Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo segundo. Apartado 13 - Crisis oficialCapítulo trigésimo tercero. Apartado 1 - Un presidente substituto Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 32 - EL ESTADO

LA CAÍDA DE ORTIZ RUBIO




Para el presidente Ortiz Rubio, no fue extraña ni intempestiva la situación política que se presentó a la vista y conocimiento del país desde los comienzos de 1932. El Presidente presintió la debilidad de su gobierno para la hora en que las intrigas, injurias, y difamaciones, asociadas a las ambiciones de personas y grupos, pusieron en estado de peligro la dignidad presidencial y la tranquilidad de México.

Ortiz Rubio no atribuyó tal situación a inquina o descontento del general Calles, puesto que sin subordinar sus actos a los designios o compromisos de éste, no había dado lugar a que el mismo Calles le creyese enemigo personal o enemigo de los principios revolucionarios. Bien calculadas llevó siempre Ortiz Rubio sus relaciones con Calles; aunque éstas estaban envueltas en tantos pliegues de observancias y veleidades; de tolerancias y motivos secundarios, que no siempre parecieron ciertas y rectas.

Tampoco podía Ortiz Rubio imputar las dificultades que hallaba a cada paso para el buen orden público y administrativo a la nueva pléyade que era contraria al Jefe de Estado, estimulaba los rumores antigobiernistas y ambicionaba el Poder, aunque tales manifestaciones sólo correspondían al verbalismo negativo.

Si la posición del Presidente se debilitaba día a día; el descontento crecía y la autoridad enflaquecía, todo eso empezó a ser producto de una actitud de orgulloso aislamiento de Ortiz Rubio, de manera que pronto comenzó a advertirse que éste no tenía interés en mantener esa posición, puesto que quienes le habían llevado a la presidencia, ahora se le manifestaban hostiles.

Y, en efecto, los sentimientos de enemistad hacia el Presidente iban cundiendo de los más cercanos colaboradores presidenciales a los miembros del Congreso; de éstos a los gobernadores, de tal suerte que todo ese proceso de descomposición política y administrativa, lo conoció el Presidente desde el final de 1931.

La primera advertencia acerca de las amenazas que se cernían sobre su período presidencial, la tuvo Ortiz Rubio en octubre de 1931, con motivo de una reunión de secretarios de Estado. Al efecto, durante tal junta, el general Juan Andreu Almazán, presentó su renuncia como ministro de Comunicaciones, y al tiempo de esa decisión propuso que el general Calles fuese nombrado presidente interino de la República en sustitución de Ortiz Rubio, no obstante que éste no había dimitido ni tenía en cartera tal dimisión. El acontecimiento, pues, era para preocupar, puesto que si de un lado indicaba el poco valor que se daba a la autoridad constitucional de México; de otro lado, establecía cuán grande y poderosa era la personalidad de Calles.

En la realidad, las manifestaciones y propósitos políticos llevados a cabo con el objeto de derrocar a Ortiz Rubio, carecían de base patriótica. Si el Presidente titubeó ante algunos negocios públicos y dio muestras de incertidumbre en sus tratos con los secretarios de Estado, se debió, por una parte, al estado de transición en que se hallaba la política revolucionaria; por otra parte, al hecho de que muy corto era el plazo durante el cual se pretendía que Ortiz Rubio enderezara los negocios nacionales.

Entre las acusaciones principales que se hacían a Ortiz Rubio, era de que los secretarios de Estado se burlaban de la autoridad presidencial y recurrían al consejo y acuerdo del general Calles. Cierto que no escaseaba tal realidad; pero ésta descendía de las cortedades o rivalidades de los propios secretarios de Estado.

Estaba encargado de la secretaría de Gobernación, el general Juan José Ríos, individuo fanfarrón y cretino, quien llevaba la romántica fama de haber sufrido prisión en las postrimerías del régimen porfirista. Tan pobre de preparación y aptitudes para conducir aquella función de su ministerio era Ríos, que en lugar de tener con su autoridad administrativa y política el progreso de enredos y apetitos de sus colegas, no hacía más que aumentarlos con su indiferencia, ignorancia y necedades propias de su petulancia.

