Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo segundo. Apartado 14 - La caída de Ortiz RubioCapítulo trigésimo tercero. Apartado 2 - La política de Rodríguez Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 33 - LOS HOMBRES

UN PRESIDENTE SUBSTITUTO




Desde el mes de octubre (1931), el general Plutarco Elias Calles, figura excepcional y casi deslumbrante en la organización política y administrativa del Partido de la Revolución, comprendió que la permanencia del ingeniero Pascual Ortiz Rubio en la presidencia constitucional de la República sería insostenible, no por causa de ineptitud, negligencia o deshonestidad de éste, sino debido a que los líderes que constituían la nueva y poderosa pléyade mexicana, sin tener ya sobre ellos la autoridad predominante de los hombres que habían dirigido y ganado la lucha armada al través de innúmeras vicisitudes, ya no se creían obligados a observar una obsecuente o limitada acción impuesta por éstos. Así, los derechos de la guerra estaban cediendo el paso a los derechos de la audacia o de la burocracia política.

Advertido, primero; convencido, después, de que Ortiz Rubio no podía continuar en la presidencia, Calles inició una serie de consideraciones y consultas con sus allegados, sin manifestarse en pro o en contra de la posible renuncia del Presidente.

Esta actitud reflexiva y cautelosa de Calles no se debió a la justa comprensión que tenía acerca del valimiento que era la estabilidad para el Estado mexicano. Debióse, de una manera directa y efectiva a que él, Calles, era el responsable tanto de la presidenciabilidad de Ortiz Rubio, cuanto de aquel nuevo sistema de partidos sin caudillos, que había propuesto y llevado a la práctica como medio para salvar al país de la tradicional autoridad del caudillismo. Calles, pues, en medio de aquella responsabilidad nacional, quiso apartarse de la escena, para probar que Ortiz Rubio se bastaba a sí mismo; pero tanto arreció el descontento entre los políticos, que primero con mucho comedimiento; después, con señalada resolución, se dispuso a servir de enlace entre el gobernante agobiado por las pretensiones de sus colaboradores y los ministros exaltados por las ambiciones.

Sin embargo, aquella tarea de responsabilidad personal y de respetabilidad hacia el Jefe del Estado que representaba Calles, no fue bien vista por el mundo popular de México; pues se acrecentó la idea de que Calles era, ya sin reservas, el individuo que mandaba sobre las determinaciones del Presidente, y con ello empezó a aceptarse como realidad un régimen de Maximato que sólo correspondía al vocabulario oficial y cortesano. De tal aceptación general al disgusto de la población nacional, sólo hubo un paso. Con esto, para el país, tan detestable parecía Ortiz Rubio, como detestable Calles, y debido a lo mismo hizo aparición la indignación pública; ahora, como la política y el Estado habían castigado muy cruentamente a la República y sobre todo a los hombres principales de la República política, faltaron los héroes para encauzar tal indignación, que desembocó en rumores y blasfemias, en difamaciones y profecías, siempre ajenas a la realidad.

Así las cosas, y aceptado que hubo la conveniencia de la renuncia de Ortiz Rubio y de elegir un presidente substituto. Calles, desinteresado por su futuro personal y apartándose de las procesiones populares o supuestas populares, que siempre habían sido el punto de apoyo para su fuerza y poder políticos, no quiso al principio intervenir en la designación del suplente constitucional de Ortiz Rubio; pero fueron tantos los peligros que para México se presentaron al acercarse la crisis, que al fin procedió a examinar las posibilidades que para el bienacepto nacional podían tener como presidentes substitutos el general Joaquín Amaro o el ingeniero Alberto J. Pani.

Aquel correspondía, ora por sus prendas revolucionarias, ora por su jerarquía en el ejército a los hombres más distinguidos y honorables de la primera etapa de la Revolución. El segundo. representaba la inteligencia osada y placentera; también a la exaltación de la inspiración creadora, aunque llevada a la organización de una plutocracia.

