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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 33 - LOS HOMBRES
INFLUJO DE IDEAS EXTRANJERAS
Desde los días que se siguieron a la salida de la presidencia del general Calles, a la fundación del Partido Nacional Revolucionario
y al gobierno de Emilio Portes Gil, los adalides de la
política mexicana, creyendo que de esa manera podrían brillar
más intensamente, empezaron una competencia en torno a
todas las novedades políticas y sociales; también económicas y literarias, de modo que, siendo todo eso improvisado y faltando
las formaciones del talento y la cultura, tales novedades, sin
estar debidamente absorbidas, llegaron a ser verdaderas enramadas
bajo las cuales se abanicaron falsos conceptos, atrevidas
acciones y desmedidos apetitos. Quien se creyó poseedor de
cualesquiera de esas tablas de salvación de grupo o individuos,
consideró fácil adoptar y llegar al fin de una serie de disparates.
De un socialismo sin Marx, se pasó a un Socialismo Marxista; de éste a un jacobinismo excéntrico; y no faltaron las
fórmulas de un neofourierismo. Así, se pretendió llevar al
ejidismo, que fue mera función del derecho de propiedad a un
Comunismo sin Lenin, dentro del cual más cabían las idealizaciones
que la realidad.
Pero tal temporada, con tener mucho de ridículo no dejó de
ser conmovedora. México, después del aislamiento universal que
se produjo en el país como consecuencia de la Guerra Civil, se
entregó a las inquietudes del conocer; y aunque no escasearon ni
las puerilidades ni las falsedades, esos días que remiramos estuvieron
llenos con sorpresas agradables y controversias violentas.
Pareció con ello que el país empezaba a pensar, lo cual constituyó
una etapa de elevación de miras; asimismo, de francas y
abiertas libertades públicas.
Anterior a tal temporada fue el predominio de las conjugaciones políticas del fascismo; pero satisfecha la curiosidad
pública y saturado el ambiente nacional con las repeticiones en
torno de Benito Mussolini, el mundo político quiso probar otras
suertes ideológicas. Además, se creyó que no era posible la
existencia de un socialismo sin Marx (Socialismo Mexicano,
según la reiterada proclamación de Calles y de la izquierda
callista); y aunque se consideró imposible traer a Marx -aparte
de los murales incoherentes, irreales y antinacionales de Diego
Rivera-, no por ello se quiso negar ya el propósito de dar barniz
marxista a los problemas sociales.
Reñía esto último con las preocupaciones y proyectos
institucionales de Calles, quien tanto acento de mexicanidad dio
siempre a todos sus designios sociales y políticos; pero como los
jerarcas mexicanos de la política pusieron de moda los viajes a
Europa, se acudió al fácil expediente de importar teorías extranjeras.
El hecho demostró que todavía no existía en la República
el hábito de pensar.
Así y todo, el Socialismo con Marx, aunque sin penetrar a
las funciones oficiales, tomó carta de ciudadanía, si no
precisamente mexicana, sí de ciudadanía de México; y se convirtió
en bandera de la nueva hornada política.
Pronto, sin embargo, aquel primer empuje de ese Socialismo,
se vio precisado a mediatizarse. La proposición de
establecer en México un Estado socialista quedó para unos
cuantos trasnochados. Los líderes políticos se retiraron con
discreción de la proposición absoluta; mas como la voz de
Estado socialista se hincó en individuos de influjos oficiales,
muy apresuradamente concurrió el callismo a neutralizarla con
el novedoso apellido de Estado moderno. El Estado mexicano,
pues, aparentemente se convirtió en Estado moderno,
cuya principal misión consistía, al decir de los teóricos novatos
en dirigir la Democracia. Existió así en México —tal fue el
concepto de quienes acostumbraban a admitir con candor las
proposiciones de moda— un Estado que dirigía la Democracia;
y ello a pesar de la flagrante contradicción del supuesto acontecimiento; de lo aconstitucional del propósito.
De esta suerte, las nacientes figuras en la dirección política del país, originadas en la institucionalidad callista, modelaron
un eclecticismo conforme al cual, México era simultáneamente
fascista y comunista; democrático y plutocrático. Con tal serie
de signos y proyecciones, pareció como si se hubiese llegado a
un estadio dentro del cual la República podía mecerse dulce y
cómodamente.
En la exposición y aplicación de tal idea, no se sondeó el
propósito de hacer un Estado fuerte, sino de crear un estatismo
que, sin ser discordante a la Constitución y a la Revolución,
fuese punto de apoyo para la justificación y designios de los
noveles adalides políticos, que ganaban sus primeras preseas en
luchas civiles y administrativas.
Ahora bien: a fin de dar fuerza, ordenamiento y decisión a
esas nacientes fórmulas que se suponían sociales y económicas;
y que en muchos de sus aspectos sólo significaban una prolongación
del régimen presidencial, fue necesario discontinuar los
proyectos para establecer el sistema de partidos políticos
anunciado por Calles; aunque esto sin que se intentase amenguar
la personalidad, cada vez más vigorosa y definida, del Caudillo a
quien sin rubor se le seguía llamando Jefe Máximo de la
Revolución.
