Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo primero. Apartado 3 - La lucha electoral de 1929Capítulo trigésimo primero. Apartado 5 - Derrota de los Renovadores Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 31 - DERECHO DE MANDO

LA SEDICIÓN DE ESCOBAR




La proposición del general Plutarco Elias Calles a raíz de la muerte del general Obregón, llevada a una junta de generales, conforme a la cual el derecho de presidenciabilidad en la Sucesión de 1929 debería quedar a los civiles, si bien constituyó una reforma política nacional de alta categoría y audaz proceder frente a las abiertas o encubiertas ambiciones de los jefes del ejército nacional, quienes después de sus campañas guerreras se consideraron dueños de todos los privilegios inherentes a los triunfos de armas; si bien constituyó, se repite, una reforma política, no por ello dejó de ser una idealización de la vida política de México. Calles, en efecto, con singular valor se adelantó a una época en la cual el ciudadano armado constituía el eje del Estado.

Tanto así fue el adelantamiento de los proyectos civiles, humanos patrióticos y honorables de Calles, que a pesar de la aprobación que a los mismos dieron los jefes del ejército en aquella reunión de Septiembre de 1928, en seguida del acuerdo aprobado con estusiasmo, empezaron a desarrollarse los planes para una subversión; y los despechos, odios y rivalidades hirvieron en los pechos de los generales que se sintieron discriminados de las lides políticas a las cuales habían llegado gracias al triunfo de sus armas.

Tampoco tal dictamen, derivado de un afán de progreso político, podría justificar las lesiones que en sangre y recursos pecuniarios iba a sufrir nuevamente el país con el asomo de una enésima lucha intestina, máxime que el general Calles no ignoró, desde los comienzos de septiembre, los aprestos guerreros que hacían los políticos, errantes con la muerte de Obregón.

Calles, sin embargo, durante los dos últimos dos meses de su gobierno denotó una aparente confianza. Bien sabía que no era posible un acuerdo conciliatorio con los inconformes, sobre todo después de la elección de Portes Gil, ya que tuvieron a éste como un mero instrumento de Calles, a pesar de que la candidatura presidencial de Portes Gil salió de los propios obregonistas; y comprendiendo y admitiendo la situación procuró heredar a Portes Gil una selección de jefes con mando de fuerza, capaces de hacer frente a los sediciosos.

Fueron los principales generales de tal selección Joaquín Amaro, Abelardo L. Rodríguez, Eulogio Ortiz, Juan Andreu Almazán y Lázaro Cárdenas; y aunque era corto el número de estos generales frente el número de los que conspiraban, tanto Portes Gil como presidente de la República y Calles como caudillo político responsable de aquella situación, debieron tener la certeza de que no sería la cantidad de jefes militares, sino la suma de los abastecimientos de guerra, lo que resolvería el triunfo del Gobierno o de los conspiradores.

Además, Calles y Portes Gil se complementaban de manera casi precisa; pues si el segundo representaba la garantía de la constitucionalidad, el primero caracterizaba la fuerza y experiencia de la guerra, de manera que ambos constituían una garantía de triunfo. Por otro lado, la ignorancia del presidente Portes Gil en las artes de la guerra, dio a Calles una incuestionable preponderancia para preparar la defensa del Estado; y como Calles a su vez se abstenía de intervenir en los asuntos políticos, pues aparte de que tales eran sus deseos, bien conocía el genio independiente e irreflexivo de Portes Gil, capaz de provocar un drama de las cosas nimias o accesorias, tanto uno como el otro se abstuvieron de invadir sus terrenos, gracias a lo cual, mientras los conspiradores continuaban preparando la sedición, Calles y Portes Gil vigilaban sus medios; y esto a pesar de que Calles carecía de función oficial, pero, se repite, no se consideraba desligado de su responsabilidad revolucionaria y de la que acompañaba a su estatura de ex presidente.

Tanta era, en efecto, la tranquilidad que aparentaba el presidente Portes Gil y tantas las fórmulas desdeñosas de Calles hacia sus enemigos, que éstos creyeron en la posibilidad de dar un golpe de audacia en la ciudad de México, para aprehender al presidente Portes Gil, a Calles y al general Amaro. Detúvoles, sin embargo, la prudencial advertencia del licenciado Valenzuela, a propósito de lo funesto que sería para el obregonismo y el país, la repetición de una cuartelada como la de 1913. Detúvoles asimismo la palabra del general José Gonzalo Escobar, quien observó el peligro de comprometer el triunfo del anticallismo en una sola acción que debería desarrollarse dentro de la capital.

De esta suerte, los planes para la cuartelada quedaron abandonados, y los caudillos de la conspiración convinieron en demorar sus proyectos sediciosos hasta no tener catequizados a los jefes de operaciones militares que hacia los primeros días de 1929 no estaban comprometidos en la subversión; a este fin empezaron a movilizarse los correos y la correspondencia epistolar. Esto último, sin embargo, se hizo de manera tan indiscreta que poco a poco fueron llegando los documentos comprometedores a manos de Portes Gil y Calles.

Este, aunque, como ya se ha dicho, había renunciado públicamente a la vida política, era el centro de los preparativos militares del Gobierno. No desempeñaba ningúna misión oficial; pero tanto para Portes Gil como para el secretario de Guerra, general Joaquín Amaro, Calles reunía en sí las cualidades de un caudillo capaz de salvar a las instituciones de cualquier tentativa sediciosa.

