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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 32 - EL ESTADO
TERMINACIÓN DE LOS CONFLICTOS
Después de la derrota a los civiles y jefes del ejército que
concurrieron al pronunciamiento de marzo (1929), la creencia
de que el gobierno, en virtud de ser dirigido por los herederos
políticos de la Revolución, era débil e impopular y que por lo
mismo al soplo de un movimiento armado podía ser destruido,
empezó a perder adeptos; y aunque esto último no parecía tener
más explicación que la decadencia del espíritu revolucionario,
en la realidad, dentro de México se operaba un fenómeno
singular, aunque poco objetivo: la República asistía a la
mutación de Gobierno en Estado. Al reconocimiento y práctica
del principio de autoridad se asociaban ahora un conjunto de
direcciones disposiciones y regímenes, de manera que al arte de
mandar, dentro del cual tuvieron una gran función los hombres
de la guerra -los ciudadanos armados-, se había unido la
ciencia de gobernar, a la cual abrió puertas y ventanas la
inspiración creadora de Calles.
Sería hiperbólico y por lo mismo escaso de método
histórico afirmar que el Estado mexicano nació con Calles; pero
en cambio es probable decir que el Estado mexicano concebido
por Benito Juárez en los umbrosos días de la Reforma, y el
Estado naturalizado por Porfirio Díaz en las alegóricas horas de
los Treinta Años, llegó a su más alta evolución al ser entregado
al intuitivo talento de Calles.
Más por adulación que por certeza a este último le llamaron
estadista; y si no lo fue, se debió a que el Estado mexicano
estaba en la parte final de su formación y en la primera de su
embarnecimiento; también de su burocratización, por lo cual, si
en ese período que analizamos, presentaba no pocos aspectos de
gobierno que mucho se asemejaban a los de una entidad
faccional, esto serviría para que poco a poco, pero siempre en
serie progresiva se limaran sus asperezas, se contrajeran sus
violencias y tocaran a su fin las excepciones que la guerra y la
política sembraron en el país.
La mutación observada durante esa época produjo no pocos
notorios cambios en la mentalidad nacional. A la idea sobre la
indestructibilidad de aquel gobierno hecho Estado, se siguió la
idea de las concordancias; esto es, de una necesidad de
entendimiento y armonía -necesidad de la paz misma. Una paz
que ya no sería obligada, sino voluntaria, que había hecho
comprensible y posible la seguridad de que no era factible
derrumbar lo que constituía la nación misma.
De esta suerte, paso a paso y sin humillación alguna, sino
por títulos de racionabilidad, fueron rindiéndose las fuerzas
contrarias a lo que había sido anticallismo y ahora era
antiestado. Una de tales fuerzas, quizás la más importante,
puesto que lidiaba con el valer del ser y creer individuales, fue la
religiosa.
La más pura y entrañable de las religiosidades, asociada
beatífica y píamente al fanatismo insurrecto, comprendió que si
Calles, a pesar de lo poco amable que era su nombre entre el
vulgo, había dominado con facilidad la sublevación de una parte
del ejército, pocas esperanzas de triunfo restaba a las partidas
armadas de cristeros que se movían en el centro de la República,
y cuyos recursos y vidas estaban muy mermados después de una
lucha de desigualdad con el ejército de la Nación.
Esta sedición, dirigida desde los sótanos por la Liga de Defensa de la Libertad Religiosa, que mucho entusiasmó a la juventud católica por el atractivo que siempre tienen las conspiraciones, las aventuras armadas y los combates idealizados
y que en ocasiones alcanzan el poder magnético de las correrías
recreativas, no había tenido un solo triunfo, capaz de estimular
un porvenir más o menos notorio, hasta los días que se siguieron
a la derrota del Ejército Renovador.
Numerosos, es cierto, fueron los actos de heroísmo
desesperado y de altas manifestaciones litúrgicas y confesionales
catalogadas al través de aquel alzamiento. Un buen número de
sus abnegados capitanes fueron sacrificados impiadosa e inmerecidamente;
pero no sólo con el aniquilamiento de los
renovadores pudieron calcular los jefes cristeros lo infructuoso de su lucha. Lo infructuoso provino también de que no sería de aquellas filas juveniles de donde saliese un caudillo con
capacidad para alcanzar un título de guerrero.
