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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 33 - LOS HOMBRES
LA POLÍTICA DE RODRÍGUEZ
Al igual que durante el presidenciado del general Plutarco E. Calles, a través de los gobiernos de Emilio Portes Gil y Pascual Ortiz Rubio, el mundo popular de México no se interesó directa ni indirectamente acerca de la historia o virtudes de los colaboradores principales del presidente de la República. La autoridad
del Jefe de Estado tuvo durante tales temporadas tanto brillo
que le daba Calles, que los ministros representaron lo accesorio
-un complemento vulgar y reglamentario de la presidencia.
No aconteció lo mismo con los colaboradores del general
Rodríguez. Ahora, como si el país intuyese la llegada de un
nuevo y poderoso grupo político, se interesó discutir sobre la
figura y opiniones de los ministros. La idea institucional de
Calles empezaba a dar frutos. La creencia de que un agrupamiento
de individuos responsables que compartiese con el
Presidente no tanto el mando, cuanto el gobierno de México, se
manifestaba como una realidad.
El general Rodríguez con extraordinaria perspicacia y atento al natural desarrollo de la política revolucionaria, lejos de
considerar que tal manifestación podría disminuir o desdorar su
jerarquía, alentó aquella evolución. Además, gracias a tal modalidad. Rodríguez no titubeó en rodearse de quienes, sin ser amigos o allegados, estimó que eran útiles a la República. Para esto se requería mucho valor y desinterés. Ni lo uno ni lo otro escaseó en el Presidente substituto.
Entre los colaboradores de Rodríguez se hallaron individuos
de extraordinario talento, como Eduardo Vasconcelos, encargado
de la cartera de Gobernación. Una incansable y reformadora
empresa en materia urbana, la representaba Aarón Saénz,
quien como regente de la ciudad de México, hizo una traza de la
capital que, sin dañar la arquitectura del siglo XIX, muy
sobresaliente a la que representaba la rutina virreinal, abrió
camino a la modernización de la capital de la República.
Dentro del gabinete de Rodríguez hubo osados, quienes se
tenían a sí propios como inteligentes, capaces de cambiar la faz
cultural y económica de México. Tratábase, al efecto, de
Alberto J. Pani y Narciso Bassols. Este era un brillante conversador,
con lo cual daba la idea de ser un talento deslumbrante y
poseer una cultura sin igual. Sin embargo, todo en él era
oropelesco y pedantesco.
Había un grupo más dentro de aquel nuevo régimen de
hombres. En tal figuraban Manuel C. Téllez, Francisco S. Elias,
Miguel M. Acosta, Primo Villa Michel y Pablo Quiroga. No
poseían cualidades de hombres de Estado; pero el Presidente vio
en ellos una naciente y necesaria posibilidad administrativa. Estos
serían los fundadores de un Estado Burocrático, de lejano parentesco
con la Revolución mexicana.
Las esperanzas de Rodríguez, sin embargo, fueron mayores
que la realidad. En efecto, para unos secretarios de Estado, el
Presidente era un lugareño diligente, pero ignorante en los
negocios del gobierno y en las necesidades de la Nación. Grande
error encerraba tal apreciación. Rodríguez ocultaba bajo su
trato cordial e indiferente un carácter resuelto y una definición
personal de mucha entereza, así como un conocimiento práctico
de los problemas nacionales. La idea de que el Presidente era
fácil a la dirección de quienes siendo sus colaboradores se creían
superiores a él, provocó divergencias desde los comienzos del
substituto.
Entre las primeras divergencias estuvo la originada por un
proyecto presentado, en una reunión de secretarios de Estado,
por el secretario de Relaciones Manuel Téllez, excelente burócrata,
pero inepto político. Este, no obstante su escasa
capacidad, proyectó una solución a la controversia que existía
entre México y Estados Unidos a propósito de la soberanía que
ejercía el Estado norteamericano sobre la zona del Chamizal.