No obstante las cualidades de Pani y Amaro, aparte de sus yerros, tenían muchos enemigos. La historia de la vida de Pani no era de aquellas capaces de convencer a los políticos ni al pueblo; y aunque tanto en los defectos como en las cualidades de tal hombre había señalada exageración, no por ello podía dejarse de sentir los reflejos de su historia. Y por lo que respecta a Amaro, éste era de tanta rectitud, que para los líderes políticos, generalmente inclinados a las flexibilidades, maniobreos y negocios administrativos, significaba una figura un poco discordante, disasociada de los compromisos, combinaciones y tramposerías, más traviesas que malvadas de los tiempos y de los hombres. Tales, pues, eran los juicios, ya atrevidos, ya falsos, de que se servían las circunstancias, para ahogar o desquiciar los valores humanos y políticos. Esto no obstante, todavía podía el Partido Nacional Revolucionario y el propio Calles echar mano de otros hombres, de los tantos importantes que surgieron con la Revolución. Entre tales, figuraba en la primera línea, el general Abelardo L. Rodríguez.

No poseía éste los antecedentes heroicos e invictos de la guerra civil. Tenía, en cambio, el prestigio de su actividad emprendedora y de su cordura personal. Además, adelantaba sus aptitudes administrativas y civiles con la experiencia adquirida en el gobierno de Baja California, a donde con una decisión excepcional, y llevando como fin la promoción y organización de una riqueza local, permitió establecimientos de divertimientos y explotación de vicios, que eran prohibidos en otros lugares de la República; aunque tales permisos fueron objeto de no pocas censuras por quienes aparecieron como moralistas políticos, inficionados del romanticismo político de fin de siglo.

Sin embargo, fue tan sobresaliente la tarea de Rodríguez, invirtiendo las recaudaciones del fisco en un programa de desarrollo material de una región nacional, que parecía estar condenada al aislamiento y las miserias de la pobreza que Baja California recibió, durante el gobierno de Rodríguez, un lugar privilegiado de desenvolvimiento económico; y como Rodríguez tuvo la atingencia de no destruir lo construido por su predecesor el coronel Esteban Cantú, pronto la prosperidad fue el signo del norte bajacaliforniano. Lo único que afeaba era su amor inmensurable al dinero, por lo cual con esa mentalidad no medía las miserias de la pobretería.

Gracias a todo eso, asociado a la idea y práctica de crear un capital nacional, el general Rodríguez ganó nombre y confianza en el país, sobre todo dentro del mundo de los negocios; nombre y confianza aumentados con la sensatez de empresario industrial durante su tarea de secretario de Industria en el gabinete de Ortiz Rubio, que estuvo unida a los decretos del salario mínimo, al proyecto para organizar un departamento autónomo del trabajo y establecer la secretaría de Economía, lo cual nunca fue suficiente para ganar popularidad.

Por otra parte, y sin más idea que la de una nacionalidad fundada en todos los órdenes de la vida mexicana, pero sin apartarse del principio primero de la Revolución, Rodríguez se adornó con el influjo de las ideas económicas de Estados Unidos, lo cual hizo que mientras los nuevos revolucionarios de México lo hacían representante de un capitalismo clásico contrario a la ortodoxia de la Revolución, los viejos ricos mexicanos le consideraron como individuo conciliador. En la realidad. Rodríguez, sin poseer una formación cultural, pues era de cortas referencias en la ilustración, se guió en sus afanes por una mera intuitición, adelantándose con valor desmedido, aunque a riesgo de perder su lugar en la nómina de la pureza revolucionaria a una época en la cual el país habría de entrar resueltamente a fin de dar base, cuerpo y altura a una economía precisamente nacional, que sin ser capitalista ni socialista constituyese un neoliberalismo crítico.

Como consecuencia de tales preliminares de su persona, mando y gobierno, el general Rodríguez ascendió fácilmente a la presidenciabilidad; y su candidatura para suceder al ingeniero Ortiz Rubio, tuvo una gran acogida dentro del oficialismo y también entre la gente adinerada de México, que con la presencia de Rodríguez en la alta política se sintió autorizada para expresar su opinión acerca de la vida pública, de la cual había estado alejada por largos años.

El único problema que ofreció tal candidatura, fue su discreto alejamiento de la selección política que preparaba el futuro republicano; pero como la autoridad de Rodríguez ofrecía una transitoriedad sin compromisos ulteriores, los adalides tan interesados en preparar un porvenir social para México, hicieron omisión de la heterodoxia revolucionaria de Rodríguez y de quienes formaban en el equipo de éste, y aceptaron su designación como substituto de Ortiz Rubio.

Rodríguez fue elegido presidente por el Congreso de la Unión, el 4 de septiembre (1932).
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