Tenía la jefatura cristera el general Enrique Gorostieta,
hombre impetuoso, valiente; pero ilusivo. Creía, no obstante
los años transcurridos, en las enseñanzas de la Guerra Civil, y
ello por haberse formado en la escuela porfirista, en la táctica de
la milicia pura, por lo cual, colocado al frente de una masa rural
que luchaba por su fe y no por el orden, no hizo más que
idealizar el cristerismo, caer pronto en el campo de la fantasía y
así quedar muerto (2 de junio, 1929) en el campo de la realidad.
Además, aquel juego de semejanzas guerreras, al cual
concurrían lo mismo grupos de excelsos posesos que una
pléyade de ricos e inteligentes jóvenes jaliscienses, se debilitó
con el fusilamiento (9 de febrero, 1929) de José de León Toral,
a quien se ponía como ejemplo del sacrificio personal y juvenil.
León Toral, como ya se dijo, fue sentenciado a la pena capital
por el jurado reunido en la ciudad de México, en noviembre de
1928.
Por otra parte, los obispos expulsos, acusados no siempre
con pruebas, como los instigadores del alzamiento cristero,
comprendieron que su obra catequista y pía en México estaba
siendo sepultada por una acción armada que no era en tiempo,
ni en recursos, ni en método, la mejor expresión de la fe.
Comprendieron asimismo que la República tenía instaurado, al
fin, un Estado civil fortalecido por las ideas de la Revolución y
por las nacientes pléyades revolucionarias; también por las
primicias de un ambicionado desarrollo económico que ya
apuntaba sobre la línea frontal de México.
Así, tan dignos como cautos varones -y sin comprometerse
ni comprometer a quienes andaban alzados—, midieron con su
religiosidad, sus reglas y su saber, las posibilidades para acabar
con el estado de cosas motivado por la acción bélica de la Liga de Defensa; y como advirtieron que dentro del Estado no existía un propósito específico para aniquilar o excluir del país a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, convinieron en aprovechar, siempre con recogimiento cristiano y medidas prudenciales
los ofrecimientos privados inspirados por muy buena
fe, para conversar con las autoridades civiles de la República,
que a su vez, creyendo en la necesidad de hacer volver
la tranquilidad a las conciencias azoradas por la guerra y
las maliciosas incitaciones belicistas, parecieron dispuestas a no
perder la oportunidad de hacer un entendimiento verbal
recíproco y de consideración honorable, con los representantes
de la Iglesia, gracias a lo cual se calculó que era factible terminar
con una situación nacional conflictiva, tan compatible a los
deseos de paz que animaban a todos los mexicanos.
No faltó, frente a ese estrado comprensivo en el cual de un
lado se presentaban la Ley y de otro lado la Fe, la oposición;
hecha ésta lo mismo dentro del Estado como dentro del Clero.
Ello, sin embargo, era explicable; pues los atropellos llevados a cabo a veces con excesos, arrogancias y burlas, por las
autoridades del Estado y las violencias de los sediciosos,
lesionando los intereses de la Nación, amenazando el resto a la
Constitución e inspirando la desobediencia a los gobernantes,
produjeron tantos odios y recelos, que pareció imposible que
una palabra de una parte y de la otra parte, fuesen suficientes
para que los rencores quedasen sepultados y cada quien volviese
a su punto de partida sin poner en práctica la función de la
venganza.
Sin embargo, la gravedad y decoro, la habilidad y patriotismo de los obispos Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz y Flores, alcanzaron tanta magnitud, que aquella época conflictiva, que parecía insondable, terminó felizmente, sin convenios ni compromisos.
El presidente Portes Gil, con ser tan impulsivo y extremoso
en los alardes de ideas no concordantes a su manera de ser, sin
descender un solo minuto de su jerarquía civil, de su responsabilidad
de Jefe de Estado y de sus deberes constitucionales, con
extraordinario acierto restó a las conversaciones con los
prelados todos los signos de una negociación para hacerlas
motivo de una mera acción informante, con lo cual ni el Estado
transó ni la Iglesia se sometió. Pocas veces se ha visto un
acontecimiento llevado al final con tanto comedimiento como
felicidad.