Sin embargo, como aquella personalidad de Máximo
empezaba a ser desfigurada y era pasto de la maledicencia
pública y servía asimismo para dar alas a un estado de inquietud
y de cuartel a la oposición política, Calles, con la discreción
propia a un individuo de su calidad, empezó su retroceso, en
tanto que el presidente Rodríguez, siempre en manifiesta
colaboración con aquel hombre tan importante como admirado,
queriendo desterrar cualquier sospecha de que él, el Presidente,
estaba manejado por Calles, mandó a sus colaboradores que se
abstuvieran de consultar los negocios de Estado con el Caudillo,
puesto que eran grandes y poderosas las voces que daban
pábulo, con versiones calumniosas, de que el Presidente subordinaba
sus resoluciones, ora directamente, ora por medio de sus
ministros, a la palabra del general Calles.
La orden de Rodríguez quebrantó la murmuración calumniosa
y reivindicó la jerarquía presidencial; y Calles, por su
parte, retirado de la actividad política en una finca de
Rodríguez en Baja California, quiso distraer a la opinión pública
de todas aquellas peligrosas especies, llevándola al examen y
discusión de las ideas políticas; examen y discusión que,
ciertamente, habían sido siempre objeto de la preocupación
del Caudillo, puesto que éste advirtió que uno de los
males que experimentaba el país y la administración oficial,
consistía en la escasez de material humano; y que tal
escasez se originaba en la ausencia de ideas políticas en
México. Mucho, pues, deseaba Calles poner a pensar a
los mexicanos; y aunque la tarea, con ser muy noble, era
casi ímproba, empezó planteando tal designio en una conferencia
(30 de mayo, 1933) con el licenciado Ezequiel Padilla.
Este, uno de los más extraordinarios dialécticos mexicanos
de la época que estudiamos, y a quien sólo faltó la síntesis para
ser la columna vertebral del pensamiento político de México,
visitó a Calles en el retiro de Baja California.
Padilla, quien fue colaborador del presidente Portes Gil, y
gozaba de una fama bien merecida por lo selecto de su espíritu
y lo admirable de su clarividencia, quiso ser, y lo logró, el
hombre a quien Calles debería hacer sus confidencias políticas;
pues el país, aunque a veces temeroso del llamado Maximato,
esperaba siempre anheloso las palabras de aquel hombre singular
que era Calles, y quien en una y muchas ocasiones había dado
pruebas irrefutables de su desinterés y generosidad personales,
así como de su gravedad autoritaria como Jefe de Estado.
Calles, en quien se reconocía la virtud de la instauración en
el país de la idea de nacionalidad, en medio de un golfo de
incertidumbres al que conducían las tantas miserias de la
pobreza popular, había virado, inducido por las doctrinas
políticas y sociales europeas, hacia un estatismo en el cual
hacían contacto y encendido el jacobinismo absoluto y el
marxismo imperial.
De esta manera, en aquella conferencia con Padilla, Calles
hizo coincidentes a José Stalin y Benito Mussolini, no sólo
porque abarcaban los mismos períodos de la hegemonía
incontestada sobre sus pueblos, sino debido a que obedecían a
un común denominador: el advenimiento de la soberanía de
las masas y con ello el fin del individualismo.
Disculpables, sin embargo, pudieron ser las ideas de Calles,
quien ajeno al purismo constitucional, sin dejar de ser concurrente
a la constitucionalidad del país; ajeno asimismo a la
doctrina de la soberanía política de los estados de México, tan
difícil de definir dentro de las normas del propio Derecho, y sin
comprender los males que podían sobrevenir a México si se
entregaba a la oclocracia; ajeno a todo eso, Calles, no por ello
dejaba de corresponder al estadio de la reflexión patriótica
movida por el deseo de resolver los profundos problemas patrios
que ni los años, ni las guerras, ni los hombres, ni las leyes
parecían llamados a solucionar, para sustituirlos por el bien y
justicia humanos.
Esto no obstante, las palabras de Calles dichas a Padilla y
reproducidas por éste con elegancia y rectitud, dieron a la nueva
pléyade política de México un tema que tuvo la capacidad de
gobernar la mentalidad oficial de la República durante muchos
años; a pesar de que el tema no correspondió a la idiosincrasia
nacional, de lo que se prueba cuán grande y decisiva será
siempre la influencia de los caudillos.
Con anterioridad a aquel ayuntamiento ideológico hecho en
la conferencia de Padilla, el general Calles había proclamado, sin
muchas reservas, la bancarrota del sistema capitalista; y ahora
iba más allá, tratando de explicar la necesidad de hacer pública
la necesidad de implantar la justicia distributiva, para con ésta
abrir brecha hacia el Estado Socialista.
