José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 32 - EL ESTADO
LA POBLACIÓN NACIONAL
Después de la gran merma que sufrió la población de México entre los años de 1910 a 1920, y esto no como consecuencia de las bajas producidas por las guerras, sino por los casos fatales ocurridos con las pestes, miserias de dinero y alimentación,
escaseces de vestido y de techo y, en fin, debido a toda la corte
de males que traen consigo las conflagraciones; después de tales
mermas, la política llevada a cabo por los gobiernos del partido
revolucionario a partir de la presidencia de De la Huerta
—política encaminada a la procuración de mejores condiciones
de vida y de medios de ocupación, para los filamentos más
débiles de la sociedad mexicana— pudo contemplar una
reposición demográfica del país.
Esta reposición de material humano no se originó, durante
la década de 1920 a 1930, por cálculos acomodaticios o conciliatorios,
sino como resultado de los censos de población
llevados a cabo con un sistema preciso de orden y números,
organizado por iniciativa del general Calles.
Al efecto, éste mandó el establecimiento de un departamento de estadística nacional, capaz de enseñar al país sus deficiencias
y progresos; y se encargó de tal departamento el
ingeniero Juan de Dios Bojórquez, persona con señaladas
aficiones literarias, pero asimismo de muchos méritos en lo que
respecta a la preocupación de dar a México una noticia exacta y
eficiente de sus condiciones de vida.
No era fácil, sin embargo, la tarea encomendada a
Bojórquez, pues los trabajos estadísticos, además de primerizos
y novedosos, carecían de solidez científica. Así y todo,
Bojórquez les dio derechura y crédito con su laboriosidad y con
la organización de dos reuniones nacionales, gracias a lo cual, los
resultados censales del país pueden ser considerados y tratados
con menos reservas y precauciones que los llevados a cabo con
lujo y lozanía durante el régimen porfirista.
Gracias, pues, a tales trabajos, la estadística nacional
estableció que la reposición de la población mexicana era una
realidad, y que la República tenía en 1930, dieciséis millones
cuatrocientos cuatro mil treinta habitantes.
A esa cifra, que denotó un progreso demográfico, que en el
fondo constituía un estímulo para el desenvolvimiento social y económico de México, se siguió el que señaló cómo el 70.2 por
ciento de la población económicamente activa de México
correspondía al trabajo del campo. Esta población quedó
representada en números con el de tres millones seiscientos
veintiséis mil individuos.
Las precisiones de la estadística fueron tan efectivas en la
moral nacional, que con ellas se empezó a demostrar que las
guerras intestinas, no obstante su obra destructiva, no habían
exterminado a los mexicanos, como proclamaba el pesimismo y
como lo pretendían significar en sus programas los partidos de
la Contrarrevolución, puesto que dentro del censo general que
fijó la cifra de dieciséis millones no quedaron incluidos los
mexicanos residentes en Estados Unidos que sumaron en ese
mismo año de 1930, un millón cuatrocientos veinticinco mil
individuos, de los cuales, en su mayoría eran emigrados como
consecuencia de las guerras, entre los años de 1913 a 1916.
De los mexicanos establecidos en Estados Unidos, la mayor
parte estaba concentrada en los estados de Texas y California.
En Texas, del total de su población, el doce por ciento era de
mexicanos.
La pérdida migratoria sufrida por el país no quedó
compensada con los inmigrantes extranjeros radicados en
México. Estos, aunque aumentados en 1930 a ciento cincuenta
y nueve mil ochocientos setenta y seis, sólo sobrepasaban en
cuarenta y tres mil a los que existían en México antes de 1910.
De tales extranjeros, diecisiete mil eran de nacionalidad
guatemalteca, veintiocho mil españoles, doce mil norteamericanos,
catorce mil de diversas nacionalidades centro y sudamericanas. Había también, a pesar del éxodo, dieciocho mil
chinos. Entre los restantes, el mayor número correspondió a los
turcos y sirio-libaneses.
Las cifras, como queda dicho, fueron muy placenteras para
el país, aunque causaron una preocupación para las autoridades
nacionales, puesto que se advirtió que si no en las ciudades, sí
en los campos, el crecimiento de población no hacía sino gravar
el problema de la falta de trabajo, produciéndose con lo mismo
mayores inquietudes, porque a las procuraciones de tierras se
siguieron siempre las invasiones violentas y ajenas a las órdenes
de las autoridades locales y ejidales.
Tan grande, pues, se hizo el problema de la desocupación y tan importante el emanado del crecimiento demográfico, que el
Estado empezó a considerar la necesidad de reglamentar la
inmigración de españoles y americanos. El número de inmigrantes
peninsulares aumentó durante los años de 1928 a 1929,
en un treinta y cinco por ciento, comparado con las cifras
registradas en 1926 y 1927, y se previó que para 1930 llegarían
de cuatro a cinco mil hispanos más y de cinco a siete mil
centroamericanos.
Esas proporciones migratorias correspondieron precisamente
a los días de un exaltado nacionalismo, que hablaba de México
únicamente para los mexicanos o bien de México se basta a sí
mismo; y como los gremios obreros y las comunidades
campesinas empezaron a pedir la intervención del Estado a fin
de que se prohibiese la llegada de nuevos competidores del
trabajo, la secretaría de Gobernación dictó las primeras
medidas con el objeto de reglamentar, en sentido restrictivo, la
entrada al país de inmigrantes que no tuviesen permiso previo y
sobre todo anticipados contratos de trabajo. Con estas medidas
comenzó una política migratoria que dio fin a la vieja idea de
que México necesitaba colonizadores extranjeros.
Muy radical era, sin embargo, el comienzo de la política de
restricción migratoria; pues al aumento de la población
correspondía un aumento en las defunciones, de manera que
faltaba la estabilidad demográfica. Los mayores coeficientes de
mortalidad los dieron en 1929 los estados de Guanajuato, con
36.10; de Colima con 35.51 y México con 31.10. En Oaxaca, el
número de fallecimientos causados anualmente por las diarreas,
era de siete mil individuos, mientras en Tabasco y Sinaloa, en
Tamaulipas y Michoacán las víctimas del paludismo marcó un
dieciocho por ciento de la mortalidad.
Los datos estadísticos no sólo denotaban la inestabilidad en
la población, sino también la existencia de un problema de
salubridad que producía un desgaste continuo y aparentemente
irremediable en el seno de la sociedad nacional.
Por esos días que recorremos, no es mucho lo que avanzaba
la República con el conocimiento de sus estadísticas. Estas no
tenían aprecio material y más parecían propias a un entretenimiento
oficinesco que a las necesidades del país. Ahora, si el
mundo nacional se mostraba indiferente hacia esas noticias
oficiales, los esfuerzos para producir en cifras los principales
capítulos humanos lograron un gran influjo moral en el país.
Por otra parte lo que ocurrió con el desarrollo demográfico fue
de manera determinante un capítulo de la evolución mexicana;
pues si ésta no se manifestó en letras bellas ni en certeras
acciones políticas, se debió a que los enlaces de un hecho a otro
hecho se produjeron lentamente y en medio de los pesimismos
que el país heredó de las luchas intestinas.