Al efecto, el 21 de junio (1929), el Jefe de Estado hizo
pública la conversación con los obispos Díaz y Ruiz y Flores,
indicando que asi como los dignatorios católicos le habían
expresado el deseo de reanudar el culto, él a su vez establecía
que el Gobierno no pretendía destruir la identidad de la Iglesia
ni intervenir en las funciones espirituales de esta.
Y lo anterior fue todo lo que se necesitó para poner fin a
una situación anormal, en la que mediaban las armas y las
ofensas y que causaba empacho a la República, dolor a los
ciudadanos, tristeza a las familias, incomprensión al extranjero e
inseguridad y alarma a propios y extraños.
Después de cinco guerras civiles y de un buen número de
alzamientos, ora locales, ora nacionales, aquella rebelión
cristera, con todos los ejercicios que traen consigo los odios y
venganzas, dañó tanto la respetabilidad de México y el desenvolvimiento
del Estado, que sólo puede quedar como una manifestación
heroica y, por lo mismo, será ajena a aquellas
promociones del alma alterada de los pueblos que dejan las
huellas de una grandeza ideal.
Tan profundamente habían perjudicado al alma del país los
acontecimientos desarrollados en torno a la grey católica, a los
obispos y a la Liga de Defensa de la Libertad Religiosa, que los caudillos de ésta pretendieron desconocer la solución tomada por los prelados, a pesar de que los propios obispos habían
consultado previamente el caso con la Santa Sede.
Aquel encono de ánimos, no sólo llevado contra las
autoridades supremas de la República y las Leyes nacionales,
sino también dentro de la jerarquía eclesiástica, produjo tantos
quebrantos y recelos, que entre algunos prelados nacieron dudas
respecto a la reanudación del culto, sobre todo porque a esa
hora de terminar con aquel estado de cosas fue aprehendido y
obligado a salir del país el obispo Francisco Orozco y Jiménez;
y porque los gobernadores de Veracruz y Tabasco, partidarios
de una rigurosa observancia del radicalismo, se negaron a desistir
de la aplicación de leyes que hacían escarnio del clero y de la
Iglesia.
En efecto, tanto el gobernador veracruzano Adalberto
Tejeda, como el tabasqueño Tomás Garrido Canabal, pusieron la
situación conflictiva que existía en la República sobre el camino
de la política; y esto, que más obedecía al oportunismo y a la
jactancia que a la convicción, lastimó nuevamente a la grey
católica e hizo recelar a algunos obispos, quienes insistían en
creer que el poder eclesiástico mexicano, muy duramente
castigado por las contingencias y luchas examinadas, no debía
de retirarse de un campo de luchas mientras no recogiera
ventajas; pues parecía absurdo que la sangre de una abnegada y
hermosa juventud católica no tuviese premio material y que
todos aquellos sucesos conocidos con el nombre de conflicto
religioso, llevado al teatro mundial con gran aparato contra el
Estado mexiano, quedase reducido a la reanudación del culto en
los templos católicos.
Sin embargo, las inquietudes finales de la juventud alzada en
armas, de la Liga de Defensa Religiosa y de los prelados más recelosos, fueron finiquitados ante la firmeza de los obispos Díaz y Ruiz y Flores. Así, el culto quedó reanudado, y lo que
parecía imposible: el regreso de la grey católica a la paz, se hizo
realidad, no sin dejar en el país profundas huellas de amargura
social y de desnivel económico, principalmente en el centro de
México, a donde las mermas del comercio, agricultura e
industria, así como en los ingresos del fisco, produjeron una
pérdida a la Nación de cincuenta millones de pesos oro.
Presentación de Omar Cortés Capítulo trigésimo primero. Apartado 6 - Consecuencias del pronunciamiento Capítulo trigésimo segundo. Apartado 2 - Desarrollo económico
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