo lo que ocurría en el país, Calles y Portes Gil
estaban ciertos de que la designación del ingeniero Pascual Ortiz
Rubio como candidato presidencial del Nacional Revolucionario, equivaldría a la neutralización de las actividades y ambiciones electorales de 1929 en los grupos oficiales y obregonistas.
Sin embargo, frente a la presidenciabilidad de Ortiz Rubio
estaba la del general Aarón Sáenz, quien, ora como jefe de
ayudantes de Obregón, ora dentro de sus funciones de secretario
de Estado, ora en su carácter de líder político, ora examinado al
través de su integridad doméstica, ora clasificado por sus
virtudes personales, correspondía, sin género de dudas a una de
las más altas categorías de quienes formaban en la inspiración
creadora de la Revolución.
Sáenz, sin que ello minorara la personalidad de Ortiz Rubio,
sobresalía a éste en muchas brazas, tanto por su disposición para
entender bien las cosas, como por excepcional actitud industriosa;
y esto último, sobre todo era parte excepcional de la
mentalidad revolucionaria.
Esto no obstante, los grupos más allegados a Calles le
desconfiaban tanto por la independencia de su criterio y su
laboriosidad, a lo que se agregó las indicaciones de Portes Gil
llevadas a favorecer incondicionalmente la presidenciabilidad de
Ortiz Rubio.
Hubo, sin embargo, titubeos respecto a las candidaturas de
Sáenz y Ortiz Rubio; pues con señalada libertad se manifestaban
entre los militantes del P.N.R., las preferencias por el talento emprendedor de Sáenz o por el equilibrado sentimiento de Ortiz Rubio. Así, las disparidades y preocupaciones de los líderes del Nacional Revolucionario fueron llevadas hasta el vestíbulo de la convención reunida en Querétaro el 1° de marzo (1929); y aunque todo parecía ganado por una mayoría de delegados que
apoyaba a Sáenz, y esto en medio de una batalla democrática
sin igual, el influjo de Portes Gil entre los jefes de las delegaciones,
primero; el estallido (3 de marzo) de la sedición dirigida
en Sonora civilmente por el licenciado Gilberto Valenzuela y
organizada militarmente en Torreón por el general José Gonzalo
Escobar, después; hicieron cambiar el panorama convencionista
en pocas horas y el triunfo de Ortiz Rubio fue incontenible.
Así, el P.N.R. tuvo su primer candidato presidencial a tres meses de su fundación.
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