Aparentemente, el general Calles subordinaba el criterio
político mexicano, ganado con la pólvora y la ley, a una
doctrina social que como la de Karl Marx era tan ajena al país y la Revolución. Aparentemente, porque no se halla un documento
privado o público que denote la intención precisa de Calles
de variar el régimen constitucional de México y establecer
instituciones específicas, para abrir la brecha hacia el Estado
Socialista; pues el sistema presidencial era correspondiente al
tradicional liberalismo juarista, el Partido Nacional Revolucionario
representaba la vieja ortodoxia de la Revolución mexicana,
el ejército continuaba entregado al espíritu del ciudadano
armado y la Constitución era un aparato intocable y casi
sagrado para el Presidente y los altos funcionarios del Estado,
para Calles y los líderes de la alta y baja política; aunque no era
practicada en purismo de realidad.
Ningún signo, pues, existía para advertir la cercana o lejana
llegada a México de un Estado socialista. Lo único que podía ser
motivo de sospecha; quizás como malicioso preliminar de tal
advenimiento, era el proyecto de organizar y desarrollar
empresas de Estado; pero esto, que para el Socialismo Marxista
constituía un motivo de parentesco con el Socialismo de
Estado, dentro de la mentalidad callista significaba una fórmula
imitativa del fascismo italiano, encubierta con los supuestos títulos del Estado Moderno.
Ahora bien: si el general Calles y sus principales allegados
hacían una vida política ajena a los propósitos del Socialismo
Marxista, en cambio aquel incesante predicar de Socialismo,
desató en México una plaga de reformadores sociales, que
produjo muy deplorables efectos en la República, pues si de un
lado el país estuvo en alarma, de otro lado surgieron tantos y
disparatados burócratas con el apellido de socialistas, que fue
necesaria la habilidad y firmeza políticas del general Rodríguez,
para amortiguar una situación que empezó a presentar graves
caracteres de rivalidades ideológicas nacionales, que a tales horas
parecieron amenazantes para la uniformidad y consolidación de
la nacionalidad mexicana.
Al objeto de responder a aquel verbalismo político y social
amenazante, y escuchando, como discípulo que era de la vocación
creadora de la Revolución y de Calles, el presidente Rodríguez
proyectó la necesidad de dar a México un plan de trabajo
administrativo, financiero y económico del Estado mexicano
destinado a ser función guiadora del Gobierno nacional durante
el sexenio presidencial de 1934 a 1940; y al objeto, el Presidente llamó a los más distinguidos políticos de esos días, aunque sin consultar la capacidad creadora u organizadora que pudiesen tener; pues Rodríguez no consideró en este caso las aptitudes técnicas o humanas de los invitados, sino el influjo
que tenían o podían tener dentro de los medios oficiales.
Formulóse así un llamado Plan Sexenal, que fue aprobado y expedido por el Partido Nacional Revolucionario el 1° de diciembre de 1933.
El Plan, no obstante la categoría directiva que dio al Estado, no incluyó en su contexto la palabra socialismo, y al fundar el
signo bajo el cual debería desarrollarse la economía nacional,
dejó como necesarios el desarrollo racional de los capitales, del
ahorro y del crédito, el mejoramiento de los salarios, la industrialización del país y el ejercicio de una economía propia,
autónoma, dirigida y manejada por la inteligencia y el trabajo
de los mexicanos.
La idea juarista volvió a brillar con tal Plan, sustituyendo totalmente las insinuaciones del Socialismo Marxista. Ni siquiera
apuntó la posibilidad de un Socialismo sin Marx. No se hizo una
declaración teórica de ningún género. Excluyéronse las ideas
extranjeras. Hubo un renacimiento de la mentalidad precisa de
lo mexicano; y aunque eran los días en los cuales el Comunismo
leninista se tomaba al nacionalismo de los pueblos, el espíritu
de nacionalidad mexicana, que había sido uno de los principales
agentes de la Revolución, se mostró íntegro e incapaz de
volverse al Socialismo de Marx. La fuerza de la nacionalidad
mexicana rehizo tener los ímpetus de 1910 y 1915. Así, con el
Plan Sexenal, a pesar de ser un mero instrumento de propaganda,
otro horizonte se presentó al país; y lo que tuvo semejanza a
la amenaza de inquietudes y apetitos y compromisos exteriores,
se reveló a la manera de un aparato que podía ser técnico en lo
futuro; aunque por otra parte, una vez más restaba fuerza al
sistema presidencial, puesto que volvería a poner como tema
cotidiano de la política la instauración de un régimen de
partidos.
Tal suceso indicó la forma valiente que el general Rodríguez
presentó al país para contrarrestar los efectos de las ideas
extranjeras que se movían de un lado a otro lado de la República
y de las funciones públicas; ahora que el Presidente no previó
que aquella contención podía ser momentánea y que por lo
tanto a su audaz e inteligente plan, seguiría un mayor desarrollo
de las ideas socialistas a las cuales el general Calles no pretendió
detener, sino neutralizar, mediante la propaganda de un
Socialismo sin Marx, al que llamó con más elegancia que
realidad Socialismo mexicano.
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