Un segundo enemigo doméstico que tenía el Presidente, era el secretario de Hacienda Alberto J. Pani, quien llevado por su vanidad personal desmedida, más pensába en el futuro de su figura política que en los intereses patrios y constitucionales. Pani, haciendo rodar su talento, al cual agregaba una improvisada cultura, en pos de una posición que le permitiese acercarse con ventajas a un futuro presidencial, era de los primeros en buscar la consulta de Calles, de modo que daba la idea de que Ortiz Rubio carecía de capacidad para dictar resoluciones sobre los problemas fiscales y administrativos de la hacienda pública.

Tan pequeño y corrompido estaba el medio político, en el que los caudillos no tenían más aspiración, por haber visto cuán fácilmente había llegado Ortiz Rubio al Poder, que creíanse llamados a tener la misma y feliz suerte de Ortiz Rubio.

Sembradas así las ambiciones, desconfianzas y cizañas entre Presidente y secretarios de Estado; entre ortizrubismo y callismo; envenenado el ambiente oficial; fomentando el descrédito popular del Presidente, éste fue conducido poco a poco hacia la hora de su renuncia. Los amigos y colaboradores; los políticos y funcionarios, le fueron dejando solo. El único hombre que permanecía a su lado, con mucha firmeza y decisión, era el general Amaro; pero éste se hallaba imposibilitado, no obstante ser el secretario de Guerra, para proceder contra los enemigos del Presidente. Una acción de tal naturaleza, hubiese significado destrozar al propio Gobierno, puesto que no era del mundo independiente, sino del oficial, de donde partía el proyecto de destituir o hacer renunciar a Ortiz Rubio.

Este último, sin embargo, no fácilmente podía ser realizado. Ortiz Rubio, a pesar de que sus propios colaboradores le llamaban hombre de paja, se dispuso a hacer resistencia; pero Amaro le hizo saber que el ejército seguiría la corriente trazada por Calles y que tenía todos los vistos de ser adversas al Jefe de Estado. Quiso conocer el Presidente la opinión de otros secretarios de Estado. Todos enmudecieron. De los generales, sólo Lázaro Cárdenas se puso a sus órdenes y sin aludir a las probabilidades de un derrocamiento presidencial, manifestó su decisión de estar al lado de quien ejercía el poder constitucional.

Sintiéndose con todo esto falto de apoyo y por lo mismo en manos de sus enemigos, y no deseando prolongar aquella situación hasta hacerla objeto de violencias, el Presidente se dirigió al general Calles haciéndole saber su propósito de renunciar. Pani, conocido que hubo la carta de Ortiz Rubio, aconsejó a Calles que contestara a Ortiz Rubio de manera que éste no pudiese cambiar de opinión o de hallar un pretexto para aplazar la anunciada renuncia.

La respuesta de Calles fue, en efecto, motivo definitivo para que el Presidente diese el paso final de su gobierno; y al caso, con señalada fortaleza de ánimo reunió a los secretarios de Estado (septiembre 1° de 1932) y les anunció su renuncia.

De todos los concurrentes a aquella junta, efectuada en el Castillo de Chapultepec, sólo la voz del procurador general de la Nación se opuso a los designios de Ortiz Rubio, considerando que tal decisión minoraría la fuerza de la autoridad nacional. La palabra del procurador resultó vana. Los circunstantes callaron.

Fue tal reunión una escena luctuosa, en la cual terminó el primer ensayo de un régimen político mexicano al que Calles llamó institucional o de partido; que otros, en medio de la inventiva política apellidaron dual; y que para el vulgo fue la mejor prueba de la existencia de un nombrado Maximato, vocablo original en el título, más seráfico que pernicioso, de Jefe Máximo de la Revolución, confirmado a Calles por Luis L. León, uno de los adalides políticos revolucionarios más admirables de los días que estudiamos.
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