El plan de Téllez carecía de malicia y representaba la manifestación sincera, pero mediocre de un buen oficinista; mas de
ello se aprovechó Pani, quien advirtiendo las cortas aptitudes de
Téllez frente a las que él consideraba propias de su talento,
insinuó que el proyecto del secretario de Relaciones era
antipatriótico, por lo cual, sin más examen, fue rechazado.
Téllez, avergonzado y humillado, presentó su renuncia, substituyéndole
en seguida el doctor José M. Puig Casauranc,
individuo ajeno a los negocios exteriores y aficionado a la
literatura, para la cual no poseía el talento de la inventiva ni el
conocimiento gramatical.
A poco de ese cambio ministerial, el presidente Rodríguez
cesó al ingeniero Pani como secretario de Hacienda, y en seguida
lo reemplazó con el general Calles, en quien se reconocían
notables prendas en el mando y gobierno, aunque no en los
negocios fiscales.
Debido a esos dos trances, el Presidente tuvo que sortear un
sin número de dificultades y compromisos; y todo esto, dentro
de un ambiente bajo cuyo cielo se movían, más que los intereses
patrióticos y administrativos, los intereses políticos, que presentaban
un conflicto tras otro conflicto. Los adalides de la
política, ciertamente, abrían y cerraban las puertas y ventanas
de las conveniencias, sin reconocer los males que producían al
país, en un intento de abrir el paso al partido que representaba
una nueva etapa de la Revolución mexicana.
Así, tratando de acabar con una situación que empezaba a
tener los mismos caracteres de la observada durante el gobierno
de Ortiz Rubio, y que condujo a éste al apresuramiento de su
renuncia, el general Rodríguez pidió anticipándose de esa
manera a la ambición política borrascosa, la reunión de una
convención del Partido Nacional Revolucionario, a fin de que
tratase y resolviese la conveniencia acerca de la teoría y práctica
electoral de la No Reelección, vista ésta no desde el ángulo de la
ortodoxia democrática, sino como mero acto en la función y aplicación del Sufragio Universal.
Quiso por otra parte el Presidente, dar fin a los rumores y
esperanzas del grupo de allegados a Calles, quienes al parecer se
encaminaban a promover la reelección de este, con lo cual
perturbaban la tranquilidad del país y estimulaban al Maximato.
Con prudencia y patriotismo, el general Calles observaba
aquella situación; y aunque era inoculta la firmeza de su antirreeleccionismo, no estaba dentro de sus consideraciones políticas
provocar una reacción violenta entre sus partidarios y
admiradores, puesto que con ella era posible dislocar la unidad
del partido y crear un clima colmado de riesgos y venturas.
De todo esto, se originó en el país un ambiente de desconfianza e incertidumbre, que la reunión del Nacional Revolucionario, efectuada en Aguascalientes (30 de octubre, 1932) llegó a atajar oportunamente, sobre todo cuando la unanimidad
de los delegados aprobó pedir al Congreso la reforma constitucional
conforme a la cual quedó prohibida la reelección a los
puestos de elección popular, y estableciendo que un presidente
de la República no podría volver a serlo nunca, lo cual fue
exagerado, torpe e inconducente; ¿por qué prohibir a un
ciudadano honrado y preparado volver a la presidencia, después
de seis o doce años de su anterior ejercicio? ¿Además no esto
abría la puerta a cualquier burócrata inepto a ser Jefe de Estado?
Aunque el acuerdo de la asamblea del Nacional Revolucionario
fue circunstancial y no doctrinario, puesto que trató tanto
de liquidar las presunciones y aspiraciones del callismo, como
las inquietudes de los amigos de Portes Gil, quienes empezaban
a ver en éste al más posible sustituto de Rodríguez; aunque el
acuerdo, se repite, fue circunstancial, no por ello dejóse de fijar
un nuevo modo de vivir político a México; pero sobre todo,
hizo que la unidad del partido de la Revolución quedase
asegurada. Con esa enmienda del más puro y exagerado jacobinismo,
que llevó el principio de la Democracia mexicana al absolutismo político y partidista, se extinguió la democracia electoral en México; también el liderismo político.