Ahora bien: si grandes y probadas eran las virtudes políticas y guerreras de Calles y si el influjo de éste cerca de los jefes y oficiales del ejército nacional tenía efectividad, no por ello desmerecía la figura del general Amaro. Este, en efecto, por su laboriosidad y talento seguía siendo el jefe previsor y emprendedor de las fuerzas armadas de México. Tenía un conocimiento preciso acerca de la capacidad de los jefes de corporaciones; sabía el estado de los abastecimientos; conocía palmo a palmo la geografía del país y no dormía sin enterarse de todos y cada uno de los partes militares. Asimismo, conocía los apetitos o ambiciones de la clase guerrera. Por último, estaba enterado de los proyectos sediciosos y de quienes se hallaban comprometidos en el asunto.

El capítulo central del proyectado levantamiento —y esto lo sabía Amaro— consistía en dar a la sedición un desarrollo de uniformidad, a fin de que el Gobierno no pudiese batir a los sublevados en grupos aislados, sino que se viese en la necesidad de acudir a un solo frente.

Bien planeado estaba el desarrollo de la subversión y Amaro acudió a dislocar tales disposiciones de los conspiradores; y al caso, ordenó que el general Roberto Cruz, comandante de Michoacán, quien estaba comprometido con los descontentos, entregase el mando militar de las corporaciones que tenía bajo sus órdenes.

Fue tal suceso el comienzo de una ofensiva del Gobierno sobre los francos y ocultos sediciosos; pues a continuación Amaro dispuso la concentración de treinta y dos cuerpos militares, con un efectivo de doce mil hombres, sobre las vías férreas en el altiplano estratégico.

Preparaba Amaro otros movimientos defensivos y ofensivos tratando con ellos de estrangular a los sediciosos en su propia cuna, cuando en un accidente deportivo sufrió una seria lesión en el rostro, que le alejó del cercano teatro de una nueva guerra. Fue esto un verdadero infortunio para el gobierno, puesto que Amaro además de sus cualidades personales: rectitud, probidad y responsabilidad, era un guerrero que, si no querido, sí gozaba de la admiración del país. Acusábasele de excesivo autoritarismo; pero en medio de aquellos días desasosegados y escasos de perseverancia y tranquilidad, la acusación, lejos de minorar la personalidad de Amaro, la enaltecía. Tanto así era el deseo nacional de que aquellas reyertas armadas, inexplicables en su superficie, terminaran para siempre. Harto estaba el país de aquellas perturbaciones bélicas que en nada mejoraban a la nacionalidad y sí empeoraban los créditos morales de la nación y de la gente.

Amaro, como se ha visto, con la destitución de Cruz y la movilización de tropas en el altiplano, trató a los conspiradores para que se levantaran; pero éstos rehusaron momentáneamente la contienda. Querían, en la realidad, prolongar una situación de incertidumbres con el deliberado propósito de ganar el tiempo suficiente para atraer hacia su partido a los jefes militares titubeantes; mas como el gobierno les estrechó restándoles corporaciones e incitándoles a tomar las armas, el general Jesús Aguirre, comandante de Veracruz, temeroso de quedar sin fuerzas debido a los movimientos de concentración dispuestos por Amaro, se vio en la necesidad de quebrantar los planes para llevar a cabo un alzamiento general en el país y el solo, con mucha precipitación y desligándose del cuartel general sedicioso, se declaró en rebeldía (3 de marzo); y ese mismo día, impelido por la ambición de ser el primero entre los primeros, tomó igual camino el general Francisco R. Manzo, comandante militar de Sonora.

Aguirre, con el objeto de justificar su alzamiento, expidió un manifiesto acusando al presidente Portes Gil y al Gobierno en general, de violar el Sufragio Universaf al pretender dar continuidad al callismo y por lo mismo de hacer omisión de la voluntad popular. Manzo, por su lado, hizo tema y lema de su levantamiento un documento redactado por el licenciado Valenzuela y llamado Plan de Hermosillo, conforme al cual, la Nación, indignada por los atropellos del callismo hacía cesar en sus funciones de presidente de la República al licenciado Emilio Portes Gil; mandaba también la deposición de los diputados y senadores que se manifestasen contrarios al levantamiento, y desconocía a los magistrados de la Suprema Corte de Justicia y a los gobernadores de estado que se negasen a reconocer el plan.

En este, se dio a las fuerzas sublevadas el apellido de Ejército Renovador, del cual se hizo jefe supremo al general José Gonzalo Escobar, entendiéndose que los sublevados no eran propiamente obregonistas, sino que se daban el apellido de renovadores. La renovación, en la realidad, consistía en exterminar a Calles y al callismo que dominaba al país desde hacía cuatro años. Calles, de acuerdo con el documento, era el responsable de los males que sufría México y por tanto le llamaban traidor de la Revolución y la libertad.

Firmaron el Plan de Hermosillo, (3 de marzo) que dio el pie de guerra a los generales Manzo y Aguirre, trece generales y un numeroso grupo de diputados, entre quienes figuraban individuos muy distinguidos en la política nacional; y esto a pesar de que la literatura del plan fue alambicada y ayuna de razón, causa por la cual no halló prosélitos civiles.

Más político y eficaz fue el presidente Portes Gil, quien para comenzar en aquel nuevo capítulo de las guerras intestinas de México, nombró secretario de Guerra y Marina al general Calles.

Este, a quien los obregonistas negaban aptitudes de soldado, no obstante las pruebas que tenía dadas a la Nación, puesto que bajo su jefatura había sido destruida la última expedición villista y reorganizado el ejército nacional; éste apartándose de lo que pudo significar brillo y arrogancia, tomó a su cargo las operaciones militares.
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