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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO CUARTO
CAPÍTULO 32 - EL ESTADO
COMERCIO, INDUSTRIA Y BANCOS
Desde los comienzos del gobierno nacional presidido por el ingeniero Pascual Ortiz Rubio, el secretario de Hacienda Luis Montes de Oca, quien debido a su talento político y administrativo y también a su inspiración creadora, había ganado
mucho ascendiente, primero en el ánimo del general Plutarco
Elias Calles; después en el de Ortiz Rubio, se propuso desviar la
política fiscal del Estado nacional hacia los negocios concernientes
a la economía mexicana; mas no para dirigirlos, antes a
manera de que la acción y pensamiento oficiales constituyesen
un estímulo para tal economía. Al caso, Montes de Oca
proyectó, ora acrecentar los créditos internacionales, ora dictar
medidas hacendarias convenientes, ora dar el apoyo oficial al
inversionismo doméstico, al aumento de la producción nacional
y al desenvolvimiento del capital privado de México.
Montes de Oca, siempre de acuerdo con los pensamientos y
proyectos de Calles y guiado por su propio espíritu liberal,
creyó en la necesidad de amortiguar las exageraciones llamadas
revolucionarias, a fin de aprovechar las iniciativas y procuraciones
de la Revolución en el orden de construir una riqueza
trascendental mexicana. En este sentido, y sin desdorar la
ciencia del liberalismo económico de la cual era teórico y practicante, Montes de Oca fue muy optimista. Así, todo lo que
examinó lo hizo parte de la factibilidad; y esto en medio de
tantas preocupaciones patrióticas, que si de un lado empezó a
rehacer la tradicionalidad arquitectónica, de otro lado inició la
rehabilitación del localismo, incitando al país a pensar en sus
propias bellezas y en sus propias fuerzas. Dio así Montes de Oca
a las cuestiones económicas vigorosos visos de nacionalidad.
Ahora bien: asociando la mentalidad política de esos días
que remiramos a la mentalidad económica que pretendía
sembrar en su patria, Montes de Oca, con comedimiento y conocimiento, se abstuvo de hacer referencia a la existencia o
formación de un capital mexicano; y ello, no tanto por saber la
falta de tradicionalidad capitalista en México, cuanto porque el
solo vocablo podía suscitar desconfianzas en un pueblo que sin
ser socialista o anticapitalista, durante dos décadas había oído
hablar de las clases ricas o propietarias con señalado desden.
Los afanes de Montes de Oca, como se ha dicho, hallaron
mucha acogida en Ortiz Rubio, quien sin negar los males que los
pudientes mexicanos habían producido al país debido a sus
exaltados egoísmos y colaboracionismos con el régimen
porfirista, creía en la necesidad de dar cuerpo a una clase selecta
dentro de la economía mexicana, considerando que tal propósito
estaba comprendido en las características de la Revolución.
No era Montes de Oca, en el círculo de los hombres más
importantes de México, durante la temporada nacional que
estudiamos, el único que procuraba un programa de reforma y
estabilidad económica y financiera para el país. A tales días
correspondió la natividad de una élite de la economía
preconizada por la Revolución. De esa élite, fueron los primeros
adalides los generales Abelardo L. Rodríguez y Aarón Sáenz.
Ambos, en efecto, iniciaron la organización formal, honorable y
con propósito específicamente de nacionalidad, de empresas y
negociaciones extra Estado, para lidiar con cuestiones
industriales y mercantiles.
Dentro de los planes y desarrollo de éstos, tanto de
Rodríguez como de Sáenz, fue posible advertir con claridad, los
comienzos de una organización económica mexicana que, sin los
vicios del capitalismo, llevaban a crear riqueza, trabajo,
producción y consumo.
Sin una teorización previa, Sáenz y Rodríguez se apartaron
del desarrollo de la plusvalía, e idealizaron tipos de cooperativas
que, sin ser tales, sí formaron corporaciones de trabajo productivo,
que fue base de empresas industriales, agrícolas y
pesqueras.