Quisieron, pues. Calles y Rodríguez con tal recurso constitucional, nulificar de antemano preocupaciones y apetitos de los
agrupamientos personalistas; ahora que con ello produjeron una
avitaminosis democrática; prepararon también el campo para un
sistema de enriquecimiento de funcionarios públicos, fundado
en el aprovechamiento personal de un sexenio de vida administrativa.
Tanto o más influjo que en la política nacional, aquella
reforma lo tuvo en los estados. Aquí, a donde fue común desde
los comienzos electorales que trajo consigo la Constitución de
1917, el agrupamiento personalista, al cual el vulgo dio el
apellido de caciquismo, la reforma antirreeleccionista exterminó
tales grupos a par de disminuir el poder de los ex gobernadores
y ex diputados; aunque hizo aparecer otras deficiencias y males
políticos, como el de organizar una continuidad burocrática de
tipo porfiriano.
Por otra parte, con aquella resolución quedó embarnecido el
Partido Nacional Revolucionario; y al ser reducido el número de candidatos a los puestos de elección popular, disminuyeron en número y calidad los fraudes, disputas y muñidores electorales. No fue menos dañado el mecanismo del Sufragio; pues de más
fácil y efectivo manejo, se le puso en el arranque de un camino
práctico, dejando en manos del Presidente y gobernadores el
volante del vehículo electoral.
En todo esto, que si no fue llevado al examen y resolución
populares, sí mereció el análisis de Calles, quien en medio de sus
preocupaciones buscaba los mejores modos de la Democracia,
no sólo procedía la ley de una paz obligada, antes también la
necesidad de establecer formal y definitivamente la mayor
compatibilidad entre la Constitución y la aconstitucionalidad.
De esta suerte, el Congreso, reunido en período extraordinario, aprobó (29 abril, 1933) una reforma al artículo 83
constitucional y una segunda al 51, ampliando a tres años el
período legislativo de los diputados.
Gracias a tal enmienda, muchos fueron los temores nacionales
que quedaron disipados. Hubo también un alto en murmuraciones
que tanto perjudicaban al país; pues ya se creía envuelto
a Calles en conspiraciones, ya se esperaba un caos provocado
por Portes Gil, ya se veía en cada secretario de Estado un futuro
presidente. La atmósfera política se hizo diáfana; y Calles, en
seguida de abandonar la secretaría de Hacienda, se retiró de los
asuntos administrativos, y aunque ocurrieron otros cambios en
el gabinete presidencial, el presidente Rodríguez mantuvo su
autoridad y el país tomó un andar normal.
La oposición al Gobierno y en particular a Calles y al
Maximato, como el vulgo siempre goloso y pendenciero, seguía
llamando al gracioso título dado al general Calles, quedó mermada;
aunque ahora, como consecuencia de tales sucesos,
acudió al campo político la idea de improvisar un caudillo sin
historia civil ni militar. Hablóse, al efecto, de un hombre
nuevo, mas no tanto a fin de establecer un nuevo orden en
México, cuanto con el objeto de satisfacer a la generación
política más joven.
No escapó al presidente Rodríguez la importancia de ese
movimento; y sin procurar encauzarlo, pues no ocultó nunca su
desdén hacia la profesionalidad política, prefirió acrecentar los
proyectos para ampliar el área metropolitana y proporcionar los
mejores cimientos a una economía nacional, considerando que
de tales hechos prácticos podría sobrevenir el nuevo tipo de
gobernante, y la glosa de nuevas ideas capaces de servir aquél, y éstas al desarrollo de un país que estaba en deuda con la Revolución.
Presentación de Omar Cortés Capítulo trigésimo tercero. Apartado 1 - Un presidente substituto Capítulo trigésimo tercero. Apartado 3 - Influjo de ideas extranjeras
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