Esto mismo, que desenvolvieron aquellos tres constructores
de riqueza mexicana que fueron Montes de Oca, Rodríguez y Sáenz, lo llevaron a cabo, aunque en pequeño, los comerciantes
que en Sonora, Baja California y Sinaloa surgieron de la masa
pobre e ignorante correspondiente a la población rural, para
sustituir a los mercaderes chinos; y fue tanto el desarrollo que
esta segunda parte de aquella incipiente riqueza adquirió, que
gracias a ella fue posible minorar en el noroeste de México el
impacto que causó la crisis de 1929 y 1930.
Frente a una desocupación urbana que sólo en 1932 alcanzó
la cifra de ochenta y nueve mil individuos cesantes, y de una
emigración, casi en masa, que pugnó al final de 1929 por ir a
ofrecer trabajo barato a Estados Unidos; frente a un desnivel
amenazante de las exportaciones que en dos años descendieron
en un cuarenta y ocho por ciento, y frente a la caída de un
treinta y cinco por ciento del ingreso nacional; frente a todo
eso, aquella nueva fuente de pequeña inversión que fue el
remplazamiento de los intereses chinos por intereses mexicanos
—fuente que luego se dilató a los estados de Chihuahua y Tamaulipas- sirvió para dar un impulso a la ya desalentada
economía práctica y popular del país.
Por otra parte, fue útil a una reintegración de la corta
vitalidad económica de México, las disposiciones dictadas por el
Gobierno a fin de evitar la fuga de braceros a Estados Unidos y
de buscar la repatriación de los naturales que vivían en Texas.
Esto último, llevado a cabo cuando todavía el país no salvaba la
crisis económica, fue una medida valiente que mucho sirvió;
puesto que esa gente, en su mayoría, llegó a reanimar la minería
gambusina, que siempre dio en México un modo de vivir, si no
absolutamente legal, sí favorecedor de la paz y tranquilidad en
las regiones montañosas. Además, esos mismos repatriados
llegaron a estimular la agricultura en el norte de Tamaulipas y
Nuevo León.
La pobreza nacional, sin embargo, alcanzó tanta profundidad
en la República, que el índice de consumo de telas de
algodón fue, entre 1930 y 1932, a razón de seis pesos anuales
por habitante, lo que constituyó el equivalente a una pieza de
manta cruda de veinticinco metros. Deplorable fue asimismo
que dentro de los años mencionados decreciera la inversión
pública y privada. En 1930, tal inversión sólo alcanzó la cifra de
doscientos dieciséis millones de pesos.
Aunque la situación económica del país no dejó, pues, de
tropezar con numerosos y constantes trances, el Gobierno no
descansó en buscar los medios para favorecer al proletariado
urbano, ora con incipientes reglamentaciones del trabajo, ora
procurando dar mayor autoridad a las juntas de conciliación,
ora mediando en los conflictos obrero-patronales; y como en
esta obra no dejó el Estado de mostrarse parcial hacia los trabajadores, ello produjo una desanimación bien marcada a los viejos
industriales, así como a los nuevos semi-industriales.
De todo eso, visto al través de las fuentes escritas, se dedujo que durante esa temporada, las medidas oficiales iban de un
lado a otro lado. No existía una política cierta; y aunque no
dependió de los hombres, sino de los tantos agentes que
concurrieron a los negocios económicos y financieros, no por
ello dejaron de ser acusados el presidente Ortiz Rubio y sus
principales colaboradores de ignorantes e inciertos. Las
acusaciones alcanzaron al propio Calles, quien a pesar de no
tener posición oficial alguna, se le tenía como individuo que
ejercía una autoridad suprema detrás de Ortiz Rubio.
En esto último no dejó de existir la fantasía, que daba vuelo
a las más pequeñas preocupaciones y versiones populares, con lo
cual no resultaron perjudicados tanto el gobierno de Ortiz
Rubio y el general Calles, cuanto los intereses nacionales, pues
no fue posible una estabilidad económica capaz de dar asiento a
la confianza de los mexicanos. Además, mucho empezó a
dudarse en lo que respecta a sistemas, sobre todo cuando se
habló de sistemas socialistas, hacia los cuales experimentaba
repugnancia más la clase proletaria que la adinerada.
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